En este ensayo la autora expresa a partir de cuatro puntos la relación de la culpa, las responsabilidades, redenciones y las concepciones de la libertad. Todo esto en relación a la retórica del jesuitismo, su relación con la pobreza, el poder y el daño que puede provocar las estrategias que evitan el concepto de la culpa en los individuos.
Si entendemos por «jesuitismo» la «actividad o manifestación cultural que se considera propia de los jesuitas», podríamos decir que hay dos de estas expresiones que han desacreditado al jesuitismo chileno. Una es discutible, la otra, no La discutible es su particular forma de llevar a cabo sus obras de caridad y la politizada impronta que imprime en los laicos y seglares que participan en ellas. La incontestable es la bochornosa y criminosa forma de afrontar las acusaciones de abusos que recayeron en varias de las figuras más importantes. Ambas situaciones, aunque son incomparables en su gravedad, sí presentan un rasgo en común: una distorsionada comprensión del sentimiento de culpa. En el presente ensayo, intentaremos dar cuenta de ello.
1.La culpa: el corazón delator
¿Qué puede llevar a confesar un crimen perfecto? Para el protagonista del cuento El corazón delator de Edgar Allan Poe, terminar confesando el crimen fue a causa de «un rumor sordo, ahogado, frecuente, muy análogo al que producía un reloj envuelto en algodón» que provenía desde el suelo donde estaba escondido el cadáver y que retumbaba sin cesar en los oídos del asesino hasta hacerse insostenible. Este breve relato describe de forma magistral un sentimiento que es claramente distinguible del temor a ser descubierto: el sentimiento de culpa. El primero es un temor que se traduce en un sentimiento en el cual estamos afectos al juicio de los demás, en el de culpa, por el contrario —y en un juicio todavía más implacable—, al juicio de nuestra conciencia. Como bien lo expresa Poe en su relato, el sentimiento de culpa es una de las peores experiencias por las que puede atravesar una persona. Esto es fácil de advertir si suponemos que la tranquilidad de la conciencia es uno de los bienes más elementales que se puede tener y, a la vez, que la culpa no es otra cosa que la perturbación de dicha paz.
Sin embargo, no por tratarse de una experiencia indeseable, esto significa que su solución sea eliminarla. Joseph Ratzinger sostiene que «el sentimiento de culpa, la capacidad de sentir culpa, pertenece de forma esencial al patrimonio anímico del hombre» y agrega que «es una señal tan necesaria para el hombre como el dolor corporal, el cual permite conocer la alteración de las funciones vitales normales».[1] Las reflexiones de Ratzinger se inspiran en las del psicólogo alemán Albert Görres, quien afirma la necesidad de este sentimiento: «Las bestias y los monstruos, entre otros, no tienen sentimiento de culpa. Tal vez no lo tuvieran tampoco Hitler o Himmler o Stalin. Seguramente carecen de él también los patrones de la mafia. Pero lo que tal vez ocurra es que sus cadáveres están bien ocultos en el sótano. También lo están los rechazados sentimientos de culpa (…) Todos los hombres necesitan un sentimiento de culpa».[2]
Sentimos culpa cuando nuestra conducta no representa lo que queremos o debemos ser y necesitamos de la culpa para alcanzar la coherencia entre estos dos mundos. Con todo, a pesar de su necesidad, el sentimiento de culpa no es una experiencia infalible. Después de todo, la culpa, al igual que el dolor, no deja de ser una señal que, aunque insista en ser atendida (parafraseando a C. S. Lewis),[3] puede dispararse por razones equivocadas. En la literatura psicológica, esta parte de la culpa «sin razón» encuentra su fundamento en la incapacidad de concebir la realidad adecuadamente. Josef Imbach lo describe como una falta de correspondencia entre la culpa (de naturaleza objetiva) y el sentimiento de culpa (de naturaleza subjetiva):
«[L]a culpa objetiva y el sentimiento de culpabilidad no siempre se corresponden entre sí con justeza. Puede ser que exista una culpa real de la que el culpable no es consciente por alguna deformación de su conciencia. Y de la misma forma, puede suceder que personas excesivamente tímidas, o con cualquier otra dificultad, desarrollen sentimientos de culpabilidad que no guarden proporción, ni a veces relación alguna, con faltas realmente cometidas».[4]
