Un Premio Nobel de Economía, multimillonarios con agendas perversas, un plan secreto para socavar la democracia estadounidense y, por supuesto, una aparición estelar de Chile como campo de batalla. En una ácida reseña, el autor trasciende la ironía para llegar al debate filosófico que esconde el bestseller de Nancy MacLean: igualdad, libertad, justificación de la autoridad y protección de las minorías.
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.Democracy in Chains: The Deep History of the Radical Right’s Stealth Plan for America, de Nancy MacLean es, sin duda alguna, mejor que muchas películas de intriga. Cuenta una historia fascinante, en la que un pequeño grupo de metódicos revolucionarios diseñan un plan para socavar los fundamentos mismos de la democracia estadounidense (y de paso, la chilena). Tiene todos los elementos que querríamos en un thriller político: el malvado multimillonario, políticos racistas, maquinaciones realizadas con precisión de relojero, académicos brillantes con oscuras intenciones, y jóvenes idealistas que se enfrentan a estos esbirros del gran capital. En un genial giro literario, el protagonista de la conspiración es nada menos que un economista y cientista social desconocido para el público: James M. Buchanan. Un jovencito sureño, como muy detalladamente lo describe MacLean, que siempre resintió la élite del noroeste estadounidense y que estaba empeñado en retornar al viejo orden, antes del New Deal y especialmente antes de la desegregación forzosa de las escuelas sureñas. Este joven llegaría a ser un reputado académico y, algo que MacLean menciona al pasar,[1] obtendría el Premio Nobel de Economía en 1986 por sus aportes en la génesis y desarrollo de la public choice theory (teoría de la elección pública).
El libro ha impresionado a mucha gente, tanto que llegó a ser finalista del National Book Award for Nonfiction el 2017 y recomendado en la influyente revista de Oprah Winfrey. Lamentablemente, Democracy in Chains tiene mucho más de ficción que de investigación histórica. Las inexactitudes abundan, al igual que las inferencias antojadizas. La pregunta verdaderamente interesante es cómo una reputada académica llegó a escribir semejante libro. Una respuesta rápida es que se trata de un ejercicio activista para oponerse a lo que considera como una nefasta influencia de ideas libertarias en la política estadounidense. Sin embargo, me parece que hay una hipótesis alternativa (no necesariamente contraria) más interesante: hay personas cuyas inclinaciones igualitaristas son tan profundas que les parece inconcebible que alguien pueda defender el «neoliberalismo». Este libro es, entonces, una muy buena oportunidad para adentrarse en ese tipo de mentalidad.
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«hay personas cuyas inclinaciones igualitaristas son tan profundas que les parece inconcebible que alguien pueda defender el “neoliberalismo”. Este libro […] es una muy buena oportunidad para adentrarse en ese tipo de mentalidad»
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El plan maestro
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El libro tiene tres partes, además de una introducción, prólogo y un primer capítulo que juntos presentan el contexto histórico en el que la autora inserta a James M. Buchanan y el origen de la teoría de la elección pública. La primera parte, titulada The Ideas Take Shape, nos cuenta los humildes orígenes del joven Buchanan en Tennessee. Claro, humildes según los describe Buchanan mismo, ya que MacLean rápidamente nos hace ver que «poverty is relative […] and compared with most of their fellow Tennesseans […] the Buchanans had it very good».