El crítico de artes visuales chileno Waldemar Sommer reflexiona sobre su formación, su estrecha relación con la música y el oficio de crítico. Explica su defensa del arte contemporáneo y adelanta algunas ideas sobre su nuevo libro sobre el arte ingenuo, en el que se presenta una visión panorámica de esta tendencia, incluyendo a sus representantes chilenos.
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La mayoría de las personas lo conoce como crítico de artes visuales, pero pocos saben que usted es un gran melómano. ¿Cuándo comienza el gusto por la música y por las artes visuales? ¿Qué viene antes?
Siempre la música. Me acuerdo muy bien de la primera impresión musical. Fue en Romeral, cuando tenía cinco años, oyendo la radio, oí algo -un vals de Strauss, el Danubio Azul precisamente- que produjo en mi algo parecido a la música en los ejecutantes de las grandes orquestas, que cuando tocan los instrumentos mueven todo el cuerpo. Fíjate en los músicos de la Filarmónica de Berlín o el Concertgebouw de Ámsterdam, se mueven como una ola. Eso me produjo en todo el cuerpo, una especie de baile. Fue muy intenso. Esa música me traspasó, me llegó al alma, evidentemente. Fue en diciembre de 1937. Tiempo después empecé a oír la radio «El Sodre de Montevideo», algo así como la radio Beethoven. Como en todas las radios, el locutor decía lo que se había oído. Yo ya sabía escribir, entonces las cosas que me llamaban la atención las anotaba: autor y obra. Y luego les ponía nota, de 1 a 7.
Y el descubrimiento de las artes visuales, ¿también es algo de la niñez?
No, es algo muy tardío. Estando en los últimos años de universidad, mi amigo Patricio Prieto Sánchez, me dijo: «tú eres un limitado, no sabes nada de artes visuales». Y me invitó a una exposición en el Instituto Hispánico de cultura, que estaba en ese entonces en la calle Amunátegui con Catedral, o por ahí, muy bien ubicado. Ahí había reproducciones de pintores españoles típicos: Goya, Velázquez, Rivera. Quedé maravillado. Ahí se me abrió el mundo de las artes visuales. Esto debe haber sido a los veinte años, terminando la carrera (piensa tú que uno entraba a la universidad con dieciséis), antes de un viaje a Europa el año 1955.
¿Pero no hubo ningún acercamiento a la pintura antes que eso?
Sí tuve un acercamiento a las artes plásticas cuando chico, pero relacionado con la música. Recuerdo que al comienzo de las humanidades –a los 11 años, aproximadamente– me conseguí unos palitos para armar: trozos de madera pequeños con los cuales uno construía estructuras muy elementales. Con estos «palitos de armar» se me ocurrió hacer escenografía de ópera. Les ponía papel plateado a unos soldaditos de plomo como vestimenta. Hice el tercer acto de Aida, de Verdi. Complementaba la escenografía con cartón cortado: ahí estaba el Nilo y las palmeras. Después empecé a dibujar escenografías, tal como me las imaginaba, porque jamás había visto una ópera. Esto lo hacía en la casa. Creo que en esta afición de niño se une ya la música y las artes visuales. Pero conste que nunca fui bueno para dibujar. Y tuve como profesor de dibujo en el colegio nada menos que al alemán Oskar Trepte.
¿Hubo experiencias marcadoras en artes visuales durante ese viaje a Europa?
Sí, el conocimiento de los impresionistas. En ese tiempo no estaba el Orsay; los impresionistas estaban al lado de la Plaza de la Concordia, en la ex Sala del Juego de Pelota. Ahí estaba lo mejor de los impresionistas. Las Ninfeas de Monet, completas, en una sala redonda. Era un edificio anticuado, con un suelo que crujía; tú podías oler el siglo XIX. Hoy los impresionistas están en el Orsay, pero la muestra está armada con un sentido histórico, en donde te ponen, por ejemplo, un Monet, luego cuatro maestros insignificantes del mismo año, luego un Sisley magnífico, luego un Gauguin, y luego siete cuadros de «arte Pompier»: un desastre. Es el criterio historicista.
¿Y en qué falla el criterio historicista?
El error es ordenar todo primordialmente de manera cronológica: pierde la calidad. No hay selección. La calidad de los diferentes cuadros es desigual, lo cual es sumamente desorientador para el público. Todo lo que se pintó en 1877: es una mezcolanza fantástica. Se dispersa lo que significa el impresionismo. En la sala del Jeu de Poume podías seguir la trayectoria de los impresionistas; además, los cuadros –todos de excelente calidad– se potenciaban mutuamente.