El sentimiento de culpa es maleable y puede servir como una gran herramienta de sumisión. Esto sucede cuando una figura opresora y abusadora manipula la conciencia de su víctima a tal punto que, cuando esta última advierte que está siendo abusada, lo niega porque despierta en ella un sentimiento de culpa por estar imaginándose cosas, por pensar mal. De alguna manera, el victimario logra modificar el raciocinio frente a una acción, tergiversando la realidad, llevando a la víctima sentirse culpable sin una razón real. Se trata de experiencias tan repudiables que hacen entendible el cuestionar la utilidad y necesidad del sentimiento. Sin embargo, ¿sería solución eliminar completamente el sentimiento de culpa? No. ¿Es posible distinguir un sano sentimiento de culpa de uno anormal? Claro que es posible y es la psicología la disciplina que ha intentado diferenciarla. El sentimiento de culpa se entiende muchas veces con términos técnicos como culpa depresiva, esquizoide, reparación o persecución. Entre muchas formas de manifestación, la culpa persecutoria es aquella que, por no lograr ver la realidad de forma integrada utiliza la proyección[5]: cuando ocurre, la proyectan en otros, transfórmanoslos en sujetos con características totales del tipo «el o ellos fueron los culpables». Y así, en temas sociales, esta culpa patológica —no basada en hecho reales— puede aparecer cuando existe una visión muy rígida de la realidad, en la cual solo se ven dos grupos: los inocentes y los culpables. Esto último hace plantearse una pugna maniquea en la realidad, liberando totalmente de responsabilidad a unos grupos e inculpando absolutamente a otros. He aquí una relación de los diferentes colectivos, la culpa, la responsabilidad, su redención y la libertad.
Cuando se inculpa a ciertos grupos mientras se redimen a otros por el simple hecho de pertenecer al grupo «bueno», se entra en una dinámica redentora de las acciones de aquel colectivo. Este impone la idea de estar excusado de su actuar por representar a dicha “organización”. Así, deja de ser su actuar lo que lo inculpa o redime, sino sus características que lo hacen formar parte de un grupo de personas «iguales» que cometen los mismos pecados, por el simple hecho de ser como son o tener ciertas costumbres. Por ello, cuando la culpa impuesta a un grupo no tiene sustento en acciones puntuales, se vuelve carcelaria del individuo, entorpeciendo su juicio y su libertad. Es este tipo de culpa es la que es alimentada por ciertas ideologías que buscan «traspasar el sentimiento de una culpabilidad personal al plano de la responsabilidad de los “otros”, de la sociedad o de los ricos».[6]
Así, el «corazón delator» se vuelve un traidor del ser humano porque se ha vendido a quien busca dominarlo, obedece a quien le dice qué pensar y qué percibir. Sin embargo ¿por qué se le permite a este corazón engañar a su dueño? ¿quién se lo consiente? La misma persona que entrega su vida e sus ideas a otro, sin cuestionarlo. Un individuo que, por pertenecer a todo, se pierde a sí mismo.
«Sentimos culpa cuando nuestra conducta no representa lo que queremos o debemos ser y necesitamos de la culpa para alcanzar la coherencia entre estos dos mundos. Con todo, a pesar de su necesidad, el sentimiento de culpa no es una experiencia infalible»
2. ¿«Libre de culpa» o culpa libre?
«Poco a poco comencé a experimentar algo de paz, aunque todavía quedaba un amarre psicológico, pues, tal como él lo había inoculado en mí, me sentía muy culpable por mi decisión de distanciarme de él, por lo que continué visitándolo».[7] Con estas palabras Eugenio de la Fuente, exsacerdote diocesano y víctima de Fernando Karadima, describe cómo el sentimiento de culpa lo mantenía atado a su abusador a pesar de ya haber adquirido conciencia tanto del mal que le causaba Karadima como de la paz que provocaba el distanciarse de su victimario. Es natural y obvio que ante un caso como este empaticemos con la víctima y pongamos en duda la utilidad del sentimiento de culpa que, en este caso, era el principal impedimento de su liberación. Sin embargo, a la hora de racionalizar la incomodidad que nos causa la situación anteriormente descrita, debemos preguntarnos —tal como lo hizo C. S. Lewis con el dolor— si el intentar resolver el problema de la culpa por medio de su negación no produce un problema todavía mayor.[8] Consideramos que este sería el caso: si establecemos que cualquier sentimiento de culpabilidad es de naturaleza enfermiza, «estamos a un paso de poner en marcha, consciente o inconscientemente, todos los mecanismos de disculpa disponibles para demostrar, no solo a los demás, sino también a nosotros mismos, que no somos responsables de nuestras decisiones erróneas, ni de nuestros malos comportamientos».[9]
Un mundo «libre de culpa» es también uno «libre de responsabilidad» y, por consiguiente, un mundo sin libertad, dado que «la libertad y la responsabilidad son inseparables».[10] La solución a este problema entonces es rescatar un sano sentimiento de culpa y distinguirlo de su opuesto patológico.
