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Cuando el liberalismo se volvió revolucionario

¿Los años 80?

Alfredo Jocelyn-Holt
D. Phil., Universidad de Oxford. Á - N.8

Revolucionario, reaccionario; (neo)liberal, (neo)conservador; izquierda, derecha: las etiquetas dicotómicas abundan, sus significantes más. Alfredo Jocelyn-Holt ayuda a navegar esta confusión con historia, en particular, con el difícil intento de encasillar a la pragmática ex Primera ministra británica Margaret Thatcher. Según el autor, este caso sirve para ilustrar que cuando hoy hablamos de liberalismo no nos estamos enfocando en lo importante, que incluso lo liberal puede ser conservador.

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Buena parte de la confusión imperante hoy se debe a piruetas conceptuales como la siguiente que publicara hace poco un diario digital de amplia circulación:

«[E]l fascismo ya no necesita vestir de uniforme, sino que es un comprador compulsivo, un empresario de sí mismo o “emprendedor”, como nos gusta decir en Chile, en fin, una mutación antropológica (usando el término de Pier Paolo Pasolini) desencadenada por la sociedad de consumo del tecnocapitalismo contemporáneo»

Un comentario fácil de ignorar, si más que una proposición inteligible parece un grafiti jeroglífico o, mejor aún, una exhibición de malabarismo mientras cambia el semáforo, con significantes vacíos en el aire que se llenan según sea el antojo del juglar. Pero no respondamos caricaturizando otro tanto, complejicemos el asunto, y preguntémonos cuánto debe nuestra confusión a que el viejo liberalismo sea el equívoco, el contradictorio, prestándose una y otra vez históricamente para ello.

De hecho, sirve de poco defenderse con argumentos puristas; pensemos en los partidarios del llamado liberalismo clásico quienes le hacen el asco al término neoliberalismo («the N word») por estimarlo una descalificación, lo que no ha impedido que se consagre. Tanto más pertinente sea quizá reparar en que a la década de 1980 en Gran Bretaña, EE.UU., y en Chile, se la tilde de conservadora y liberal indistintamente por quienes aplauden lo iniciado durante dicha época e, incluso más, le atribuyan su éxito nada menos que al carácter extremo de sus efectos. Gente de centro y derecha, de quienes uno cabría esperar moderación, insisten, sin embargo. Siendo, por tanto, de tamaño el enredo, por qué no admitir que lo que nos tiene desconcertados, en verdad, son las consecuencias de revolucionar y, peor aún, que ello se deba a las más opuestas fuerzas políticas confrontadas desde hace más de cinco décadas. Es que, si uno lo piensa, seguimos pegados todavía al siglo XX sin terminar de procesar su complicado «legado».

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El thatcherismo y su tiempo

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El caso de Margaret Thatcher y los cambios que introduce en Gran Bretaña a partir de 1979 (gobernaría hasta 1990), ilustran el punto. Sorprende que haya sido un gobierno conservador el que se desviara del consenso de la posguerra, introdujera un programa de reformas económicas radicales, sin contar con un mandato electoral inicial suficiente para ello. Lo fue adquiriendo después, en la medida que la personalidad combativa de la primera ministra atrajo tanto como antagonizó a sus connacionales. Paradójicamente, ayudó que la situación económica viniera deteriorándose desde los años 60 bajo gobiernos presididos por laboristas (Harold Wilson), conservadores (Edward Heath) y nuevamente laboristas (Harold Wilson y James Callaghan): dio motivo para barajar posibles quiebres y nuevos inicios. Desde el ‘64, la industria venía estancada; el ‘67 se devaluó la libra esterlina, y entre 1972 y 1976 descendió un 40% frente a otras divisas. La escalada de huelgas promovidas por sindicatos todopoderosos, principalmente mineros, fue sostenida y llegó a imponer una semana de tres días el ‘73; persistieron las demandas salariales, no dejaron de satisfacerse, cundió la inflación, el desempleo, y —tremenda humillación— debió recurrirse al FMI. El laborismo incluso se volcó más a la izquierda (su liderazgo llamando a nacionalizar industrias y bancos), y todo vino a culminar con el llamado «Winter of Discontent» (‘78-‘79), seis semanas seguidas con huelgas. Si hasta en el colmo de lo deshonroso, todavía en los primeros años del gobierno de Thatcher, llegó a decirse que el Reino Unido semejaba a «Italia con bombas [atómicas]».

