Me ha dado por imaginar el Cruce de los Andes por tierra. A pie, a caballo, tal vez en bicicleta. Mientras sobrevuelo la Cordillera para volver a Roma desde Santiago, se me vienen algunas lecturas a la cabeza. Con trece horas de vuelo por delante y una cartelera agotada en el viaje de ida, tal vez sea el momento de conectar algunos autores andinos. Nunca fui a Mendoza, como se dice allende los Andes, de modo que esas lecturas son las únicas responsables del viaje imaginario que ahora emprendo. O casi. Las excursiones con amigos a cerros cercanos a la capital, en las que nos adentrábamos por vetas que parecían estrecharse, iban acumulando una masa de sensaciones que luego quedarían fijas en las palabras por venir. El silencio vertical pegado al suelo, el aire delgado en pendiente, el frío súbito, la nieve insomne, las rocas solas.
De todas formas, si este viaje no pasa de ser imaginario, lo que ahora escribo ya lo imaginó César Aira en su novelita sobre Mauricio Rugendas, Un episodio en la vida del pintor viajero (2000). Al comienzo del relato, el escritor trasandino narra el cruce del naturalista decimonónico obsesionado con alcanzar Argentina desde Chile para dibujar in situ un malón. La escena del malón es tan genial como la pintura real que la gatilla (en el centro del cuadro una mujer blanca eleva los brazos al cielo, cual Proserpina o Europa sobre el caballo del indio captor). Pero la imagen que me acecha con mayor insistencia es anterior: los jóvenes alemanes (el pintor Robert Krause acompaña al maestro) inmersos en ese laberinto abstracto y vertical que son los Andes. Los Andes corredor, los Andes garganta, y de ese lugar que no admite asentamiento emergen estas dos figuras en miniatura, como atontadas ante el espacio mineral, atrapadas en el tiempo. Eventualmente sortearán el hechizo y lograrán salir de ahí para continuar su viaje. La montaña en esta novela precede a la pampa. Debe ser un orden inusual de entender el mundo para los argentinos, que arriban a la estepa desde el mar. Tan propio de Aira, invertir el orden de las cosas.
Estamos, ahora, en Argentina. Pero nos bastaría para volver a Chile ojear alguno de los cuentos de Manuel Rojas. Ignoro si Aira habrá atravesado la Cordillera, y si esa experiencia – de haber existido – orientó de alguna forma su novela. Rojas, eso lo sé, quiere consignar el sustrato autobiográfico de sus escritos montañeses. Sus personajes suelen atravesar la Cordillera en sentido inverso, como si quisiera descifrar varias veces su tardío nacimiento en Chile. Laguna, el protagonista del cuento juvenil homónimo, existió realmente y portaba ese apellido como un apodo surreal. No murió, eso sí, al cabo del desfiladero como sugiere el relato, pero sí desapareció de la vida del autor llevándose una de las frazadas que le escamoteó a una muerte congelado. «Un rancho en la montaña» también se basa en una anécdota, es una historia que recoge Rojas de una pareja instalada en el Cajón del Maipo. Y, por supuesto, ahí está Aniceto Hevia, el protagonista de Hijo de ladrón (1950), cruzando, como el escritor, medio trecho de la Cordillera colado en un vagón de animales y la otra mitad andando sobre las líneas del ferrocarril. No estoy seguro, en todo caso, de que la comprobación del lazo entre experiencia y escritura vuelva más sugerentes los escritos de Rojas que los de Aira. La literatura ha demostrado varias veces que se puede evocar vivamente algo que estrictamente no se vivió, echando mano de ese misterioso mecanismo de asociaciones y especulación que llamamos ficción (por otra parte, ¿sería posible escribir cuentos como los de Coloane sin haber habitado ese paisaje extremo?). Digamos, en fin, que la nota autobiográfica de Rojas alienta la esperanza de cambiar algún día estas palabras por un paseo real.
Real, sí, pero ojalá no tanto como las excursiones que Pérez Rosales fija en sus Recuerdos del pasado, publicado en forma póstuma en 1886. Once años erró Rosales por los veintitrés pasos fronterizos que por entonces comunicaban a estos países recién independizados. Aunque haya entrado a los Andes atraído por la minería (para hacerse la América como se dice, ¡y qué frase quedarle mejor a Pérez Rosales!), probablemente el escritor huía simplemente de la inmemorial lata chilena. En efecto, «tan amigo de la vida independiente, cuanto enemigo de todo lo que fuese someter[se] al obediente yugo de los destinos públicos», Pérez Rosales, apenas vuelto de París, ensayó toda clase de labores para sacudirse hasta la sombra de un destino señalado. Previo a su década cordillerana, nuestro escritor fue, más o menos en este orden: tendero estafador, agricultor imprudente, falso boticario, fabricante de aguardientes, periodista fallido, contrabandista de animales y, por fin, minero sin suerte. Se me ocurre que solo González Vera y, otra vez, su amigo Manuel Rojas, se repartieron en tantos oficios como el escritor aventurero. Es verdad que al final terminó como otros tantos escritores del siglo XIX: en la arena política, en misiones diplomáticas, etcétera. Pero durante esos once años estuvo seguro de que el camino más corto hacia la libertad se lograba acercándose peligrosamente a los lindes de la supervivencia.