Consideramos que un sano sentimiento de culpa es inseparable del verdadero objeto de la conciencia moral: el acto humano y todos los problemas derivados de la culpa provienen justamente cuando la disociamos de la conducta humana individualmente considerada. Es decir, «la culpabilidad implica lo que podemos denominar un juicio de imputación personal del mal».[11]
Desde la psicología, podemos observar, en primer lugar, que la culpa —«a diferencia de la vergüenza— se enfoca en el reproche de una conducta concreta —y no en una recriminación de la globalidad del ser—».[12] Además, junto con la correcta identificación de lo negativo en el acto, un sano afrontamiento de la culpa también implica otras acciones, tales como: asumir las responsabilidades debidas, pedir perdón o reparar el daño causado.[13] Es decir, tanto en la ruptura como en la recuperación,[14] un correcto sentimiento de culpa reivindica la especial dignidad que tienen las personas como dueñas de sus actos.[15]
Por el contrario, tanto los que no se sienten culpables por el mal efectivamente causado, como aquellos que cargan las culpas por eventos que exceden su esfera de control, demuestran la poca o nula consideración que tienen de la conducta humana y sus reales consecuencias. Los efectos personales de una culpa anómala son especialmente negativas: «Una persona que nunca se arrepiente de sus conductas erróneas es probable que las vuelva a repetir, pero un excesivo sentimiento de culpa acerca de lo que se ha hecho en el pasado y de lo que se pueda hacer en el futuro puede resultarle perjudicial e incluso paralizante».[16]
Las consecuencias sociales de una comprensión anómala de la culpa no son positivas. Separar la culpa de la acción individual convierte a los inocentes en escrupulosamente culpables y diluye las faltas reales de uno u varios victimarios en un mar de fallos compartidos.
3. El humanitarismo culposo del jesuitismo chileno
La Compañía de Jesús en Chile no es solo una congregación de la Iglesia Católica, ya que tiene también un importante brazo de beneficencia que cuenta con instituciones propias como el «Hogar de Cristo», el «Servicio Jesuita de Migrantes» o «Infocap», y ha inspirado la creación de otras como «Un techo para Chile», cuyo alcance hoy día, rebautizado como TECHO, ya traspasó las fronteras de nuestro país y se extiende por toda América Latina. Sin perjuicio del bien que puedan hacer estas instituciones a la sociedad, ello no debería liberarlas del escrutinio público. En este sentido es por qué David Rieff se rebela ante el cliché que sostiene que los humanitaristas «no deberían estar sometidos a crítica alguna a no ser que ésta sea plenamente “constructiva”».[17]
Nuestra principal objeción está en la retórica con la cual el jesuitismo chileno se aproxima a la pobreza. En ella, existiría un grupo de suertudos pero abusadores, identificados incluso por la altitud en la que se encontrarían sus universidades y casas —sobre los 1000 metros por sobre el nivel del mal, «cota 1000»— quienes no conocerían la realidad del país. De esta forma, se entiende la pobreza como una consecuencia de la riqueza, encontrando a sus culpables en los más «privilegiados del país». Se crea entonces una falsa dicotomía entre ricos y pobres, siendo estos últimos consecuencia de los primeros quienes deben, por lo tanto, sentir esa culpa de lo que han y están causando. Un símbolo claro de este fenómeno se presentó durante 2019: en medio de la violencia callejera y política desatada por todo Chile, Nicolás Cruz, una persona con historial y sensibilidad buenista, muy característica del jesuitismo, y a cargo de una fundación que busca recomponer el «tejido social» en comunidades, lloraba en la televisión en diferentes programas «por ser un privilegiado». Pedía perdón y exigía al resto pedir perdón por ello.[18] Esta dicotomía, además de falsa, generaliza y divide a la sociedad en base a criterios que nada tienen que ver con acciones reprochables, como pueden ser la suerte del lugar de nacimiento, niveles de riqueza, la pertenencia a una clase social o color de piel que, por lo demás, muchas veces tienen poco en común al analizar comportamientos, creencias o vivencias de aquellos individuos.
