Cuando tenía 76 años y era un mito viviente de la música docta contemporánea, Igor Stravinsky llegó a Chile como parte de una gira sudamericana. Se quedó cinco días y a pesar de su frágil estado de salud dirigió El pájaro de fuego en el teatro Astor. Extrañamente, fue durante su estadía que se descubrió en nuestro país la tumba de su suegro, un soldado del zar desaparecido en la Revolución Rusa.
A Carmen Luisa Letelier, entonces de 16 años, le tocó estar muy cerca del célebre compositor. Estos son sus recuerdos.
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En el año 1960, fatídicamente marcado por el horroroso terremoto de Valdivia, tuvo también lugar un acontecimiento de magnitud telúrica para la vida musical chilena: la visita del mítico Igor Stravinsky.
En mayo habíamos ido en familia a Valdivia a visitar a mi hermano mayor, Miguel, quien, haciendo algo de oídos sordos a su vocación de músico, incursionaba en otra de sus grandes pasiones, la ingeniería forestal, carrera nueva y audaz en esos años, que sólo la ofrecía la recién fundada Universidad Austral de Valdivia. Mi padre era entonces decano de la Facultad de Ciencias y Artes Musicales de la Universidad de Chile y por esos días le tocaba reemplazar al rector Gómez Millas, asumiendo como vicerrector. Fue invitado por el rector de la Universidad Austral, don Eduardo Morales, para dar algunas conferencias en Valdivia, al tiempo que aprovechaba de ver la instalación de Miguel en una pensión alemana de la ciudad. Mi madre, cantante, daría a su vez un recital de lieder en el hotel Pedro de Valdivia, acompañada del pianista Rudolf Lehmann.
El concierto estaba programado para el domingo 22 de mayo a las 19 horas. Ya sabemos qué pasó esa tarde fatídica, y sería largo contar las peripecias que debimos sortear los tres días siguientes en la ciudad demolida, con el río salido de madre por el maremoto en Corral, con el terror de la gente, con la sensación de fin de mundo que trajo este brutal fenómeno.
Llegados a Santiago, durante meses entrábamos en estado de shock cada vez que debíamos entrar a un lugar cerrado, una iglesia, y para qué decir un teatro. Pero a todo se acostumbra el ser humano, y luego una gran noticia vino a distraernos: venía al país, invitado por la Universidad de Chile, el maestro Igor Stravinsky.
En esos años, la Facultad de Ciencias y Artes Musicales de la Universidad de Chile, genial creación de Domingo Santa Cruz, era la principal institución musical del país y su desarrollo era observado con admiración y algo de sana envidia por los países sudamericanos.
Domingo Santa Cruz, compositor, humanista, abogado y hombre de gran empuje y visión, creó en 1924 la Sociedad Bach y luego en 1925 el Conservatorio Bach, que luego pasaría a ser el Conservatorio Nacional de Música, incorporado a la Facultad de Bellas Artes, en 1934, bajo el rectorado de Juvenal Hernández. Este paso llevó a la institucionalización superior de la música y de su enseñanza en Chile.
Con la creación de la Orquesta Sinfónica, y luego más tarde el Ballet Nacional, la vida musical chilena creció y se enriqueció en forma notable. Vinieron en esos años a Chile directores de la talla de Erich Kleiber, Fritz Busch, Hermann Scherchen y otros prodigios de la música europea. La Orquesta Sinfónica lideró el conocimiento de la música actual, junto a todo el bagaje de la música tradicional. Paralelamente, la Facultad de Ciencias y Artes Musicales promovía y lideraba la extensión de la música de todos los estilos a lo largo del país, llevando la orquesta, el coro y el ballet hasta los últimos rincones del territorio, haciendo un énfasis especial en la difusión y estímulo de la composición nacional. El público de la Sinfónica era un público atento a lo nuevo, amante de todos los estilos y fiel seguidor de nuestros compositores.
En medio de la Segunda Guerra Mundial llegaron a Chile, en una gira sudamericana, los miembros del ballet alemán de Kurt Jooss, representantes del ballet moderno que, debido a la difícil situación europea, no podían volver a Alemania. Santa Cruz, con su sagaz visión, los invitó a quedarse en Chile y fundar el Ballet Nacional. Su líder, el gran bailarín húngaro Ernst Uthoff, su mujer, Lola Botka, y algunos otros personajes del elenco se quedaron en Chile, y pudimos tener el privilegio de ver nacer y crecer una compañía de ballet que, por años, fue lo mejor de América.
