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Una historia

La Unidad Popular.

Fernando Claro
Director ejecutivo Fundación para el Progreso

Título: La experiencia política de la Unidad Popular.

Autor: Patricio Aylwin A

Año: 2023

Editorial: Debate

 

Es increíble leer el nuevo libro de expresidente Patricio Aylwin, especialmente para alguien que no es historiador y/o no vivió esos caóticos años chilenos. Es más increíble leerlo aún estos meses, ad-portas de que se cumplan 50 años de ese golpe de estado del 11 septiembre de 1973.

El libro es una crónica en primera persona de un importante protagonista de la época ya que Patricio Aylwin es durante esos años uno de los líderes de la Democracia Cristiana (DC), importante partido político chileno. El principal líder de ese partido, Eduardo Frei Montalva, había gobernado Chile entre los años 1964 y 1970 y Aylwin entraba entonces a 1970 y la época gobernada por Salvador Allende y la Unidad Popular, como presidente del Senado. Tiempo después, desde principios de 1973 —luego de unas elecciones parlamentarias—, sigue siendo senador, aunque sin presidir el Senado, sino que la DC—. A esa fecha, la DC ya había endurecido su posición como partido opositor al gobierno de Allende.

La DC fue siempre un partido opositor, pero todo el libro trata de las vacilaciones de Aylwin y su círculo para llegar a diferentes acuerdos dentro de los límites constitucionales. Era necesario avanzar en las «transformaciones» que según Aylwin necesitaba el país. La DC estaba en una disyuntiva constante. Ante cualquier suceso, propuesta de ley, elección o reforma, la opción era o pactar con los socialistas y comunistas, o con la derecha. Había tres tercios medianamente claros de fuerzas políticas al momento de las elecciones de 1970: Allende y la UP (principalmente el Partido Socialista, el Comunista), Jorge Alessandri y la derecha (principalmente el Partido Nacional) y Radomiro Tomic, del centro excéntrico (principalmente la DC). Estos últimos operaban como bisagra. Aylwin, sin embargo, siempre explicita que ellos estaban más cerca de la UP que de la derecha. Luego de las elecciones de 1970, de hecho, relata que junto a sus camaradas se «sentían en parte consolados por el hecho de que el ganador fuera Allende y no Alessandri; la izquierda en vez de la derecha» (p.89). Ellos, los DC, con valores cristianos, estaban por la revolución, una revolución distinta, pero revolución al final. «Revolución en libertad» le había llamado Eduardo Frei Montalva años antes. Aylwin dice que era el «camino propio de desarrollo, fundado en los valores cristianos y en la participación popular», y era una forma de alejarse de quienes, dentro de la DC, creían que «solo la unión de las fuerzas populares, que incluyera a los sectores marxistas y que empleara técnicas socialistas» podría promover el desarrollo requerido (p.56). Se nota en estas declaraciones, y en todo este libro, la utopía comunitarista-católica en la que creían: había un horizonte claro y paradisíaco al que buscaban llegar prácticamente a toda costa.

