El pianista y director de cámara chileno reflexiona sobre su formación, los años en Alemania, su admiración y emancipación de la figura omnipresente de Claudio Arrau. También recorre el mundo actual de las grabaciones, sus proyectos y los cambios en la escena de la música clásica en las últimas décadas.
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-En la contratapa de los CDs del sello Arte Nova, que muchos comprábamos en los años 90, aparecía esta escueta biografía tuya: «Estudió con Carlos Botto en Chile, con Günter Ludwig en Alemania y con Maria Curcio en Inglaterra». ¿Qué viene antes? ¿cómo descubriste la música y quiénes fueron tus profesores de niño?
-Lo que decía el disco no estaba tan lejos de la realidad. Carlos Botto fue de hecho mi profesor de niño. Crecí en un ambiente con gran afinidad hacia la música clásica, por ambos lados. Tanto mi padre como mi madre eran aficionados a la música, mi mamá tocaba piano. En mi casa había un piano de una abuela holandesa. Esta abuela retornó a vivir a Holanda definitivamente cuando yo era muy chico. Mi primer encuentro con el instrumento fue escuchar tocar a mi mamá. Una vez me llevó a un concierto, era el Concierto para violín, piano y cello de Beethoven. Jamás lo olvidaré. Tocaba Elvira Savi. Ese fue un sonido que me cautivó totalmente. Tenía entre cuatro o cinco años.
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-¿Y esa experiencia del Triple Concierto desencadenó tu afición? ¿Tomaste clases a partir de ahí?
-Sí. Ahí empecé a insistir en tener clases de piano. Mi mamá me puso en clases con su profesora, Georgina González. Ella me hizo clases medio año, y consideró que era bueno que se hiciera cargo de mi formación alguien con perspectiva más profesional. Ella fue la que insistió y que propuso a Carlos Botto. Empecé a los siete años con él. Otra persona que influyó también en mis estudios fue mi papá. Mi papá me apoyaba y supervisaba mi práctica diaria del piano.
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-Me imagino que tus padres escuchaban música en casa. ¿Recuerdas algún disco que te haya marcado de niño?
-Beethoven era lo que más había. Era el compositor favorito de mi mamá. En esa época las grabaciones de música clásica eran mucho menos accesibles que hoy. Obviamente que algo como Spotify era impensable, estamos hablando de comienzos de los 70. Cada cierto tiempo llegaba un disco nuevo. Llegaba mi papá, por ejemplo, con el Concierto no. 2 de piano de Beethoven. Ese era el que había. No estaba ni el 3 ni el 4. Había que esperar. Los discos terminaban rayados porque yo los ponía una y otra vez. Discos que me marcaron fueron, por ejemplos, la Fantasía en do mayor de Schumann por Sviatoslav Richter. El que tenía varios discos era Carlos Botto, había estado becado en Estados Unidos y se podía abastecer por ese lado. De entre sus discos impresionaron mucho El niño de los sortilegios, de Ravel, los Lieder de Schubert cantados por Fischer-Dieskau y los ballets de Stravinsky, sobre todo Petroushka. Sufría con la trama de Petroushka.
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-¿Nunca te animaste a tocar las tres piezas de Petrushka transcritas para piano?
-¡Nunca! Ya se acabó eso. Es una música cuya dificultad técnica es tan alta, que tendría que invertir demasiado tiempo. Después de los treinta años se hace más difícil abordar ese repertorio. Y la verdad es que no necesito tocar esas piezas; me basta con escucharlas. Petroushka tiene una dificultad técnica similar a los Estudios trascendentales de Liszt. Aunque los Estudios de Liszt tienen más densidad musical y conceptual, desde luego.
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-¿A qué edad supiste que te ibas a dedicar profesionalmente al piano?
-Yo creo que siempre lo supe. Ese momento de decidir vocacionalmente sobre el propio futuro, así desde cero, nunca lo tuve. Veía con un poco de envidia a mis compañeros en el colegio barajar opciones sobre el futuro. Para mí estaba muy claro desde chico que mi destino era la música.
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-Tener esto tan claro, ¿no te hizo descuidar otras materias, otros aprendizajes?
-No. Tenía intereses bastante amplios y afortunadamente me iba bien en el colegio. Entonces podía llevar bien el piano y los demás intereses literarios y científicos.
