Lloro
Él abrió la puerta, yo estaba desnuda. Me puse la camisa de dormir blanca que asomaba por debajo de la almohada, esa que me había regalado alguna vez con un gran enunciado revelado, era una camisa de algodón que me llegaba hasta más abajo de las rodillas, no tenía ninguna ventana de sensualidad, era lisa, blanca, suelta. Me senté en la cama dándole la espalda, él no se movió, se quedó apoyado en el marco de la puerta. Sentía sus ojos y su incómoda presencia, no quería que viera los rastros de lágrimas, mis ojos hinchados. No me volví, esperé a que dijera algo, algo que nos llevara lejos de ahí, pero calló, su frustración por mi angustia seguía intacta.
No quería hablarle.
«Lloro, lloro porque mi infelicidad no tiene límites. Lloro porque no sé qué otra cosa más hacer. Lloro. Lloro porque la vi partir, y ella significaba todo para mí. Seríamos felices, nos reiríamos y seríamos una. Ella me llenaría, me rebosaría de amor, y yo, yo dejaría soltar esta soledad por el precipicio». Pero callé.
También era mi hija ¿sabes? ¾dijo él con cierta fuerza.
Me puse recta, de mis ojos emanó aún más agua y mis dientes se apretaron, desde mis entrañas brotó un odio amenazador y un impulso a no responder por mis actos. Voté sonoramente el aire por la nariz, quería gritarle que no, no era su hija como lo era mía, pero ya no había espacio para mirarlo, para enojarme, para gritarle. Ella había llegado para llenarme, y ahora ya no estaba. Después de años de tratamientos de fertilidad, miles de millones de pesos gastados en siglas desconocidas entonces para mí y un gran porcentaje de mi mundo: IIU, ICSI, PICSI, AH, NGS, TEC, VITRI OVO, hormonas, clínicas, estudios, remedios; al fin habíamos logrado tener un embarazo, y ese embarazo era mío. Nadie me lo iba a quitar. Aún la sentía. ¿Dónde estaba? La naturaleza se había encargado de llevársela. Aborto espontáneo, natural. Cómo odiaba ese concepto, lo natural es vida, no muerte. Quería pudrirme en algún lugar sola, y que lo natural me llevara a mí también, que mis pulmones se enherbolaran de algas y ya no pudiera respirar, que mi cuerpo se poblara de hongos asesinos y empezara a infectarse, a descomponerse. Él no entendía, no lograba dilucidar el terror a esta soledad en este cuerpo aún preñado de vestigios de ella. Entonces, me abracé para encontrar consuelo, me abracé con ambos brazos mis costillas, abrazándola a ella que ya no estaba; abrazándome a mí, perdida. Ismael avanzó hacia mí y se unió a este abrazo que solo nos pertenecía a nosotras.
Suéltame.
No. ¾Dijo. Y me abrazó con más fuerza.
Me dolía su intención. Él quería volver al nosotros que yo ya había dejado atrás, pero para mí todo estaba roto. La sensación de destrucción me desbordaba, sentía un vacío infinito. Y ahí, sostenida en sus brazos, soñé con esa ruina. Soñé que los dedos de mis manos eran grandes sanguijuelas chupando todo mi interior. Cuerpos negros y babosos donde cada objeto que tomaba se resbalaba, todo se caía y se quebraba. Teteras, vasos, computadores, cuadros, lámparas, maridos e hijos. Estaba en un mundo lleno de quiebres e Ismael no era la excepción. Desperté con sudor en mis muslos, mi cuerpo cansado. Él seguía a mi lado, su calor y el molesto ruido de su respiración estaban presentes. Con la camisa blanca y asexuada me limpié el rastro del delirio entre mis piernas y lo miré de reojo. De pronto, mientras sus fuertes jadeos bramaban dentro de mi generando más y más distancia a su ser, me detuve en su nariz. La observé con atención y recordé que esa nariz chica, irregular y chata, que hoy hacía un escándalo en mi cabeza, era la misma nariz que hace años me seducía y me embriagaba al acercarse a mi cuello. La misma que a veces subía hacia mis orejas y lograba activar todos mis líquidos internos, la que me llevaba a mis placeres más profundos e incluso ahora, mientras lo pensaba y la tenía en frente, ella elaboraba en mí indicios de ese hechizo enterrado. Ese sudor delirante que aparecía junto a lo más oscuro de mi inconsciente, en mis sueños más autodestructivos; se manifestaba ahora en mis piernas recordándolo a él, recordando nuestro amor junto a la pequeña intención de poder despojarme de toda prenda y fundirme en él.
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«“Lloro, lloro porque mi infelicidad no tiene límites. Lloro porque no sé qué otra cosa más hacer. Lloro. Lloro porque la vi partir, y ella significaba todo para mí. Seríamos felices, nos reiríamos y seríamos una. Ella me llenaría, me rebosaría de amor, y yo, yo dejaría soltar esta soledad por el precipicio”. Pero callé».