El libro parte con una descripción del ambiente sociopolítico durante los años 60, desde fines del gobierno de Jorge Alessandri (1958-1964) y luego el gobierno de Frei Montalva desde 1964 hasta las elecciones de 1970. El tiempo era tumultuoso y violento. A fines de los 60 y tiempo después, antes de la llegada de Allende al poder, un grupo DC ya se había alejado del partido para integrarse al FRAP (Frente de Acción Popular, un equivalente a la posterior UP) porque eran partidarios de un «enfrentamiento» más duro y de tomar acciones más violentas: el MAPU (Movimiento de Acción Popular Unitario). Años después, en 1971, saldría otra célula de la DC, debido a que era acusada de entrar en un «proceso de derechización creciente»: la Izquierda Cristiana. A ella se sumarían también algunos MAPU (p.288-89). La revolución era apoyada también por la Iglesia. Además del clericalismo que representaba la DC, importantes movimientos y obispos ya querían «reemplazar el sistema capitalista por “una reforma agraria honda”». 1 La revista Mensaje, de los jesuitas, había publicado en 1962 un número especial dedicado la «La revolución en América Latina» desde donde impulsaba a cristianizar la revolución, y el episcopado chileno había exhortado a los cristianos a acelerar el proceso, ya que tenían el «deber de apoyar las instituciones de reivindicación social»2 para «a cambiar con la mayor rapidez posible la realidad nacional» en una carta pastoral del mismo año, publicada en la Revista Católica (p.40-41). En 1971, 80 sacerdotes católicos firmaban la «Declaración de los 80», apoyando la idea de que «medios marxistas y cristianos permite hoy una acción común por el proyecto histórico que el país se ha dado». Impulsaban ahí la «apropiación social de los medios de producción», atacando a los opositores porque solo representaban a quienes «pierden sus privilegios» y explicitando que la «movilización social del pueblo es absolutamente necesaria» (p. 284-5). El cristianismo bajo el vaticano y la Teología de la liberación —incluso un grupo de estos últimos se hizo llamar «Cristianos por el socialismo»—, por el lado, propiciaban la revolución.3 Aylwin revisa muchos hechos históricos que representan esa época, especialmente los relativos a la violencia política: dice, por ejemplo, que el más importante senador, y secretario general del Partido Comunista desde 1958 a 1990, Luis Corvalán, ya había explicitado que «tanto la vía pacífica como violenta son democráticas» en 1964 (p.134-5) y que, en 1967, el Partido Socialista, dando por imposible la vía electoral, ya había validado la violencia oficialmente para llegar al poder. En su congreso de Chillán, declararon: la «violencia revolucionaria resulta inevitable y legítima … para abrir camino a la toma de poder y a su ulterior defensa y fortalecimiento». Esto ya venía desde su Congreso de Linares, en 1965, e incluso, estando en el poder, lo iban a refrendar de nuevo en 1971, en su congreso en La Serena, presidido por Carlos Altamirano. Altamirano, en Cuba, y después del triunfo de Allende, había dicho que «el desarrollo y radicalidad del proceso debe llevar al enfrentamiento» (p.129-132). Salvador Allende, además, venía saliendo de presidir la Organización Latinoamérica de la Solidaridad, (OLAS), organización fundada en La Habana, financiada y promovida por la Unión Soviética, cuya solidaridad oficial declarada, cita Aylwin, «debe culminar activamente en la forma esencial para alcanzar el poder: la lucha armada», con «protesta combativa, los paros, las huelgas, las manifestaciones, las marchas y diversas acciones enérgicas y populares» (p.28 y p. 129). Ya durante las elecciones de 1970, los paros violentos y desórdenes eran constantes. Gobernaba la DC, y las elecciones eran entre Allende, Alessandri y Tomic, por lo que ante cualquier acción «del cuerpo de Carabineros para mantener el orden», Aylwin reclama que aparecía inmediatamente «la propaganda allendista para calificar al régimen [de Frei Montalva] de “represivo” y para acusar de “asesinos” al presidente Frei y a algunos de sus ministros, incluido el ministro Tomic [que era el candidato para esas elecciones]» (p.74). Para un chileno, es interesante notar que nada de nuevo había entonces en los dichos aparecidos durante el mismo 19 octubre de 2019 en contra el presidente Sebastián Piñera, Carabineros y sus ministros, espontáneamente esparcidos por quienes pocos años habían vivido.

 

«Dice Aylwin, “solo recuerdo haber tenido una reunión con su gerente general, Ernesto Ayala, … Después, Ayala me envió una caja de papel toilette, que en esa época de escasez era un gran regalo”»

 

Ese era el clima que existía antes de las elecciones de 1970 que gana Allende con el 36,63% de los votos. Alessandri queda segundo con 35,29% y Tomic tercero con 28,08%. El Congreso tenía que ratificar al presidente con los votos de senadores y diputados (Congreso Pleno). Aylwin relata las tensiones que hubo para que la DC no ratificara a la primera mayoría —como era tradición en Chile— y no asumiese así Salvador Allende. La derecha buscó diferentes formas de lograrlo. Aylwin explica que EE.UU. también quería esto y operó a través de la CIA —pero no nos explica que también había financiado a Frei Montalva, todo esto en marco del contexto global de la Guerra Fría y el temer de que Chile se convirtiese en una nueva Cuba—. La principal estrategia fue convencer a la Democracia Cristiana para que eligiera a Alessandri en el Congreso, quien renunciaría a la presidencia. Alessandri declaró públicamente que renunciaría si lo elegían, por lo que se llamaría nuevamente a elecciones, y la derecha, al no presentar candidato, apoyaría al de la DC. Sin embargo, «el PDC descartó el “gambito” como una maniobra que importaba una burla moral y peligrosa» (p.90). El otro intento fue el secuestro y asesinato del comandante en jefe del ejército, Rene Schneider, algo que «desde el asesinato de Diego Portales en 1837, la historia de Chile no registraba un crimen semejante» (p.117). Esto ocurre con Allende electo, pero antes de que asumiera. La idea era que Roberto Viaux hiciese un Golpe de Estado frente a este secuestro que fue perpetrado por él y civiles del grupo de derecha «Patria y libertad».

