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La Compañía de Jesús y la cultura

Un aporte intelectual

Manuel Salas Fernández y Raquel Soaje de Elías
Universidad de Los Andes, Chile. Á-N.9

Los autores realizan un recorrido por el legado cultural y científico de miembros de la orden jesuita. Mencionan la red intelectual, artística y misionera que se divulgó amplia y multidireccionalmente por Latinoamérica y Chile particularmente.

 

Se debate internamente sobre cómo se debe leer la propia historia de la última orden religiosa en ser aprobada por la Iglesia Católica. Fundada por san Ignacio de Loyola y aprobada por el papa Paulo III en 1540, la Compañía de Jesús fue suprimida por Clemente XIV en 1773, y restablecida en 1814 por Pío VII, para ser reformulada en la segunda mitad del siglo XX por uno de sus miembros más reconocidos: el sacerdote jesuita Pedro Arrupe. La problemática anterior, lleva a otra: la necesidad de cuestionar si los jesuitas de 1814 eran acaso los mismos de 1540 en su identidad ignaciana. De no ser así —como plantean algunas corrientes—, con mayor razón hay que preguntarse si la nueva institución arrupiana, con las reformas impuestas, fue exitosa en su intención de volver al redil original del «cojo de Loyola» y sus compañeros.

 

En momentos en que estamos encaminados al quinto centenario de la aprobación oficial de la Compañía, huelga decir que su fundador manifestó tempranamente su preocupación por la preparación intelectual y cultural de sus miembros. La idea esencial era encontrar el equilibrio de «un sacerdocio expedito para todo apostolado y una vida religiosa de observancia simplificada, pero estricta en sus elementos esenciales».[1] Esto conllevaba a la formación, denominada por algunos, como «extraordinariamente realista», la cual fue desarrollaba por Ignacio, en buena medida durante sus años de estudiante en la Universidad de París, y adoptada por éste como modelo universal para hombres «flexibles y recios». Sumido en un espíritu de «obediencia y alegría», así como de «caridad y castidad», la idea era entregar las herramientas para enfrentar los múltiples apostolados que les encomendaría, a razón de ellos, la Providencia. De ahí mismo surge esa libertad radical de este carisma, y que tempranamente llamó la atención en su campo de acción, siempre con un soplo misionero y trascendental. De esta forma «orden y método» (¡incluso antes que Descartes!) se hicieron del valor supremo en la nueva pedagogía que era acompañada con la perseverancia fundamental del espíritu.

 

Ahora bien, no es difícil descubrir en la cartografía de sus logros el aporte cultural y educativo que hizo la orden de San Ignacio para el mundo, aun cuando nos alejemos de la teología, la filosofía y la moral, en la que fueron tan versados. Lo fueron tanto en el mundo como en América y, Chile, en particular ha podido aprovechar las contribuciones de destacados jesuitas a los cuales en el último medio siglo la academia les ha prestado mayor atención. Por ejemplo, Walter Hanisch (sacerdote jesuita e historiador chileno) investigó las vidas de sus hermanos religiosos que fueron pilares de nuestra historiografía colonial y nacional: Alonso de Ovalle S.J. (+1651) y Diego de Rosales S.J. (+1677). El primero hizo un aporte, con su monumental Histórica relación del Reyno de Chile y de las Missiones y Ministerios que exercita la Compañía de Jesús (1646), e incorporó a nuestra patria al mundo conocido hasta entonces. Su obra, además, sirve de fuente para la lengua castellana del Diccionario de autoridades editado entre 1726 y 1739 por la Real Academia Española. De De Rosales, en cambio, Mario Góngora nos legó una nueva versión de su obra, originalmente escrita en 1674: Historia general del reino de Chile, Flandes Indiano (1989), obra inédita en su tiempo, y que había servido como rica fuente de conocimientos al propio Ovalle.[2]

 

Actualmente el profesor y Doctor en Filología Hispánica Miguel Donoso de la Universidad de los Andes, prepara una nueva versión filológica de este monumento patrio en materia antropológica, natural, geográfica, histórica. Trabajo que se ve reforzado por el estudio que brindó el profesor y licenciado en Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile Rafael Gaune: Los ojos y las manos del jesuita Diego de Rosales. Un retrato editorial entre América y Europa. Siglo XVII (2021). Anteriormente, el propio profesor Donoso ya nos había revelado el manuscrito inédito del Sumario de la historia general del reino de Chile (2019) en la colección indiana que edita bajo el sello de Editorial Universitaria.