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¿Y esta tendencia historicista se repite en otros museos importantes?
Gracias a Dios no. Los grandes museos –El Louvre, el Metropolitan, por nombrar al azar– conservan el criterio tradicional, en donde lo que prima es la calidad. Ahora, el ordenamiento de los museos depende mucho del director que esté a cargo. La primera vez que visité el MOMA, por ejemplo, me tocó un director buenísimo: tú veías los cuadros de Dalí, y te convencías de que Dalí había sido un genio durante toda su vida. Claro, tenía lo mejor de cada artista. Pero no siempre lo hacen y es ahí cuando hace agua el criterio historicista, porque no ponen lo mejor; aunque no como el Orsay, que es el caso extremo.
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«Mi interés era teórico. Quería saber cómo funcionaban las artes visuales por dentro, conocer las técnicas, la materialidad del asunto, afinar el ojo crítico. Como artista plástico no habría tenido futuro alguno. Mi interés ya estaba determinado por la crítica. No saqué el título y nunca pensé sacarlo».
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¿Y existe alguna otra tendencia actual en los museos que no sea del todo recomendable?
Hay otra tendencia divertida en los museos, que consiste en revolver cosas de vez en cuando para darle variedad a lo que se muestra. Por ejemplo: el museo de Santiago de Chile, ¡y de modo permanente! Es un horror. ¡No! ¡Hay que decirle un inmenso no a una estupidez como esa! Pintura del XIX con contemporáneos del 70 para hacer así «contrastes», «contrapuntos»… piensa tú qué contrapunto…una tontería. Combinar, por ejemplo, un tango con un cuarteto de Beethoven: una imbecilidad. Los museos grandes en Europa y Estados Unidos lo hacen, pero no de modo permanente.
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«Más importante que eso a la hora de definir el arte ingenuo es la falta de conciencia a la hora de expresar los imperativos expresivos que sienten de modo muy vivo y urgente. El pintor naif o ingenuo se caracteriza por esta urgencia expresiva y sus particulares nexos con el mundo que los rodea. Es más bien un estado de ánimo, un estado innato por lo demás, que no se puede aprender».
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¿Y cuál es la finalidad de poner, por ejemplo, un Rubens junto a un Picasso?
Uh…de partida, para que los curadores escriban largo, y puras tonterías. Puro palanganeo, periodismo, mala cosa. Ahora, no es que no se pueda hacer. Se puede hacer: hay que tener muy buen gusto, y gusto firme, y hacerlo en muy pequeña medida. Lo he visto en casas. Te pongo un ejemplo: en un comedor amplio, tradicional, de las paredes cuelgan cuadros, por llamarlos así, «normales», y en un rincón hay un cuadro de Picasso, una naturaleza muerta magnífica. No se ve chocante, está tan armoniosamente puesto, que se ve precioso. Pero tiene que ser en pequeñas dosis. Poner en un salón de estilo un par de sillas Valdés se ve bien, porque la silla Valdés es muy discreta. Pero en los museos la mezcla se ve chocante. Estoy en contra de la mezcolanza de calidad –mezclar primera con tercera división- y de épocas. Volviendo al Orsay: cuando te ponen un «Pompier» en medio de los impresionistas, te echan a perder el impulso admirativo. Se pensó como algo vanguardista, pero felizmente no se imitó.
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Usted entró a estudiar Arte en la Universidad de Chile a comienzos de los 60. ¿Por qué decidió dar ese paso? ¿No había estudiado ya agronomía?
Una de las causas fue, digámoslo así, espiritual. El año 1962 recibí una gracia muy fuerte, una «gracia tumbativa» que me hizo abandonar los planes de casarme y formar una familia. Fui admitido en el Opus Dei, prelatura a la que pertenezco hasta el día de hoy. Quedé, por así decirlo, «liberado» para llevar una vida más vinculada al arte. Pensé estudiar música, pero me pareció que ya era demasiado tarde, así que opté por artes visuales.
¿Y por qué la Universidad de Chile?
Visité la Universidad de Chile y la Universidad Católica, y me pareció mucho más seria la primera. La Chile tenía un nivel muy superior a la Católica, y además la Católica era un como un colegio, lleno de controles, requisitos y cosas del estilo. Me pusieron muchos problemas con la idea de estudiar la carrera a tiempo parcial (yo iba y venía de Romeral a Santiago) mientras que en la Chile no hubo ningún problema, así que entré a la Chile.