Aylwin describe que él y su partido eran conscientes «del peligro que un gobierno controlado por comunistas y socialistas podía entrañar para el régimen democrático chileno», especialmente dada la legitimación de la violencia política del MAPU y el Partido Socialista, del comportamiento de los comunistas en todas las áreas «que había llegado a controlar» y la experiencia histórica en otros países. Dado esto, le exigen a Allende «garantías reales y efectivas que aseguraran el carácter plenamente democrático de su eventual gobierno» (p.95). Esta firma se tradujo en una reforma constitucional llamada «Estatuto de garantías democráticas». Aylwin relata todas las negociaciones, incluyendo cuando Allende, al invitarlos a su casa y sentarse en una silla mecedora, les dice que ahí se sentaba su madre a rezar el rosario mientras él, al llegar de la universidad, se instalaba a su lado. «Fue un momento conmovedor, pero no sé cuánto tuvo de planeado» (p.100). Firmado el estatuto, la DC ratificó a Allende como presidente.

Aylwin empezó a escribir el libro en 1974 y por diferentes razones aplaza su escritura —porque tuvo que trabajar para mantener a su familia como abogado, como profesor, y liderar la oposición a la dictadura, entre otras cosas—. Su prefacio está fechado en 2011 así que uno sospecha que por ahí terminó de escribir un borrador. Es interesante que la pluma e ideas del libro son las de esa época, las de un senador Aylwin sesentero, ya que muchas de las ideas que ahí defiende no las

plasmó después, cuando fue presidente de Chile durante los 90 —especialmente las que tienen que ver con economía y propiedad privada o «superar» el capitalismo—. En la página 467 explicita cómo, «en buenas cuentas, era[mos] partidarios de una forma de socialismo», ya que, por ejemplo, querían llevar a Chile el modelo de empresas de la ex Yugoslavia, donde existían empresas autogestionadas por trabajadores. Solo Frei Montalva y Raúl Sáez, al parecer, se oponían, ya que tenían claro que no funcionaban. Se nota en la pluma de Aylwin una molestia —por no decir antipatía visceral— con la riqueza, con la economía. Era una molestia que canalizaba junto a sus camaradas en el horizonte de lograr superar la propiedad privada de los medios de producción, querían autogestión comunitaria. El libro tiene el tono gris de un profesor DC. Se nota un hombre completamente entregado unas a la política, el derecho y el catolicismo. Nada más. Apenas nombra a su familia. No se sabe si escuchaba música o leía novelas. De qué equipo de fútbol era —si es que seguía algún deporte—. No sabemos si diferenciaba un Quebracho de un Quillay, no sé, nada. Se percibe, eso sí, que es muy consciente de la responsabilidad que ejerce —bastante diferente a los líderes de los tiempos de hoy—.

 

«La cita era a comer en la casa del cardenal. Llegaron ellos Allende, Aylwin y el cardenal, además del secretario del prelado. No sabemos si usaban sotanas, estolas moradas o si había grandes candelabros. Allende solo mantenía conversaciones “ligeras de sobremesa”, dice Aylwin, por lo que tenía que ir constantemente “a la carga” para ir al fondo»