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La casa por la ventana
Por estar nuestros padres inmersos en el ambiente musical del país, nosotros desde chicos tuvimos la suerte de conocer a todos estos personajes, que eran amigos de la familia y habitués de nuestra casa.
En 1960, mi padre, como decano, debía atender y recibir a estas personalidades. Era el dueño de casa y debía dejar bien parada a la proverbial hospitalidad de Chile, así es que cuando se anunció la visita del gran Igor Stravinsky, decidió «echar la casa por la ventana». Habitualmente a los músicos invitados nuestros padres los llevaban a la casa, al campo, de compras, o asistían a los ensayos para ver que nada faltara, es decir, se ponían a disposición del invitado.
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En vista de la importancia de la visita de Stravinsky, decidieron nuestros padres ponernos a mi hermano Juan José, novel chofer, con su carnet de manejar recién obtenido, y a mí, que estaba en sexto año de humanidades, al servicio del maestro. Es decir, ir a buscarlo al aeropuerto, llevarlo al hotel, estar dispuestos para sus encargos, traerle sus remedios, ir a buscar a su enfermera, sacar a pasear a la señora, etcétera.
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«Mi mamá, como siempre hacía con las visitas, se dedicó a atender a doña Vera, la mujer de Stravinsky, llevándola al cerro San Cristóbal, para apreciar la magnífica vista de la cordillera nevada, a las pocas tiendas que había en Santiago, a la peluquería, en fin, había que hacerle agradable su estadía».
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Para nosotros fue algo fascinante, además de que era un privilegio poder estar cerca del genio.
Con la llegada de Stravinsky este trabajo era doblemente importante, por cuanto el maestro estaba ya bastante viejo y de mala salud. Su presencia en Chile era algo así como un regalo del cielo, además adorábamos su música, especialmente Petrushka, ballet que conocíamos de memoria, ya que pasábamos muchas horas acompañando a nuestros padres en los ensayos del Ballet Nacional, donde Ernst Uthoff dirigía la mise en scéne y la coreografía, y su mujer, Lola Botka, bailaba el papel del muñeco Petrushka.
Todos los músicos, los compositores, los bailarines, los coristas, y por supuesto el público estaban eufóricos.
Llegó el gran día del arribo. Vimos descender del avión a un viejito bastante débil, bajo y flaco, que caminaba con alguna dificultad, acompañado de su esposa, doña Vera de Bosset, una rusa alta, grande, con preciosos ojos celestes, vestida con un llamativo abrigo verde, junto al director ayudante Robert Craft.
Estaba en la losa de Los Cerrillos toda la plana mayor de los músicos de Chile, encabezados por mi padre Alfonso Letelier y León Schidlowsky, director del Instituto de Extensión Musical, además de todos los demás compositores y músicos.
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«Partimos con don Igor en el auto de mi papá, y en el camino nos paró un carabinero para algún control. Mi papá, muy nervioso de que se fuera a molestar al maestro llevó aparte al carabinero y le dijo: “Mi carabinero, aquí traemos nada menos que a don Igor Stravisnky”». Para su gran sorpresa, el carabinero pone cara de complicidad, hace con las manos un gesto de tocar flauta y cuadrándose le dice “adelante, maestro”».
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El compositor y premio nacional de arte, Jorge Urrutia, en la Revista Musical Chilena hace una vívida reseña de lo que fue esta llegada triunfal.
A Stravinsky lo llevamos al hotel Carrera, donde descansó esa tarde y tuvo la visita de una enfermera que debía ponerle inyecciones y algún otro tratamiento.
El maestro era un hombre muy simpático, afable, interesado por todo y muy cercano con nosotros, muchachos de 16 y 18 años. Nos entendíamos en francés.
Mi mamá, como siempre hacía con las visitas, se dedicó a atender a doña Vera, llevándola al cerro San Cristóbal, para apreciar la magnífica vista de la cordillera nevada, a las pocas tiendas que había en Santiago, a la peluquería, en fin, había que hacerle agradable su estadía.
Era tanta la cercanía y confianza adquirida en estos pocos días, que el mozo de la casa, Luchito, llegaba al salón diciendo: don Alfonsito, lo llama don Igol … y había que salir disparado a atender alguna necesidad del invitado.