«Las consecuencias sociales de una comprensión anómala de la culpa no son positivas. Separar la culpa de la acción individual convierte a los inocentes en escrupulosamente culpables y diluye las faltas reales de uno u varios victimarios en un mar de fallos compartidos»
Esta forma y juicio de enfrentar el mundo da cuenta de una nula creencia en la voluntad individual y el despliegue infinito de posibilidades que eso conlleva. Esta lógica totalizadora lleva a criminalizar a unos y a victimizar a otros, negándoles la posibilidad de elegir, independientemente de sus circunstancias, llegando a niveles ridículos como que buscar cierto bienestar personal es egoísta.[19] Uno de los problemas de esta lógica —además de impedir la acción genuinamente altruista— es que introducen sentimientos culposos a personas por ser quienes son, lo invalidan moralmente, llevándolos a resignarse a criticar, reflexionar y motivándolos a ceder su propio juicio al de alguien más.
4. Culpables por inocentes
Hay quienes, cometiendo un acto merecedor de culpa, evitan el sentimiento de culpa por medio de la negación, el olvido, la minimización o la justificación del actuar. Otros lisa y llanamente atribuyen al sentimiento de culpa a cuestiones alejadas de la conducta individual cometida, asignándola, así, y de manera determinista, a rasgos de personalidad o a circunstancias externas o actos de terceros —incluyendo los de la misma víctima—.[20] Todas las estrategias que evitan la culpa por el daño causado tienen como rasgo común la equivocada o nula consideración del individuo y la conducta individual. El gran riesgo de esta errónea comprensión de la realidad, es el tratamiento del victimario como víctima: víctima de sus pasiones; víctima de su fortuna; víctima del actuar de los otros.
Los miserables abusos cometidos por sacerdotes, por ejemplo, y las igualmente execrables acciones que permitieron ocultar estos atropellos durante décadas, son una muestra de esta torcida comprensión de la culpabilidad. La solución no debería ser otra que juzgar todas estas conductas y establecer responsabilidades en todas sus expresiones —ya sea como autor, cómplice, encubridor, etc—, de modo que «el victimario se asuma como tal y la víctima sea reconocida en su condición».[21]
Los abusos perpetrados al interior de la Compañía de Jesús en Chile durante décadas no son la excepción. Jaime Guzmán Astaburuaga, Juan Miguel Leturia o Eugenio Valenzuela son los casos más bullados. Respecto del proceder de los jesuitas respecto de las actuaciones de este último, Óscar Contardo lo señala como «un ejemplo de la falta de voluntad que existía para enfrentar este tipo de hechos y de la manifiesta tendencia al ocultamiento, procurando desatenderse de los acusadores, negarles información o someterlos a investigaciones parciales o derechamente viciadas».[22]A los abusos y ocultamientos, debemos agregar una actitud complaciente al interior de los jesuitas en relación con su reacción en el caso Valenzuela. «Públicamente la Compañía de Jesús sugería que en este caso los procedimientos durante la investigación habían sido los adecuados y las medidas que la congregación tomó habían dejado conformes a los hombres que denunciaron».[23] Sin embargo, la posterior investigación de Contardo dio cuenta de que ninguna de las víctimas estaba satisfecha ni con el proceso, ni con el castigo impuesto.[24] Ahora bien, ¿solo se trató de una simple mentira de los jesuitas para cuidar la imagen institucional? ¿o, en realidad, la desconsideración de los afectados llegó al extremo de considerar a los victimarios como víctimas? El testimonio del exsacerdote jesuita Cristián Meneses Bustos nos puede ayudar a responder estas interrogantes. Meneses, que se formó con los jesuitas desde kínder en el Colegio San Mateo de Osorno, descubrió su vocación sacerdotal gracias a la Compañía, pero también a su compañero de curso Alejandro Klock, uno de los denunciantes de los abusos del sacerdote Juan Miguel Leturia. Esta doble lealtad le permitió a Cristián apreciar con claridad «la falta de honestidad de la Compañía y su complicidad en los abusos»,[25] al ver que su amigo del colegio no tuvo la atención y el cuidado que merecía como víctima y, luego, al darse cuenta que él mismo había sido víctima, en específico, de abuso de conciencia —por parte del ya referido Eugenio Valenzuela—. A la hora de resumir la razón de la impunidad con la que Valenzuela vivió por mucho tiempo, Cristián es categórico al señalar que fue el reemplazo de una moral individual por una grupal lo que hizo superponer como bien supremo la imagen de la institución por sobre cualquier otra consideración. El colectivo estaba por sobre el individuo. Así, las lealtades entre las personas que eran víctimas, los individuos, con la institución colectiva, terminó siendo la trampa que liberó a los abusadores de sus crímenes por medio del silenciamiento o el encubrimiento evitando así dañar la imagen de la Compañía.[26]