[2] La historia sigue los estudios de Buchanan, primero en Tennessee (obtuvo un M.A. en economía en la Universidad de Tennessee), después en la Universidad de Chicago (donde obtuvo su doctorado). En 1956 se produce el evento que dará inicio al supuesto plan maestro: Buchanan entra a la Universidad de Virginia, donde funda el Thomas Jefferson Center for Studies in Political Economy. A primera vista, parecía ser un centro académico con una clara orientación liberal. El mundo está lleno de centros así, y también de sus contrapartes de izquierda. Sin embargo, MacLean afirma haber descubierto el real propósito del centro, y de todo el pensamiento de Buchanan, de hecho: defender al gran capital de la democracia, mientras se mantiene el «viejo orden sureño» supremacista blanco. MacLean nunca dice que Buchanan era un racista, pero lo implica seriamente. Así, al describir los inicios del Centro dice «[Buchanan’s] vision meshed almost perfectly with what Virginia’s elite sought, while avoiding the pitfalls. Buchanan never mentioned race in outlining his program, for example».[3] El trabajo académico de Buchanan no sería sino un modo de iniciar una contrarrevolución para acabar con el New Deal, proteger al capitalismo del gobierno (lo que para MacLean significa protegerlo de la democracia), y devolver el poder a los estados (en la senda del famoso defensor de la esclavitud John C. Calhoun) aunque ello signifique apoyar implícitamente el segregacionismo racial que el gobierno federal buscaba erradicar. Buchanan, nos recuerda constantemente MacLean, recibió aportes de millonarios durante toda su carrera, incluyendo a la «infame» Fundación Koch. Así, ella describe el argumento del clásico The Calculus of Consent, la gran obra de Buchanan, coescrita con Gordon Tullock, como «the germ of today’s billionaires’ bid to shackle democracy».[4]
El libro continúa narrando la vida de Buchanan como la constante lucha de un hombre con una misión, fundando centros, moviéndose a distintas universidades, asociándose con otros neoliberales irredentos (como los miembros de CATO, IHS, Mont Pèlerin etcétera), hasta el destino final, la Universidad George Mason (GMU). En 1988 ingresa en lo que hasta ese momento era una universidad sin mucha distinción, contribuyendo a su transformación en una universidad de nivel mundial. Desde allí Buchanan le habría brindado a Charles Koch, y a otros billonarios, la «tecnología» necesaria para derrocar al Leviatán. En pocas palabras, desde GMU Buchanan pudo, con dinero de los Koch, poner en práctica el plan para convencer al pueblo estadounidense de los males del gobierno, las bondades del libre mercado, y la necesidad de ponerle restricciones a las decisiones mayoritarias. MacLean, en efecto, concluye la segunda parte del libro de este modo: «With a respectable camp secured, minutes from the capital, [se refiere al campus en Fairfax, Virginia, de la GMU], Koch would turn to assembling the kind of force that had propelled Columbus – this time, to put democracy in chains».[5]
La tercera parte consiste en un solo capítulo con un título más que sugerente: Get Ready. MacLean advierte a los lectores que el plan maestro que por medio siglo ha estado desenvolviéndose desde las sombras está logrando su cometido. Es hora de tomar acción porque «The ultimate target of the well-heeled right’s stealth plan, though, as Buchanan for so long urged, is the nation’s most important rule book: the U.S. Constitution itself».[6] La derecha libertaria, guiada en parte importante por las ideas de Buchanan, busca acabar con la democracia estadounidense porque se dio cuenta que es imposible que sus ideas triunfen por medio de las urnas. Hay que acabar, luego, con los contrapesos que establece la constitución. Nótese que MacLean, lejos de creer que dichos contrapesos son parte esencial de una democracia que busca protegerse de la tiranía de las mayorías, considera que se trata simplemente de restricciones a la voluntad popular. En efecto, sostiene que «The existing checks and balances, in short, create an all but insuperable barrier to those seeking to right even gross social injustice».[7] El ejército de académicos que «Charles Koch has funded to carry out Buchanan’s call for constitutional revolution» hará que sea «all but impossible for government to respond to the will of the majority unless the very wealthiest Americans agree fully with every measure».[8] La democracia es para MacLean un mecanismo para expresar la voluntad de la mayoría, y la derecha radical viene a limitar esa expresión seriamente (todavía más de lo que la constitución estadounidense ya lo hace). En consecuencia, la autora llama a que sus lectores se pongan en guardia para defender lo mejor de la tradición estadounidense.
