Una de las marcas del estilo de Mauricio Wacquez (1939-2000) es el modo en que huye del lugar común. Centrando buena parte de sus relatos en el merodeo de percepciones inasibles (el espanto, la inefabilidad, la angustia, el deseo incestuoso), su literatura plantea un recorrido exento de frases hechas que sirvan de puntos de apoyo a la lectura, escamoteando a los lectores pasajes de reposo que le permitan hacer un balance del recorrido y un ajuste de expectativas de lo que vendrá. Aunque los dieciséis cuentos reeditados por Alfaguara ofrecen una importante variedad de registros —lo que podría ser extensible al resto de su prosa, también rescatada por Tajamar Editores (Narrativa completa, dos tomos, 2024)—, aquellos en los que captamos la originalidad del escritor suelen privilegiar situaciones informes, emociones dislocadas, cuyo soporte sintáctico resulta impredecible, pero no artificioso. La incomodidad y la insatisfacción signa la mayor parte de su escritura, porque la mayoría de sus personajes se mide respecto de un centro, y espera una epifanía que tarda en llegar («El fondo tibio de Dios en la arena») o que ya pasó («La sonrisa en la boca»).
De ahí que los mejores pasajes de sus relatos sean aquellos en los que se expone la duda de los sentidos, presos de una medianía móvil, que sin embargo no se inclina hacia ningún extremo posible. En el plano visual —y Wacquez es un maestro de la imagen, como Pedro Prado, José Donoso y Adolfo Couve— ello se observa en su predilección por los momentos difusos del día, como la hora que precede al alba, punto de partida de cuentos como «Bigamia» y el inquietante «Jamleto en Chena». En concordancia con la indefinición óptica, la sensación táctil que domina varias de sus ficciones está relacionada con la tibieza, con la memoria de un cuerpo que ya no está, pero que incita el deseo como si estuviera presente: «me enrollo en la cama como un gato, busco la tibieza [de papá] que sube de las sábanas y que la salamandra distribuye también desde el vestíbulo». La atracción por lo que todavía no decanta en una forma, explica también el protagonismo de personajes en los albores del despertar sexual, como los adolescentes de «El coreano» y del mismo «Jamleto en Chena».
Este demorarse en la materia que antecede la forma —que recuerda ciertos versos del Neruda de las Residencias («en la sumergida lentitud, en lo
informe…»)— define el núcleo de los cuentos que logran alcanzar una firma propiamente wacqueziana, como los hasta ahora mencionados. Sin embargo, hay otros tantos relatos que, no siendo quizá tan originales, dan cuenta de la versatilidad del autor y de su capacidad mimética escritural. Asombra la distancia, por ejemplo, de cualquiera de los textos arriba indicados con el cuento «El atraso», de factura impecable, mucho menos barroca, y que por el tema y por su final parece escrito por Julio Cortázar (autor, por lo demás, de un brevísimo prólogo a la primera edición de Excesos [1969], el segundo libro de cuentos de Wacquez). En otras ocasiones, el autor narra imitando el habla coloquial campesina («La Leontina») o bien de adolescentes («El papá de la Bernardita»), en relatos que sobrepasan el mero ejercicio de estilo. El cuento «La casa», que cierra los textos contenidos en Excesos, adopta decididamente la forma de una vívida memoria biográfica; mientras que otros relatos, en un ulterior registro, usan el molde de la confesión, echando mano de la narración en segunda persona («La injusticia presente»).
De todas las relaciones humanas que se exponen en estos relatos, una sobresale en importancia: la del hijo frente al padre (siempre en ese sentido, nunca al revés). Tal vez haya en esto un eco arquetípico neotestamentario, en esa insistencia de Cristo por «subir» al Padre, aun en los momentos en que este lo abandona (Mt 27,46). Si así fuera, tal hebra estaría enlazada con esos relatos incestuosos que captan el corazón de las Metamorfosis de Ovidio, como el de la princesa Mirra, que engaña a su padre para acostarse con él. Afirma Zambra en el prólogo de estos Cuentos completos que, a pesar de los años que nos separan de estas ficciones, ellas no han perdido su poder de escandalizar. Esto ocurre, en parte, por la complejidad con que Wacquez expone esta relación masculina del hijo que desea al padre, haciendo converger sutilmente inocencia y trasgresión.
Un último punto, mencionado antes al pasar, merece mayor atención: el uso del claroscuro, la destreza con la que Wacquez evoca imágenes y secuencias que adquieren movimiento en un juego de luz y sombra. No es casualidad que tanto la primera como la última de sus novelas inscriban este tema ya en sus títulos: Toda la luz del mediodía (1965) y Epifanía de una sombra (2000). El tiempo ha echado un manto de nostalgia a estas descripciones de Wacquez, volviéndolas aún más evocadoras (si cabe). La ubicuidad de las pantallas en la actualidad ha ido expulsando estas zonas de ambigüedad y movimiento que tan bien supieron captar los pintores del barroco. Frente a un tiempo, el nuestro, que ha intentado reducir el estado mental a un encendido y apagado, estos pasajes del autor chileno nos devuelven el vértigo de una vida más espesa, que oscila entre el hundimiento en la sombra o en la nada y una tensión de esperanza hacia la luz.