Un exhaustivo recorrido histórico narra los episodios más relevantes en la expulsión de los jesuitas por parte de la corona real, su impacto en el tejido social, el rol de los confesores, los beneficios eclesiásticos, la relación con los indios en Latinoamérica, la cuestionada divinidad de los reyes y más.
¿Quién no leyó algo o escuchó alguna vez hablar sobre la expulsión de los jesuitas de España y América? Sin ánimo de exagerar, es uno de los acontecimientos históricos más conocidos, más discutidos, y que, pese a ello, sigue planteando dudas e interrogantes. ¿Por qué los jesuitas fueron expulsados? Quizás una de las claves para entender la perduración en la memoria de este hecho fue la espectacularidad de la decisión y de la expulsión en sí misma.
Recordemos primero que la Compañía de Jesús fue fundada por San Ignacio de Loyola en París, recibiendo la aprobación papal en 1540. En el contexto de la reforma protestante que se extendía por Europa, los jesuitas se distinguieron por su cuarto voto de obediencia al Papa y por su papel decisivo en la contrarreforma, destacando incluso en el Concilio de Trento. Se distinguieron, además, por su labor educativa en colegios establecidos por ellos mismos y por la Ratio Studiorum (el documento que estableció formalmente el sistema global de educación de la Compañía de Jesús en 1599). Por iniciativa del rey Felipe II llegaron a América a fines del siglo XVI y a Chile en 1593, provenientes del Perú, sirviendo en sus misiones en la Araucanía y en Chiloé. El jesuita Luis de Valdivia fue el promotor de la guerra defensiva con los araucanos que dio paso al sistema de parlamentos, los que regularon la relación entre españoles y araucanos a partir del siglo XVI. Fueron una de las instituciones religiosas más importantes de América. ¿Qué pasó con ellos?
La expulsión fue una orden exclusivamente real. Carlos III, por medio de una pragmática sanción con orden de ley, decretó el extrañamiento (exilio perpetuo) de la Compañía de Jesús el 27 de febrero de 1767, de todo el territorio de la monarquía española. La orden era que el extrañamiento fuese ejecutado de manera simultánea entre el 31 de marzo y el 2 de abril de 1767, en España y la América española. No se mencionaban las razones, solo se señalaba que era por causas muy graves. Una vez ejecutada, Carlos III la comunicó al Papa Clemente XIII.
La medida se notificó el 1 de marzo a los virreyes y gobernadores americanos. La real pragmática (ley) llegó a Chile vía Buenos Aires. Se enviaron, además, unas instrucciones en sobre aparte acerca de cómo llevar a cabo el operativo. Éste debía ser abierto el día anterior a la ejecución. Todo debía ocurrir en secreto e impidiendo la comunicación de los jesuitas entre sí. Los colegios debían ser rodeados por tropas, los funcionarios reales reunirían a la comunidad para leerles la real pragmática y comunicarles que se ejecutaba la expulsión de manera inmediata. Serían trasladados a barcos dispuestos para ese fin en el puerto más cercano, acompañados de tropas reales. Pudieron recoger sus pertenencias personales, pero los documentos, libros de cuentas, joyas, las bibliotecas, fueron inventariadas e incautadas. Los procuradores debían quedarse dos meses más para dar cuenta de la administración de los bienes confiscados. A los novicios, por no haber hecho aún votos perpetuos, se les dio la oportunidad de incorporarse al clero secular. Los jesuitas que estuviesen enfermos podían quedarse, ser atendidos por médicos, pero fueron retenidos con el fin de ser enviados al exilio posteriormente. En muchos lugares la medida se ejecutó de noche, mientras las comunidades dormían. Sus habitantes fueron trasladados a los refectorios y allí se les leyó la real pragmática; posteriormente juntaron sus objetos personales y de inmediato se inició el viaje a los puertos.
