Uno de los efectos perdurables de la revolución literaria que supuso el nacimiento de la novela realista en el XIX, fue el de cubrir la prosa del siglo que la precedía con un irrevocable manto de extrañamiento. Aún hoy, la lectura de obras como Cándido de Voltaire o Los viajes de Gulliver de Swift, lleva consigo una dosis de desconcierto que no se agota con indicar la dimensión satírico-alegórica que las sustenta, sino con la sospecha de que no compartimos del todo los códigos de lectura que guiaron el XVIII. Ese extrañamiento, afortunadamente, puede adoptar la forma de la seducción, cuando un imperio demasiado largo —como el de la novela realista— lleva años mostrando signos de cansancio.
Ahí reside el encanto, me parece, de esta primera novela de Ignacio Álvarez, profesor de la Universidad de Chile, autor de ensayos como Novela y nación en el siglo XX chileno (2009) y editor de la obra de Baldomero Lillo y Manuel Rojas, entre otros aportes académicos. En efecto, el embrujo de El último neógrafo pasa por olvidar las novelas de Balzac y de su numerosa prole, para retrotraer a los lectores a una era anterior: la de una literatura exenta de las abultadas descripciones que marcarían la escritura realista, y ávida, en cambio, por plantear dilemas lógicos de manera lúdica, tensando los límites indagatorios de la razón.
El libro comienza, así, poniendo en escena una suerte de experimento llevado a cabo por el protagonista. Huyendo de un pasado oscuro y con miras a empezar una nueva vida, Juan Marín se impone la tarea de sobrevivir en el Valparaíso decimonónico sin pronunciar una sola palabra («Lo que en el fondo quería era desaparecer —afirma el narrador en la primera página—, y quedarse callado se le parecía un poco»). El efecto de la restricción autoimpuesta es divertidísimo
—recuerda, precisamente, esa risa que suscitan los personajes de Voltaire, como Zadig o Cándido, enfrentados a situaciones
absurdas— y nos señala, al mismo tiempo, cómo debemos leer esta historia inusual: poniendo en entredicho todos aquellos conceptos que, en la maraña del lenguaje, dan forma a lo que tenderíamos a llamar la «realidad». Por el contrario, lo real irá emergiendo de este relato por tanteo, fruto del ensayo, de la prueba y el error.
Presentar las cosas como si se vieran por primera vez es el objetivo de todo escrito que se pretenda literario. El cometido es más difícil, sin embargo, cuando el fin es más explícito, como en esta novela. Y el autor lo resuelve
—sobre todo en los primeros capítulos— con una soltura que no hubiéramos concedido a priori a un erudito. La solvencia estriba en la consecución de un estilo propio, cuyas huellas más visibles se observan en el ritmo que impone la lectura. Si Borges, Bolaño y Aira
—para citar contraejemplos— proponen al lector un juego de aceleraciones, cifrando el placer de la lectura en su empeño por anticipar los giros de la trama, con el libro de Álvarez sucede al revés: la nueva mirada sobre las cosas se consigue mediante la ralentización del ritmo, disuadiendo al lector de sacar conclusiones apresuradas e invocando algo así como una poética de la indecisión.
Volviendo al personaje principal, es interesante constatar que en el momento en que este quiebra, contra su voluntad, su preciado mutismo, la novela misma cambia casi de naturaleza. Esto coincide con el hecho de que Juan Marín le encuentra un sentido a su propio cuerpo, cuando pasa a ser el elegido de la misteriosa cofradía de neógrafos. Como puede esperarse, la novela se vuelve algo más convencional, pues es inevitable que cuando un personaje vislumbra su destino esto tenga repercusiones incluso a nivel sintáctico. Personaje y autor ya saben a dónde se dirigen; de ahí que haya menos espacio para la especulación, incluso en la dimensión del lenguaje.
Pasados los primeros capítulos, ya en una senda más segura de la fábula, es posible captar otros diálogos literarios: la historia del Rey Aurelio y del Cacique Curín está hecha de una pasta similar a la de En los desórdenes de junio (1968), de Adolfo Couve; la sociedad anarquista de los neógrafos recuerda historias inauditas como las de César Aira, con quien comparte, además, cierto humor y el carácter experimental que se observa en la primera parte; el Valparaíso recorrido en estas páginas puede evocar al mundo fabuloso de Don Guillermo (1860), de Lastarria. Cada lector encontrará hilos que remiten a autores conocidos, sin que ello reste originalidad a la trama en su conjunto. Como buen neógrafo, el autor sabe emplear sus propias palabras y disponerlas a su amaño.
Cabe indicar, por último, que la relativa excentricidad de esta novela no le impide interrogar el presente. Todo lo contrario, la perspectiva inusual que escoge hace emerger los acontecimientos de la historia reciente —en particular, los que marcaron la revuelta del 18 de octubre— bajo una atmósfera diferente; tarea encomiable cuando se piensa en la infinidad de publicaciones que han intentado dar cuenta de ese suceso sin ampliar su radio de comprensión. Que además lo logre impregnando las palabras de humor y escepticismo
—alejándose del realismo, por una parte, y del ensayo sociológico, por
otra— redobla la valía de una novela que ya se sostenía por los méritos internos de su propia ficción.