Ante un escenario de tal magnitud, Thatcher reacciona, hace un giro, aplica medidas a contrapelo de lo que cabía esperar de cualquier gobierno por aquel entonces. Además de quebrar el poder de los sindicatos, baja el gasto público e inflación (logrando que hacia fines de los ‘80 ésta fuese menor que en Alemania y Francia), reduce impuestos, promueve un mercado libre de trabas, privatiza servicios, pone fin a monopolios, y se deshace de viviendas sociales. Según Tony Judt, entre 1984 y 1991, un tercio de todos los activos privatizados en el mundo (según su valor) correspondería a ventas efectuadas en Gran Bretaña. Les funciona la apuesta, y desde 1981 hasta el ‘89 se obtienen tasas de crecimiento de entre 4% y 5%. Tan extraordinario sería el logro que, habiéndose el Reino Unido convertido en los ‘70 en una potencia en franco descenso, pasó a hablarse del «milagro británico», expresión reservada entonces únicamente para Alemania y Japón, países resucitados desde las cenizas tras la guerra.

El impacto del thatcherismo será aún más decisivo que lo indicado por semejantes cifras. Concepciones remontables a cuando se enfrentó la crisis de los años ‘20 y ‘30 y se acordó transversalmente instaurar un estado de bienestar, se revierten. Pero más que un cambio de técnicas puntuales se asume en el fondo un modelo alternativo al keynesianismo, afín desde luego a la escuela austriaca y a lo que venía planteando Friedrich Hayek en textos de hacía ya un tiempo (Camino de servidumbre, 1944), conforme posturas tenidas por heterodoxas y marginales. A su vez se rodeará de apoyos intelectuales, tales como la Sociedad Mont Pèlerin con tentáculos en EE.UU., Europa y Chile, desde luego, y se servirá de think tanks recién creados (más que de universidades) para influir sobre empresarios, opinión pública y gobiernos.

Con todo, a pesar de este abanderamiento ideológico, Thatcher curiosamente nunca va a dejar de ser, sobre todo, una muy hábil y pragmática profesional de la política. Comprendería que los tiempos habían cambiado, no que tenían que cambiar, y que el consenso de la posguerra ya no despertaba un respeto incondicional. Atrás había quedado la etapa de reconstrucción que justificara un estado incontrovertible. Nuevas variantes de izquierda, no precisamente respetuosas de la autoridad establecida, se vuelven patentes en 1968. Las economías más avanzadas de Occidente comenzaban a manifestar problemas, sin poder sostener un estado de bienestar en óptimo funcionamiento: cálculos demográficos errados, pensiones más tempranas, costos no contemplados a causa de la expansión del aparato público, un desempleo inédito, malos servicios, baja productividad de empresas nacionalizadas, para nada fenómenos sólo de Gran Bretaña, si hasta preocupaban a economías comunistas híper-planificadas. De ahí que una toma de conciencia realista, no especialmente intelectual o doctrinaria, mérito particular de Thatcher, aconsejara hacer un viraje mayúsculo. Sumémosle a ello la popularidad de su gobierno por la victoria en la guerra de las Malvinas convirtiéndose en la figura británica más destacada a nivel nacional y mundial después de Churchill, y no menos decisivo, que su figura encarnara un ethos de clase media provinciana (era hija de tendero), defensora de arraigados valores victorianos (familia, comunidad y trabajo duro), con un firme sentido de autoridad, y se explica lo complejo y singular que vino a ser el fenómeno Thatcher.

