La obra de Mono Lira (1979) está estrechamente ligada a la arquitectura, algo que lo acompaña desde niño, ya que su abuelo era un notable arquitecto en Antofagasta, ciudad donde el artista creció. Heredero del geometrismo y de las estéticas modernistas, Lira practica una enrarecida observación sobre el paisaje social, interrogando y reinventando las estructuras donde los humanos nos movemos.
En su poema largo El guardador de Rebaños, escrito por Alberto Caeiro (uno de los heterónimos de Fernando Pessoa), el narrador se presenta como un místico contemplativo: sin discurso. Es un poeta bucólico, cándido y agrestre, que mira el mundo con primigenia curiosidad: “Sé tener el pasmo esencial que tiene un niño, si, al nacer, repara de veras en su nacimiento…Me siento nacido a cada momento para la eterna novedad del mundo», escribe.
Este poeta observador (que bien podría ser un pintor), mira, cada vez, como si fuera la primera; camina por prados y colinas saludando a los parroquianos con su sombrero; encuentra a Dios en los pájaros, las flores y las nubes; y no en las iglesias. Porque no cree en la religión, ni en la metafísica, ni siquiera en la poesía. Ha renunciado a cualquier imagen que no provenga de su propia mirada. «Ser poeta no es una ambición mía, es mi manera de estar solo», confiesa.
Deslizando una escritura sencilla, a ratos de aliento ingenuo, el hablante desmonta las categorías intelectuales y las pretensiones de explicar el mundo desde los artilugios de la razón: «Creo en el mundo como en una margarita, porque lo veo. Pero no pienso en él. Porque pensar es no comprender. El mundo no se hizo para que lo pensáramos (pensar es estar enfermo de los ojos) sino para mirarnos en él y estar de acuerdo».
Pensar es estar enfermo de los ojos: la frase resuena profundamente subversiva. En el mismo poema, el narrador reflexiona sobre la amplitud de la mirada, comparando el campo con la ciudad. Dice que en la ciudad, «la gran ciudad», aunque cualquier campesino fantasee con que allí se ensancharían sus horizontes mentales, pasa todo lo contrario. Al ser tan vasta y estar tan llena de cosas, la mirada se obstaculiza y se estrecha; mientras que en una pequeña aldea, sobre todo si uno se para en la cima de una colina, la perspectiva puede ser infinita. De ahí su otra perturbadora frase: «Yo soy del tamaño de lo que veo».
Todas estas percepciones tienen que ver con la obra de Mono Lira. De algún modo el artista empatiza con la sensibilidad del poeta rural. Comparte, de partida, el origen provinciano, la curiosidad de un chico que llegó a Santiago a los 19 años y que se deslizó por sus calles montado en skate; un chico que miró y miró y que quedó «pasmado» —de «pasmo esencial»— con lo que vio. Es también un observador que se dimensiona a sí mismo en relación a la extensión de lo que ve. Pero Lira consigue hacerlo, precisamente, en la ciudad; desplaza su ojo y su cuerpo hacia nuevos territorios sociales, disparando una observación ampliada sobre el espacio, sus recovecos, y las vidas que por ahí transitan.
El artista concibe la ciudad como un constructo, la observa desde un extrañamiento distanciado, a la manera de una cámara que vigila estructuras registrando los diseños y rutas que determinan los movimientos de sus habitantes. Son estas estructuras (edificios, calles, sitios, balcones, escaleras, letreros) las que traduce en sus cuadros como formas geométricas, sintetizadas. Su trabajo, de este modo, parte de la realidad para traducirla y resignificarla en otro lenguaje. En sus pinturas, la arquitectura opera como referente para construir módulos que componen fábulas visuales. A diferencia de otro tipo de abstracción geométrica, Lira genera volúmenes y sombras, espacios al interior de la pintura a través de los cuales uno puede inmiscuirse.
Sus referentes arquitectónicos están anclados al modernismo, precisamente por el hecho de ser nieto de Luis Lira, un conocido arquitecto de Antofagasta que realizó importantes obras dentro y fuera de esa ciudad en la primera mitad del siglo pasado. Sin embargo, Mono Lira altera y transforma el paradigma. Toma de esa tradición el deseo geométrico y el rigor constructivo, pero lo lleva hacia una ficción subjetiva donde las ideas de utilidad y progreso se convierten en azar e incertidumbre.
Cuerpos dentro de cuerpos
Como Caeiro, Lira privilegia el ojo. Es un tipo más bien parco de palabras. No le gusta dar entrevistas ni inventar teorías. (Por eso esto no es una entrevista). Rehúsa los discursos y las explicaciones, no quiere pronunciarse sobre un «tema», prefiere que sus obras hablen solas.
Lo suyo es un trabajo que se juega en el estar presente, en mirar, hacer bosquejos, traducir la realidad y reconstruirla con rigor técnico y manual. Para ello utiliza múltiples medios y formatos, desde la pintura (como lengua madre) pasando por esculturas, instalaciones, videos, etc.
En su forma de trabajo la manualidad se mezcla orgánicamente con distintos lenguajes. Puede hacer una obra muy cruda, bruta; o una pintura de virtuosismo impecable; o un montaje digital de gran complejidad. «Artesanía digital», así le llama él a sus videos.
Dentro de la generación a la cual este artista pertenece, hay pocos artistas chilenos que practiquen este tipo de geometrismo. En general los artistas de su generación hacen obras más temáticas y narrativas. Lo de él va por otro lado. Podría decirse que para Lira la ciudad no es un «tema» sino un campo de sentidos, de operaciones, de imágenes y sonidos. La ciudad, entonces, no es un asunto sobre el cual especular, sino una superficie de experiencia desde cual trabajar.
En sus videos Mono Lira compone collages utilizando grabaciones de diversas ciudades para configurar imaginarios urbanos, mosaicos que reconstruyen una estética, una atmósfera, un pathos que singulariza a cada espacio. Así, logra transmitir ese singular espíritu que se respira en un lugar y una época determinada. Sus videos son ficciones que surgen a partir de la observación de diversas ciudades de Chile y Latinoamérica. La ciudad, la «gran ciudad», aparece como un cuerpo articulado por fragmentos y, a su vez, cada fragmento aloja otros cuerpos. En estos compartimentos —o trozos urbanos— vemos cómo circulan los habitantes: alguien sube una escalera, alguien discute con otro, alguien está sentado en un banco, alguien mira hacia ningún lado. Son cuerpos anónimos convertidos en formas móviles, pero que, sin embargo, irradian el misterio de su anonimato: son personas de carne y no de cemento. En los distintos paisajes que articula, la gente camina distinto, se mueve distinto. Hay también, en estas obras, datos sutiles sobre los modos y costumbres corporales, siempre cambiantes.
«Cuando edito los videos igual me involucro con los personajes», dice el artista. «En una escena hay unos obreros rezando y me pregunto: ¿qué les pasó?. Hay otro video en que alguien entra y sale de un balcón con un celular en la mano, como nervioso. Todo me intriga. Se va construyendo una película donde pasan muchas cosas simultáneamente».
La suya es una obra que pone en tensión lo vivo y lo inerte, lo fijo y lo móvil, lo lejano y lo cercano, el presente y el pasado, el aquí y el allá. Más que hablar de la ciudad, Lira habla de su mirada.