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Ruso perdido
Mi mamá y doña Vera intimaron bastante. En un momento de confianza, doña Vera le contó a mi mamá que su padre había sido oficial del ejército del zar y que habían perdido su rastro después de la Revolución de Octubre y del asesinato del zar y su familia.
Mi mamá, por ser amable y tener algún tema de conversación, le dijo que ella había oído hablar a la familia Letelier de un grupo de oficiales rusos llegados a Chile hacia 1924. No se sabe por qué razón habían ido a parar a Aculeo, donde mi abuelo, Miguel Letelier, dueño del famoso criadero de caballos chilenos de ese lugar, compadecido de su triste historia, los había recibido y les había facilitado caballos para hacer algunas acrobacias ecuestres en público para ver de aliviar su difícil situación. Yo he visto en Aculeo fotografías de estos oficiales con gorros de piel rusos montando los caballos corraleros y llevando en el arzón a nuestra tía Consuelo, entonces de 5 ó 6 años.
Mi mamá averiguó con su suegra, mi abuela Luisa Llona, si aún tenían aún algún contacto con alguno de estos rusos y la Mamú inmediatamente se acordó de Vadim Fedorov (personaje mítico de la familia), lo ubicó y le preguntó si por casualidad había conocido al padre de Vera.
Vadim, emocionado, respondió: «No sólo lo conocí, es más, murió en mis brazos y yo lo enterré. Está en el Cementerio General».
En un verdadero pèlerinage sentimental partieron al cementerio doña Vera, Vadim, mi abuela y mi mamá. Allí averiguaron la ubicación de la tumba y doña Vera pudo depositar flores en la tumba de su padre, perdido y hallado después de tantos años en el último rincón del mundo. Fue un episodio algo surrealista, digno de Fellini.
La Asociación de Compositores organizó varios encuentros con el maestro, y algún miembro de ella hizo una invitación a almorzar en su casa en el Cajón del Maipo. Partimos con don Igor en el auto de mi papá, y en el camino nos paró un carabinero para algún control. Mi papá, muy nervioso de que se fuera a molestar al maestro llevó aparte al carabinero y le dijo: «Mi carabinero, aquí traemos nada menos que a don Igor Stravisnky». Para su gran sorpresa, el carabinero pone cara de complicidad, hace con las manos un gesto de tocar flauta y cuadrándose le dice «adelante, maestro».
Además de este contacto del padre de doña Vera, el maestro, que había sido en su juventud en París un protegido de la belle chilienne doña Eugenia Huici de Errázuriz, notable dama chilena quien fuera mecenas de grandes artistas como el propio Stravinsky y Picasso, tuvo una gran emoción de saber que mi madre Margarita Valdés Subercaseaux era sobrina nieta de doña Eugenia, casada con su tío abuelo José Tomás Errázuriz Urmeneta.
Los ensayos de orquesta los hacía el director ayudante Robert Craft, porque el maestro estaba muy frágil, pero asistía a ellos, flanqueado por los ávidos compositores de la Asociación de Compositores, encabezados por Domingo Santa Cruz. Recuerdo haber visto allí a Schidlowsky, Alfonso Leng, Jorge Urrutia, Sylvia Soublette, Eduardo Maturana, por supuesto Alfonso Letelier y muchos otros.
Asistimos al último ensayo, en el Teatro Astor, en que Stravinsky dirigió su obra, encontrando que estaba todo bien, excepto algunos tempi que corrigió rápidamente. Fue una experiencia inolvidable.
Llegó el día del concierto y vimos, con enorme impresión cómo el maestro subía dificultosamente al podio para dirigir El pájaro de fuego. Los músicos de la orquesta estaban muy emocionados y atentos a los gestos del director. En la platea, los compositores, que hacían una verdadera guardia de honor, sentían que estaban viviendo un momento histórico.
El público contenía el aliento pues era una experiencia única y luego el aplauso fue interminable. Con gran dificultad conseguimos sacar al maestro del camarín y llevarlo al auto para la cena de gala que el compositor Carlos Riesco ofrecía en su casa.
De las conversaciones con el maestro, sobre política, composición, arte y cultura, queda una muy bien documentada y sabrosa crónica del compositor Jorge Urrutia Blondel en la Revista Musical Chilena.
A nosotros, sus escuderos, no se nos incluyó en este convite ni en las conversaciones, por razones obvias.
Conservo de esta visita un programa del concierto firmado por Stravinsky y una partitura de orquesta de Petrushka también con su firma.
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