«Un símbolo claro de este fenómeno se presentó durante 2019: en medio de la violencia callejera y política desatada por todo Chile, Nicolás Cruz, una persona con historial y sensibilidad buenista, muy característica del jesuitismo, y a cargo de una fundación que busca recomponer el “tejido social” en comunidades, lloraba en la televisión en diferentes programas “por ser un privilegiado”. Pedía perdón y exigía al resto pedir perdón por ello»
Un fenómeno similar de negación de la culpa fue analizado por la filósofa Hannah Arendt al preguntarse si quienes cometieron las acciones más cruentas bajo el gobierno nazi, necesariamente eran psicópatas o, incluso, si eran malas personas. La respuesta que encuentra es asombrosa: quienes cometieron actos criminales, como asesinar a miles de personas en cámaras de gas, no tenían las malas intenciones que uno se podría imaginar. De lo que se percató Arendt fue que muchos de ellos simplemente defendían estar cumpliendo órdenes, era su deber. Así es como propone una de sus más seductoras teorías: La banalidad del mal. Su hipótesis defiende que, para cometer semejantes males, se requiere de sociedades poco reflexivas, compuestas por individuos que consumen ideas en masa y diluyen su libertad en la lealtad grupal.[27] Estas agrupaciones criminales comparten un problema con diferentes colectivismos no-criminales: atacar el individualismo como si este fuera un mero comportamiento egoísta y poco interesado en el dolor ajeno. Sin embargo, se olvidan que el pensar y juzgar con criterio, las diferentes situaciones humanas solo pueden recaer en la persona y su individualidad. Así, rescatar y ordenar la sociedad en función del individuo, implica un correcto orden social para vivir en paz y no es equivalente a despreciar el espíritu comunitario. Así, frente a la creciente admiración por la ética comunitaria o colectiva, es necesario replantearnos la importancia de ser individuos, de lograr una totalidad indivisible y única, que permita la generación de juicios morales veraces, honestos y libres. Ideas que aseguren la responsabilidad de los propios actos y que, mediante la definición de los límites del sí mismo, defienden las fronteras del otro. Tal como postulaba Carl Jung: «No debe subestimarse la eficacia psicológica de la concepción estadística del mundo: suplanta lo individual en favor de unidades anónimas que se acumulan en agrupaciones de masas. Con ello pasan a ocupar el lugar de los seres singulares concretos nombres de organizaciones y, en el punto culminante (…)».[28]
«Todas las estrategias que evitan la culpa por el daño causado tienen como rasgo común la equivocada o nula consideración del individuo y la conducta individual»
Estas ideas utilizan la exacerbación de la culpa para enclaustrar a la persona y su individualidad quitándole lo más íntimo y cercano a su dignidad: su pensamiento. En base a esto, aquel «rumor sordo y ahogado» de Poe no logra ceder, pues no encuentra su causa, ni tampoco su asidero. Es posible que el análisis del relato y el reencuentro con una percepción adecuada de la realidad de quien cometió un acto injusto logre que se autoperdone. Luego, es en la aceptación de la realidad donde solo se hace posible el perdón, permitiendo liberar al individuo de su propio juicio o acto errado. Como dirá María Josefina García «el pasado deja de ser la cárcel del presente» liberando, de alguna manera, al yo de la atemporalidad, el sinsentido y falta de lógica. Es por esto, continuará García, es que las religiones, especialmente la cristiana introduce un aporte al defender la idea de «recuperar al individuo o al grupo para el tiempo, para la construcción de tareas en este mundo, restándole de la improductiva atemporalidad de las situaciones estancadas en la deuda, la culpa, o el rencor».[29] Se recupera al sujeto porque este se recupera a sí mismo, permitiéndole recordar la importancia moral de ser individuo.