El impacto social de la medida fue mayúsculo. Se expulsaba a los hijos de las familias más encumbradas socialmente, quienes además tenían a cargo los colegios donde estudiaban los hijos de las elites. En algunos lugares, como Guadalajara (México) o Cusco (Perú) la población se rebeló y enfrentó a las tropas reales, sin éxito. Al clero y a las otras órdenes religiosas se les comunicó que la medida solo concernía a los jesuitas y casi no se alzaron voces que los defendieran. Paulatinamente los jesuitas americanos llegaron al sur de España. El plan del rey era enviarlos a los Estados Pontificios, ubicados en Italia, pero esta medida inicialmente no les fue comunicada ni al Papa ni a los jesuitas. Cuando el Papa Clemente XIII lo supo, se negó a recibirlos. Con anterioridad, en todo caso, los jesuitas habían sido expulsados de Portugal (1759) y de Francia (1762) y recibidos en los Estados Pontificios, donde subsistían con grandes dificultades. Pese a la negativa papal, los primeros barcos con jesuitas fueron enviados igual allá y, al llegar al puerto de Civitavecchia, los barcos españoles fueron recibidos con cañonazos. Finalmente, la diplomacia española consiguió que fueran recibidos en la isla de Córcega, que pertenecía a la República de Génova, donde, en ese momento, se desarrollaba un movimiento independentista. Los jesuitas españoles y americanos desembarcaron allí y se alojaron en cuarteles militares en desuso, con muy precarias condiciones de vida, por más de un año. Posteriormente, el Papa accedió a recibirlos en los Estados Pontificios. Los 355 jesuitas expulsados desde Chile llegaron a la parroquia de la ciudad de Imola, donde todavía hay una placa con sus nombres.
«El impacto social de la medida fue mayúsculo. Se expulsaba a los hijos de las familias más encumbradas socialmente, quienes tenían a cargo los colegios donde estudiaban los hijos de las elites».
El sucesor de Clemente XIII en la cátedra de Pedro, Clemente XIV, por presión de los monarcas católicos que habían expulsado a los jesuitas de sus territorios, firmó un breve o carta apostólica el 21 de julio de 1773 que decretó la supresión y extinción de la Compañía de Jesús. El padre general de los jesuitas, Lorenzo Ricci, y sus asistentes de Polonia, Italia y Alemania fueron encarcelados en la prisión de Sant Angelo en Roma y tratados como criminales. Los exjesuitas, entonces, se dispersaron por Europa trabajando en universidades o como preceptores de hijos de familias nobles, o sirviendo en parroquias incardinados en el clero secular. En América la mayoría de los colegios y misiones jesuitas se asignaron a los franciscanos o al clero secular. Se formó una Junta de Temporalidades que administraba los bienes jesuitas, con rendición a la Real Hacienda. Finalmente, el Papa Pío VII el 7 de agosto de 1814 restauró la Compañía de Jesús, pero la mayoría de los expulsados había muerto. Los jesuitas volvieron a los lugares de donde habían sido expulsados en el siglo XIX, pero no recuperaron los bienes expropiados.
¿Por qué fueron expulsados?
Este muy sucinto relato nos plantea con más impacto la pregunta: ¿Por qué los jesuitas fueron expulsados? La historiografía rescata varias razones. Con la llegada en 1700 de los Borbones al trono de España, llegaron también los jesuitas al confesionario real, reemplazando a los dominicos que habían sido los confesores de la Casa de Austria. Se ha estudiado mucho cómo se desarrolló una red jesuita que pudo, por la influencia de los confesores, colocar a exalumnos jesuitas en los más importantes puestos seculares y eclesiásticos en el imperio español. Los confesores actuaron, de hecho, como asesores reales en todas las decisiones relativas al clero en toda la monarquía. Esto generó muchas antipatías y hostilidades contra la Compañía.
Entre los confesores, el más conocido de todos fue el P. Francisco de Rávago y Noriega, confesor del rey Fernando VI entre 1747 y 1755. En ese período ocurrieron dos hechos muy importantes. El primero, el concordato entre la monarquía española y la Santa Sede de 1753 y el tratado de límites de los reyes españoles con Portugal acerca de la frontera del imperio español en América con Brasil. Estos hechos transcurren sobre el telón de fondo de una controversia que los jesuitas tuvieron desde el siglo XVII con un grupo político y eclesiástico, los jansenistas.