Es diferente también a Salvador Allende. Era agosto de 73 y ante el caos económico-político e institucional que vivía el país, Aylwin explica que se logra una reunión privada para negociar con Allende, mediada por el Cardenal Raúl Silva Henríquez. Aylwin no comenta la reunión entre sus bases —solo con su vicepresidente, Osvaldo Olguín—, ya que le podía costar mucho apoyo que lo vieran negociando con Allende cuando ya se había intentado todo, el país estaba destruido y la animadversión pública del Gobierno contra la Democracia Cristiana no tenía límites. Y eso que Aylwin era para la UP y los medios oficialistas de los «duros» de la DC, del «ala derecha de la DC». Ya en el poder, en 1970, el Partido Socialista había declarado de manera oficial una crítica contra el «“reformismo burgués democratacristiano” y denunció que “la burguesía se agrupa alrededor de la DC y secundariamente alrededor del PN”». Tomic dice, tiempo después, que se había convencido de que la UP no iba a colaborar nunca con la DC, ya que su estrategia en realidad era nunca colaborar y simplemente: «dividirla y destruirla» (p.159-161). En unos de los capítulos iniciales, Primeros meses del gobierno de Allende, Aylwin explicita que se monta, desde la Unidad Popular, «una campaña de descalificación y descrédito en contra de la oposición», de mucha «confrontación política, agitación social y violencia verbal y física», que iba a convertirse en el «rasgo constante más característico del periodo presidencial de Allende». Eran los primeros meses, y ya existía una campaña de «difamación sistemática» donde se llegaba incluso hasta el «insulto procaz». Famosa es la frase de Allende en Valparaíso en febrero de 1971: «Yo no soy el presidente de todos los chilenos» (p. 185-188). Increíble es el caso del exvicepresidente de la república, el DC Edmundo Pérez Zujovic: Aylwin explica que, apenas iniciada la UP, el gobierno y el mismo Allende —quien «había sido amigo personal de él»—, instala a Perez Zujovic como «el

principal blanco de la campaña denigratoria contra la DC». Termina siendo asesinado en 1971 por integrantes del grupo de izquierda Vanguardia Organizada del Pueblo (VOP), a quienes el mismo Allende había indultado al iniciar su gobierno. La UP busca instalar que el asesinato había sido planeado por la derecha, entorpeciendo manifiestamente la investigación. Solo la suerte hizo que su hija haya reconocido al asesino y se haya podido descubrir la verdad (p.273-279). Esta campaña y virulencia no fue solo contra la oposición, a quienes siempre se le catalogó como «enemigos del pueblo», como explica Aylwin, sino que siempre hubo una «virulenta campaña de desprestigio contra el Congreso, el Poder Judicial, y la Contraloría General de la República», cada vez que sus dictámenes u opiniones no eran del gusto del Gobierno. Acusaban de «infamias» al senado. Orlando Millas, por ejemplo, dirigente comunista y también ministro de Hacienda de la UP durante meses, se preguntaba públicamente si acaso «son enemigos del pueblo los senadores amigos de Yarur [empresarios textiles]». Allende, «dejó hacer, sin decir nada ante esa campaña que orquestaban medios de comunicación [estatales] dirigidos por personas de su confianza» (p.294). Aprovecho de notar la inquina de Allende contra la comunidad inmigrante árabe que aparece constantemente en el libro, especialmente contra los empresarios textiles y financieros.

Bueno, esa reunión entre Allende y Aylwin, en agosto de 1973, con el cardenal de mediador, parecía ser una más de las «maniobras dilatorias» que solo hacían ganar tiempo al gobierno para exacerbar el caos y, además, debilitar a la Democracia Cristiana y no iban a ser aguantadas por sus militantes y votantes. Decía Aylwin: «predominaba un sentimiento de que cualquier diálogo era engaño, un ardid del gobierno para ganar tiempo». Cuenta que los días entre los que aceptó juntarse y la reunión misma, «los vivió en un estado de gran angustia por la responsabilidad que había asumido», diferente a cómo se asomó el presidente Allende: «venía distendido, lo que me pareció no correspondía al momento» (p.691).

La cita era a comer en la casa del cardenal. Llegaron ellos tres, además del secretario del prelado. No sabemos si usaban sotanas, estolas moradas o si había grandes candelabros. Allende solo mantenía conversaciones «ligeras de sobremesa», dice Aylwin, por lo que tenía que ir constantemente «a la carga» para ir al fondo de los miles de asuntos que quería tratar (p. 694). Frente a los comentarios filudos del presidente de la DC, Allende se defendía con todas sus promesas y declaraciones pasadas, pero Aylwin insistía en que los hechos no se condecían con sus dichos. Este enojo de Aylwin por la diferencia allendista entre promesas y actos recorre todo el libro, desde principio a fin. Allende respondía esa noche: «Señor cardenal, señor senador, señor secretario: yo he prometido que no tocaría a la Iglesia ni con el pétalo de una rosa. Digan si no es verdad que no he cumplido», a lo que el cardenal decía que sí, que él sí, pero sus mandos medios, no. «Y sus mandos medios? ¿Qué me dice señor cardenal?», respondía juguetón el presidente Allende, descolocando al sobrio senador Aylwin (p.694).