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El manejo del tiempo
-Pensando en retrospectiva, ¿qué destacarías de Botto, Ludwig y Curcio? ¿Cómo han influido en tu carrera como pianista? ¿Qué otra influencia musical nombrarías?
-Esta pregunta me sirve mucho para reflexionar y para ordenarme internamente. Una de las características de Carlos Botto es que no era pianista como primera ocupación. Tocaba muy bien el piano, por cierto, pero ante todo era un compositor. Entonces, lo que él me dio durante los doce años que fue mi maestro fue un conocimiento profundo y exhaustivo del lenguaje musical, de cómo está hecha la música desde la perspectiva del creador; es lo que te lleva a comprender lo que llamaríamos el aspecto teórico-práctico estructural. Eso me hizo llegar a Alemania con una ventaja importante con respecto a mis compañeros en ese ámbito. Obviamente también Carlos Botto se preocupó de darme una base técnica sólida, pues sin eso tampoco podría haber satisfecho las exigencias del medio europeo. ¡Pero en Europa partí relativamente tarde! Llegué a los dieciocho años. Piensa que Arrau llegó como a los ocho. Tuve que trabajar bien duro en la parte técnica. Ahí llegamos a Günter Ludwig. Él me dijo: «¿Sabes qué? Contigo no pienso hablar sobre música, porque veo que ya estás formado. Lo que tenemos que hacer es buscar un lenguaje musical personal». Encontrar un lenguaje musical personal puede ser un proceso doloroso, porque significa despedirte o eliminar cosas que percibes como necesarias, pero en realidad son malas costumbres o muletillas. Lo definiría como un proceso de eliminación de elementos ajenos a lo que soy como músico.
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«Yo sentía una admiración gigantesca por Arrau. Su arte me tocaba hondamente. Lo escuché una sola vez en vivo, en Alemania. Ese concierto me conmovió profundamente. Lamento no haberlo podido conocer en persona».
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-¿Una suerte de purgación musical?
-Exacto. Pero no se trata de eliminar las cosas que te gustan. Tienes que preguntarte: ¿esto lo toco así porque realmente me gusta, o porque te dijeron que así se hacía, o estás acostumbrado? En ese sentido Günter Ludwig era tremendamente riguroso. Fue un proceso bastante duro.
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-¿Podrías poner un ejemplo pianístico concreto de ese proceso?
-Claro. Pensemos en el manejo del tiempo, en sus velocidades, lo que se llama el rubato. Es algo muy personal, pero que tiene que ver también con el gusto en el que se te ha imbuido. Yo venía de un ambiente muy marcado por la figura de Arrau. Para mí, y no sólo para mí, sino para muchos otros, Arrau era el referente. El pianista más grande y el único. Todo se medía con Arrau. Comencé a ver que había otras posibilidades y a aceptar que mi trabajo no necesariamente consistía en parecerme cada vez más a Arrau. El profesor Ludwig no tenía a Arrau como referente. Ludwig venía de otra tradición, de otra escuela.
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-¿A quién consideraba Ludwig como un referente?
-Para él Alfred Cortot era el gran genio. Ludwig había estudiado en Francia y pertenecía a una generación de alemanes que vivieron el término de la Segunda Guerra siendo adolescentes. Vivir la catástrofe del nazismo y de la Segunda Guerra los hizo distanciarse de los artistas alemanes, de la sospechosa «alemanidad». Y Arrau, para ellos, era parte de esta tradición artística alemana. Ahí comencé un proceso que yo llamaría de emancipación de la figura de Arrau.
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-¿Y esa tendencia sigue con Maria Curcio?
-Curcio significó volver a fijarme en aspectos estéticos más objetivos. La pregunta no era ya quién soy como artista y qué quiero expresar, sino qué es lo que va con esta música, con este estilo, enfocarse en la interpretación musical como un arte de la representación. Para mí eso fue liberador. Aire fresco. Los años de Alemania fueron bien agotadores, y yo ya estaba saturado. Esos años en Londres me hicieron bastante bien.
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-¿Cómo trabajaba Maria Curcio?
-Para ella lo importante era la calidad del sonido. Maria Curcio venía de otra tradición. Bueno, quizá hablar de otra tradición es incorrecto, porque todos los pianistas vienen de un gran padre común, que es Franz Liszt. Arrau venía de Krause. Pero Curcio había sido alumna de Artur Schnabel, otro linaje lisztiano. Para mí fue muy importante conocer otras formas de abordar la música de piano que la de Arrau. Con Arrau yo coincidía con el repertorio, o con su núcleo. Entonces se trataba de buscar otras formas de abordar este mismo repertorio.