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«(Thatcher) asume en el fondo un modelo alternativo al keynesianismo, afín desde luego a la escuela austriaca y a lo que venía planteando Friedrich Hayek (…). Con todo, a pesar de este abanderamiento ideológico, Thatcher curiosamente nunca va a dejar de ser, sobre todo, una muy hábil y pragmática profesional de la política»

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De hecho, se producirá un vuelco electoral de clase media que comienza a sumarse al voto conservador alarmado por un laborismo crecientemente extremista. Fue tal la capacidad de Thatcher de eclipsar a la oposición, sin siquiera tener que aumentar su primer triunfo electoral (de tres) en 1979, que el laborismo no va a poder desplazarla, y tuvo que maquinarse un golpe muy poco elegante al interior de su propio partido para terminar con ella. Según lo consignará Christopher Hitchens a la hora final,

«[…] Thatcher se había peleado con la monarquía, la Cámara de los Lores, la Iglesia de Inglaterra, los Inns of Court, la Universidad de Oxford y los Jefes de Estado Mayor, todos los apoyos ancestrales del Estado británico. Por detestable que fuera, era una radical y no una reaccionaria. No ha sido destituida por ninguno de sus delitos contra la democracia o la decencia. Más bien, ha sido derrocada por aquellos que adoran solo las encuestas de opinión y su propia piel y que anhelan una vida tranquila y los negocios como de costumbre, viviendo gallardamente de la riqueza de la tierra».[1]

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¿Cómo calificamos al thatcherismo, como conservador y liberal?

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Uno se hace este tipo de preguntas y comienza a entender el problema a que éstas apuntan. En política, por lo mismo, suelen evitarse las definiciones; los términos se emplean intencionalmente para aprovechar sus ambigüedades. En el fondo, quienes se autocatalogan de una u otra manera a menudo no guardan coherencia, actúan distinto en la práctica, incluyendo a quienes son tenidos por ortodoxos; en fin, es tal la carga ideológica envuelta que inevitablemente se estará ante falsas conciencias, siendo muy difícil entender a sujetos en determinados momentos, y aún menos sus intenciones (hablo como historiador).[2] La perspectiva histórica, por otro lado, valora la continuidad, a la vez que expone las contradicciones que permiten que ésta mute, lo suficiente como para poder acomodarse y seguir guardando cierta persistencia. Este último rasgo es distintivo del liberalismo, explica su larga sobrevivencia, vale por tanto prestarle atención.

Ahora bien, Thatcher no en vano fue líder del Partido Conservador, no es que haya infiltrado esa tienda política. Dejemos a un lado su admiración por Churchill, él nunca ha sido clasificable; lo que es su veta victoriana, pequeña burguesa, de pueblo chico y rural, ciertamente la tipifican como Tory. También resulta conservador cierto sesgo populista suyo en defensa de una democratización económica (propició el capitalismo popular), aun cuando se opuso a la idea no menos populista, cara al conservadurismo desde Disraeli, de One-Nation, por tratarse de un paternalismo proteccionista para con la clase trabajadora, semejante en eso al keynesianismo. Quizá también su actitud autoritaria, intransigente, incapaz de mostrar flaqueza, hace de ella una conservadora. Hitchens cuenta en Hitch–22. A Memoir (2010), una graciosa anécdota al respecto, en que se enfrasca en una discusión con Thatcher, le concede galantemente un punto, inclinando levemente su cuerpo, aunque a sabiendas que en lo fundamental estaba errada y, cuál sería su sorpresa, ella le ordena agacharse más, le propina en público una suerte de guascazo en el trasero, y de remate se da media vuelta al marcharse para decirle «naughty boy».

En todo lo restante pareciera tratarse de alguien liberal, aunque quizá solo a primera vista. Arremete contra cuanto pilar del establishment disponible para una buena rosca (Oxford se desquitó en 1985 no concediéndole el doctorado honoris causa; ella a su vez le entregó todo su archivo a Cambridge; con Buckingham también hubo roces). Es, además, suficientemente hayekiana como para ser liberal en lo económico (Hayek, por supuesto, se definía a sí mismo como no conservador), aunque también admiraba a Michael Oakeshott quien, independientemente de sus concordancias, le reprochara a Hayek ser ideológico. Su objeción en contra de la planificación estatista cabe remontarla a tendencias que podrían calificarse tanto de Whigs (liberales) como de conservadores (pensemos en el Burke antiracionalista, también reaccionario, aunque para nada tradicionalista, fundador del conservadurismo moderno). Con todo, Judt ha enfatizado en Postwar (2005) que Thatcher era «una centralizadora instintiva», aunque probablemente ello se debió a que sus reformas económicas dejaron desempleados a cantidades de trabajadores a quienes hubo que seguir pagando seguros sociales costosísimos.