¿Cuál era su objetivo al estudiar arte? ¿Quería ser artista?
No. Mi interés era teórico. Quería saber cómo funcionaban las artes visuales por dentro, conocer las técnicas, la materialidad del asunto, afinar el ojo crítico. Como artista plástico no habría tenido futuro alguno. Mi interés ya estaba determinado por la crítica. No saqué el título y nunca pensé sacarlo.
¿Qué cursos lo marcaron en sus años de estudiante?
Los cursos de teoría del arte me gustaban muchísimo. En ese momento Luis Oyarzún daba el curso de morfología, pero por alguna razón. -quizá por mala salud, no lo sé- no lo dio, sino que lo encargó a su ayudante: Luis Advis, un gran profesor, músico además compositor de la «Cantata Santa María». Eso sí, era muy despreciativo con los alumnos. Una vez, en clases, habló algo del «amor otoñal», se entusiasmó y llegó a un plano poético. Era un curso numeroso, unos treinta y tantos. En este entusiasmo comparó algo diciendo: «esto es como la Marschallin» (el personaje de El Caballero de la Rosa de Strauss). Todos quedaron en blanco, sin saber a qué se refería. «Ah, ustedes no tienen idea de esas cosas» repuso Advis. Yo quedé picado, y al final de clases me acerqué y le dije: «La Marschallin, Marie Thérèse von Werdenberg» y quedó maravillado. «¿Es que tú conoces el Rosenkavalier?» –«¡Claro, me encanta!» le dije. Y de ahí en adelante pasé a ser su alumno preferido.
¿Qué otro curso teórico lo marcó?
Historia del arte con Alberto Pérez y Romolo Trebbi, dos profesores excepcionales. Trebbi era inmejorable en arte italiano. Pérez un hombre cultísimo, extraordinario. Pérez me abrió el mundo. Pérez, Advis y Trebbi me ayudaron muchísimo a estructurar y darle forma a las ideas que yo ya traía. Me iba muy bien en los ramos teóricos, intentaba llegar siempre al 7, regateando la nota.
¿Y cómo le fue en los ramos prácticos? ¿Un desastre?
Fueron muy difíciles, sí. Tuve a José Balmes en pintura, y salí mal en ese ramo. Me puso un 3 con toda justicia. Tenía poca obra. Me costó muchísimo. En grabado, con Martínez Bonati, pasé raspando. ¡Qué buenos profesores tuve! Puras estrellas. Y además, muy agradables como personas. Balmes, encantador, generoso, pese a sus ideas políticas extremistas. En dibujo tuve a la Gracia Barrios, otra figura importante.
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El oficio de crítico
Dice Saint-Beuve, muy querido por Alone, que el crítico no debe tener demasiados amigos ni relaciones sociales.
(Ríe) No, yo siempre he conservado relaciones sociales y los amigos. Pero es cierto que mi contacto con artistas ha sido y es nulo, lo cual me ha dado enorme libertad para ejercer de crítico. En mis estudios de arte en la U. de Chile sí tuve buenas relaciones con mis compañeros, pero no una amistad cercana.
Pero en su oficio de crítico, necesariamente le toca conocer gente del ámbito artístico. ¿Ha surgido alguna amistad a partir de entrevistas, por ejemplo?
Amistad, no. Pero sí entendimiento. Me acuerdo haber entrevistado a Rauschenberg o a la contralto Brigitte Fassbaender a finales de los ochenta y haber tenido buenas migas con ellos en ese momento, pero simplemente eso. En el mundo artístico, como en el mundo literario, hay mucho ego dando vuelta, y es más sensato mantenerse alejado. Y como te decía, la libertad de crítico es fundamental.
¿Cuál es para usted el papel del crítico de arte en la sociedad?
Para mí el crítico tiene la función de acercar al público a la obra, es decir, de ser mediador entre el público y la obra. Para eso tiene que practicar la imparcialidad y la objetividad, lo cual es sumamente difícil. El crítico tiene que orientar al público; el público necesita de un árbitro entre el bien y el mal estético. El crítico también tiene la función de insinuar rectificaciones a los artistas, aunque él pueda equivocarse.
¿En qué sentido?
