Con mucho trabajo de calle y con profusión de datos, el arquitecto Iván Poduje, actualmente candidato a la alcaldía de Viña del Mar, resume los cambios que han vivido las ciudades chilenas a partir del estallido social en cuanto a seguridad y a violencia, apuntando de paso a quienes, desde sus posiciones de poder, romantizan o justifican la vandalización delictual.
No es fácil escribir un artículo sobre la nueva criminalidad que golpea a Chile y sus principales ciudades. Pese a ser un tema prioritario para la ciudadanía —probablemente el más relevante—, la producción académica es escasa y proviene mayoritariamente de organismos públicos que tienen influencia política, o de medios de prensa que no profundizan en los fenómenos.
Preparando este artículo hice una nueva búsqueda en las bibliotecas digitales de las universidades de las regiones golpeadas por el crimen organizado o el terrorismo y no encontré prácticamente nada. Salvo por Paz Ciudadana y Athena Lab, y encuestas de opinión como Cadem o Criteria, no existen documentos que analicen cómo la inseguridad está cambiando la forma en que habitamos nuestras ciudades y cuáles pueden ser las estrategias para atacar este fenómeno, incluyendo medidas de planificación urbana que expondré al final.
Los datos que usaré para caracterizar este problema se basan en un trabajo del área Monitor de Atisba, que me ha permitido conocer en profundidad la situación de Santiago y las principales ciudades de regiones. Atisba es una oficina de arquitectura y urbanismo, pero nos vimos obligados a meternos en seguridad, ya que este tema aparecía como una preocupación relevante en casi todas las comunidades donde trabajábamos.
Recuerdo que en el proyecto Mapocho Río —el parque de mayor inversión levantado en Santiago— la inquietud de los vecinos era la seguridad del recinto. Querían evitar que esta nueva y moderna área verde fuera tomada por bandas o delincuentes y estaban dispuestos a rechazar la obra si el control no se garantizaba. El cierre del parque era el «desde», porque también solicitaban iluminación, guardias, cámaras e idealmente un retén de carabineros.
Ciudad invisible
Si bien la seguridad siempre ha sido una prioridad para los chilenos, la situación cambia radicalmente luego del estallido de octubre de 2019. Entonces las policías se vieron sobrepasadas por la cantidad y frecuencia de los incidentes, y debieron replegarse en sus cuarteles, lo que permitió que los grupos delictuales se expandieran con impunidad. Además, durante el estallido, la violencia fue respaldada políticamente por la izquierda que hoy nos gobierna, que vio en evasiones masivas, saqueos, barricadas o ataques incendiarios, el hastío de la población contra el «modelo» económico que ellos querían derribar. El malestar era real, pero es un hecho que fue aprovechado por organizaciones criminales que fueron idealizadas e incluso premiadas por la izquierda que avaló la violencia. Pero el debate sobre el estallido no debiera ser la existencia de violencia o disturbios, que ocurren en todas las grandes ciudades. El problema de fondo es que existía pasto seco para propagar esa violencia como primer problema, y que el Estado fuera incapaz de preverlo y controlar los disturbios como segundo problema.
Pese a su tamaño, el barrio de Bajos de Mena en la comuna de Puente Alto era invisible para la opinión pública. Nuestro estudio, apoyado por decenas de reportajes de prensa que aparecieron después, ayudaron a visibilizarlo y priorizar acciones como la demolición de viviendas sociales o la construcción de parques y servicios. Pero había muchos «Bajos de Mena» en Quilicura, Maipú, La Florida, La Granja y gran parte de la comuna de La Pintana. También en los cerros de Valparaíso, Antofagasta y Coquimbo, o en verdaderas ciudades de vivienda social como Alto Hospicio en Iquique o Alerce en Puerto Montt. Nueve años más tarde, muchas de estas zonas que identificamos como «guetos» ardieron en el estallido. Ahí se concentraron los saqueos más violentos, la destrucción de estaciones de metro o los ataques armados a cuarteles de carabineros. Esta periferia nuevamente fue invisibilizada, debido a su lejanía de la Plaza Baquedano —rebautizada como «Plaza de la Dignidad» y donde se producían los disturbios más visibles—.
La Plaza Baquedano fue la escenografía del estallido. Por su poder simbólico en el imaginario capitalino, este nodo vial se convirtió en el teatro de operaciones de las disputas más violentas entre manifestantes y carabineros. Ahí se libraron las batallas culturales y políticas más llamativas, ambientada por la sobrevalorada «Primera Línea» que teóricamente defendía a los manifestantes de carabineros, pero que en la práctica eran turbas de barras bravas, estudiantes radicales y lumpen.