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Falta de referentes
-¿Nombrarías a otra influencia musical además del trío Botto-Ludwig-Curcio?
-A mediados de los 80 conocí y busqué el contacto de Alfred Brendel. Me impresionaba tremendamente su forma de expresar, para transmitir el contenido emotivo e intelectual de su repertorio, que por casualidad era muy parecido al mío. De los artistas que alcancé a ver en vivo, Brendel es una influencia. Hay otros pianistas, desde luego, a los cuales he admirado. Pero no han sido influencia. Y hay un director que me ha influido grandemente: Nikolaus Harnoncourt.
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«Busqué mucho tiempo acercarme a él. Muchísimo tiempo después supe que él mismo no había querido entrar en contacto conmigo. Las causas: cahuines, maldad y envidia de su entorno».
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-¿Cómo te ha marcado Harnoncourt? ¿Eso lo dices más como director de orquesta?
-No necesariamente. Su influencia tiene que ver con cómo frasear, cómo articular. Lo que él llama «la música como lenguaje», en el sentido de lenguaje hablado. La inflexión de la frase, cómo uno mismo habla, tal como lo estamos haciendo aquí. Eso fue decisivo. La motivación inicial para pensar y darme cuenta de la importancia del fraseo fue él. Son cosas que muchos intérpretes olvidan, ¡pero que hacen una diferencia tan grande!
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-¿Qué diferencias existían y existen entre la formación musical chilena y la europea? ¿En qué hemos mejorado? ¿Qué gana hoy un intérprete chileno que va a estudiar a Europa o Estados Unidos?
-Creo que las cosas no han cambiado mucho. El ambiente musical chileno es más bien pequeño. Es bastante protegido; la competencia entre pares tiende a postergarse hasta bien avanzada la vida laboral. El problema que persiste es la falta de referentes. A veces el chileno llega a Europa e idealiza el nivel europeo, como si fueran de otra galaxia. Se dice: «Los alemanes son unas bestias», y cosas así. Esa es una forma de evitar el análisis realista, de ver cómo estamos en verdad, y de darse cuenta de que en todas partes se cuecen habas. ¿Qué gana un intérprete chileno? Abrirse a referentes, ver en qué tiene que trabajar duro.
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-¿Durante la adolescencia o ahora, has tenido acercamientos a la música popular, al folklore o al jazz? ¿Ejercen alguna influencia musical en ti las músicas no doctas?
-Sí, ejercen influencias, pero de modo no intencional, de modo inconsciente. Escucho otros tipos de música como afición, como distracción. Me he metido a tocar en grupos de tango y me gustaría mucho armar una orquesta de salsa con los profesores de la universidad. Tengo a algunas víctimas (ríe).
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-Además, a los alemanes les encanta la música latina.
-Sí, pero tomó su tiempo. Imagínate que cuando yo llegué, el año 85, unos amigos me invitaron a una fiesta de colegio. Tenía 19 años. Y se me ocurrió llevar un disco de salsa. ¡La pista de baile se vació en tres segundos! Impresionante. Me sentí pésimo, me miraban y me preguntaban: ¿esto acaso se baila? Y mira ahora.
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-Del repertorio que has grabado o tocado, ¿cuál ha sido el más desafiante y por qué? Mencionaste a los Estudios trascendentales de Liszt.
-Es difícil responder a esta pregunta. El último periodo de Beethoven, las cinco sonatas tardías (op. 101 al 111), son extremadamente difíciles. En otro plano, el Concierto para piano y orquesta de Ligeti es tremendamente desafiante. Me tocó armar ese concierto como director de orquesta. Fue un trabajo intensísimo. Pero desde el punto de vista pianístico, las sonatas tardías de Beethoven incursionan en estratos estético-expresivos que eran tierra virgen. Seguir a Beethoven es el desafío. Ese repertorio técnicamente es muy difícil. Piensa en la sonata Hammerklavier. El desafío de captar, recrear y transmitir el mensaje es algo muy complejo. Digo complejo en sentido estricto, no como se suele usar en Chile, como sinónimo de difícil. No, es complejo porque está compuesto de diversos aspectos ⸻incluso contradictorios⸻ que tienen que ser unificados. Es una tarea que no se acaba nunca. Para el concierto de Ligeti se necesita mucho estudio y ensayo, y la obra sale. Pero en el caso del universo del Beethoven tardío, se trata siempre de una tarea pendiente. No se acaba nunca. Ahora mismo, en este tiempo de confinamiento por la pandemia, he intentado volver al Beethoven tardío.