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La ventana del frente
Mientras tomaba una copa de vino en la terraza, aprovechando el buen clima que empezaba a entrar en esta ciudad en septiembre, y escuchaba los ladridos de algunos perros, el cantar del viento, el murmullo de la ciudad y algunas voces que pasaban a lo lejos; observaba el edificio que tenía en frente. Un edificio común y corriente más antiguo que nuevo, blanco con un café atorrante, en el techo unas luces que prendían y apagaban al compás del atardecer. Era la hora en que las cortinas bajan, las luces prenden, movimientos y sombras aparecen y desaparecen. El edificio comenzaba a tomar vida. No era una danza atractiva, era feo. Tener esa fachada llena de miseria en frente era horroroso. Aparecían cortinas rollers, las clásicas que se cierran con un empujón de brazo de derecha a izquierda, o viceversa, se veían también persianas antiguas que evocaron mi niñez, vi mis pequeñas manos agarrando ese cordel blanco con líneas azules, donde cada eslabón caía sobre otro hasta armar una torre y con eso el muro final. Las de ellos se mantuvieron abiertas.
Se escuchaba a lo lejos música y se asomaban dos hombres conversando, uno sobre la terraza con un cigarrillo prendido y el otro, adentro sentado en un sofá verde. Sobre él colgaba un cuadro grande que no alcanzaba a distinguir. A veces el de afuera asomaba la cabeza hacia adentro para intentar algún tipo de conversación con su compañero, pero creía que la recepción del otro individuo era más bien de indiferencia.
Di un sorbo a la copa que tenía en mi mano, era un Cabernet medio pasado, abierto hace días. Puse más atención a la música, quería saber qué ritmo, qué tonalidad y qué estilo era el que escuchaban para adaptarme a esa atmósfera. Era un piano que a veces se mezclaba con algo medio hindú. No tenía noción de qué artista podría ser, pero seguro algo de moda. Era bueno, alejado un poco de mi estilo, yo me hubiera quedado con el piano; los acompañamientos siempre sobran. Me dejé llevar un rato en su cadencia, imaginé la ciudad más amable, los colores de ese departamento se me hicieron más nítidos y quise entrar en ese lugar. El hombre que fumaba el cigarrillo lo apagó, miró hacia adentro y su amigo ya no estaba, se acercó a la baranda y se quedó observando las plantas que había en la terraza, las miraba con atención como si las conociera. Se quedó frente a una en especial, agachó su cuerpo y revisó sus tallos. La miraba con nostalgia. Tomó la regadera que estaba a un lado, la llenó de agua y la regó, la regó con delicadeza, fue la única que regó. Y volvió al banco donde estaba sentado. Yo aproveché de mirar mis plantas, estaban todas o casi todas de un color curioso. Marchitas. No sabía nada de plantas me imaginé que el invierno las había dejado así, nunca había mirado una planta como él lo había hecho, creo incluso, que ninguna de esas plantas era mía, venían directo de las cosas que me tocaron de la parcial repartición que hizo Valentina el día que me echó de la casa. No quería irme con las manos vacías y para complacerme me llevé su rabia. No era consiente de la cantidad de plantas que había en ese espacio tan reducido. Me gustaba ese verde de mi terraza, me sentía cómodo en él, pero nunca, hasta hoy, había entendido el cuidado, al parecer, importante para algunos. Miré hacia los otros departamentos, algunos estaban llenos de verdes, otros más coloridos, demasiados colores pensé; hasta que me topé con el más alto edificio y vi una palmera. Era chica, pero era una palmera. Quise dejar de mirar, sabía que aquel tipo de incongruencias me ponían nervioso y no quería salir de aquel estado verde en que me encontraba. Pero ¿quién puede tener una palmera en un piso 13? ¿Qué quiere decir eso? Una palmera volante, pensé. Me pareció histriónico. Una palmera volante de un atorrante.
El otro de los hombres apareció de improviso con dos cervezas en la mano, este era un poco más joven, o por lo menos así lo decía mi balcón. Habrá tenido 45 años como yo, el otro, quizás unos 58. Se veía de buena pinta, el pelo desordenado, llevaba un chaleco en los hombros y unos blue jeans oscuros, su camisa era de un tono medio azul y llevaba anteojos de vista. Abrieron las cervezas y comenzaron a conversar. Me distraje, quise llamar a algún amigo también, tomé el celular, pero mis dedos no fueron lo suficientemente veloces para llegar a un número, la verdad es que últimamente no tenía tantos amigos, no tantos como creí tener hace un tiempo. Qué irónico ¾pensé¾. No me había dado cuenta de que aún existía un anhelo de amistad, incluso después de haber vislumbrado la hipocresía de todos desde que mi esposa me engañaba con uno de ellos.