Además, en Plaza Baquedano desfilaron los símbolos culturales y políticos del estallido —un fenómeno que luego sería conocido como «octubrismo»— como el Perro Matapacos y la Tía Pikachu. Si bien los datos de inseguridad venían creciendo hace años, el estallido marcó un claro punto de inflexión. Hasta hoy muchos chilenos consideran que en octubre de 2019 el país comenzó un declive que sólo se ha profundizado. El segundo hito que agudizó el problema de seguridad fue la pandemia. Cuando la ciudad formal se cerró para evitar el contagio, la ciudad invisible y segregada se prendió y desbordó nuevamente. El virus del Covid 19 se propagó sin control por el hacinamiento de los hogares o los medios de transporte, matando a las personas de menos ingresos.
Negocio de las tomas
La mezcla de fronteras abiertas, aduanas vacías y calles sin policías detonaron un aumento explosivo de la migración, el comercio informal y las usurpaciones de terrenos. En Atisba monitoreamos estos impactos urbanos con varios reportes. En 2020 notamos que los campamentos estaban creciendo fuera de control y lo resumimos en un estudio denominado «El retorno masivo de los campamentos» que publicamos en noviembre de ese año con imágenes satelitales y mapas. El principal hallazgo fueron las «megatomas», que eran asentamientos precarios de gran tamaño (generalmente con mil familias) que habían aparecido en las ciudades fronterizas del norte o conurbaciones de la zona central como San Antonio-Cartagena o el Gran Valparaíso.
Apenas se levantaron las cuarentenas, salimos a localizar el comercio informal que creció sin control por la ausencia de fiscalización. Identificamos 156 calles tomadas por puestos de todo tipo, además de cinco grandes parques y decenas de áreas verdes como la Plaza Tirso de Molina —hoy destruida por la presión de la informalidad— y las veredas de la Alameda entre Santiago y Estación Central.
En estas nuevas manifestaciones de informalidad pudimos detectar coordinación y logística, lo que hoy se conoce como «crimen organizado» y que hasta antes del estallido era una realidad marginal en Chile.
Vimos grupos especializados en usurpar terrenos, usando topografía y maquinaria para cerrar sitios que luego eran vendidos o arrendados a terceros. En marzo de 2023, publicamos el estudio «Crecimiento de campamentos: incidencia de tomas organizadas con recursos y logísticas», donde estimamos que un 38% de los campamentos nuevos —post estallido y pandemia— tenían esta organización comercial ilegal, lo que abarcaba 22.737 viviendas informales. Considerando el valor promedio en que se vendían estos sitios robados, el volumen del negocio ilegal de usurpaciones bordeaba los 50 millones de dólares por año.
Me tocó visitar estas megatomas en Colina, Arica, Maipú, Alto Hospicio o San Antonio y su tipología era distinta al campamento clásico. Sus calles eran más anchas y mejor trazadas. Los sitios tenían tamaños regulares, que superaban los 400 metros cuadrados. Había casas de dos y tres pisos, y una gran cantidad de automóviles particulares. Por su tamaño y organización estas tomas eran verdaderas ciudades informales. Tenían sectores y avenidas comerciales, iglesias, talleres de autos y hasta guarderías infantiles. Todo ilegal por supuesto. Otra versión de la ciudad invisible, sólo que, en este caso, no había sido provocada por políticas de vivienda social. Era mercado desregulado en estado puro, pero con una validación social y política de la izquierda, que romantizó las usurpaciones y el comercio informal, rechazando leyes para fiscalizarlas y entregando permisos precarios para ambulantes, con el objetivo de «democratizar» el espacio público, como afirmó la alcaldesa comunista de Santiago Irací Hassler.
En Santiago identificamos 11 megacampamentos, que luego harían noticia por la aparición de cuerpos mutilados, casas de tortura y cementerios clandestinos, ya que su aislación de la ciudad ha permitido que sean controlados por las mismas mafias que coordinaron las usurpaciones o que se dedican al tráfico de drogas y la trata de personas como el Tren de Aragua y Los Gallegos de Venezuela, o Los Valencianos de Colombia o Los Pulpos de Perú.
Todos los reportes que sacamos en Atisba para el estallido y la pandemia fueron resumidos y conectados en el libro Chile tomado, que publiqué en 2024 con la editorial Uqbar. Además de conectar puntos y sintetizar estas patologías, en el libro hay mapas y datos de las superficies del territorio nacional donde el Estado se había replegado permitiendo el control de estas nuevas fuerzas criminales que tienen a la población aterrada y a las policías completamente desbordadas.