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-¿Y tienes algún plan con Beethoven? Aprovechando el aniversario.
-Estoy grabando la obra pianística de Beethoven. No puedo decir con qué sello estoy trabajando, pero se trata de un proyecto bastante ambicioso. Los festejos por los 250 años del nacimiento de Beethoven resultaron completamente malogrados por la pandemia. Para el 2027, los 200 años de la muerte, esperemos estar mejor preparados. Estoy grabando no sólo las sonatas, sino que también las variaciones, las bagatelas. Pero se demorará en salir, porque el sello quiere lanzar la grabación en bloques de cinco discos.
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-Arrau alguna vez manifestó su desprecio por Rachmaninov, y creo que Richter confesó su falta de afinidad con Mozart. ¿Tú tienes algún autor canónico por el cual no sientas la menor atracción o incluso desprecio?
-Es curioso lo de Arrau, porque tocaba muy bien a Rachmaninov. En la película Rapsodia se puede oír el Concierto número 2 tocado por él. Ese rechazo a Rachmaninov no pudo haber sido siempre, me imagino. Y Richter no se avenía muy bien con Mozart por personalidad. Lo que pasa con el repertorio pianístico es lo siguiente: es tan vasto, que siempre habrá autores que uno tendrá que omitir, no por desprecio, naturalmente, sino por elección. Hay otro tema muy lamentable hoy en el mundo musical: el encasillamiento. Es muy difícil que hoy inviten a un pianista no ruso a tocar un repertorio ruso. Es un automatismo, un prejuicio bien estúpido. Para tocar a Albéniz hay que ser español. A mí me preguntan por qué no toco Albéniz. ¿Tengo que tocar Albéniz porque nací en Santiago de Chile? Hay mucha estupidez también en el mundo de la música, como en todas partes. Pero volviendo a tu pregunta: debo reconocer que la música minimalista no me interesa tanto. Algo tiene que ofrecer, sin duda. He dirigido a John Adams (hicimos Shaker Loops hace un tiempo) y a Philip Glass, y obviamente que existe algo ahí. Hay algo entretenido, se podría decir.
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-La comparación entre tú y Claudio Arrau se ha vuelto un lugar común. Ambos son chilenos, con nexos fuertes con Alemania, ambos grabaron las 32 sonatas de Beethoven, etcétera. Más allá del lugar común, ¿qué destacas del arte de Arrau?
-Esos lugares comunes son inevitables. Pero el tema de Arrau es interesante. Como te conté, la emancipación de Arrau fue un proceso que viví en mis años de estudios en Alemania. Es un proceso que cada uno tiene que hacer con los que han sido sus referentes importantes. Yo sentía una admiración gigantesca por Arrau. Su arte me tocaba hondamente. Lo escuché una sola vez en vivo, en Alemania. Ese concierto me conmovió profundamente. Lamento no haberlo podido conocer en persona. Busqué mucho tiempo acercarme a él. Muchísimo tiempo después supe que él mismo no había querido entrar en contacto conmigo. Las causas: cahuines, maldad y envidia de su entorno. Creo que Arrau delegó sus relaciones humanas, sus relaciones personales, en pos de su misión artística. Fue una decisión consciente que tomó. Arrau era manejado por un círculo de gente que tenía intenciones egoístas. Después de la muerte de Arrau me encontré con Frida Rothe, la mánager de Arrau, y tuvimos una conversación muy interesante. Ella no tuvo arte ni parte en este cahuín; ella misma fue segregada del grupo de Arrau. A ella la alejaron de Arrau en los últimos años. Es el precio a pagar si quieres consagrarte a tu carrera. Yo jamás haría algo así. En suma: tengo una relación ambivalente con Arrau. Me dolió mucho no tener el contacto que busqué. Pero, por otro lado, me hizo bien haberme independizado.
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-¿Fue providencial este contacto fallido con Arrau? Quizá te hubieras agobiado con su figura magnética.
