Ante la caída de los grandes relatos que diagnosticó el posmodernismo, solemos pensar que lo que necesita una sociedad extraviada es un nuevo paradigma, una narración que rebaraje o incluso invente ciertos valores fundantes sobre los cuales se pueda construir una nueva forma de vida comunitaria (algo así como lo que se supone hizo el cristianismo, al alzarse como mito de cohesión tras el derrumbe de la civilización romana). El éxito en la actualidad del discurso político autoritario y de los gobernantes que aplican esquemas netos sería un síntoma de la sed de las sociedades por dejar atrás este período de principios amorfos y movedizos. Nada asegura, sin embargo, que la instalación de un nuevo paradigma tenga lugar en el futuro; sobre todo porque el último de ellos —el de la modernidad sostenida por la razón crítica individual— nos ha adiestrado con celo para advertir la arbitrariedad que implica toda nueva instauración. Frente a tal escenario, cobra interés una alternativa paradójica para sortear la vida moderna, sin duda menos ambiciosa, pero a fin de cuentas más realista y efectiva: aprender a habitar la incertidumbre. Es la principal invitación, me parece, del último libro de Matías Rivas, poeta y editor santiaguino.
Escribo invitación y no «mensaje» porque el autor se cuida de entregarnos un recetario moral. No obstante, el libro puede leerse —elijo una de las tantas perspectivas— como una ética contemporánea, en la medida en que varias de las reflexiones, nacidas de experiencias personales o de sus lecturas favoritas, están orientadas a incidir en la vida. Rivas hace suya la máxima de Goethe, «detesto todo lo que no hace más que instruirme sin aumentar mi actividad y vivificarla inmediatamente»(p. 64), que cita como una de sus frases predilectas. En efecto, estos breves textos que tienen la longitud de un pensamiento, conciernen a la ética porque llaman al examen de sí mismo y están atados a un cuerpo; no son elucubraciones gratuitas. Se trata, además, de una ética contemporánea, y como tal, de afirmaciones que se van replegando (como la resaca de las olas), pues la ausencia de un consenso moral impide hablar de las virtudes o vicios con ese modo «ingenuo» con que lo hicieron los autores clásicos. Pero eso no obsta para que buena parte de sus reflexiones giren en torno a la ambivalencia de ciertas nociones que esta rama de la filosofía ha tratado siempre, como las de transparencia, austeridad, deseo o curiosidad.
Es interesante que la retirada de lo misterioso (frente al imperativo actual de la transparencia) sea uno de los temas que más le preocupan al autor. El cultivo de un espíritu crítico y el ejercicio del autoexamen, ¿no buscan acaso robarle unos metros a lo ignoto? Es cierto que concebir la verdad como una meta fija a la que se tiende o un espacio oscuro que se va iluminando tiene sus falencias; pero tampoco es posible pensar que el acceso a una revelación (a partir de una lectura o de la observación cotidiana) está despojada de una comparación con algo absoluto, que intentamos con todas nuestras fuerzas asimilar. Este es el lugar paradójico —la paradoja, las contradicciones, el oxímoron, son nociones positivas para el autor— desde el que nacen las reflexiones de Rivas, que intentan escudriñar en los rincones del pensamiento esperando que cada descubrimiento amplíe las zonas de exploración. La sabiduría en este libro es un ejercicio, no un estado. A eso apunta una bella frase de la «Nota» preliminar: «Confío en que las observaciones y los breves registros que entrego están lejos de ser concluyentes» (p. 9).
La misma Nota nos revela otro aspecto que merece nuestra atención. Los textos que conforman el volumen —cuya extensión oscila entre el párrafo breve y no más de dos páginas— son el fruto de una poda de columnas, diarios y ensayos de los que sobrevive solo lo que el autor considera esencial. Tal procedimiento podría haber dado lugar a una obra amorfa y heterogénea, si se considera, además, que los extractos son de distinta naturaleza y provienen de textos escritos en diversas fechas de la ya significativa trayectoria del autor. Rivas logra soslayar este riesgo porque tal procedimiento de síntesis se condice con la gramática de sus frases, responsable del aire de continuidad que —más allá del orden temático que se adivina— tienen estas «anotaciones». La drástica reducción de conectores lógicos y la prescindencia del sujeto en algunas frases, refuerzan el afán sintético que anima al libro a nivel general, al tiempo que contribuyen a limitar lo enfático en aras de una prosa más directa. Aunque en esta obra no aparece mencionada —si no recuerdo mal—, se nota la influencia o concomitancia con la escritura de una de sus autoras favoritas, la francesa Annie Ernaux, maestra en despojar la prosa de todo artificio.
Si la configuración de la realidad actual y las reflexiones que se tejen en torno a ella son hoy un campo en disputa, grosso modo, entre los escritores de columnas de algunos diarios y los investigadores académicos, cabría indicar como un acierto del libro de Rivas su capacidad de extraer cualidades de cada uno de esos mundos. Su escritura es tan legible como la del opinólogo dominical (aunque muy distinta) y penetrante como podría serlo un buen artículo académico; las reflexiones rehúyen el lugar común tanto como el lenguaje abstruso. Le ayuda a alcanzar ese equilibrio una aproximación que podríamos llamar, si se nos permite la simplificación, fenomenológica, es decir, que plantea una realidad desde una experiencia íntima sensorial (véanse las páginas que le dedica al frío o al deseo) y evita conceptos que, a decir verdad, son abstracciones de varios grados. Al proceder de esta manera Matías Rivas no solo consigue afirmar un estilo más personal, materializado en la sintaxis que mencionamos más arriba, sino que dota también a las lecturas de sus escritores favoritos —numerosísimos y nunca banales, como atestigua su infatigable trayectoria crítica y editorial— de un contexto que les concede nuevas perspectivas.