Mientras pensaba en todo esto apareció de improviso una mujer. No había reparado en qué minuto ella había llegado, si era una invitada, o había aparecido y estaba en esa casa desde antes, quizás en su pieza, en la salita, o en algún lugar donde yo no sabía que existía. Era flaca, alta, de pelo corto. Estaba de pie dentro de la casa sirviéndose vino, su cabeza hacía juego con la lámpara que nacía desde el cielo y colgaba justo a la altura de sus ojos. Besó al viejo a modo de saludo, y mientras suponía que era la esposa del joven, ella lo besó en la boca. Íbamos bien, mis percepciones se hacían realidad. Se instalaron en los sillones de la terraza, el viejo y ella se sentaron juntos y el marido, enfrente. Conversaban, se reían. Desde acá no lograba escuchar, pero mis deseos de hacerlo activaban mi imaginación. Se reían de cosas triviales, de la pega, del fin de semana, que se yo. Quizás hasta pelaban a algún amigo en común, cosa que yo hubiera hecho.
Se me ocurrió de repente, en medio de la dicha de ellos y el aburrimiento de su avistador, ponerles nombres, y quizás incluso personalidad. Y en medio de esta ocurrencia recordé mis días de «pajarero o birdwatcher», algo que había heredado de mi familia paterna y que mi ex señora se había encargado de humillar, y junto a su alma de Cóndor, de aniquilar por completo. Cuando la conocí la bauticé como Cóndor porque en ese minuto era mi ave favorita y porque al estar con ella me daba la misma sensación de libertad, confianza, y paz. Sentía que el sonido del leve aleteo de sus alas era lo más parecido al susurro en la intimidad con ella, y que no importaba si estaba en la cordillera más fría y lejana, el sentirla cerca era un goce. Ahora que analizo, Valentina sigue siendo un Cóndor, pero por carroñera. Me reí, me reí fuerte y con rencor, pero volví a mi balcón, volví a concentrarme en mi obra. Había creado un juego y quería hacerlo con distinción, Valentina me desconcentraba de mi fiesta.
Ya había oscurecido, la ciudad estaba negra pero llena de luces y mis tres acompañantes seguían ahí. Era lo más parecido a una junta de vacas, pero tenía que pensar en pájaros. Pensé en jotes, los humanos somos lo más parecido, somos feos y nos juntamos siempre entorno a la comida. Pero no, debía pensar en su individualidad. Me concentré en el joven de mi edad. El vital. A lo lejos se veía guapo y enérgico, y mientras lo observaba, lo vi afirmando repetidamente con su cabeza algo que se discutía e imaginé de inmediato el pájaro carpintero, el pájaro de cabeza roja. El carpintero negro: bautizado. Ella, sería una golondrina, siempre me ha sorprendido su agilidad en el vuelo y ella lo era en sus movimientos, cada vez que tomaba la palabra, agitaba sus largos dedos creando una danza armónica. Era como ver a un director de orquesta consagrando sus manos, todos sus movimientos tenían una intención, era grácil. Ahora me faltaba el último, el viejo, y lo primero que se me vino a la mente fue una paloma. Traté de ponerme más creativo, más tonalidades, pero todo en él era gris, su pelo, su chaleco, más que nada la sensación que me irradiaba desde lejos era gris. Creo que se me apareció esa gama sin darme cuenta cuando en el saludo con la Golondrina posó su mano levemente en la curva del trasero. No quise darle color al evento, a uno se le cae la mano a veces, pero ahora que lo pienso en gris, lo juzgo en gris. El palomo quería algo que no era de él en esa jaula. ¿Cómo avisarle al Carpintero? Esta situación me estaba generando una rabia inesperada. Pensé que este ejercicio de voyerista iba a terminar en algo más sexual, quizás en el desnudo de ella, o una noche de pasión en pareja, y yo desde lejos, me divertiría teniendo una noche de calentura a través de otros. Los usaría como me habían usado a mí. Esta vez yo saborearía. Observaría y desde lejos lograría descargar con pasión. Tendría una noche caliente, ardería con ellos. Pero no. Lo que veía desde mi palco era justamente de lo que estaba escapando, arrancaba de las infidelidades, de las mentiras, de los grises. No podía ser, el juego placentero se había convertido en la proyección de mi dolor en la ventana del frente.
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«Se instalaron en los sillones de la terraza, el viejo y ella se sentaron juntos y el marido, enfrente. Conversaban, se reían. Desde acá no lograba escuchar, pero mis deseos de hacerlo activaban mi imaginación. Se reían de cosas triviales, de la pega, del fin de semana, que se yo. Quizás hasta pelaban a algún amigo en común, cosa que yo hubiera hecho».
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