Vayamos por parte.
En efecto, el gran enemigo en Europa del partido jesuita era el partido jansenista, que, en ocasiones se alió con los regalistas borbónicos para conseguir reformas en la Iglesia. Ambos partidos representaban diferentes modos de abordar la renovación del cristianismo que se veía como necesaria a raíz de la reforma protestante.
El jansenismo quería debilitar la autoridad papal y, para eso, fomentaba la autoridad de los obispos. Sus miembros creían que la relación de los hombres con Dios debía ser directa, sin intermediarios, y que la salvación se alcanzaba por la gracia divina y no por las buenas acciones y el libre albedrío humano, reducidos por el pecado.
Los jesuitas, por el contrario, pensaban que el jansenismo restringía excesivamente el papel que le correspondía al hombre en su propia salvación, por eso sostenían que el libre albedrío humano era esencial. En lo moral, defendían la doctrina del probabilismo, es decir la posibilidad de optar por opiniones menos probables frente a las seguras. Los jansenistas los acusaban de favorecer el laxismo moral.
En el concordato de 1753 se impuso el regalismo, doctrina de la que eran partidarios los principales ministros de Estado. El papa Benedicto XIV concedió al rey el patronato sobre todos los beneficios eclesiásticos en España, derogándose las reservas pontificias (el derecho papal de conferirlos). Valga la aclaración de que no estaba incluida la Iglesia en América, solo la de España, porque en América el rey era el patrón universal de la Iglesia desde 1508 por concesión pontificia. El real patronato incluía el derecho de presentación al Papa de los arzobispos, obispos, prebendas eclesiásticas y todo tipo de oficios y beneficios. El sistema beneficial concernía al clero secular, que se componía de oficios eclesiásticos unidos inseparablemente del derecho a percibir rentas. Estas últimas incluían el diezmo, las donaciones de los fieles, las rentas de propiedades amortizadas y los derechos de estola (que se percibían por el ejercicio de las funciones sacerdotales). Una dimensión muy importante de este concordato fue la eliminación de las pensiones con que Roma había gravado a los beneficios españoles, lo que implicaba un enorme flujo de dinero hacia la curia romana. El objetivo por parte de la Corona era que el Estado borbónico subordinarse a la Iglesia de manera de limitar el flujo de dinero que se enviaba a Roma. Este concordato representó un triunfo de los regalistas y los jansenistas, enemigos de los jesuitas.
En América, también sumaron múltiples enemigos. El sistema de reducciones indígenas que tenían los jesuitas hizo disminuir el acceso a la mano de obra india por parte de las oligarquías criollas, lo que provocó que, desde la llegada de los jesuitas a América, hubiera una permanente oposición contra ellos. Al igual que otras órdenes religiosas, los jesuitas fueron contrarios a las encomiendas de los indios, lo que generó muchos enfrentamientos, sobre todo en la gobernación de Paraguay. Tengamos en cuenta que los jesuitas también desarrollaron una teoría del origen de la autoridad. En particular Francisco de Suárez cuestionó la concepción del origen divino del poder de los reyes, concepción absolutista que desestimaba la teoría del origen contractual del poder real, es decir, dado por la comunidad y que, por eso, requería de un consenso entre gobernante y gobernados. Los monarcas absolutos, en cambio, afirmaban que su derecho a gobernar provenía de Dios únicamente.
Suárez, además, proponía como lícita la desobediencia civil a leyes injustas o emanadas de un monarca que hubiera usurpado su potestad. Sostenía que el tiranicidio era un derecho de la comunidad ante un gobernante tirano, si la comunidad en su conjunto así lo decidía y si se veía amenazada. Aunque la Monarquía prohibió enseñar las teorías contractualistas de Suárez, los jesuitas seguían enseñándola en sus colegios.
«Los ex jesuitas, entonces, se dispersaron por Europa trabajando en universidades o como preceptores de hijos de familias nobles, o sirviendo en parroquias incardinados en el clero secular».
Portugal, España y la rebelión de los jesuitas.
