Título: La compañía de Jesús: Ay Jesús ¡Qué compañía!
Autor: Salvador Valdés Morandé
Año: 1969
Salvador Valdés Morandé anticipó hace cincuenta años en el libro La compañía de Jesús: Ay Jesús ¡Qué compañía!, publicado en 1969, los peligros que podía sufrir nuestra nación. El autor fue perspicaz para dar a conocer prácticas religiosas que podían llevar a una rebelión.
La obra que comentaré fue producida por don Salvador Valdés Morandé en 1969 cuando la ola revolucionaria empeñada en conquistar a Chile para el marxismo estaba en su cénit y a ella se habían plegado numerosos clérigos, sacerdotes y aun obispos. En manos de todos ellos, entre los que descollaban numerosos miembros de la orden jesuita, la doctrina católica había sido sometida a tal número de tergiversaciones y abusos, que ya no era posible reconocerla como la doctrina perenne que había acompañado a esa Iglesia por casi dos mil años de existencia. Fue el fruto de la denominada «Teología de la Liberación», nombre fantasioso dado para encubrir la decisión de presentar como cristiana la doctrina marxista.
El pretexto invocado era el Concilio Vaticano II, el cual, según estos pseudoteólogos, habría ordenado un cambio doctrinal tan absoluto que, a partir de él, solo se podía ser cristiano en la medida en que se adhiriera a las tesis del marxismo más ortodoxo, esto es, de aquella doctrina que pocos años antes (1937) la Iglesia había calificado como «intrínsecamente perversa». Por eso se hablaba ya de Iglesia «preconciliar» para contraponerla a la Iglesia «postconsciliar».
Fue contra esta manipulación indigna del cristianismo que se levantó don Salvador Valdés Morandé, produciendo varios artículos y obras, cuya culminación es esta que ahora reseñamos. En esta tarea, que era urgente, participaron otras personas y grupos, como el Padre Osvaldo Lira de la congregación de los Sagrados Corazones o Tradición, Familia y Propiedad, filial chilena del grupo del mismo nombre formado en Brasil por Plinio Correa de Oliveira. Pero, sumados todos, fueron muy pocos para resistir y contener la ola de revolución. Sabemos cómo terminó el intento: con el imperativo impuesto a militares y policías de deponer el régimen marxista para evitar la guerra civil y preservar a Chile como una nación civilizada.
«Escribía el editorial de Mensaje: “No es fácil pensar en un cambio radical de la legalidad vigente desde dentro, o sea usando para ello los mecanismos de que esta dispone para su propia alteración. El camino inverso, la sustitución de un ordenamiento jurídico por otro, por vías no contempladas en el régimen que se pretende desplazar, aparece como opción alternativa”»
Más de cincuenta años después de la publicación de este libro, conviene por cierto volver a él nuestra mirada. Es un testimonio muy elocuente de lo que sucedía entonces en Chile y de cuáles eran los peligros que enfrentaba nuestro país. Pero lo es, doblemente, cuando advertimos cómo los sucesos de los que él se ocupa, y que le sirven de motivación, son muy similares a los que hoy nos agitan y preocupan. Al leer sus páginas, quedamos con la impresión de que ha comenzado entre nosotros a repetirse la historia de aquellos años.
Las palabras con que el autor inicia su obra son dignas de ser repetidas ahora: «Solo pedimos a las gentes que nos lean, que mediten, que sepan, que no sigan engañados por cuantos han minado la tierra nuestra y lavados las mentes de la juventud católica de nuestra patria; que se han volcado al marxismo cuando debieron haber seguido las enseñanzas del Divino Maestro, que fue todo lo contrario de ellos; estos han trocado en miserias, odios y envidias lo que debió ser paz, amor, caridad, mortificaciones y generosidades».[1]Y, más adelante continúa: «Laboramos con ardor y fe en una cruzada fundamental de defensa de valores espirituales y cívicos ante la incomprensión de muchos, sean magistrados o profesores, militares o políticos, intelectuales o eclesiásticos».[2]
Esta tarea de demolición de Chile venía desde antes, pero se había oficializado con la creación en 1957 del partido denominado Democracia Cristiana. Fue utilizando este nombre por el grupo que lo creó, con Eduardo Frei Montalva a la cabeza, que se empeñó en presentar como cristianas las ideas de guerra de clases, de abolición de la propiedad privada, de confrontación y, aun, de odio como camino de redención social. Desde luego, apoyó en 1958 la derogación de la ley que mantenía al Partido Comunista al margen de la política chilena. Fue entonces que comenzaron a aparecer los clérigos que acompañarían ese intento y lo harían suyo. Especialmente, al interior de la Compañía de Jesús, desde la cual se montaría una ofensiva completa para provocar la demolición de Chile. En esa tarea, jugaron papeles de especial relevancia, entre otros, la revista Mensaje y el centro de estudios «Roberto Bellarmino», ambos, por cierto, de esa orden religiosa.