Terminada la comida, se retira el secretario del prelado y pasan los tres al escritorio del cardenal. Allende se sirve un whisky y sigue hablando de cualquier cosa menos del caos e inminente quiebre institucional que Aylwin quiere evitar. Aylwin le dice a Allende que no pueden seguir despidiendo personas de las empresas estatales por estar sindicalizadas o por el mero hecho de no militar en partidos de la UP. Se concentra en el caso de la mina El Teniente, donde debido a unos paros, la UP había despedido a muchos trabajadores por estar sindicalizados. Habían echado a miles de personas en las más diferentes empresas estatales. Otro caso emblemático que nombra Aylwin, por cercano a la DC, el caso de los trabajadores la empresa estatizada Sumar (p.302). Es lo que hoy conocemos en Chile como «exonerados políticos», pero solo los de la dictadura, no existen los de la UP.

Le dice también que debía aplacar a los grupos armados que agitan el país con violencia y terrorismo. Este conflicto también atraviesa todo el libro. Allende no solo no se hacía cargo de los diferentes grupos armados que azotaban el país, sino que incluso tenía relaciones con ellos (principalmente el MIR y el GAP, entre otros). Destacan hechos puntuales: una vez, funcionarios de la presidencia al volcarse en Los Andes, Curimón, son detenidos y descubiertos con armas, granadas y hasta «planos de instalaciones militares y manuales de guerrillas urbanas» y otra, así funcionarios de la Corporación de Reforma Agraria (CORA) fueron sorprendidos en Cautín «internando un contrabando de armas desde Argentina en un vehículo fiscal» (p. 413-414). Se hace poco o nada con estos casos, menos con los que a ojos de todos se movían por el país. Es lo que Aylwin denomina en este libro la no aplicación de la ley de armas. Ingresaron también Proyectos de Ley aumentando las facultades para perseguir y desarmar a los grupos y milicias paramilitares que, aprobados, no se hicieron cumplir, «dando pie a que las manifestaciones, la violencia, los amedrentamientos y los asesinatos por parte de grupos extremistas continuaran de manera permanente hasta el final del gobierno de la Unidad Popular» (p.418).

Le pide también, en esta comida, que promulgue la famosa reforma constitucional «Hamilton-Fuentealba» —llamada así por los senadores DC que la habían creado—. Era una reforma constitucional que, ante el desorden legal y social, fijaba nítidamente las industrias y empresas que pertenecían a las áreas económicas social, mixta y privada y por lo tanto, cuáles y cómo se podían expropiar. Había sido aprobada por el parlamento pero él se negaba a promulgarla porque habría impedido que siguiese expropiando empresas con lo que se llamaba «resquicios legales», que era la apelación a un decreto olvidado de la llamada Republica Socialista de 1932, que permitía expropiar empresas que simplemente estuviesen en crisis y venía a complementar sus expropiaciones fuera de la ley ejercidas en el campo a través de las leyes agrarias sobrepasadas y tomas violentas —la ley había permitido expropiar más fácilmente las empresas mineras y financieras—. Tampoco hizo el plebiscito que debía hacer si es que sus vetos eran rechazados, que

