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Un encanto centenario

Y entonces Teresa

Felipe Joannon O.
16 de enero, 2025 Á

Título libro: Y entonces Teresa
Autor: Arturo Fontaine
Año: 2024
Editorial: Catalonia
Nº páginas: 368

 

 

 

No pocos lectores de países periféricos, como el nuestro, vivieron sus tempranas epifanías literarias en calles ajenas. Presos del embrujo de la novela realista europea, recorrimos las vías revolucionarias de París en Los miserables, seguimos las peripecias londinenses de Oliver Twist o acompañamos los tormentos de Dostoyevski a lo largo del Neva. Si alguno de los personajes decidía entrar en un espacio privado, entonces el desafío de imaginar lo narrado era aún mayor: había que intuir lo que era un samovar, delinear provisoriamente muebles con nombres franceses, aceptar que la vida se transaba en libras esterlinas, copecs o francos, gustar platos y licores para nosotros inverosímiles. Cada página renovaba el dilema de decidir si detenerse a buscar el significado de una palabra, o de seguir adelante a tientas para no perder la fluidez del relato. Así pues, cuando por fin, habiendo ya asimilado los códigos de lectura novelescos, nos enfrentamos distraídos a obras que evocan referentes que sí conocemos, la impresión es claramente otra. La tensión a la que sometíamos nuestra imaginación disminuye y nos demoramos con fruición en pasajes que apelan a nuestra vida diaria, o a una memoria colectiva que existe fuera del libro.

Quizá algo que no se intuye a priori cuando se acomete la lectura de Y entonces Teresa, la última novela de Arturo Fontaine, es el peso que se le otorga a la cuidada recreación de una época. Una época, esta vez sí, de contornos familiares. En efecto, al estar centrada en una figura con aires de leyenda como Teresa Wilms Montt (1893-1921), escritora dueña de un atractivo que no dejó indiferente a nadie, el autor habría podido limitarse a fortalecer este mito modernista, rentar con el suicido prematuro de la poeta y limitar la descripción del entorno a su relación con celebridades literarias, como Vicente Huidobro o Joaquín Edwards Bello (que por cierto aparecen, pero supeditados a la trama interna del relato). En cambio, con la ayuda de múltiples narradores que se pasean por diversos registros de habla, premunido de un conocimiento histórico amplio y de un léxico vario y preciso, Fontaine elige atar la vida de la poeta a la restitución de una época y de una sociedad determinadas, inscribiendo buena parte de su obra (sobre todo las cuatro primeras secciones) bajo lo que Vargas Llosa llamó «novela total».

Asistimos, así, al Santiago de los carros de sangre y de los conventos, dominado por una élite afrancesada que divide sus días entre la calle Ejército, la tienda Gath & Chaves y alguno de los clubes capitalinos; presenciamos la efervescencia cosmopolita y minera del puerto de Iquique en los años que culminan con la elección de Arturo Alessandri; nos adentramos en las dinámicas de la hacienda patronal sureña, mediante descripciones en absoluto inferiores a las profusas páginas que la literatura chilena ha querido dedicarle a este lugar. Todo ello con un estilo que recuerda escritores pretéritos, sobre todo en ese tono alegre, un tanto ingenuo, que compartían varios autores de fines del XIX y principios del XX, y que tal vez procedía del momento histórico que les tocó vivir, esto es, el de una nación joven que reclamaba novelistas para fundar su comunidad (se tiene la impresión, por momentos, de estar leyendo Los trasplantados de Alberto Blest Gana, o ciertos pasajes de Casa grande, de Orrego Luco).

De ahí que la figura de Teresa Wilms Montt emerja más familiar, menos mitificada, y aunque algunos episodios den cuenta de su originalidad, buena parte de sus actitudes son las reacciones verosímiles de una mujer de clase acomodada frente a las restricciones que imponía la moral de la época. La novela de Fontaine, en este sentido, no le debe casi nada al mito de Wilms Montt, pues en ella la poeta aparece como un personaje ficticio como tantos, del linaje de esas heroínas que antepusieron su deseo y su pasión al papel maternal al que las sociedades occidentales las confinaban («No te me vengas a creer la Anna Karenina chilena, ¿bueno?», le dice Edwards Bello a Teresa cuando la visita en el convento; p. 286).

Es probable que esta novela entretenida y ágil, cuyo título anticipa una prosa que nunca se queda quieta, hubiera ganado en ambigüedad y sugestión si no mediara, entre el narrador y sus personajes, tanta simpatía, si hubiera seguido más de cerca la lección de Madame Bovary, emblema de la novela realista, cuya eficacia reside en el abismo que separa a Ema de su creador. El desprecio del narrador por sus personajes en la novela de Flaubert es casi físico, y resulta decisivo para dar con un principio fundamental en arte, el de la distancia, necesaria para que las obras sobrepasen el ámbito de la re-creación y se vuelvan, simplemente, creaciones artísticas. Un discípulo criollo de Flaubert, Adolfo Couve, cifraba precisamente en esta dinámica del alejamiento (del autor respecto de su obra), la posibilidad de alcanzar la trascendencia y de interpelar al presente. La novela de Fontaine lo hace, pero quizá de manera más tímida, menos intencional.

La publicación brinda, además, una oportunidad para releer a la poeta, a más de cien años de su muerte, y plantearse, entre otras, las siguientes preguntas: ¿se sostienen por sí mismos sus poemas y sus anotaciones despojados del halo mágico que le imprimía su mítica figura? ¿Cómo se comparan con los escritos de coetáneos de sensibilidades similares, como el también viñamarino y modernista Pedro Prado? O bien, mirando hacia delante y atendiendo al área íntima en que se encuadran sus poemas y reflexiones, ¿qué potencia tiene la poética de Wilms Montt a la hora de enfrentarla con la de escritores y escritoras que operarían en un ámbito similar, como, se me ocurre, acaso por el final trágico, Alejandra Pizarnick? A distancia de un siglo, una respuesta positiva a estas interrogantes requiere, en el mejor de los casos, de un abordaje benévolo o «cordial» a su escritura, tal como sugiere Luis Oyarzún en un lúcido comentario a la recopilación póstuma de sus textos (Lo que no se ha dicho, 1922): «Pocos valores permanentes se salvarían en esta obra inconexa, si solo nos guiara un estricto afán de análisis. Pero si nos abandonamos a una aproximación cordial, descubrimos en la literatura de Teresa Wilms, una calidad poética que muy pocas veces se ha dado entre nosotros con tan espontánea naturalidad» («Teresa Wilms – Lo que no se ha dicho», Temas de la cultura chilena, pp. 101-111).