Otro flanco de disputas se desencadenó a raíz del Tratado de Permuta o de Madrid de 1750, firmado entre los reyes Fernando VI y Joao V de Portugal, con el objeto de poner fin a las disputas limítrofes el imperio español en América con Brasil. Se pactaba que Portugal cediera a España la Colonia del Sacramento (actual ciudad de Colonia en Uruguay), a cambio de los siete pueblos de indios guaraníes del Ibicuy, en los que los jesuitas prestaban servicios sacerdotales. Estaban situados al oriente del río Uruguay, por lo que pasaron a depender de la Corona portuguesa (hoy continúa siendo parte de Brasil). Vivían en ellos 30.000 guaraníes y, también ahí, había cuatro estancias jesuitas pertenecientes a otras reducciones situadas al oeste del río Uruguay. Como todos los pueblos de indios de la América hispana, se autogobernaban por medio de un cabildo indio y contaban con milicias que los habían defendido de los bandeirantes de la ciudad de Sao Pablo, empresarios que hacían razzias para cazar esclavos entre los indios.
El problema era que, mientras en la Corona española los indios eran vasallos libres del rey, en la Corona portuguesa se los podía esclavizar. Ante esto, España ofreció a los guaraníes trasladarse a otra zona, pero se negaron rotundamente y no lo hicieron. Esto fue entendido como un incumplimiento del tratado y, por eso, una deshonra para la Corona española. Se responsabilizó a la Compañía de la negativa de los guaraníes. Pese a las intensas negociaciones, se desató el episodio que se conoce como las guerras guaraníticas. Los indios armados enfrentaron a las dos coronas con la anuencia y participación de los jesuitas locales, quienes desobedecieron a su Padre General que les ordenaba obedecer las disposiciones regias. Este es el tema de la muy conocida película La Misión, de 1986. La Corona portuguesa, que también responsabilizaba a los jesuitas de la intransigencia guaranítica, inició una campaña propagandística contra la Compañía y lo que llamaron su «imperio guaranítico» en Europa. La guerra empezó cuando llegaron los ingenieros delineadores a trazar el nuevo límite en 1752, para lo cual debían evacuarse las reducciones. Pero en 1756, la derrota de Caibaté y el asesinato del líder guaraní, coincidieron con el inicio de la Guerra de los Siete Años, en la que España y Portugal estuvieron enfrentadas. Esta guerra concluyó en 1761 con el Tratado de París que anuló el Tratado de Permuta, tras lo cual los guaraníes volvieron a las reducciones.
Contemporáneamente se culpó al P. Rávago de inducir a los jesuitas de la provincia del Paraguay a la rebelión. La prueba fueron las frases finales de una carta enviada por el confesor al superior del Paraguay que circuló entre todos los jesuitas. En la carta argumentaba que él mismo, como confesor real, no había tenido ninguna injerencia en el tratado ni podía influir en que no se ejecutara. Pero agregaba: «Hasta aquí podría ejecutarse, pero cooperar vuesas reverencias a engañar a esos pueblos, cooperar a esas injusticias y tragedias yo no lo alcanzo como puede lícitamente hacerse aunque lloviesen sobre vuesas reverencias decretos del Rey y excomunión del Papa».[1] Los jesuitas paraguayos interpretaron esta frase como un llamado a la resistencia. La respuesta del provincial jesuita a esta carta fue interceptada por los espías españoles junto con otras misivas, en las que se describía lo desesperado de la situación. Con estas pruebas, se pudo acusar a Rávago de confabulación con los jesuitas paraguayos contra el rey, lo que produjo que dejara de ser el confesor real en 1755.