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«Tan extraordinario sería el logro que, habiéndose el Reino Unido convertido en los ‘70 en una potencia en franco descenso, pasó a hablarse del «milagro británico», expresión reservada entonces únicamente para Alemania y Japón, países resucitados desde las cenizas tras la guerra»

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Hasta cierto punto podría decirse incluso que la Iron Lady elude calificaciones, y ello coincide con que se la adjetiva como «revolucionaria», lo que puede remitir a cualquier cosa. Es que desde esta misma época —años ´70— el término revolución se presta como marca no sólo de uso sino también de consumo, y periodística y publicitariamente de todas maneras.[3] Y vaya que le viene bien. En la medida que introduce un cambio de paradigma y rompe con el sentido común —el mainstream— poniéndole fin al conformismo de posguerra, el thatcherismo no sólo renueva el conservadurismo, se formula en términos progresistas de punta, hasta llega a imponer un nuevo consenso. Años después de dejar su cargo, Thatcher destacó que su principal logro habría sido «Tony Blair y New Labour. Forzamos a nuestros opositores a cambiar sus ideas», remarcó. En efecto, alentará modelos sociales inéditos, especialmente destacado el de «nuevos ricos» de clase media baja, upstarts individualistas, emprendedores y voluntaristas.

¿Y todo ello aun cuando tuviera que ser hasta pragmático de su parte plantearse en términos revolucionarios? Al parecer, sí. En esto el thatcherismo no será tan distinto al keynesianismo. En ambos casos se responderá a una necesidad: en los años ‘30 a causa de la depresión y luego la guerra, y en los ‘80 porque el keynesianismo no daba para más. Adicionalmente, recordemos que la Nueva Izquierda de los ‘60 era revolucionaria, ¿por qué entonces no adelantarse y hacer que la derecha ganara la partida? Las condiciones se prestaban para un choque dialéctico en el sentido que a toda acción le sigue una igual reacción (Newton) o, como se venía planteando desde los años ’20, posteriormente a la revolución bolchevique (el fascismo por de pronto), que a toda revolución (y la de Keynes lo habría sido) sólo cabe oponer otra igual revolución en contra, gatillando reacciones en cadena, de ahí que surgieran conversos. Tanto el neoconservadurismo como el neoliberalismo —no despreciemos el término, hasta el FMI lo usa, además esquiva las contradicciones que produce hablar de liberal y conservador indistintamente— van a reclutar a antiguos adeptos de izquierda dura. Ello, sin perjuicio de que, con el tiempo, al igual que ocurrió con el keynesianismo, esta proposición tras demostrarse exitosa y salvar una coyuntura crítica, devendrá también autosuficiente, inflexible, y ortodoxa. Concebir la sociedad como una suerte de mercado, o pretender que la libre competencia ha de «regular» poco menos que todo lo que creemos y practicamos, aun cuando el neoliberalismo se supone que desregula, viene a ser un tanto irónico. Las revoluciones triunfantes suelen «institucionalizarse» y volverse rígidas.

En retrospectiva esta calificación de revolucionaria referida al thatcherismo ha cundido en otro sentido no menos exitoso e igual de perverso. Se ha dicho de Thatcher que dividió a la sociedad en winners y losers. Su planteamiento de que no existiría la sociedad, sólo individuos, debilitará nexos sociales, y —cosa rara en una «conservadora», quizá hasta en una «liberal», no así en una revolucionaria— contribuirá a desarticular la sociedad. Según Stephen Metcalf, quien lo argumenta, estos perdedores habrían terminado por convertirse en reaccionarios iliberales a favor del Brexit, al igual que en los EE.UU. devinieron en trumpistas.[4] En casos así, el consabido nadie sabe para quién trabaja entra a operar y los calificativos dejan de servir: la historia misma los relativiza.

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¿De qué no se habla cuando se habla del liberalismo?