[1] Ratzinger, J. (2020). Verdad, valores, poder. Piedras de toque de la sociedad pluralista, Rialp, edición Scribd. Páginas de 39 a 87.
[2] Ibid. Páginas 39 de 87.
[3] Lewis, C. S. (1990). El problema del dolor, Editorial Universitaria. Página 96.
[4] Imbach, J. (1983). Perdónanos nuestras deudas, Sal Terrae. Página 23.
[5] Esta proyección puede ocurrir ante tanto frente a un sentimiento de culpa real basado en un hecho real como en uno no real.
[6] Elders, Leo. «El sentimiento de culpabilidad según la piscología, la literatura y la filosofía moderna». Página 174.
[7] de la Fuente, E. (2022): «Una larga travesía por el grito de tantos», en Vidas robadas en nombre de Dios: Historias de abuso de conciencia y poder, Catalonia. Página 33.
[8] Lewis, El problema del dolor, p. 91.
[9] Imbach, J. (1983). Perdónanos nuestras deudas, Sal Terrae, pp. 23-24.
[10] Hayek, F. (2014). Los fundamentos de la libertad, Unión Editorial, p. 105.
[11] Ricoeur, P. (2004). Finitud y culpabilidad, Editorial Trotta, p. 261.
[12] Tagney, J. P. (1996): «Conceptual and Methodological Issues in the Assessment of Shame and Guilt», Behavior Research and Therapy, 34 (9), p. 743.
[13] Echeburúa, E. et al (2001): «Estrategias de afrontamiento ante los sentimientos de culpa», en Análisis y Modificación de Conducta, 27 (116), p. 919.
[14] Ricoeur, Finitud y culpabilidad, p. 258
[15] Imbach, J. (1983). Perdónanos nuestras deudas, Sal Terrae.Página38.
[16] Echeburúa et al, «Estrategias de afrontamiento ante los sentimientos de culpa». Análisis y Mpdificación de Conducta, 27 (116), 921.
[17] Rieff, D. (2019). Una cama por una noche. El humanitarismo en crisis, Debate. Página 314.
[18] TVNChile. (24 de octubre de 2019). Hay una riqueza cultural en Chile que nadie ha observado https://www.youtube.com/watch?v=dnkYLZb_2tE.
[19] Felipe Berrios le dijo a jóvenes que «tener estudios superiores no es para enriquecerse ellos mismos, sino que para enriquecer al país» y que « uno solo es dueño de lo que goza y uno goza lo que comparte, lo demás es acaparar».
[20]Echeburúa et al, «Estrategias de afrontamiento ante los sentimientos de culpa». Análisis y Mpdificación de Conducta, 27 (116), 916.
[21] Murillo, J. A. (2010). «El abuso: crimen atroz, pecado grave», Mensaje, mayo 2010, p. 30
[22] Contardo, Ó. (2018). Rebaño. Editorial Planeta, p. 102. Este libro se basa en un caso de los Salesianos en Chile, igualemte y simétricamente reprochables, pero aborda también los casos entre los jesuitas.
[23]Ibíd. Página 103.
[24] Ibíd.
[25] Meneses Bustos, C. (2022): «Perseguido por la culpa», en Vidas robadas en nombre de Dios: Historias de abuso de conciencia y poder, Catalonia, edición Scribd, p. 91 de 415.
[26] Ibíd. Página 94 de 415.
[27] Arendt, Hannah.(2003). Eichmann en Jerusalén, Lumen.
[28] Jung, Carl. (2007). Civilización en Transición, Editorial Trotta, edición Scribid. Página 240.
[29] García, María Josefa. (1995). «Culpa, sublimación y perdón». Revista de Ciencia de las Religiones (0). https://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=549893