lo fueron —no quería perderlo—. Todo este drama, Aylwin lo cuenta con detalles, como también la aplicación de precios ridículamente bajos en diferentes industrias para hacer entrar en crisis a las empresas, y así requisarlas. Ante la imposibilidad de requisar radios y otros medios, Allende declaró como «artículos de primera necesidad» los avisos publicitarios, para poder fijarles precios y así estrujarlos. Se preguntaba Aylwin, «¿Se propoponía la UP llegar con el tiempo a la “expropiación absoluta de los medios de información”? como lo propuso el sociólogo belga radicado en Chile, Armand Mattelart, asesor del canal nacional de televisión». En pocos meses, ya el Estado y partidos políticos de la UP, tenían el 65% de todos los medios informativos (p.234-237). Ataques a los medios abundan en todo el libro: tomas, expropiaciones; clausuras y traspasos de concesiones —como la concesión de la Radio Balmaceda que era de la DC a la CUT, sin tapujos—; la intención de «monopolizar la importación y comercialización de repuestos para radioemisoras» a través de la Corfo (p.533) para control, chantajes y otros tipos de actos que se hacían con todos quienes tenían empresas en diferentes industrias; obligaciones constantes con la Oficina de Informaciones y Radiodifusión (OIR) que si no eran cumplidas implicaban clausuras, multas y todo tipo de amenazas; el estrangulamiento financiero y otras obligaciones para que los medios se vendiesen o fuesen expropiados, clausurados e incluso allanados —como ocurría con el Canal 6 de la Universidad de Chile, (p.609), universidad que vio muchas veces coartada su autonomía, teniendo grandes conflictos su rector, Edgardo Boeninger, con el Gobierno—. En fin, un raudal de formas para obtener allanar el camino Hacia el poder total, como titula Aylwin su capítulo 5. Continúa Aylwin en la casa del cardenal y nos relata: «luego abordé el tema de la Papelera, haciéndole ver que se fijaran precios justos para sus productos y se evitara su quiebra» (p.696). Es explícito ahí mismo, y en todo el libro, que él no le tiene ningún aprecio a la Papelera (la Compañía Manufacturera de Papeles y Cartones) y que no le tenía ningún cariño a Jorge Alessandri, que había presidido la compañía, pero su intención era proteger la libertad de expresión. Luego de que el subsecretario de economía, Oscar Guillermo Garretón, anunciara la inminente estatización de la empresa debido a que iba a ser declarada «monopolio estratégico», Aylwin apoyó una campaña que decía «“La Papelera”, ¡no!», ya que era el último bastión de la libertad de expresión escrita (p.313). Si el gobierno controlaba la producción de papel, el papel simplemente iba a desaparecer para todos los privados, menos para la UP. Dice Aylwin que «solo coincidió» en esta lucha «junto a los grupos económicos que defendían su patrimonio», y no hubo mayor relación, tanto así, que «solo recuerdo haber tenido una reunión con su gerente general, Ernesto Ayala, … Después, Ayala me envió una caja de papel toilette, que en esa época de escasez era un gran regalo» (p.407).

Allende había llegado una hora y media tarde a esa reunión porque el ministro de Obras Públicas, el comandante el jefe de la FACH, César Ruiz, había renunciado. Allende tenía un gabinete con miembros de las Fuerzas Armadas adentro, como una de las tantas veces durante la

UP, y como una de las tantas formas de buscar calmar las aguas o incluso politizarlos para su lado. Sin embargo, Allende comenta que «el general Ruiz había renunciado al ministerio [y] pretendía conservar la comandancia en jefe de la FACH», algo que él no quería, ya que, si renunciaba por desavenencias políticas, no podía volver a las Fuerzas Armadas. Era una amenaza. Allende se mete la mano al bolsitllo y muestra un papel con la doble firma de renuncia y dice: «Quién manda soy yo; una vez más, he ganado la pelea» (p.691-692). El gabinete militar que debía hacer respetar la Constitución fracasaba, ya que no podía hacer nada frente al paro de transportistas que continuaba esos días y empezaban a renunciar. Aylwin le dice «que no tenía otro camino…De hecho, [reflexiona], me sorprendía que no lo hubiese hecho antes» (p.692).

Así sigue la reunión. «Esto es Chile», decía Allende, «en qué parte del mundo podría darse que el presidente de la República, masón y marxista, se reúne a comer en la casa del cardenal con el líder de la oposición» (p.694). Aylwin le dice, presidente, «no se puede estar al mismo tiempo bien con Dios y con el diablo. Hay que decidirse. Usted no puede estar bien con Altamirano y la Marina. No puede estar bien con el MIR y pretenderlo estar con nosotros». Fue la última vez.

 

1 Un buen resumen de estos sucesos fue recientemente publicado por: Castro, J.M. «Socialismo y catolicismo. Cristianismo y revolución en los largos años 60». Revista ÁTOMO – N.9. Primavera 2022.
2 Ibíd.
3 Se puede Cristianos por el socialismo…. ÁTOMO