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De varios aspectos que deberíamos estar considerando mucho más en serio. Desde luego de que no existe una única doctrina liberal; son demasiadas las ideas liberales y no pocas las contradicciones entre ellas. De cómo condicionamientos prácticos obligan a tener en cuenta la realidad, que es lo que hizo que Thatcher acertara al implementar medidas drásticas en medio de una crisis. En este caso es posible que primara el pragmatismo, lo cual no impidió que se recurriera a modelos teóricos, pero cabe preguntarse ¿qué tanto a modo de recurso ideológico para enfrentar retóricamente al keynesianismo y a la izquierda radicalizada, fuerzas en exceso doctrinarias?

Con todo, no es descartable que en dicho juego táctico respecto a cómo llevarle la contra al establishment conformista de posguerra, y a tendencias aún más extremas, se haya caído en una suerte de trampa autoinducida. Se identifica uno con el liberalismo y automáticamente surge la posibilidad de reincidir en sus incoherencias y zigzagueos; por de pronto, que el liberalismo vuelva a parecer más conservador que liberal. Después de todo, ambos términos amén de equívocos, son referenciales. Según Albert Thibaudet, todo liberal, a la hora de definirse de derecha o de izquierda, se parece a un murciélago: «Soy un pájaro, ¿no veis mis alas? Soy un ratón, ¡vivan las ratas!». En el sentido también que señala Eric Voegelin, que liberales pueden volverse conservadores por el curso del tiempo y sus dinámicas. Lo que estaba en la vanguardia deviene «atrasado».[5] Es decir, se entra en dialécticas y concatenaciones que de nuevo nos remontan a la Revolución francesa y lo que sigue, es decir, comportamientos históricos opuestos que se turnan unos con otros y en que el liberalismo juega un papel prominente porque, de hecho, juega todos los papeles: sirve de acción revolucionaria, legitimador de la revolución, para después convertirse en freno, cuando se aterra, repudia la revolución o lo que deriva de ella una vez institucionalizada.

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«Según Albert Thibaudet, todo liberal, a la hora de definirse de derecha o de izquierda, se parece a un murciélago: “Soy un pájaro, ¿no veis mis alas? Soy un ratón, ¡vivan las ratas!”»

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Es lo que volvemos a ver con Thatcher en un doble sentido de acción y reacción operando al unísono, que le permitió triunfar (entendió la velocidad de los ritmos y tiempos como en el juego de sillas musicales), pero también se expuso a que luego relativizaran sus triunfos y se frustraran. De hecho no se logró todo lo que se quiso (se cuestionó a Keynes aunque subsistiera el Estado de bienestar, al punto que puede resucitársele en nuestros días). Tampoco es que Thatcher se haya propuesto falsear la revolución, en sentido popperiano o también de Joseph de Maistre («la contrarrevolución, no será nunca una revolución contraria, sino lo contrario de la Revolución»), para de ese modo eliminarla. A lo más se sumó a una larga historia de concatenaciones que se remonta a la Revolución francesa, concretamente, que a toda revolución sigue una contrarrevolución u otra revolución. Es decir, retoma la posta, pero he aquí el punto débil de todo ello: que siguiendo este curso dialéctico (acción/ reacción) uno queda expuesto a que le vuelvan a hacer lo mismo, a modo de revancha, que es lo que le está sucediendo al liberalismo en nuestros días (¿e insisten en sorprenderse?). Por último, no está de más subrayar que será el conservadurismo, no el liberalismo, el que hace notar que la historia, desde luego la liberal, supone innumerables consecuencias no intencionadas.

 

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[1] Hitchens, C. (1990). «Lessons Maggie taught me», The Nation., December 17, 1990.

 

[2] A propósito de confusiones, basta recordar la suerte del trabajo de Foxley, A. (1982). «Experimentos neoliberales en América Latina» en Estudios Cieplan que, al convertirse en libro por la University of California Press en 1983, pasó a titularse: Latin American Experiments in Neo-Conservative Economics

[3] Sucede también con Reagan en los ‘80. Véase, Sorman, G. (1983) La Révolution Conservatrice Américaine

 

[4] Metcalf, S. (2017). «Neoliberalism: the idea that swallowed the world», The Guardian

[5] Voegelin E. (2019) «El liberalismo y su historia», Punto y coma, (1).