 

«La Compañía de Jesús tuvo en cuenta, en su trayectoria por el mundo y en América, la importancia de la formación intelectual y cultural de sus miembros como un medio fundamental para insertarse en los sectores más altos de la sociedad»

 

Lo que da vigencia a obras como las de Alonso de Ovalle S.J. y Diego de Rosales S.J., es que en sus vidas y escritos nos permiten ser observadores, misioneros, conquistadores, geógrafos, científicos y educadores, por América, Europa y el mundo entero. Así por ejemplo nos lo prueba la investigación de Rodrigo Moreno sobre Misiones en Chile Austral: los Jesuitas en Chiloé 1608-1768, que nos permite viajar a través del tiempo por Europa, y luego pasar por Quito, Tucumán, Paraguay y Chile; recorrer el mundo aislado del Imperio español, pero, más trascendental aún, a través de la mirada de huilliches, chonos y poyas, y participar en la búsqueda de ciudades míticas como la de los Césares.

 

Pero hay que tener presente y contraponer lo que los propios jesuitas llevaban consigo a sus tierras con las misiones. Gauvin Bailey en Art on the Jesuit Missions in Asia and Latin America, 1542-1773 (2001), estudia cómo los principios del Renacimiento y el barroco se difundieron de la mano de los hijos de san Ignacio, con el propósito de convertir espiritual y culturalmente a los territorios de Asia y América. Argumenta que parte fundamental era la comunicación con cada cultura, dando a veces resultados híbridos, síntesis de elementos peninsulares, flamencos, germanos con otros no europeos, como lo fue el amerindio, creando nuevas formas del barroco que revelan el intercambio de rasgos asiáticos en las misiones del Paraguay o, al revés, de misiones americanas en las propias Filipinas.

 

Esta verdadera red intelectual, artística y misional en el mundo destaca por el temple de esos hombres que permitieron y promovieron flujos culturales con carácter multidireccional. Por ejemplo, Domingo Parrenin S.J., misionero en la China, que a fines del siglo XVII y principios del XVIII, con un perfecto manejo de la lengua china y tártara, entre otras cualidades, llegó a ser asesor del Emperador del Imperio del Sol. Igual ocurre con su compatriota francés Joseph-Marie Amiot S.J., que dedicó su apostolado a la fe y a la sinología, difundiendo esta última en Europa desde mediados del siglo XVIII con la primera traducción de la obra de Sun Tzu, El arte de la guerra; obras de música y teatro chino e investigando y divulgando la vida y obra de Confucio, cuyo pensamiento buscó sentar las bases de una filosofía universal.

 

Un siglo antes, en materia de ciencias como la astronomía, el jesuita alemán Christoph Scheiner experimentó y perfeccionó el helióscopo ―lente ocular que permite observar el sol sin dañar los ojos― para luego hacer una nueva síntesis de las distintas teorías, antiguas y modernas, sobre el sistema solar, criticando con esmero el sistema copernicano y elogiando las observaciones que en esta materia había hecho su contemporáneo Galileo Galilei.

 

Otro jesuita, también de origen germano, Christopher Clavius, prestó su temprano y decidido apoyo al astrónomo y matemático italiano Galilei. Clavius, por lo demás, promovió la incorporación de la enseñanza de las matemáticas en la Ratio studiorum ―el currículum pedagógico de la orden― así como la de la astronomía. ¿La razón? Desde que había sido recibido por el mismo Ignacio en su ingreso a la Compañía, buscó potenciar su vocación científica, siendo decisivo su rol en la comisión de reformas al calendario hecho por Gregorio XIII. Más tarde publicó sus escritos donde se explaya en torno a las causas que acabaron con el calendario Juliano, manifestando una serie de algoritmos matemáticos que bien intuyen y reflejan las transformaciones de la modernidad. Las consecuencias del cambio del calendario solar fueron enormes, y fue adoptado por gran parte del mundo católico en los años siguientes.