En el libro también analicé la compleja situación de seguridad de la comuna de Santiago, que desde 2020 pasó a liderar el ranking de homicidios de Chile, duplicando a la comuna ubicada en el segundo lugar. El centro histórico había sido muy golpeado por el estallido y la pandemia, y esto se agudizó con el ingreso de 142.009 inmigrantes entre los años 2018 y 2021, de acuerdo al estudio «Informe de resultados de la estimación de personas extranjeras residentes en Chile al 31 de diciembre de 2021» del INE.
El Servicio Jesuita de Migrantes siempre minimizó el impacto de la migración sobre los delitos, diciendo que menos del 1,5% de las personas que llegaban tenían antecedentes penales. Pero cuando ese porcentaje se aplica sobre 142 mil migrantes que llegaron entre 2018 y 2021, estamos hablando de 2 mil delincuentes en el corazón fundacional de la ciudad, disputándose el control territorial a balazos, incluyendo el histórico Barrio Yungay, que fue escogido por el presidente Boric como su zona de residencia, lo que no tuvo ningún efecto en la reducción de delitos.
En Chile tomado también resumí los reportes que hicimos sobre el avance del terrorismo en la Macrozona Sur, que también se dispara por el efecto combinado del estallido y la pandemia.
«El malestar en 2019 era real, pero fue aprovechado por organizaciones criminales que fueron idealizadas e incluso premiadas por la izquierda que avaló la violencia. Pero el debate sobre el estallido no debiera ser la existencia de violencia o disturbios, que ocurren en todas las grandes ciudades. El problema de fondo es que existía pasto seco para propagar esa violencia como primer problema, y que el Estado fuera incapaz de preverlo y controlar los disturbios como segundo problema. El pasto seco fue la segregación urbana»
Mi inquietud con la Araucanía tenía larga data, pero consideré necesario hacer el estudio luego de viajar por el Golfo de Arauco, donde pude ver la destrucción de localidades como Quidico o el Lago Lleulleu. En Atisba ubicamos 1.200 atentados terroristas reportados por las policías o medios de prensa entre 2019 y 2023.
El crecimiento era igual de explosivo que las tomas o el comercio informal. En sólo cuatro años, la superficie afectada por atentados de la Macrozona sur aumentó 16 veces, totalizando 668 mil hectáreas, lo que equivale a cinco ciudades del tamaño de Santiago. La extensión del conflicto, de norte a sur, subió de 402 a 758 kilómetros entre 2018 y 2022, y las regiones con atentados aumentaron de 2 a 6. Identificamos 3.100 kilómetros de rutas afectadas por atentados recurrentes, incluyendo 260 kilómetros de la Panamericana y 150 kilómetros de la ruta costera que une Arauco con Tirúa, Cañete con Puerto Saavedra. Además, pudimos comprobar que estos grupos terroristas estaban en guerra contra el Estado de Chile y sus autoridades atacando casas de fiscales, jueces, alcaldes, parlamentarios y carabineros.
«Ahora que estamos próximos a las elecciones, los candidatos han levantado el tema de la seguridad como caballo de batalla, pero con pocas propuestas estudiadas. La derecha apela a la “mano dura”, pensando que el asunto se resuelve con policías empoderados para disparar, o fuerzas armadas que puedan operar en zonas urbanas como si estuvieran en un teatro de guerra. La izquierda ha mostrado una actitud ambivalente»
En el período analizado, estos criminales destruyeron decenas de escuelas, postas y capillas católicas y evangélicas. Había cinco grupos terroristas detrás de los dos ataques, entre ellos la histórica Coordinadora Arauco Malleco (CAM), que fue la primera organización que le declaró la guerra al Estado Chileno. Luego estaba un grupo que se separa de la CAM para crear la Weichan Auku Mapu (WAM). El más violento es la Resistencia Mapuche Lavquenche que opera como brazo armado de las organizaciones criminales encargadas del robo de madero o el tráfico de drogas, al igual que la Resistencia Mapuche Malleco (RMM), vinculada a la comunidad de Temucuicui, que repelió a tiros un allanamiento antidrogas de la Policía de Investigaciones de Chile (PDI), asesinando a un inspector y dejando varios funcionarios heridos.
