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¿Le gusta a usted Brahms?

El desconocido Kurt Masur

Germán Reyes Busch
Santiago, Chile. Á - N.6

«¿Por qué aciertan directores con Brahms como Solti y Abbado? Precisamente porque manejan muy bien los detalles, pero los insertan en un pulso retórico y dramático muy expresivo. Saben cantar las líneas ocultas sin descuidar la férrea estructura general que las sostiene. Masur logra entrar en esta liga de quienes sin descuidar los detalles, saben que Brahms es un narrador y no solo un poeta de los sonidos».

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¿Le gusta a usted Brahms?, también conocido como Goodbye Again, es un efectivo y otoñal melodrama de 1961, dirigido por Anatole Litvak, que trata del encuentro entre un hombre joven y una mujer mayor. Esa era una pregunta muy de moda allá en los 60: Brahms era el Mahler de los nacidos en la primera mitad del siglo XX, un compositor que separaba a quienes gustaban de la música clásica de quienes «verdaderamente» gustaban de la música docta. Hoy Brahms es un clásico, pero siempre me ha parecido que la pregunta no carece de fondo: Brahms es un compositor objetivamente difícil. Difícil de interpretar, difícil de oír. La escritura de la cuerda siempre explora los sobreagudos, gran manejo de contrabajos, maderas a veces imposibles, contrapunto milimétrico y equilibrios difíciles por todas partes. Brahms es tan difícil de interpretar que cuesta encontrar ciclos sinfónicos de alto vuelo. Es el compositor en que fracasan o tienen aciertos limitados los grandes de la batuta.

 

Da la impresión de que los grandes aciertos en Brahms son extraños. Ahí están Bruno Walter con dos ciclos, un sorprendente Solti, un sorprendente Abbado (digo sorprendentes, porque son directores cuyos estilos aparentemente no se asociarían a Brahms); Eugen Jochum, Wand, Giulini, Klemperer, Kertesz, Kurt Sanderling o Celibidache tienen sus seguidores, pero no son del todo indiscutidos. Pocos más podrían entrar en esta liga. Digámoslo de inmediato: Masur es el último de los directores que logra posicionarse como brahmsiano consumado.

 

Kurt Masur no tiene buena prensa. La crítica europea, sobre todo la inglesa, lo mira con cierta distancia. A veces sale a relucir el hecho de que era comunista de carné: se le llega a discutir que sus ciclos sinfónicos de compositores románticos obedecían una necesidad partidista para que Europa del Este tuviera su Von Karajan. Tampoco ayudaba el hecho de que los LPs Phillips (Eterna en Europa del Este) no eran muy ubicables. Incluso en el libreto del ciclo Brahms de Chailly, con la misma Gewandhaus de Lepizig, el director italiano tiene el mal gusto de referirse al Brahms de Masur como si fuera un ejemplo de «abusos de épocas pasadas». Sin embargo, la vociferante declaración no es capaz de acallar lo evidente: el Brahms de Masur es infinitamente más interesante.

 

¿Por qué la mayoría fracasa con Brahms? El referido Chailly fracasa porque se limita a lucir a la magnífica Gewandhaus de Leipzig y a relucir los aspectos contrapuntísticos y rítmicos de Brahms, ayudado por una extraordinaria grabación. Suena «más moderno» o «iconoclasta» si entendemos por «moderno» un enfoque presuroso, carente de vuelo lírico y de imaginación. Sin embargo, para enfoques iconoclastas y reveladores tenemos mejores exponentes en Harnoncourt, Ticciatti o, el mejor en este modo de entender al genio de Hamburgo, Richard Tognetti. Si estas características no están conectadas a la estructura general, a armar un discurso sinfónico, pueden hacer que Brahms parezca una colección de efectos especiales sostenidos en el aire, lo que es lo más anti brahmsiano que nos podamos imaginar.

 

¿Por qué aciertan directores como Solti y Abbado? Precisamente porque manejan muy bien ese tipo de detalles, pero los insertan en un pulso retórico y dramático muy expresivo. Saben cantar las líneas ocultas sin descuidar la férrea estructura general que las sostiene. Masur logra entrar en esta liga de quienes sin descuidar los detalles, saben que Brahms es un narrador y no solo un poeta de los sonidos.

 

¿Qué pasa con el Brahms de Masur? Han pasado décadas del término de la Guerra Fría y recién se han reeditado, en las mejores condiciones técnicas esperables, para todo el público occidental sendos ciclos de Masur-Gewandhaus con las sinfonías de Beethoven (en SACD Pentatone), Bruckner (en RCA) y este de Brahms (Eloquence). Los registros son de la década del setenta y principios de los ochenta. Los reprocesados son estupendos (no a la altura del sonido del ciclo de Chailly, pero a veces suenan con mejor perspectiva general) y hacen justicia a grabaciones que claramente van más allá de un intento político de los camaradas por tener su propio representante de la tradición germánica. Hay registros que están por primera vez en CD y otros que son primera edición en un sello occidental o que habían estado solo en lp o SACD.

 

A todo el ciclo Brahms de Masur lo acompaña una cualidad única: el sonido de increíble personalidad de la Gewandhaus de Lepizig, que presenta una impronta de orquesta eslava en maderas y metales muy coloridos, con mucho vibrato, con un oboe solista que se superpone siempre a toda la orquesta y cornos que recuerdan los rústicos y expresivos cornos rusos (oír el inicio del Segundo concierto para piano, de Brahms). Las cuerdas, en cambio, presentan la sedosidad y seguridad de las orquestas alemanas del oeste. Estamos hablando de una orquesta con una impronta única, ya perdida en la infalible, pero menos expresiva Gewandhaus actual. Masur, por su parte, va un paso más allá de Solti, Abbado, o incluso Walter.

 

Masur está atento a los micro detalles en medio de un discurso dramáticamente impecable. Además se atreve al arrojo, a cierta cualidad improvisada, en que pareciera que los músicos de la Gewandhaus estuvieran a su antojo. Oigan, por ejemplo, el vuelo lírico del segundo movimiento del Concierto para violín, música de cámara en su máxima expresión, o la «Serenata op.16», en la que cada músico pareciera que lo único que desea es tocar lo más bellamente posible su instrumento.

 

En este ciclo hay tres referencias absolutas: la Tercera sinfonía, poderosa y vulnerable; el Concierto para violín con Accardo, de desatado lirismo, las Danzas húngaras, que nunca se hicieron mejor en su edición más tradicional, poéticas, contrastadas, bellísimas. Hay también lecturas inmensas que se ubican entre las mejores de la Sinfonía 2, las dos serenatas (una pena que los timbales o cornos no destaquen más en la primera de ellas), el Concierto para piano 2, con una dirección portentosa y un Misha Dichter arrollador y lírico por partes iguales; las Variaciones sobre un tema de Haendel, preciosas y elocuentes. Muy buenas «Sinfonías 1 y 4», Oberturas, Doble concierto. Quizá lo más débil, pero no por Masur, que sigue estando en plena forma, sea el Concierto para piano 1, con un Dichter esta vez algo deslavado.

 

Si a usted le gusta Brahms, si «de verda» le gusta la música, este ciclo es obligatorio.