Este resumen no puede hacer justicia a miles de sutilezas y giros retóricos que plagan el libro. Por ejemplo, señalé que si bien MacLean nunca acusa a Buchanan de racismo sí lo implica con sugerencias veladas. O a veces no tan veladas, como ocurre en el contexto histórico que precede a la primera parte. El libro no comienza con Buchanan mismo, o con la vida de los hermanos Koch, sino con la decisión de 1956 por parte de la Corte Suprema de Estados Unidos de terminar con la segregación racial en las escuelas públicas. Páginas enteras están dedicadas a narrar los eventos de segregación escolar, y los intentos de los supremacistas blancos sureños para revertir la decisión judicial. Después de tal comienzo, ¿cómo no suponer que toda la teoría de la elección pública es una excusa para defender el status quo racista? Sin embargo, reitero, MacLean es cauta en nunca imputar ese cargo explícitamente a Buchanan o a ninguno de los otros académicos relacionados con él.
Nuevamente, es una gran historia de intriga. Si se busca un thriller político, difícilmente se puede ir a un mejor lugar. Si se busca una narrativa histórica plausible, el lector se verá defraudado. En la siguiente sección menciono algunas de las razones.
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«Si se busca un thriller político, difícilmente se puede ir a un mejor lugar. Si se busca una narrativa histórica plausible, el lector se verá defraudado»
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Vuelta a la realidad
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Democracy in Chains adolece fundamentalmente de dos problemas graves. Por un lado, no hay justificación empírica para la narrativa propuesta. Por otro lado, distorsiona la teoría de la elección pública.
Comencemos por el supuesto carácter furtivo de la empresa. MacLean nos cuenta cómo inspeccionó los archivos de Buchanan guardados en GMU, los que revelaban un proyecto que «was no longer simply about training intellectuals for a battle of ideas; it was training operatives to staff the far-flung and purportedly separate, yet intricately connected, institutions funded by the Koch brothers and their now large network of fellow wealthy donors».[9] Bueno, para ser un grupo que por medio siglo mantuvo en secreto sus oscuros planes, financiados por billonarios, fueron bastante descuidados con ese material supuestamente incriminador. MacLean nos dice que el error de no cerrar la puerta de ese archivo expuso todo el plan secreto. Otra alternativa más plausible es que nadie se preocupó de ocultar (o destruir) esos documentos, y dejaron que MacLean los revisara, porque no había nada secreto.
Después de todo, ¿por qué habría de ser secreto el deseo de cambiar la opinión de la mayoría? Claro, Buchanan (junto a todos los «neoliberales») deseaba eso, y quizás desarrolló una estrategia para lograrlo. Ella, siendo generosos con MacLean, puede haber incluido fundar centros universitarios, programas de posgrado, seminarios, etcétera. Pero no hay necesidad de ocultar nada de eso, ya que todo el mundo lo hace. Es evidente que si alguien tiene una posición política (o filosófica, más ampliamente) va a buscar los medios para difundirla y volverla influyente. Las teorías desarrolladas por Buchanan eran y siguen siendo públicas, por lo que difícilmente el deseo de verlas implementadas tendría necesidad de ocultarse. Así como la teoría de los intelectuales de izquierda son públicas, y estamos llenos de centros de estudios afines, cursos de pre y posgrado que difunden sus ideas, programas académicos enteros que están inspirados en ellas. No tiene mucho sentido ocultar que uno quiere cambiar la sociedad si uno publica libros diciendo cómo debería ser cambiada.
Dejando eso de lado, no hay realmente ninguna evidencia sólida para hacer de Buchanan el centro del plan maestro. Hay muchos otros economistas que trabajaban en contra del consenso estatista, como Friedman o el mismo Hayek. MacLean misma reconoce que los Koch financiaban a muchos otros miembros del espectro libertario y ellos no eran los únicos financistas.