Entre 2018 y 2024 los homicidios cada 100 mil habitantes aumentaron de 4,5 en 2018 a 6,3 en 2023, elevando el temor de la población a límites nunca vistos. La inseguridad, el narcotráfico y la migración descontrolada se transformaron en los tres problemas prioritarios para los chilenos en encuestas tan diversas como Cadem, Pulso Ciudadano o Criteria.
El impacto social era tan enorme, que la coalición de gobierno formada el Partido Comunista y el Frente Amplio, que apoyaron o romantizaron acciones violentas, tuvieron que cambiar de rumbo rápidamente. Entonces comienzan los cambios de discurso del presidente Gabriel Boric, que debe desechar su agenda de «transformaciones sociales» para concentrarse en temas de seguridad y orden público. Pese a ello, la información sobre esta nueva criminalidad no aparecía por ninguna parte.
La desconexión no sólo afectaba a las universidades o centros de estudio. También se observaba en partidos políticos y gremios empresariales quienes, en vez de trabajar en agenda de seguridad nacional, se dedicaron a empujar dos proyectos constitucionales que terminaron siendo rechazados por la población, como un castigo evidente ante la falta de empatía de la elites criollas.
Ahora que estamos próximos a las elecciones, los candidatos han levantado el tema de la seguridad como caballo de batalla, pero con pocas propuestas estudiadas. La derecha apela a la «mano dura», pensando que el asunto se resuelve con policías empoderados para disparar, o fuerzas armadas que puedan operar en zonas urbanas como si estuvieran en un teatro de guerra. La izquierda ha mostrado una actitud ambivalente. En el discurso apoya las medidas de fuerza, con frases encendidas del presidente Boric cada vez que asesinan un carabinero, pero en los hechos —como las reglas para usar esta fuerza letal (RUF) o una nueva ley para penalizar las usurpaciones— la coalición gobernante ha mostrado sus contradicciones.
Si bien el despliegue de militares redujo los atentados en la Macrozona Sur, no fue disuasiva en su brutalidad, como quedó demostrado con la ejecución de tres carabineros en la ruta costera que une Tirúa con Cañete, que luego fueron quemados en una señal de abierto desafío al Estado de Chile.
La ley de inteligencia se discute hace 20 años en el Congreso y tiene el mismo problema que todos los proyectos vinculados a la seguridad: escaso o nulo antecedentes de respaldo. Cero prioridad de universidades o centros de estudio pese a la gravedad del fenómeno y a su respaldo ciudadano.
Revisando la experiencia internacional es claro que la mano dura no basta para combatir este flagelo. Es necesaria, ya que el crimen organizado debe ser combatido con fuerza, pero es insuficiente para lograr el objetivo principal que es recuperar el espacio controlado por las bandas.
Esto que se conoce como la «recuperación territorial» requiere de un despliegue intersectorial donde la fuerza policial es sólo uno de los tres pilares. El segundo es una potente inversión social que evite la captura de niños y jóvenes por parte de las bandas, y que saque la casas donde operan las organizaciones de crimen organizado, para que sean reemplazadas por oficinas de reparticiones públicas o privadas, que ofrezcan seguridad y empleo, o que traten las adicciones de las personas que dependen de las economías del narco. El tercer pilar para combatir este «Chile tomado», y recuperar los entornos abandonados y deteriorados por la falta de inversión, como canchas de tierra, multicanchas de cemento, aceras rotas, calles oscuras. Estos espacios deben transformarse en paisajes bien cuidados e iluminados que le devuelvan la esperanza a los habitantes que sufren a diario con la violencia del crimen organizado.
Sólo con esta combinación de medidas, y un trabajo permanente en terreno, se podrá frenar el avance de estas patologías que crecen como un cáncer por ciudades, poblados, rutas y bosques. Radicar los mega campamentos que adquirieron un tamaño que hace inviable el desalojo, también implica llevar policías, servicios sociales y recuperación de entornos, además de pavimentar calles, llevar agua potable y normalizar los títulos de propiedad con mecanismos que eviten que la radicación —y formalización de estas tomas— sea percibida como un incentivo a nuevas usurpaciones o una injusta medida con aquellas familias que llevan años esperando su casa cumpliendo las reglas, sin tomarse terrenos.
¿Cuánto nos tomará recuperar el Chile tomado para traer paz y esperanza a los chilenos? Siendo realista, creo que esta tarea debe medirse en décadas más que en años. Treinta o cuarenta años para ser más precisos, siempre que partamos pronto, lo que se ve poco probable por la miopía y desconexión que se sigue percibiendo en partidos políticos, centros de estudios o empresas, y que fue la misma que permitió que se acumulara pasto seco para incendiar Chile en octubre de 2019.