Mira, yo como un crítico, cuando voy a una mala exposición o escucho una pobre ejecución musical, simplemente no lo plasmo en el papel, lo omito. Pero cuando se trata de figuras conocidas que tienen cierto arraigo en el público, hay que decirlo. Hay artistas que se echan a perder o tienen malas épocas, y el crítico está ahí para decirlo, de modo que sea una ayuda para su recuperación. Mario Toral se ha echado a perder, Rodolfo Opazo tuvo una mala época y se ha recuperado, la Carmen Aldunate en decadencia…son cosas que tienen que ser dichas.
También a veces el crítico descubre artistas, saca a la luz o destaca a artistas que no eran conocidos. ¿Ud. se atribuye el haber descubierto artistas?
Descubrimientos que considero míos en el ámbito de las artes visuales son Eugenio Dittborn, Juan Dávila, Tatiana Álamos, Sammy Benmayor, María Mohor, María Luisa Bermúdez (los ingenuos chilenos), Victoria Martínez, etc. Creo que he sido el primero en escribir sobre ellos.
¿Alguno de ellos le han agradecido este descubrimiento?
Sí, todos, o casi todos. Sólo Dávila no lo ha hecho.
¿Y descubrimientos musicales?
Descubrimientos musicales sólo he hecho ante los amigos, no ante el público. Hice poquísima crítica musical, como sabes. Creo que a mis amigos les he descubierto a Rameau y cosas más contemporáneas, como Sofía Gubaidulina. Como puedes ver, es pobrísimo.
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La problemática del arte contemporáneo
Luis Oyarzún dice en uno de sus ensayos sobre arte que «el arte actual, más que estético, es síntoma. No es el arte que nos extasía con obras maestras y realizaciones acabadas, sino como una concreción visible de una enfermedad, de una dolencia y de una incompletud singular del alma contemporánea».
Luis Oyarzún escribe magníficamente, pero no estoy de acuerdo con su descripción del arte contemporáneo, eso de que sea «síntoma» antes que estético. Eso me parece errado. Me parece que en ese texto Oyarzún no entiende el arte contemporáneo. El arte contemporáneo sigue siendo bello. Lo que pasa es que lo tenemos demasiado encima. El arte contemporáneo es fruto de cambios muy profundos, que no siempre se captan. Existe una barrera inicial entre el espectador y la obra, pero esa barrera hay que vencerla. Cuando la vences, eres capaz de juzgar la calidad de la obra. En mi experiencia personal me ha tocado ver pocas obras contemporáneas de mala calidad.
Hay espectadores que se quejan de que el arte contemporáneo pone demasiadas «barreras».
Sí, es natural que las tenga. Hay arte de primer nivel que exige menos familiaridad y experiencia –pensemos en cuadro de Watteau o Sisley– pero el arte contemporáneo exige más experiencia. Hay barreras porque el mundo actual es él mismo el producto de cambios profundos y además él está en permanente cambio. Hay dos guerras mundiales, revoluciones, innovaciones tecnológicas y vanguardias, ideologías…y en el fondo, un gran abandono de Dios. El abandono de Dios te produce una desorientación absoluta, ya no hay un epicentro de lógica. Se produce una ebullición de cosas que no se entienden a primera vista. El siglo XX es pura fragmentación. Justamente lo contrario del arte antiguo, que tenía estilos que duraban siglos. Ya en el siglo XIX tenemos cuatro estilos en pintura. En el XX tenemos ¡más de veinte! Es como la bomba atómica: desintegración de átomos que duran poco. Ahora, cada uno de estos movimientos artísticos fugaces producen obras de primera categoría, y eso es lo interesante. El informalismo, el dadá, el pop-art y tantas otras, son todas tendencias que producen obras magníficas, y que van influyendo unas a otras, muriendo y haciendo nacer a la siguiente.
Hablemos del llamado «arte conceptual». ¿No es el arte conceptual un contrasentido? Me explico: si una obra de arte quiere proponer un concepto, ¿por qué hacerlo artísticamente, y no meramente conceptualmente (mediante un escrito, un ensayo, un discurso)? ¿Qué valor artístico puede tener la pieza 4’33’’ de John Cage?
Lo que propone Cage corresponde a la época. La bulliciosa época contemporánea en que el silencio es una bendición. Él transforma esa inquietud en arte, lo cual es una cosa válida. Pero tienes razón, esa obra es válida en cuanto concepto. Pero, ¿puede cualquiera hacer una obra así? A primera vista parece que sí: no hay que saber música para «componer» una pieza en silencio. Pero aquí pasa algo distinto. Se puede hacer un paralelo con lo que hizo Duchamp hace un siglo. Es la idea lo que prima, pero lo que le da validez estética a La Fuente de Duchamp y a 4’33’’ de Cage es el hecho de que ambos son artistas con un recorrido sólido. Duchamp para atrás tiene pintura cubista y obras importantísimas, como «Desnudo bajando las escaleras», por ejemplo. Cage es un músico significativo, con currículum. Si esas mismas obras las hago yo, no valen nada.