En ningún otro lugar es tan patente la falta de evidencia como en el décimo capítulo. En este capítulo aprendemos que el diseño institucional de la constitución chilena estuvo influenciado por las teorías de Buchanan, quien visitó nuestro país en 1980 y 1981. Según MacLean, «[…] it was Buchanan who guided Pinochet’s team in how to arrange things so that even when the country finally returned to representative institutions, its capitalist class would be all but permanently entrenched in power».[10] Más allá de la descripción exagerada de la constitución chilena, es curioso descubrir que la labor que la izquierda chilena suele otorgarle a Jaime Guzmán, MacLean la atribuye a Buchanan. Quizás las actas de la Comisión Ortúzar develan sus misterios cuando se leen con los lentes de una historiadora de la Universidad de Duke, o quizás es lo que parece: una conclusión totalmente gratuita. Notablemente, MacLean reconoce que sólo dos autores han destacado el impacto de Buchanan en la constitución chilena, Alfred Stepan y Karin Fischer. Naturalmente, la verdad no se mide por cantidad de defensores, pero es sospechoso que tan pocas personas hayan reparado en algo así. Lo más probable es que Farrant & Tarko (2019)[11] estén en lo correcto: no sólo no le prestó ayuda a Pinochet, sino que Buchanan públicamente fustigó a sus camaradas de la Mont Pèlerin Society que lo apoyaban.
No menos importante, MacLean parece no entender los problemas y el método de Buchanan. Con respecto a la teoría de la elección pública, la autora suele repetir que es un ataque al «nosotros» político —inspirándose en la cita de Pierre Lemieux que sirve de epígrafe al libro—. Justificaría la desconfianza en el gobierno y el «individualismo neoliberal» que reniega de los proyectos comunes. No obstante, la cuestión es más sutil. Buchanan, como muchos economistas y científicos sociales, asume el individualismo metodológico. En pocas palabras, asume que los grupos humanos y sus interacciones deben ser analizadas como el resultado de acciones individuales. Significativamente, al aplicar los métodos de la economía a la acción política esta teoría no supone que no es posible una actividad política grupal, sino que ella ha de analizarse tomando a los sujetos particulares («los políticos») como el punto de partida. Si hay algo que busca acabar la teoría desarrollada por Buchanan es la suposición de que la actividad política puede ser analizada partiendo por un colectivo cuyo comportamiento no es explicable por las inclinaciones y fines de sus miembros, que resultan ser simétricas con los sujetos cuando no actúan políticamente. Obviamente, para muchos simpatizantes de la izquierda es inconcebible que el comportamiento del Estado no responda a motivaciones sui generis altruistas o que no exista algo así como «la voluntad popular» que pueda ser comprendida en sí misma. Razonamientos semejantes vimos, por ejemplo, en Chile luego del estallido social, tanto de la izquierda como de algunos miembros de la derecha. Se afirmaba que se trató de una movilización del «pueblo», el que mostraba sus anhelos, que no podían descomponerse en cierta función de los anhelos individuales ni encontraban un símil con las motivaciones más pedestres del día a día de los chilenos.
Pero, crucialmente, MacLean no entiende que el problema filosófico que Buchanan intenta abordar es la clásica pregunta por la justificación de la autoridad. En continuidad con gran parte de la tradición política moderna, Buchanan cree que la legitimidad del gobierno, y por lo tanto de la coerción, proviene del consentimiento de los gobernados. Luego, ningún arreglo constitucional puede ser legítimo sin el consentimiento de todos. ¿Es esto una defensa de la plutocracia? Evidentemente no. Ahora, es cierto que esto implica que hay que obtener el consentimiento incluso de «the very wealthiest Americans» y que ello retrasará (o de plano impedirá) las políticas públicas que MacLean favorece. Pero eso no es sino una consecuencia de dos hechos. Primero, de la teoría liberal de la legitimidad (que comparten académicos inmunes a toda sospecha de «neoliberalismo», como John Rawls); y segundo, del inevitable uso de coerción necesario para llevar a cabo tales políticas. Buchanan podría fácilmente responderle a MacLean que, le guste o no, todos los ciudadanos son ciudadanos, independiente de cuán millonarios o pobres sean.