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«No estoy seguro de que la comprobación del lazo entre experiencia y escritura vuelva más sugerentes los escritos de Manuel Rojas que los de César Aira. La literatura ha demostrado varias veces que se puede evocar vivamente algo que estrictamente no se vivió, echando mano de ese misterioso mecanismo de asociaciones y especulación que llamamos ficción (por otra parte, ¿sería posible escribir cuentos como los de Coloane sin haber habitado ese paisaje extremo?)».
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Se sabe que en ese trance, el de la vida en juego, la distancia entre las palabras y la experiencia se dilata. El lenguaje nos parece artificioso e innecesario para nombrar las cosas. Algo de esto hay hacia el final del relato andino de Rosales. Luego de extenderse en toda clase de observaciones sobre la montaña y de narrar alegremente una tras otra sus aventuras, la evocación de una situación que lo tuvo en las cuerdas lo obliga a sintetizar bruscamente su relato. Abandona por un segundo su modo feliz de narrar y lanza al fin ensimismado: «Pero no quiero cansar ni cansarme yo refiriendo vulgares padecimientos de viaje. Estoy por el laconismo de la Monja Alférez, cuando refirió en cuatro renglones la brava historia de su vida. Caminé a pie, dormí entre rocas, trepé cerros, descendí laderas, sufrí fríos, aguanté el cansancio, y si no hubiese sido por la robustez de Campos [su acompañante], se hubiese encontrado algún tiempo después, junto con un esqueleto humano, una cartera lacre que aun conservo, y con la cual se encuentra escrito con lápiz mi temprano epitafio» (capítulo IX). Amén.
Tanta realidad no. Si quisiéramos domesticar un poco la experiencia podríamos echar mano de un naturalista anacrónico: Luis Oyarzún (quien, digamos al paso, le dedica a Pérez Rosales un notable ensayo en su libro Temas de la cultura chilena, 1967). Me imagino a Oyarzún subiendo cerros vestido de terno y peinado con gomina, mientras anota en una libretita la flora nativa cual botánico del siglo XIX. No creo que sea el único en imaginármelo así, debe ser la efigie verosímil que nos hemos hecho de este niño genio del Internado Barros Arana, a quien su amigo Nicanor Parra llamó con razón «El Pequeño Larousse Ilustrado». Como sea, los trekkings prematuros de Oyarzún, que suele registrar en su Diario íntimo, nos llevarían, eso sí, preferentemente por la Cordillera de la Costa. Esta hermana menor no merece el destino que le indica Parra en un poema («Tengo unas ganas locas de gritar / ¡Viva la Cordillera de los Andes! / ¡Muera la Cordillera de la Costa!»). Entre otras cosas porque a veces nos permite calibrar la desmesura de los Andes. Una de las vistas más alucinantes del cordón andino se logra encaminándose por las faldas del cerro El Roble, entre los más altos de la otra cordillera. Apenas se inicia la escalada a la altura de Til Til, se ve emerger el cono del Aconcagua, sobresaliendo de la muralla paralela. Un sentimiento similar registra el más famoso de sus escaladores, Darwin, cuando recorre con la mirada desde la cumbre de la Campana (vecino al Roble) los accidentes del país corredor.
Trece horas y llego al aeropuerto de París para tomar la conexión a Roma. Ahora vuelo sobre los Alpes, que atravesaré en algo más de treinta minutos. Ahí aparecen las estilizadas montañas europeas con su nieve bien puesta. Si me fijo un poco, puedo ver pueblos de montaña siguiendo las vetas o la cuenca de un río en su origen. Nada de eso es posible en los Andes chilenos. No hay historia en sus entrañas, estamos fuera del tiempo, estamos fuera de la ley. Prófugos, arrieros, baqueanos, contrabandistas, andariegos, todos en tránsito, su huella se borra apenas pasan. ¿Santiago? Una nota a pie de página de esta frontera informe. ¡Cómo falta ese vértigo en el viejo continente!, la vecindad de un lugar indómito, la posibilidad de perderse para siempre en los demenciales callejones andinos.
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