Más que en otros casos, la poesía de Rosabetty Muñoz (1960) tiene que habérselas con las expectativas que levanta un hecho biográfico esencial: la autora nació y ha vivido la mayor parte de su vida en Ancud, Chiloé. En países como Grecia o Italia, donde la insularidad permea incluso la cultura de la población que vive en el continente, ese dato paratextual tendría una importancia relativa, atenuada por variables y tensiones de diferente naturaleza. En un país tan centralizado como el nuestro, en cambio, tal referencia adquiere un significado capital. Para gran parte de quienes enfrentamos su obra
—habitantes de paisajes menos periféricos— esta información será siempre un horizonte contra el cual se irá calibrando la idea de mundo que la poeta ofrece. Habrá que aproximarse, entonces, con cautela. Sobre todo si, de parte de la autora, la preocupación por dibujar su propio territorio emerge como una constante que acompaña su ya extensa trayectoria.
Es lo que puede constatarse al leer la publicación de sus «obras completas», recientemente aparecidas bajo el título de Poesía reunida, en el mismo año en que Muñoz recibe el Premio Iberoamericano de poesía Pablo Neruda. Desde luego, su prolífica obra —doce libros de poemas distribuidos en más de cuatro décadas de escritura, desde Canto de una oveja del rebaño (1981) a Voraz (2023)— abre múltiples perspectivas de reflexión, y no se limita, en absoluto, a aquella que podríamos llamar su veta geográfica. Sí es posible afirmar, en cambio, que los demás temas tienen su punto de partida en la ciudad chilota y en su dinámica comunitaria: la de Rosabetty Muñoz es una poesía situada (para tomar una expresión del más citadino de nuestros poetas, Enrique Lihn), que puede pensarse en base a un movimiento de círculos concéntricos, que se van expandiendo desde la intimidad de la propia conciencia hacia la casa, las calles, las iglesias, las islas, el continente (ese lugar desde donde llegan «las micros desechadas por la capital», p. 253).
La evocación de esta particular insularidad tiene como efecto, entre otros, la revitalización de nuestro mito de fundación por excelencia, la Conquista, ese nudo insoslayable para comprender la identidad latinoamericana. Su poesía viene a recordar que la fuerza detonada por ese momento histórico sigue propagándose aunque sus protagonistas hayan cambiado de ropaje. Además, el hecho de que la voz de los poemas sea la de una mujer, que muchas veces adopta un tono colectivo —ese «mujerío» cual «coro de tragedia griega», como lo define certeramente Adriana Valdés en el prólogo— redobla la dinámica invasor/invadida, con una fuerza poética que sobrepasa con creces la mera denuncia, o que, de todas maneras, la vuelve poética. Cabe indicar, por otra parte, que la cartografía que trazan sus poemas no se limita solo a esa dinámica. En muchos de sus textos el archipiélago emerge como el lugar incentrado que es, a menudo descrito como un «navío enceguecido» que da vueltas sobre sí mismo, con una vida propia que no necesita la alteridad del continente para constituirse. El poemario Hijos (1991) es un ejemplo claro de ello, al diseñar un recorrido basado en los nombres de las islas, que visita en bote con sus hijos, y le sirven para titular sus breves poemas.
Uno de los aspectos que más llama la atención de la poesía de Muñoz es la precocidad con que alcanzó la concisión poética. Hay poemas escritos en los ochenta que bien podrían integrar sus libros más recientes. Muñoz no necesitó incurrir en un barroquismo de juventud o en otro tipo de exceso para luego llegar a una forma depurada. Su poesía nunca fue afectada y rara vez es efectista, no cae en el preciosismo pero tampoco es áspera (como la de Mistral, con quien comparte, dicho sea de paso, el oficio de maestra). Por lo mismo, a veces no es fácil distinguir si existe o no una evolución interna en su poesía. El bello poema de ecos láricos «A veces la ciudad es dulce», que aparece en el segundo poemario de la escritora (En lugar de morir, 1986) podría intercambiar su lugar con «La flor de la dicha» (Técnicas para cegar a los peces, 2019), de igual factura teillieriana, y seguramente no nos daríamos cuenta.
Lo que escribe Adán Méndez en la contratapa del libro está relacionado con lo anterior: «Muñoz tiene palabras en la inmediata revelación que precede y supervive a todo lo demás que hace la literatura: el drama y la prosa del mundo que silban cerca o atraviesan sus versos». Pero si bien a nivel del poema lo que se busca es captar una intuición no prosaica, a nivel del poemario Muñoz sabe que debe rodear los textos con un marco definido, para así evitar la disgregación de sus textos breves y alusivos. La alegoría del rebaño, la pasión cristiana, la historia de una violación, la restauración de las esculturas chilotas, el encierro durante la pandemia, el destierro. Varios poemas se dejan leer de manera autónoma, pero muchos otros alcanzan la cima de la emoción al alero de estos «relatos» que los cobijan.
Puesto que se trata de una suerte de obras completas —y considerando que estamos ante una poeta temáticamente versátil— no podemos sino abstenernos de tocar muchos otros aspectos fundamentales en estas páginas. Para seguir delineando su poesía deberíamos dar cuenta de su faceta más cruda, la que nos enfrenta sin ambages a tragedias como el incesto pederasta, el aborto infantil clandestino o la pérdida de seres queridos en el mar; deberíamos abordar el modo en que el mito ligado a los elementos y el catolicismo insular se entrelazan con su noción de lo sagrado; cabría hablar de los versos que tratan la experiencia de la maternidad y del significado que le concede a la casa (tan en línea con La poética del espacio, de Bachelard); nos adentraríamos, en fin, en la relación entre el destierro y la pérdida del lenguaje nativo (Ligia, 2019). Concluyamos, en cambio, celebrando esta edición tan bien preparada, hecha en sus detalles para el mero disfrute poético, sin notas distractoras ni secciones adicionales irrelevantes, y que viene a concretar, acaso involuntariamente, el importante reconocimiento que este año se le ha concedido a la poeta.