La autora supone que la democracia expresa la voluntad del pueblo cuando expresa la voluntad de la mayoría. Esa es una confusión bastante común en algunos círculos, y que en Chile ha llevado a muchos a criticar todo mecanismo supramayoritario o de revisión judicial. Por lo tanto, cree que la tarea democrática es terminar con los «cerrojos» a la voluntad mayoritaria. Claramente Buchanan no clasifica como democrático en ese sentido, ni ninguno de los otros «neoliberales». Afortunadamente, están en buena compañía porque nadie realmente cree eso. Un régimen de mayoritarismo puro no tendría ningún resguardo para los derechos de las minorías e individuos, y por lo tanto los dejaría siempre a los caprichos de mayorías circunstanciales. Pues vale la pena recordar que muchas de las mayorías son momentáneas; el ejemplo de nuestra actual Convención Constitucional prueba el punto sobradamente. Si acaso existe tal cosa como el pueblo que tiene una sola voluntad, sin duda no puede ser identificada con la mera opinión mayoritaria. A menos que uno quiera tirar por la borda toda la tradición occidental de protección contra la tiranía de la mayoría.
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¿Es todo activismo?
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Honestamente, el libro deja un sabor amargo si se lee como un estudio académico. La incomprensión de Buchanan y de la teoría política liberal básica es abrumadora. Como dije al comienzo, lo más obvio es leerlo como un ejercicio activista. No obstante, hay algo más. MacLean aparenta ser una igualitarista: cree que el objetivo político fundamental es la igualdad sustantiva. No sólo iguales jurídicamente sino iguales materialmente. A quienes les parece obvio ese objetivo les parecerá impensable que alguien pueda defender un sistema que redundará en desigualdades. ¿Cómo alguien puede hablar de libertad si defiende la competencia en el libre mercado? No hay competencia sin perdedores. Todavía más, defender un principio de legitimidad en el que el consentimiento de todos los ciudadanos realmente existentes les parecerá una excusa para mantener las jerarquías sociales. El salto lógico es automático: el «neoliberalismo» es la defensa de esas jerarquías.[12] Además hay una confirmación: los centros y autores neoliberales reciben financiamiento de los grandes capitalistas. Son todos unos testaferros de Mamón.[13]
La menos excitante verdad es que sí, hay quienes defienden la economía libre y se oponen al igualitarismo de buena fe, porque creen que es lo mejor para la sociedad. Y hay financistas que creen lo mismo. MacLean nunca se detiene a pensar, como no lo hacen muchos otros críticos en nuestro país, por qué multimillonarios se dedicarían a financiar investigaciones pro mercado si ellos ya son millonarios. ¿Quieren serlo todavía más? Quizás, o quizás muchos simplemente creen lo que dicen creer. En nuestro país, sin ir más lejos, hemos visto el avance de la sociedad, incluyendo a los más pobres, gracias en parte importante a la apertura económica, a la iniciativa privada. ¿Acaso tenemos que ignorar estos hechos patentes porque en el papel suena mejor defender un sistema que nos hace a todos iguales? Dejando aparte la cuestión del valor intrínseco de la igualdad (inexistente, por cierto), resulta que es del todo plausible que ciudadanos quieran defender al sistema que ha sacado de la pobreza a millones de personas. Incluso si ello conlleva un aumento de la desigualdad, porque no es lo buscado sino simplemente algo esperado. Todo sistema político o económico tiene consecuencias negativas, y nada impide defenderlo al mismo tiempo que se busca morigerar a aquellas. Por mucho que les resulte inconcebible a los igualitaristas de EE.UU. o Chile, no son ellos los que han elevado el nivel de vida de millones. No tienen, por tanto, ninguna superioridad moral.
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[1] Página 185
[2] Página 29.
[3] Página 48.
[4] Página 79.
[5] Página 204.
[6] Página 222
[7] Página 225.
[8] Página 227.
[9] Página xxi.
[10] Página 155.
[11] Farrant, A., & Tarko, V. (2019). «James M. Buchanan’s 1981 visit to Chile: Knightian democrat or defender of the ‘Devil’s fix’?». The Review of Austrian Economics,
[12] Véase, por ejemplo, la reciente columna de Noam Titelman El gobierno de Boric se propone superar el neoliberalismo, pero ¿qué es neoliberalismo? (https://terceradosis.cl/2022/03/20/el-gobierno-de-boric-se-propone-superar-el-neoliberalismo-pero-que-es-neoliberalismo/)
[13] MacLean al comienzo del libro nos dice que «James Buchanan did not start out as a shill for billionaires» (xxiii).