El diezmo
Simultáneamente, estaba abierto otro flanco de conflicto con la Corona en torno a si debían pagar diezmo en América. De manera permanente, los jesuitas pidieron la reducción o la exención de los diezmos en las reducciones y en sus haciendas, justificándola en un privilegio que les había sido concedido por el Papa Pío IV en 1561, el que había sido ratificado por el rey Felipe II. No los pagaban de hecho, lo que afectaba al clero secular que veía disminuidos sus ingresos que provenían de los diezmos. Pero en 1748, los cabildos catedrales de México y Manila llevaron el tema ante el rey. Una de las concesiones papales a los reyes de España había sido la donación de los diezmos en América en 1501. La pérdida económica era cuantiosa y el tema afectaba al real patronato. El rey Fernando VI en 1750 les concedió que pagaran solo un 3 y un tercio %. Sin embargo, no pagaron. Las controversias siguieron hasta que Carlos III, que había sucedido a su hermano en el trono, decretó en 1766 que los jesuitas debían pagar el diez por ciento entero sobre los productos agrícolas de sus propiedades. Esta decisión se explica por los acontecimientos que explicaremos a continuación.
Al igual que las órdenes religiosas, los jesuitas fueron contrarios a las encomiendas de los indios, lo que generó muchos enfrentamientos, sobre todo en la gobernación de Paraguay. Tengamos en cuenta que los jesuitas también desarrollaron una teoría del origen de la autoridad
Expulsión
La muerte de Fernando VI en 1759 sin herederos, elevó al trono a su hermano Carlos, a quien le tocó resolver todos los conflictos mencionados relacionados con la Compañía. Los jesuitas fueron investigados por instigar a los guaraníes a la guerra. Once de ellos fueron acusados de conjuración y traición contra el rey y fueron deportados a España. Aunque Carlos III los exculpó de la acusación de la instigación, su imagen quedó muy deteriorada porque la investigación demostró que habían respaldado la rebelión y, algunos de ellos, habían dirigido el levantamiento. Antes de suceder a su hermano, Carlos III había sido rey de Nápoles. Al asumir el trono de España, llevó entre sus asesores al Marqués de Esquilache, quien ocupó la Secretaría de Hacienda, Guerra y Marina. El contexto económico no era favorable porque desde 1762 se sucedieron años de malas cosechas, carestía y escasez de alimentos. Esquilache hizo profundas reformas que incluyeron un aumento de los impuestos, cambios en la administración de las rentas de los municipios y, con el fin de controlar que no se portaran armas, prohibió el uso de capas largas y sombreros de ala ancha. Esto último fue la gota que rebalsó el vaso. El 23 de marzo de 1766 estalló en Madrid un motín muy violento que pasó a la historia como el motín de Esquilache. El pueblo rebelde llegó a las puertas del Palacio Real pidiendo que bajaran los precios de los alimentos, la renuncia de los ministros extranjeros y la revocación de la medida contra las capas y los sombreros. Carlos III en persona se asomó a un balcón del palacio y accedió a cumplir todas las demandas, lo que calmó a la multitud. Durante la noche el rey y su familia huyeron al palacio de Aranjuez (cerca de Madrid) protegidos por las guardias reales. Había tenido miedo de que lo mataran. Volvió a Madrid meses después mientras sesionaba una comisión encargada de determinar quiénes habían orquestado la rebelión, entre cuyos miembros estaba el fiscal del Consejo de Castilla, Pedro Rodríguez de Campomanes. Pronto se encontraron los culpables. La comisión concluyó que la rebelión había sido financiada por los jesuitas con el fin de asesinar al monarca. Si bien no había evidencias concretas que los vincularan con los hechos, su impopularidad y la inquina de los ministros regalistas favoreció que esta versión fuera creída. El dictamen gatilló la expulsión de la Compañía de Jesús un año después de estallada la rebelión. De esta manera, los regalistas españoles se sacaron de encima a un enemigo poderoso que se había opuesto a ellos en lo político y en lo económico.
Volvamos a la pregunta inicial: ¿Qué provocó la expulsión? Mucho más de lo ya explicado se podría decir para contestar esta pregunta, pero lo esencial está incluido en este ensayo. Sin duda, el exilio fue provocado por una conjunción de factores y conflictos con poderosos enemigos, nada más y nada menos que los reyes, que experimentaron o les atribuyeron una gran capacidad de inserción en el tejido social para imponer criterios políticos adversos a los cimientos mismos del poder.
[1] Cita tomada de Gómez Alcaraz (1993). El P. Rávago, confesor del rey. Tesis doctoral, tercera parte. Página 462.