«La idealización de la revolución cubana de Fidel Castro y del denominado Che Guevara fue claramente otro de los propósitos de esta campaña de los medios eclesiásticos ganados para convertir al cristianismo en nada más que un portavoz de los postulados marxistas»
Don Salvador Valdés recuerda que uno de los sacerdotes más influyentes en este sentido fue el belga Roger Vekemans s.j., quien llegó a Chile decidido a demostrar que la mejor forma de derrotar al marxismo era apoderándose de todas sus banderas: «Las guerrillas no son fruto de la infiltración castrista sino de uno de los primeros síntomas de la exasperación de las masas».[3] En esta tarea, tal como lo hemos visto hace poco en Chile, el primer paso era el de desmontar el orden jurídico vigente para dar paso a uno por el cual pudiera discurrir la ola revolucionaria. Don Salvador cita la revista Mensaje: «La legislación es hoy ante todo la expresión de ciertos intereses; la voluntad de los grupos dominantes de una sociedad, convertida en ordenación general y respaldada por la fuerza del Estado. Hay, por una parte, un Derecho Decimonónico, de gran organicidad, generalmente codificado, de corte liberal, individualista y que expresa los intereses y la ideología de una burguesía capitalista incipiente y de la oligarquía latifundista». En esta hipótesis, para los redactores de Mensaje: «No es fácil pensar en un cambio radical de la legalidad vigente “desde dentro”, o sea usando para ello los mecanismos de que esta dispone para su propia alteración. El camino inverso, la sustitución de un ordenamiento jurídico por otro, por vías no contempladas en el régimen que se pretende desplazar, aparece como opción alternativa»[4]. «En otras palabras implica iniciar la construcción de un nuevo sistema legal que ahora deberá interpretar y proyectar la voluntad revolucionaria de los grupos sociales que hayan alcanzado el poder…porque no cabe dudas que en las condiciones de una sociedad moderna ninguna revolución económica puede prosperar si no es, al mismo tiempo, una revolución jurídica y el nacimiento de una nueva legalidad».[5]. Ningún marxista confeso hubiera podido ser más explícito.
El primer paso en el cumplimiento de esta tarea fue el de terminar con la garantía constitucional del derecho de propiedad, permitiendo su expropiación masiva sin pagar previamente su precio sino cubriendo este con bonos a pagar en décadas y sin ningún tipo de reajuste. Fue el robo con el cual se llevó adelante la denominada reforma agraria: «Otro supuesto del sistema legal chileno es el estatuto jurídico de la propiedad. Hasta hace poco tiempo la propiedad constituía en Chile un derecho prácticamente absoluto, de carácter individualista, que desconocía toda limitación establecida en favor del interés colectivo». «Especialmente en la agricultura, una concepción tal del derecho de propiedad llegó a ser incompatible con las exigencias del desarrollo económico y de la modernización de las actividades productivas en los campos. De allí surgió la necesidad de modificar la garantía constitucional de la propiedad… para realizar una reforma agraria rápida, drástica y masiva».[6] En definitiva, esta reforma no transfirió ni un metro cuadrado a los campesinos cuyo interés fue invocado una y otra vez como el motor que la animaba. Al contrario, ella provocó la ruina de la agricultura chilena y, por cierto, la de los mismos campesinos.
