Llamadas telefónicas anónimas, un perro invisible que ladra en algún lugar, una gotera detrás de la pared; los fantasmas que acechan al protagonista de esta historia visten un disfraz de lo más familiar. Que el relato carezca de una atmósfera espectral no merma su esencia fantasmagórica: en este pequeño pueblo argentino, y sobre todo en la cabeza del personaje narrador, hay asuntos pendientes, y esa es la verdadera savia que alimenta los fantasmas.
Pero antes de enfrentarlos y conjurar su presencia —de eso se trata en la novela de Rimsky, reciente ganadora del prestigioso premio Herralde— es necesario saber advertirlos y asimilar un mensaje. «Hay personas que se pasan la vida como Zombies y nunca se cruzan con alguien que les abra los ojos. Yo tuve a Ovidio». El narrador se refiere, en realidad, a su experiencia como plomero (gásfiter diríamos en Chile) y a la guía de su mentor en el oficio, pero es fácil captar la metáfora. Premunido de un estetoscopio, Salvador debe señalar dónde se ocultan esas goteras fantasmas que atormentan a los vecinos del pueblo de Parera.
La primera vez que el protagonista logra distinguir el rumor del agua aprisionada nos es confiada a los lectores como si se tratase de una epifanía, el acceso a una dimensión que revela algo esencial de una realidad que antes no se percibía. Jung diría que se trata de la experiencia de un arquetipo, ese momento en que se desmoronan nuestras convicciones y se accede dolorosamente a una verdad que ya no puede dejar de verse. En esta novela aparentemente ligera, con una prosa rápida y depurada de toda afectación, la evocación del caos y el abismo es una constante, y tiene la virtud de señalar una paradoja muy de nuestro tiempo: a mayor espíritu crítico (el protagonista se queja de tenerlo en demasía), menos sólidos se vuelven los principios sobre los que basamos nuestra existencia.
Las palabras de Jung sobre el arquetipo —la vivencia de una verdad tras el derrumbe— también podrían definir una de las experiencias de mayor prestigio de nuestra cultura, el enamoramiento, que es el segundo de los tres grandes temas que aborda la novela. El joven gásfiter lo hace, casualmente, de una artista pertinaz, Clara, a quien el mínimo reconocimiento de su obra le ha sido esquivo. Comentando el libro de Natalia Ginzburg Y eso fue lo que pasó (1947) —al que, por lo demás, la novela de Rimsky se acerca en sus mejores momentos, con su ritmo ágil y desenfadado— un amigo insinuaba en una reseña que el mayor crimen puede ser la no correspondencia en el amor (considérese que la novela italiana comienza con un asesinato). Ese quizá es el punto de partida del protagonista, que no entiende por qué Clara, en lugar de acercarlo a sí, lo aleja gradualmente imponiéndole condiciones cada vez más difíciles, cuidando sin embargo de no cortar por completo la relación. La novela alcanza su cima emocional cuando se centra en el mecanismo de las restricciones (Clara va limitando los días en que pueden verse, no lo deja dormir en su cama, prohíbe ciertos lugares de encuentro, etc.). Hay una fina reivindicación de la aceptación, del saber dejar ir, mensaje que adquiere mayor fuerza en una cultura —la nuestra— centrada en un voluntarismo individual desproporcionado.
El último de los tres grandes temas concentra buena parte de la segunda mitad de la obra, aunque, por cierto, está presente desde el comienzo y se entrelaza con los otros dos ejes temáticos (los fantasmas y la historia de amor). Las cuestiones y los episodios que surgen en torno al arte alientan algunas reflexiones interesantes, y sugieren otras que no lo son tanto. Entre las primeras podría contarse la pregunta implícita por el «receptor ideal», es decir, por el lugar privilegiado para acceder a la experiencia artística. La complicidad inmediata que el lector siente por el protagonista —una de las mayores virtudes de la novela— nos hace inclinarnos por ver en él al sujeto que genuinamente posee la sensibilidad para dejarse tocar por el arte. Es este personaje amateur y no Renata Walas (la crítica especialista), quien logra emocionarse frente a las obras de Clara, porque confunde el amor que tiene por ella con los objetos que elabora. La ventaja del amateur estriba, más en general, en no trazar una línea clara entre la propia vida y el arte, en el ejercicio de cierta promiscuidad que contraría la autonomía de las obras.
La novela decae en la última de las tres partes que la componen («Cinco horas»), quizá porque al comprimir el tiempo (la primera parte se titula «Cinco años» y la segunda «Cinco días»), los giros de la trama se perciben como gratuitos (antes, por el contrario, el lector celebraba los cambios bruscos, que atribuía al oficio de la autora, pues podía distribuirlos en un arco temporal mayor). Esto no alcanza, sin embargo, a borrar una primera mitad escrita de manera notable, con una desenvoltura que propicia el humor y entrega momentos de alta emoción.
Si Ovidio —cual Virgilio que guía a Dante— había descubierto para el protagonista esos fantasmas que rondan la vida de la gente, será Lísbert, la amante de Ovidio, quien le dé la clave para conjurarlos. Las llamadas anónimas al teléfono, que mantienen en vilo a Salvador, irán desapareciendo, en el momento en que se decida a soltar amarras, a dejar ir. «Cuando estés seguro de que tu relación con Clara terminó, no vas a oír llamadas», le dice. El tiempo del duelo es un tiempo de fantasmas amargos. Un día uno se levanta y ya no recuerda sus nombres.