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Literatura instantánea

La próxima vez que te vea, te mato

Felipe Joannon O.
24 de abril, 2025

Título libro: La próxima vez que te vea, te mato
Autor: Paulina Flores
Año: 2025
Editorial: Anagrama
Nº páginas: 200

 
Cierta honestidad del arte contemporáneo proviene de su renuncia a la trascendencia, de su simpatía con la finitud de las cosas. Adorno advierte, echando mano de un contraejemplo, que el escritor o artista que intenta despojar su obra de lo que considera efímero o epocal normalmente no consigue inmortalizarla. Resulta esencial para la obra de arte pagar un tributo específico a su tiempo, y será esto lo que, por paradójico que sea, podrá prolongar su vida. Ahí está la lección del Quijote, recuerda el filósofo alemán, que por la vía de parodiar un género de moda en el siglo XVI —las novelas de caballería— terminó volviéndose eterno.

La fuerza del estilo de Paulina Flores, la intensidad que emana de su segunda novela — que aparece cuatro años después de Isla Decepción (2021) y a una década de su premiado debut con el volumen de cuentos Qué vergüenza
(2015)—, nace precisamente de esta premisa: exprimir al máximo los sentidos del presente sin cuidarse en lo más mínimo de la duración o permanencia de su obra en el futuro. No se trata, aparentemente, de una postura retórica o de un mecanismo para conjurar el agobio que implica escribir para la consagración, sino de una convicción que sorprendemos en detalles, como lo son las alusiones a frases coloquiales, canciones, experiencias y gestos muy contingentes, que de seguro nadie recordará dentro de una década. La autora acepta el riesgo de ilegibilidad de su novela en el futuro —y, en algún grado, hoy mismo, para generaciones lejanas a la suya— y a cambio logra multiplicar los estímulos para describir su vida ahora.

Ambientada en la Barcelona postpandemia, la novela cuenta las aventuras de Javiera, una joven escritora chilena que consigue una beca para estudiar un posgrado en España. El posgrado es, por supuesto, una excusa para cambiar de lugar, pues la protagonista confía en que ese trasplante dictará la forma de una vida nueva, una que, como su idea de amor, no quiere seguir ningún principio preestablecido. La primera parte de esta breve novela es una mezcla de picaresca contemporánea y ficciones a la Bukowski: escritura en primera persona, frecuentación de arrabales y de personajes callejeros, noches insomnes, alcohol, drogas y una sucesión de arriendos y trabajos precarios.

Como sucede en este tipo de relatos, el enfrentamiento del personaje a una nueva sociedad (la de Barcelona) desencadena una serie de comparaciones con la comunidad de origen (la chilena), lo que le permite a la autora lucir su bien afilado ingenio. Las agudezas no operan exclusivamente en la dimensión, digamos, de la inteligencia racional o incluso paradójica («conceptista», diría Gracián), sino también en una dimensión poética metafórica (por llamarla de alguna manera), lo que hace menos predecible el desenlace de sus pensamientos («Nadaba en la Barceloneta cuatro veces por semana. Lo intuía por su espalda y brazos tonificados. Por la sonrisa que, en su rostro, siempre veía nadar con gracia de una orilla a otra»). Muy pocos escritores dominan estos dos tipos de ingenio, el conceptual y el metafórico —Enrique Lihn es el mejor ejemplo en nuestras letras—, y esto es sin duda una de las gracias de la literatura de Flores.

Hacia la mitad del relato, la historia se empieza inclinar poco a poco desde el realismo de la picaresca contemporánea al relato policial paródico, transido por un humor negro manejado con soltura. En realidad, la narradora nos había advertido desde la primera línea que la trama tendría en su núcleo un crimen de origen pasional. Es esta vertiente amoroso-detectivesca la que permite mantener unidas tantas observaciones vivenciales que realiza la protagonista, evitándole el irse por las ramas. El ingrediente de suspenso está aquí, pero también una buena cuota de humor. No falta tampoco el recurso a la cursilería, un rasgo que antes se evitaba aun a costa de la disminución de la emoción, y que en la narrativa actual muchos asumen sin complejos, casi como una forma de transgresión del buen gusto.

Una literatura instantánea, echa de chispazos geniales, que avanza a gran velocidad. Flores es una escritora de gran intuición, que logra arrancar destellos sensoriales que anteceden cualquier reflexión. Pero ahí están también los desafíos que le plantea su propia escritura: a veces es mejor renunciar a una comparación o a alguna frase ingeniosa para apretar la trama o dar la impresión de profundidad en un personaje. Su enorme sensibilidad la dispara en miles de direcciones, cada una de evidente valor individual, pero de menor eficacia estructural. Se trata de una opción legítima, pero también es cierto que una escritora con su talento puede alcanzar la maestría en ambos frentes. Sirva de ejemplo Jeidi (2017), de Isabel Bustos, que descansa tanto en la astucia de las observaciones del narrador como en la perfección trágica con que está construida la historia.

En una línea similar a aquella que citábamos de Adorno al comienzo, Barthes recomendaba devolverle a los clásicos su fragilidad, porque «lo que es frágil es siempre nuevo». Uno de los aciertos de esta obra de Flores reside precisamente en relevar esa cualidad esencial de la literatura. No se puede escribir una novela intensa fuera de una zona de vulnerabilidad. Las peripecias de una protagonista que se parece mucho a su autora vienen a refrendarlo.