-Desde el punto de vista artístico fue ciertamente providencial. Arrau era muy determinante, y taxativo desde el punto de vista artístico. Hubiera sido sofocante. Su influencia hubiera sido tremenda en mí…una especie de Übervater omnipresente. Ese hecho doloroso me mandó en una dirección que fue mejor. Naturalmente, sigo admirando el gran arte de Arrau. Dentro de las etapas de su vida artística, confieso que sus grabaciones de los años 50 y 60 para mí son lo más cercano a que los ingleses llaman the real thing. No me siento identificado con el Arrau de las últimas grabaciones. A veces sucede que los grandes artistas pierden la referencia con el mundo exterior en sus épocas tardías. Arrau vivió en una burbuja hacia el fin de su vida. No tenía a nadie que le dijera: «Maestro, ¿está seguro de que esto se tiene que tocar así?». Puedes compararlo con Rudolf Serkin. Las últimas grabaciones de Serkin son más vivaces, más alocadas. No todo tiene que ser más lento cuando uno envejece. En mi experiencia como director, yo he ido por el camino de ganar más fluidez. La lentitud como valor en sí mismo me pone impaciente. Creo que la naturalidad es lo más importante.
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-Has abordado compositores con fuertes influencias literarias (Schumann, Liszt). Tú mismo, ¿te alimentas de literatura personalmente? ¿Tienes autores u obras preferidos? ¿Los conectas con tu labor musical?
-Partamos por la música. Existe una literatura que acompaña al trabajo musical, la llamada Fachliteratur. Biografías, estudios, ensayos. En ese ámbito soy un lector más bien asistemático y aleatorio. Me alimento mucho de referencias de colegas, de amigos, y a partir de ahí voy buscando materiales para estudiar lo que me interesa. Me interesa compartir y conversar sobre estos hallazgos. Para mí eso es lo más importante. Pero no tengo una mente dividida en compartimentos separados. Lo que interesa y me fascina son las vivencias y emociones humanas, y eso lo encuentras tanto en la literatura especializada como en las bellas letras. He estado leyendo ahora sobre el problema de la educación musical. Eso toca un ámbito filosófico y psicológico tanto como lo pueda hacer una novela ambientada en el siglo XVIII. Lo sintetizaría así: de niño y joven, tuve un formación amplia y profunda. Esa es mi base para ir abriendo mis horizontes a través de lecturas y conversaciones. Pero ahí no soy metódico. Soy metódico en la música.
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-¿Te gustaría escribir alguna vez sobre música, como por ejemplo hizo Alfred Brendel con sus Reflexiones sobre la música?
-¡Uf! Ahí me pones un ejemplo intimidante. Brendel es de un calibre intelectual superior. Yo tengo una inquietud intelectual por pensar y atar cabos, conectar ideas que vienen de ámbitos distintos, pero no para sentarme a escribir y proponer algo de ese tipo. Pero para sentarse a escribir hay que sentir una necesidad muy imperiosa que viene de adentro. Así es en el caso de Brendel. Él tiene una inquietud intelectual excepcional e infinita. Lleva diez años fuera de las pistas, pero sigue activo, sigue escribiendo música y poesía. Brendel es un autor musical que me gusta mucho, a la vez que me intimida. También añadiría los escritos de Beethoven de Maynard Solomon y los escritos sobre música de Harnoncourt.
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Dirigir desde el piano
-¿Qué autor de ficción te llama la atención?
-Para responder de modo espontáneo te diría dos nombres: Vargas Llosa y Hillary Mantel.
De Vargas Llosa me llama la atención su mente superior, que se plasma en una forma de redactar, de expresarse, su capacidad de empatizar con los personajes que pueblan sus libros, sin llegar a extremos de comprometerse ideológicamente. Hilary Mantel es una escritora inglesa que ha ganado dos veces el premio Booker con una trilogía sobre la corte de Enrique VIII. Me atrae la potencia intelectual y el manejo virtuoso del idioma.
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-¿Cómo se dio el tránsito desde pianista a director de orquesta de cámara en Detmold?
-No se podría hablar de «tránsito», porque nunca he dejado de ser pianista. Varios caminos me han llevado a la dirección orquestal. En primer lugar, creo que la música de piano tiene algo orquestal. Son pocas las excepciones de compositores que hayan compuesto para piano sin tener en mente a una orquesta. En segundo lugar, la idea de estudiar dirección orquestal siempre estuvo rondando por mi mente. A mediados de los 90, creo que en 1994, tuve la oportunidad de dirigir la orquesta de cámara de Chile con un programa mozartiano. Después hice un proyecto con la orquesta de cámara de Munich, siempre con esta combinación de dirigir y tocar al mismo tiempo. Los tres primeros conciertos de Beethoven se pueden dirigir desde el piano, y lo mismo los conciertos de piano de Mozart. Hasta que llegó la oportunidad de dirigir la orquesta de cámara de Detmold (llamada antes Orquesta Tibor Varga, por el violinista húngaro que la fundó). Fue el año 2008 que se abrió un concurso para dirigir esta orquesta, concursé y lo gané. Para mí ha sido una combinación muy natural. Estoy, como todos, esperando a que pase esta pandemia para seguir con los proyectos.