 

Otros, particularmente en el mundo anglosajón, no lo hicieron ―fuera por razones políticas o religiosas― hasta mediados del siglo XVIII. En un lugar tan lejano como en Río de la Plata, actual Argentina, fue relevante la influencia del misionero y cartógrafo Buenaventura Suárez, quien levantó un observatorio con telescopios que había fabricado y lideró valiosas investigaciones.

 

 

Posiblemente en lo anterior podemos encontrar la razón de que existieran en muchos de los colegios de la red regentada por la Compañía de Jesús, laboratorios y observatorios para promover las ciencias entre sus alumnos. En Chile, no muchos años después de que abrió sus puertas el Colegio san Ignacio a mediados del siglo XIX, el jesuita italiano Enrique Cappellett fundó otro en 1863 y lo enriqueció con material para mediciones meteorológicas y magnéticas, cesando estas últimas en sus funciones en 1867. A pesar de que Cappellett publicó parte de sus descubrimientos en la revista Anales de la Universidad de Chile, y que pretendió promover entre los escolares la ciencia de los astros con textos como su Tratado de astronomía elemental o de cosmografía para el uso de los colegios, diversas razones habían llevado a cerrar el observatorio en 1872. Quince años más tarde, el propio Suárez emprendió un viaje rumbo a México, consagrado a las labores propias de su ministerio sacerdotal, así como a la promoción de las ciencias «duras» a nivel escolar, insistiendo nuevamente en la importancia de las formas experimentales.

 

Pero la conquista de los astros y los cielos se manifestó en signos diversos entre los hijos de Loyola. Francesco Lana de Terzi es un nombre olvidado para nuestros días, pero fue un verdadero padre de la aeronáutica. Cual Ferdinand von Zeppelin siglos más tarde, buscó surcar los cielos por medio de una pequeña barcaza con globos flotadores más livianos que el aire. Y a su vez, con esta acción vislumbraba los peligros que podría conllevar si una creación así era empleada para la guerra. La ciencia espacial no fue su única inquietud, sino que también lo fue la educación. Entre sus aportes más relevantes se encuentran una escritura por medio de signos para ciegos, que, aunque no tuvo éxito, sentó las bases del método que dio fama a Louis Braille, quien retomó los escritos del jesuita para su propia formulación.

 

Otro ignaciano vinculado a la educación y a las ciencias fue el español Lorenzo Hervás y Panduro (+1809). Este hijo de san Ignacio se preocupó por los sordomudos, pero no en base a una comunicación por medio de signos, sino por el contrario, con una forma verbal para ellos en un Arte para enseñarles a escribir y hablar el idioma español (1795). Hervás, quien mantuvo cercanía intelectual con el Juan Ignacio Molina (sacerdote jesuita, naturalista, lingüista, filósofo, botánico, catedrático, geógrafo y cronista hispano-chileno) (+1829), es considerado uno de los padres del estudio de la filología comparada. Justamente en su Catálogo de las lenguas de las naciones conocidas (1800), obra primera en su tipo y solo parte de un trabajo enciclopédico mayor titulado Idea dell’Universo, se basa en las investigaciones del Abate Molina para introducir en el primer volumen todos aquellos antecedentes que sirvieran para contextualizar «las lenguas de Chile».

 

Con la vida del chileno Alberto Hurtado S.J. (+1952), podremos descubrir su propio aporte a la cultura a través de sus estudios de educación y sicología entre otros. Pero su biografía nos sirve para trazar el aporte de otros miembros de la orden con quien cruzó su vida, en particular durante sus años de formación. Entre ellos podemos destacar a Baltazar de Ferrer (+1929), subdirector del Observatorio de Manila, lugar donde cumplió importante actuación en el área de la meteorología alcanzando reputación internacional en su especialidad; Longinos Navas (+1938), distinguido miembro de la Sociedad Española de Historia Natural, que destacó  por sus estudios entomológicos y paleontológicos; Luis Rodés (+1939) que realizó parte de sus estudios en la Universidad de Harvard, y que con sustantivos aportes a la astronomía colaboró a la incorporación de España a la Unión Astronómica Internacional, así como a las asociaciones de geodesia (ciencia matemática que tiene por objeto determinar la figura y magnitud de la tierra), y a las de geofísica (ciencia que estudia la física terrestre).

