El montaje de un cine y sus proyecciones en una hacienda en Melipilla durante los años 30, las clases de marxismo dictadas por un crítico sacerdote a los integrantes de la Dictadura, una foto de Tolstoi jugando un partido de tenis. Ese es el alcance de las digresiones de un ensayo cuyo título y foto de portada nos anuncian un viaje por el desierto de Atacama. Quienes habíamos leído su libro anterior, sin embargo, sabíamos a qué atenernos: la historia de los fueguinos capturados y llevados a Londres por el naturalista FitzRoy (Huesos sin descanso, 2019) no era sino el tronco desde el que brotaba una serie de divagaciones que, consideradas desde su punto de arribo, poco tenían que ver con el marco geográfico temporal desde el que partían. De manera análoga, el nuevo libro de Marín suscita en el lector el rico imaginario del «despoblado de Atacama», para ir explorando desde ahí las múltiples dimensiones que han contribuido a su mitología.
Movido por inquietudes personales, el autor emprende un viaje al Norte Grande con el objetivo de visitar los lugares que antaño conociera de la mano de amigos y familiares. La intimidad de los recuerdos que van emergiendo en el camino dibuja una zona de complicidad con el lector que luego le permite a Marín abordar cuestiones de corte antropológico e histórico. Replicando su procedimiento anterior, el autor ofrece un ensayo hecho a partir de memorias de infancia, crónicas de viajes, biografías de personajes históricos e indagaciones bien documentadas sobre temas tan diversos como el embalsamamiento de las momias chinchorro, los penosos viajes de los conquistadores, las actividades arqueológicas de pioneros como Max Uhle, peripecias de los empresarios del salitre, el padecimiento extremo de los soldados de la Guerra del Pacífico o las torturas a las que fueron sometidos los opositores de la Dictadura, todo ello surcado por un copioso material visual y numerosas notas a pie de página, que amplían las ramas de un árbol ya frondoso.
La heterogeneidad temática y genérica de este libro podría, en otras manos, acabar en un engendro desarreglado, pero como sucede con los buenos ensayistas, ello no ocurre gracias a la consecución de una prosa personal constante, que le otorga al texto esa unidad que no tienen sus historias. Añádase a esto un factor que resulta decisivo: el encanto que buena parte del extenso relato ejerce sobre nosotros proviene del vínculo que Marín entabla entre el imaginario del desierto y la melancolía. El punto de partida es su propio estado melancólico, al que alude con discreción en las primeras páginas, para después llevarnos por la vida y las reflexiones de la monumental obra de Robert Burton, La anatomía de la melancolía (1621). El clérigo inglés reviste un papel similar al que Marín había asignado a Jeremy Bentham en su obra anterior: sus ideas tiñen el libro completo, y el personaje actúa como la guía virgiliana que nos lleva por los parajes del desierto.
Burton es el primero de una larga lista de personajes históricos sobre cuya vida se extenderá (a veces demasiado) el autor de estas páginas. Max Uhle, Santiago Humberstone, Elías Lafertte, Charles Darwin, Rudolfo Philippi, Emilio Vaisse (Omer Emeth), entre muchos, van conduciendo una trama a la que se van anudando otros tantos personajes conocidos y de profesiones tan variadas como las de arqueólogo, empresario, político, naturalista, crítico literario, deportista, cantante y actor de cine. El libro se lee mejor por tramos que de un tirón, dada su extensión y la repetición de procedimientos (como las breves biografías que inserta sobre los personajes mencionados). Por eso, quizá habría sido mejor subtitular cada uno de los diez capítulos de manera de darle información precisa al lector sobre los argumentos de su interés. Sobre todo porque los temas que trata y las biografías que cuenta pueden leerse de forma autónoma. Una segunda edición ganaría no poco si acompañara los títulos literarios de sus secciones con información orientadora acerca de su contenido.
Es interesante notar la correspondencia de los dos ensayos de Cristóbal Marín con la trilogía documental de Patricio Guzmán. Correspondencia que no solo descansa en la evocación de los mismos lugares —el desierto de Atacama, en Nostalgia de la luz (2010), y la Patagonia, en El botón de nácar (2015)— sino en un procedimiento afín, basado en la superposición de enfoques a partir de la fijación de un espacio propicio a la mitificación. También Guzmán se vale de las propiedades del desierto y del agua de los canales patagónicos para explorar aspectos antropológicos, que logrará vincular hábilmente con la historia política reciente, en particular, los crímenes de la dictadura. Para que la coincidencia fuera perfecta, Marín tendría que escribir su próximo ensayo sobre la Cordillera de los Andes, el último espacio que explora Guzmán en su trilogía (La cordillera de los sueños, 2019).
Con Atacama fantasma, Cristóbal Marín señala una vía concreta a las posibilidades del ensayo contemporáneo chileno. Contrariamente a lo que suele pensarse, las virtudes que distinguen este género del vapuleado paper académico no tienen que ver, esencialmente, con la llaneza de su lenguaje, sino con una dinámica de escritura que pone el énfasis en un proceso que se va desplegando de manera un tanto impredecible para el lector, y, de algún modo, también para el escritor. A la concatenación de razonamientos lógicos del artículo científico el ensayo opone la libertad de la digresión. Como afirmaba Foucault, no tiene mucho sentido escribir un libro cuyos resultados se conocen de antemano; el acto de escribir tiene que ser un lugar de transformación. Tal parece ser la premisa que conduce los libros de Marín: sus ensayos no son sino la crónica de esa escritura.