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-¿Dentro de estos proyectos futuros, qué papel juegan las grabaciones? Hace poco grabaste La canción de la Tierra de Mahler, en versión para conjunto de cámara. ¿Hay más proyectos en esa línea?
-Esa fue una grabación con la que nos fue muy bien. La historia se remonta a cuando yo vivía en Londres, muchos años atrás. Un día fui a escuchar La canción de la Tierra en la transcripción de Schönberg para conjunto de cámara tocada por la London Sinfonietta. Quedé absolutamente fascinado. ¡Por primera vez se oían los cantantes! El aparato sinfónico reducido hace que la voz de los cantantes sea clarísima y que ellos mismos no tengan que gritar. Entonces cuando tuve la oportunidad de armar este programa en Detmold, programé esta obra y se dio la posibilidad de grabarla. El disco hasta ganó premios. Pero en general, el mundo discográfico no es duro, ¡es durísimo! ¿Quién manda en los sellos discográficos? El dinero, la chequera. Uno esperaría que los sellos actuaran de la siguiente manera: un intérprete de renombre graba el repertorio en el cual destaca. Esa grabación se publica, y alrededor de esa grabación se monta una campaña de publicidad. Luego aparecen las críticas, etcétera. Ese es el modo tradicional de hacer las cosas. Así operaban Deutsche Grammophon, Philips, Decca, los grandes sellos. Hoy la «industria» discográfica se ha transformado en una cosa ininteligible. Para mí y para tanta gente que se dedica a la música los criterios se tornan incomprensibles. Hay una falta de orientación tremenda.
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«No todo tiene que ser más lento cuando uno envejece. En mi experiencia como director, he ido por el camino de ganar más fluidez. La lentitud como valor en sí mismo me pone impaciente. Creo que la naturalidad es lo más importante».
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-¿Por qué crees que ha sucedido esto?
-Por una parte, la cantidad de intérpretes de buena calidad ha subido, y la demanda de música clásica ha bajado. Es difícil cautivar al público. Entonces, las compañías discográficas se ven en la situación de atraer al público a toda costa, tomando así decisiones sin sustento artístico. Sin embargo, existen otros sellos que hacen las cosas de otra manera. Son sellos con presupuestos más modestos, en los que todavía priman los criterios artísticos. Ahí se pueden hacer cosas interesantes.
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-¿Crees que las compañías discográficas ahora eligen a sus artistas más por su aspecto que por su talento? Hace un tiempo, esa era una queja en el mundo de la ópera.
-Yo creo que la tendencia a destacar aspectos extra-artísticos se ha movido. Antes era destacar el look. Pero hoy vivimos una ola crítica hacia los estándares ideales o tradicionales de belleza. Ya no cuenta tanto el high gloss, el brillo, el glamur. Lo extra-artísticos se ha desplazado hacia el activismo del artista, hacia sus opiniones en redes sociales. Eso juega un papel muy importante. La «persona» del artista se construye desde allí. Ya no es importante la facha, sino los mensajes ideológicos. Pero el principio es el mismo. Son elementos extraartísticos para hacer a una personalidad artística más atractiva.
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-También aparece el origen étnico del artista, o las tragedias que ha vivido en su vida.
-Exactamente. Cuando uno empieza a «rebobinar», cae en la cuenta de que uno de los primeros casos fue la película Claroscuro (Shine) de comienzos de los 90. ¿Te acuerdas de la película? Eso ilustra bastante lo que te quiero decir. El atractivo de Helfgott radicaba en su historia. Se llenaban salas enormes. También hay una especie de voyerismo. El elemento que será determinante en el segmento más alto en términos comerciales no es artístico. Siempre ha habido elementos sensacionalistas, pensemos el caso de Paganini o Liszt. Uno hubiera pensado que con más educación, el sensacionalismo se acabaría, pero desgraciadamente no ha sido así.
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