La pérdida de eficacia de la transgresión en el arte es una buena noticia para los espíritus clásicos, que suelen presentar sus obras en el marco de un mundo imaginado preciso, con sus reglas propias bien definidas. Están más cerca de la idea aristotélica de mímesis, que privilegia la imitación de las dinámicas internas de la naturaleza por sobre la fidelidad estricta al referente real. Si nuestros tiempos inciertos y veleidosos han ido debilitando los consensos mínimos sobre lo que entendemos por real, entonces pierde sentido proponer ideas transgresoras porque, o bien no está claro lo que debe transgredirse o aquello que se transgrede cederá rápidamente su posición dominante a otra idea. El autor clásico, en cambio, tiene el camino despejado para construir con sus propias manos una realidad cuya solidez no depende de su relación con el contexto, sino de la coherencia de sus relaciones internas. Es menos un conservador que un arquitecto, y solo será tenido por aquel de manera retrospectiva, si triunfa.
La última novela del escritor Gonzalo Contreras, El verano y toda su ira, honra perfectamente este principio del arte clásico. Con una paciencia inusual en nuestros días, el autor va disponiendo hábilmente los hechos y sus personajes para construir una historia que se extiende por más de trescientas páginas, exhibiendo un oficio que se ha nutrido de su larga trayectoria como narrador (es su octava novela) y, quizás, de las numerosas participaciones en talleres literarios, antaño como aprendiz y últimamente como guía. Sorprende, en efecto, la capacidad de mantener el mismo tono narrativo, la misma factura en la historia, en una obra de tan largo aliento. No hay asomo alguno de experimentación, ni siquiera el uso de recursos que antes fueran considerados como novedosos, y de los que se sirvieron los escritores del Boom abundantemente, como el monólogo interior, la corriente de conciencia o el paso del estilo indirecto al directo libre. Nada distrae al lector de seguir un hilo conductor que se va desplegando exclusivamente desde la perspectiva de un solo personaje.
A la primera parte no se le ven las costuras. Para relatar el funeral de Bobby Serna, el personaje cuyo suicidio abre la historia narrada desde la perspectiva de su mejor amigo, el autor se vale de un extenso plano-secuencia fílmico, en el que va presentando, como ante una cámara en movimiento, los personajes y los lugares que resultarán fundamentales para el posterior desarrollo de la historia: las hermanas Serna y la hacienda «El Trébol», en Casablanca, elementos que marcaron la adolescencia de Renato, el narrador protagonista. Contreras logra, en la primera de las cuatro partes que componen el libro, un buen equilibrio entre acción, descripción, diálogos y reflexiones. Estas últimas irán ganando mayor espacio a medida que avanza la historia, lo que mermará levemente la intensidad de la novela. Las hay, entre las observaciones, algunas muy lúcidas y breves, sobre todo a propósito de Moira, la hermana más cercana al protagonista y al hermano suicida, cuya personalidad no se termina de delinear sino hasta la última línea. Otras veces los comentarios son de carácter más general, como esta reflexión del narrador durante el regreso en auto a Santiago después del funeral: «Tal vez el viaje, el estar en movimiento, nos predispone a hablar más de la cuenta, o pensar atropelladamente, ya que, como toda pieza dramática, el viaje tiene un final y Vanessa necesitaba decir todos sus parlamentos antes que la dejara en la puerta de su casa» (87).
El mayor riesgo de la novela está en el lugar concedido a Nietzsche y Schopenhauer, los faros que, desde su adolescencia en adelante, eligen Bobby y Renato respectivamente para ir orientando sus vidas. Los filósofos alemanes no solo serán mencionados profusamente a lo largo de la obra, sino que serán usados para caracterizar a los personajes, dándole al lector una pista demasiado evidente para leer el acto suicida de Bobby, o simplemente quitándole ambigüedad a su recorrido vital. Además, al optar por esta vía, el autor se expone al cotejo que realizará el lector culto entre las reflexiones del narrador y los postulados de dos gigantes del pensamiento occidental. Tal comparación se vuelve inevitable cuando descubrimos que la tarea que le encomienda el padre del suicida al narrador consiste en leer los documentos que dejó su hijo y decidir si vale la pena publicarlos. Aunque el narrador se muestre escéptico sobre su valor, citará extractos de reflexiones filosóficas de Bobby. Como lectores no podemos sino suponer que están ahí porque el autor halla en ellas un valor reflexivo intrínseco. Y de hecho lo tienen, pero no pueden alcanzar la fuerza de los autores que las inspiran.
Puesto que comienza con la muerte inesperada de un personaje de cincuenta años, el plan de la novela queda expuesto desde el principio: intentar darle un sentido a ese acto final. Tocará al protagonista y a las hermanas de Bobby hacer un balance a una edad en que no se sabe si se puede volver a empezar. Es convincente el modo en que se expresa el asombro de los personajes ante tanto fracaso, pero más interesante que la exploración de las desilusiones personales, es el modo en que queda latente el misterio inicial: ¿de dónde proviene esa esperanza desmesurada de la juventud por alcanzar un día una realización total? «Al principio, la vida nos hace una promesa que no cumple jamás», podríamos responder citando el célebre pasaje de La promesse de l’aube, de Romain Gary. La nueva novela de Gonzalo Contreras es una lograda e intensa exploración en torno a la misma pregunta.