 

Otros personajes relacionados a la vida de Alberto Hurtado S.J. son Enrique Heras (+1955), fundador y director del Historical Research Institute, St. Xavier’s College de Bombay, India, donde había sido destinado; Eduardo Vitoria (+1958), fundador en 1905 y distinguido miembro del Instituto Químico de Sarriá; el biólogo Jaime Pujiula (+1958), que fundó el Laboratorio Biológico del Ebro; Ignacio Puig (+1961), que después de habilitar un observatorio astronómico de la Santa Sede en Etiopía, se trasladó a Argentina, siendo designado primer director del Observatorio de Física Cósmica de San Miguel; y, por último, Hermenegildo Santapau (+1970) quien luego de estudiar botánica en la Universidad de Londres fue elegido numerario del Royal College of Science, posteriormente se trasladó a la India, siendo designado comisionado del National Institute of Science de aquel país, para luego ser distinguido por la Sociedad Linneana de Londres —sociedad científica más antigua del mundo en cuanto a materias biológicas—.

 

La Compañía de Jesús tuvo en cuenta, en su trayectoria por el mundo y en América, la importancia de la formación intelectual y cultural de sus miembros como un medio fundamental para insertarse en los sectores más altos de la sociedad, con el propósito implícito de permear, a través de estos, la cultura cristiana en las capas más desposeídas de los territorios que los acogieron. Esta doble misión fue cumplida con celo a través de los siglos y se vio reflejada en el aporte al conocimiento y a la civilización de pueblos enteros alejados de la lengua, las costumbres y la cultura cristiana. A estos avances se sumó su contribución en el campo de la espiritualidad, al ofrecer la impronta jesuítica por medio de sus famosos «ejercicios espirituales».

 

La coyuntura particular que vivió el mundo occidental a partir de la Revolución Industrial, la cual generó una crisis social a fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, fue crucial en provocar un cuestionamiento del carisma propio de la orden, ante la necesidad de proveer una solución a la problemática vivida por los nuevos sectores proletarios. El compromiso de muchos de sus miembros con ella, desembocó en muchos países, y de modo particular en Chile, en una nueva misión que se enfocó en priorizar, hacia mediados del siglo XX, la llamada «opción por los pobres». En este contexto la labor del jesuita Alberto Hurtado S.J. constituyó un modelo de acción social que dejaría su sello en la misión de la orden en el país. Esta prioridad planteó nuevos desafíos a la formación de sus miembros, en función de esa necesidad de acción social en los diferentes ámbitos de la vida nacional. El vínculo de la orden con el desarrollo de la cultura cristiana tomó una nueva forma, estrechamente ligada a la nueva dimensión alcanzada por los sectores marginados del espectro social de las grandes ciudades y de las regiones más alejadas del país, adoptándose el propio concepto de «cultura cristiana» a las demandas de estos marginados y sus necesidades vitales, tanto en el ámbito material como espiritual.

 

«En momentos en que estamos encaminados al quinto centenario de la aprobación oficial de la Compañía, hay que decir que su fundador manifestó tempranamente su preocupación por la preparación intelectual y cultural de sus miembros»

 

[1] Álvarez, F.M. (1963). Las grandes escuelas de espiritualidad en relación con el sacerdocio. Barcelona: Herder. Páginas 148-149.

 

[2] Escrita originalmente por Diego de Rosales en 1674, esta obra fue publicada por primera vez por Benjamín Vicuña Mackenna entre 1877 y 1878. Pasaron más de dos siglos, además de innumerables vicisitudes e inconvenientes, antes de que el manuscrito del padre Rosales fuera de conocimiento público.