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Entonces hay que reconocer que hay factores extra-artísticos en juego en este tipo de arte contemporáneo…
Sí, totalmente. En el arte contemporáneo importa, por ejemplo, la actitud. Se podría pensar que ciertas obras que insisten en una idea son pobres artísticamente en sí mismas, pero ahí lo que funciona es el antecedente del artista. Los antecedentes y el currículum del artista introducen elementos a considerar dentro de la obra: la obra se entiende dentro de ese contexto. Yo voy a ver lo que hace tal persona; la persona del artista introduce un contexto de relaciones en el cual esa obra tiene que ser vista. Pero lo que se da aquí se puede expresar mediante la oposición entre «genio» e «ingenio»: en general, las obras conceptuales son ingeniosas, pero no geniales. Esto no quita que sí existan obras geniales de este tipo.
¿Pero son geniales como conceptos, u obras geniales dentro de las bellas artes?
Dentro de las bellas artes. Tienen validez dentro de ese ámbito. Lo mismo las acciones de arte, el land art, el happening. Pero la calidad depende, obviamente. Un ejemplo. Alfredo Jaar pone en una pantalla del Times Square de Nueva York la frase «Esto no es América», en referencia al uso abusivo de la palabra por los gringos. Ahí hay una actitud de desafío; la oportunidad con que lo hace, y lo hace en la arteria aorta de los norteamericanos. Esa es la gracia. Yo creo que el concepto de arte se ha ampliado, sin duda. Ver una obra como esa y entenderla, te produce -al menos a mí me produce- una aceleración del pulso, me produce admiración y deleite. Yo supongo que el público sensible a lo contemporáneo debe sentir lo mismo.
Lo de Jaar lo encuentro ingenioso, como un chiste o un gesto inteligente, pero ¿arte?
Pasa lo mismo que con Duchamp. Tú ya conoces lo que ha hecho Jaar, son cosas de calidad. Por ejemplo, en el Museo de la Memoria. Es impresionante. Luz, fotografía. Te produce el efecto de lo sublime. O aquella obra en la que entras en una pieza con barrotes en la puerta, Jaar logra el efecto psicológico de prisión con mucha intensidad, luego levantas la vista hacia los tres costados y te reflejabas tú en el espejo hasta el infinito, estás infinitamente aprisionado. Un escalofrío. O la fotografía de la africana. Son obras escalofriantes. Como ves, yo le doy patente al arte conceptual en muchos casos.
Pero se podría pensar que muchas veces el «arte conceptual» es más rico en conceptos que en arte…¿qué elemento formal rescatable tiene el «This is not America» de Jaar? ¿Qué despliegue plástico encontramos ahí?
El concepto de esa obra es lo que ya hablamos, y la forma plástica, la vestimenta de la idea, son las letras de la pantalla. Son letras ordinarias, vulgares como medio. Ahí aparece la inspiración de Warhol, lo vulgar, lo popular como medio. Y a propósito de Warhol…¡qué gran artista era!. Tiene obras sobrecogedoras, como su autorretrato. En el MoMA de los 80 tú entrabas en una sala en el que había tres obras: un magnífico cuadro de Matta, al medio una escultura de Sol LeWitt –un armazón de madera blanca, con un andamiaje– y al frente el autorretrato de Warhol. Se potenciaban mutuamente las obras. El Warhol consiste en sus auto-retratos multiplicado por seis con la mano sobre el mentón. Es la imagen más penetrante de Warhol; que no era el sinvergüenza, sino el tipo extremadamente sensible, con una serie de limitaciones y dudas. Lo retrata muy bien. Y además los colores…es de los montajes más lindos que he visto en mi vida.
-Gombrich, en la última edición de su famosa Historia del Arte, escribió a propósito de ciertos recursos del arte contemporáneo: «El problema es que hoy el shock está desgastado y que casi todo lo experimental parece aceptable a la prensa y el público. Si necesitamos de un campeón hoy, es el artista que rehúya los gestos rebeldes». ¿Qué le parece esa frase?