La idealización de la revolución cubana de Fidel Castro y del denominado Che Guevara fue claramente otro de los propósitos de esta campaña de los medios eclesiásticos ganados para convertir al cristianismo en nada más que un portavoz de los postulados marxistas. Es abrumador ver cómo la revista Mensaje se consagra editorialmente, en el mismo número al que hemos hecho mención, a hacer el panegírico del Che Guevara después que este cae enfrentándose a las Fuerzas Armadas bolivianas: «Pero hay una tercera violencia. No brota esta del odio o del resentimiento, tampoco es un desesperado gesto de miedo. No se ejerce en beneficio propio sino en servicio a los que están detrás; por la misma razón no es meta sino instrumento. Esta violencia: paradojalmente penetrada de amor, destinada a romper cadenas y despertar lo humano en el hombre, a sustituir la injusticia instalada por una auténtica fraternidad, es la violencia que preconizaba el guerrillero Guevara. Esa fue la lección del Che; lección de “hombría” fundada en una profunda confianza en las posibilidades del hombre que, al aceptar una tarea de servicio heroico, se libera y se engrandece. Esta confianza estaba alimentada por un gran amor».[7].
La tarea en que se empeñó Salvador Valdés Morandé fue, entonces, la de impedir que desde sectores eclesiásticos se impulsara la revolución destinada a la destrucción de Chile. Eso hay que subrayarlo: si esa revolución tuvo posibilidades de salirse con la suya y si causó tanto daño al país fue precisamente por el apoyo de estos clérigos. El Partido Comunista tanto como el Partido Socialista habían sido creados varios años antes, pero su acción encontraba una valla insuperable en la condena que la Iglesia había emitido contra el marxismo. Fueron estos curas y obispos los que levantaron esa valla y validaron la opción comunista como posible para los católicos. Los nombres del cardenal Raúl Silva Henríquez, de obispos como Enrique Alvear, Fernando Ariztía, Carlos Camus, Tomás González y otros pasarán a la historia como los principales impulsores de esta opción. Asimismo, los de sacerdotes como Gonzalo Arroyo, Hernán Larraín, Gerardo Claps, Mariano Puga, Alfonso Baeza y tantos más. Con ellos, este movimiento en pro del marxismo adquirió una fisonomía propia pues varios de entre ellos terminaron en 1971 —después de la publicación de este libro— constituyendo «Cristianos para el Socialismo». El nombre ya lo dice todo, especialmente cuando se tiene a la vista la enseñanza del Papa Pío XI: «. . . considérese como doctrina, como hecho histórico o como “acción” social, el socialismo, si sigue siendo verdadero socialismo (. . .) es incompatible con los dogmas de la Iglesia católica, puesto que concibe la sociedad de una manera sumamente opuesta a la verdad cristiana».[8] Con ello, esos clérigos, no hicieron más que se escapara de sus manos la prestigiosa Iglesia que ellos recibieron, mirada con desconfianza por los fieles y sus templos abandonados por quienes poco antes los atiborraban. Haber transformado la práctica religiosa en agitación revolucionaria de corte socialista, no hizo más que alejar a la gente de la religión hasta el día de hoy.
En cambio, el hecho de haber abierto, desde la religión, la puerta al marxismo y de haberle impartido su bendición fueron los detonantes para que Chile estuviera a punto de convertirse en un engranaje al servicio de la Unión Soviética de entonces y en una segunda Cuba. Es decir, para que Chile hubiera dejado de ser Chile. Es muy importante subrayar cómo esos clérigos traicionaron por esa vía a los pobres del país, mañosamente empleados para provocar la crisis que entregara el poder al marxismo, el peor cuchillo que se ha ensañado, a nivel mundial, con los pobres.
Ciertamente, la obra de Salvador Valdés tiene defectos, algunos de redacción, entre otros. Asimismo, parecen excesivas las generalizaciones en que incurre acerca de la misma Compañía de Jesús. Pero nada logra opacar la clarividencia de su autor que, como muy pocos en su época, vio venir el desastre y se la jugó para evitar sus peores consecuencias.
[1] Valdés Morandé, Salvador (1969). La compañía de Jesús: Ay Jesús ¡Qué compañía! Página 8.
[2] Ibíd. Página 125.
[3] Ibíd. Página 18.
[4] Ibíd. Página 32.
[5] Mensaje, agosto, 1968.
[6] Ibíd. Página 32.
[7] Ibíd.
[8] Pío XI (1931). Quadragesimo Anno. Página 117.