Relativa. Puede significar cualquier cosa. Me da la impresión de que Gombrich, con todo lo admirable que es, miraba hacia atrás, nunca hacia adelante. Un hombre netamente historiador, retrospectivo. No usaba su intuición para ver lo que viene a través del presente. No da ese salto. Piensa tú en música. Pasó el serialismo, y hoy la música va en una dirección distinta. Nadie sabe qué va a pasar.
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Los ingenuos
Sé que a usted le interesan mucho los pintores «ingenuos», y que está escribiendo un libro sobre ellos. Si entiendo bien, el arte naif surge como categoría en el siglo XIX, después de que el impresionismo «liberara» a la pintura de los estilos establecidos. ¿Pero antes del siglo XIX no existe arte ingenuo?
No existe en el sentido de que todo eso se perdió. Pero el arte ingenuo ha existido desde tiempos remotos. Lo que sucede es lo siguiente: antes del siglo XIX la vigencia deslumbrante de los grandes estilos era demasiado fuerte para que sobreviviera este tipo de arte en apariencia mal pintado, más instintivo, auto-didacta, inocente y desconectado de la realidad circundante. Piensa en el arte infantil: tú tienes un niño que pinta bien, le regalas unos lápices para pintar, y luego guardas por un tiempo esos dibujos hasta que se pierden o dan al tacho de la basura. Exactamente lo mismo pasó con el arte ingenuo. El pintor ingenuo sale a la luz gracias al gran crítico alemán Wilhelm Uhde, que descubrió nada menos que a Rousseau –el más grande, a mi juicio– y a Séraphine Louis. Rousseau fue toda su vida asistente de aduanas; Séraphine era una mujer pobre y casi analfabeta que trabajaba haciendo el aseo en un monasterio de monjas. Sus cuadros son de una fuerza impresionante. Te recomiendo que veas la película que se hizo sobre ella. Y pensemos en otros ingenuos: hay pescadores, ex futbolistas, marinos, albañiles, dueñas de casa…
¿Qué es aquello que nos permite a todos estos artistas plásticos bajo el rótulo de «ingenuos»? Uno se ve tentado a pensar que lo propio del arte ingenuo es justamente la carencia de formación artística…
Los ingenuos tienden a carecer de educación formal en la pintura. Pero no siempre –piensa en María Mohor, que estudió Bellas Artes en la Universidad de Chile, donde fuimos compañeros. Más importante que eso a la hora de definir el arte ingenuo es la falta de conciencia a la hora de expresar los imperativos expresivos que sienten de modo muy vivo y urgente. El pintor naif o ingenuo se caracteriza por esta urgencia expresiva y sus particulares nexos con el mundo que los rodea. Es más bien un estado de ánimo, un estado innato por lo demás, que no se puede aprender. El arte ingenuo no es lo mismo que el arte popular, el arte infantil, la pintura de insanos o el art brut. Pongamos el caso del arte popular. Este requiere de reglas formales bien precisas y reiteradas siempre, compartidas por una tradición comunitaria. El naif, en cambio, permanece aislado y su creación es intuitiva.
¿Existe la posibilidad de una música ingenua? ¿Por qué parece que no existe?
Yo creo que no existe. La parte estructural de la música te exige tener un pensamiento armado, una arquitectura pensante que unifica los sonidos. En cambio, en pintura es más fácil y directo, aparece la relación inmediata entre la mano y un papel o una tela. Pero sí creo que puede existir la literatura ingenua. Hay un caso chileno muy interesante, Rita Salas. Rita Salas fue, a mi juicio, una ingenua. Pero no hay arquitectura ingenua, por las mismas razones por las cuales no hay música ingenua.
En su libro aparece Violeta Parra dentro de los ingenuos chilenos. ¿Qué hace a Violeta Parra una artista ingenua y no una artista «popular»?
El caso de Violeta Parra es difícil, me costó decidir ponerla dentro de los artistas ingenuos. Ella es una artista magnífica, aunque con una producción muy desigual en sus bordados y pinturas. Es nuestra artista ingenua más famosa. Me parece que ella es un caso límite: su obra es ingenua, pero ella es una artista intelectual. Está como a medio camino entre el arte ingenuo, caracterizado por esta urgencia expresiva y este lenguaje propio, inmune a corrientes circundantes, y el arte más consciente. Romera, por ejemplo, no la consideraba entre los ingenuos. Creo que Violeta Parra es una ingenua a sabiendas, una cosa contradictoria. Una ingenua sui generis.