Josep Maria Castellà Andreu es uno de los constitucionalistas más importantes de Iberoamérica y Europa. Es catedrático de la Universidad de Barcelona y miembro de la Comisión de Venecia, organismo asesor del Consejo de Europa en asuntos constitucionales. Castellà ha sido capaz de complementar su destacada carrera académica con una activa labor intelectual y una de sus últimas iniciativas en ese sentido es el Club Tocqueville. Conversamos con él sobre la trayectoria histórica del constitucionalismo y sus desafíos en el siglo XXI.
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¿Cómo definiría una Constitución y cuál es el rol que le tiene que corresponder en el mundo moderno? ¿Ha cambiado ese rol desde que se inicia la historia constitucional?
Sustancialmente, el contenido y las funciones de una Constitución son las mismas desde el inicio de la edad contemporánea, en Estados Unidos, que a su vez bebe de la experiencia inglesa. Lo resumiría diciendo que es una forma de limitar el poder y por otro lado un instrumento de gobierno. Se limita el poder de la mayoría creando contrapoderes. Por lo tanto, un sistema de checks and balances en el que el poder frena al poder para defender mejor la libertad. Este es el sentido político de la limitación del poder. Por otro lado, es un instrumento de gobierno en la medida en que crea los cauces para la decisión pública a través de las instituciones dentro de las funciones que éstas llevan a cabo.
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¿Cómo se condice eso con constituciones que han sido muy comunes en América Latina, donde líderes carismáticos que intentan comenzar un nuevo orden social dicen que hay que cambiar la Constitución? ¿O con constituciones de regímenes totalitarios?
El siglo XIX, sobre todo en Europa y a partir de ahí en Iberoamérica, se caracteriza porque ya desde la Revolución Francesa y la Revolución Americana es tan potente el concepto y la idea de Constitución que ni siquiera los regímenes autoritarios se pueden sustraer de tener una apariencia constitucional. Por esto, lo que hacen son documentos políticos. Fijémonos cómo, en la primera mitad del siglo XIX, los viejos monarcas absolutos aprueban «cartas otorgadas» (charte octroyée), concediendo al pueblo unos documentos que parecen constituciones pero que no son dictadas por el pueblo, les falta el We the People del preámbulo de la Constitución de Estados Unidos. No son expresión de la voluntad popular, sino de la voluntad del monarca y los contenidos no limitan obviamente el poder y no están previstos los derechos de libertad. Por lo tanto, eso no es nuevo. Empieza en el siglo XIX de la mano del antiguo régimen que, poco a poco, en Europa va cediendo paso al régimen liberal democrático. Ahí se produce, en el siglo XIX en Europa, una tensión entre ese principio monárquico que había legitimado el poder hasta ese momento y el principio democrático que busca legitimarlo de la mano de la burguesía. En el siglo XX nos aparecen los totalitarismos y otro tipo de regímenes autoritarios. Estos también utilizan las constituciones como documentos políticos. Pero no como documentos jurídicos, porque, al final, sólo si la Constitución es una norma suprema con jueces que la garantizan, es una Constitución verdaderamente eficaz frente al poder. Se da el salto de lo jurídico a lo político. Es políticamente legítimo, democrático y al mismo tiempo jurídicamente supremo. Cuando sólo queda un documento político, los gobiernos van a hacer de éste lo que Loewenstein denominaba «constitucionalismo semántico», es decir, banderas ideológicas que se plasman por escrito en una Constitución de un sector, cuando este pierde el poder arrastra con él su Constitución, porque no es expresión de un consenso y no tiene fuerza para obligar. Es simplemente un escaparate que el régimen muestra al mundo. Esto pasó con el comunismo en Europa, dado que los socialismos reales utilizaron de esta forma el constitucionalismo. Por otra parte, en los países africanos, cuando se descolonizan, se produce otro fenómeno que Loewenstein denomina «constitucionalismo nominal». Tienen constituciones, pero la vida va por otro lado, no tienen ninguna incidencia sobre la realidad. Estos son los dos grandes peligros para el constitucionalismo en el siglo XX y que, en parte, siguen estando ahí.
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¿Una Constitución como la de Hugo Chávez el 2000 vendría siendo una Constitución ideológica puramente política que le permitió extender el poder?
La Constitución chavista abre la puerta a lo que se conoce como el nuevo constitucionalismo latinoamericano y las sucesivas reformas a la Constitución venezolana, así como las constituciones de Ecuador y Bolivia, son expresiones incluso más radicales que lo inaugurado por Chávez. Paradójicamente, los productos representativos de estos procesos constituyentes —como las largas listas de derechos, la creación de nuevos poderes aparte de los clásicos y los derechos colectivos— no limitan para nada el poder ejecutivo. Esto nos recuerda la pretensión de Napoleón Bonaparte, quien, ya siendo cónsul, cuando iba a elaborar una nueva Constitución, se imaginó cinco poderes legislativos: el poder ejecutivo decide todo mientras las cinco cámaras parlamentarias se entretienen discutiendo leyes. Se crean muchos poderes, pero sólo en apariencia, no son poderes autónomos, son poderes dependientes del poder ejecutivo. En el caso del nuevo constitucionalismo latinoamericano, al poder ejecutivo se le dota de todo tipo de poder, empezando por el más grande de ellos, que es la no limitación temporal del poder.
Estas constituciones, aunque se traten de una adaptación del constitucionalismo a la realidad latinoamericana, al mismo tiempo eliminan elementos fundamentales del constitucionalismo y por ello hacen que sea poco reconocible este producto constitucional respecto a la tradición constitucional liberal-democrática.
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¿Qué te parece que haya países o regiones como América Latina que tienden a tener muchísimos experimentos constitucionales y otros como Estados Unidos que tienen una sola Constitución?
Eso no es nuevo y me parece que en esto Latinoamérica ha copiado a Francia y a España en el siglo XIX. El siglo XIX, tanto francés como español, se caracteriza por «constituciones de parte». Esto significa que un partido o facción llega al gobierno, establece su Constitución y el desacuerdo con esa Constitución se manifiesta a través de una revolución o un pronunciamiento militar que lleva a otros al gobierno y éstos a su vez crean su propia Constitución. Es un constitucionalismo que limita a la contraparte, no un constitucionalismo que limita al poder.
Esto trae dos consecuencias: primero, lleva a la sucesión de constituciones porque hay muchos cambios de régimen. La inestabilidad constitucional es el resultado de la inestabilidad política. La segunda consecuencia es que se van haciendo cada vez más largas, porque quieren incorporarse a ella todo tipo de aspiraciones sociales, económicas, de colectivos, y la Constitución quiere ser el reflejo de estas nuevas fuerzas que forman parte de la coalición dominante en un momento determinado. Pero muchas veces el incremento cuantitativo no va acompañado de la conservación de su fuerza. Son preceptos más bien aspiracionales, de buenos propósitos, lo que llamamos «normas programáticas», pero que no tienen un contenido normativo. Por eso puede ser que el poder dicte estas constituciones para ver reflejada ahí esa realidad social, esa pluralidad, pero al mismo tiempo sean muy poco exigentes con el poder para respetar determinados derechos o dar cumplimiento a esas aspiraciones, por lo que nos movemos más en el plano de objetivos políticos y no en el marco de las normas.
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Los derechos sociales se discuten muchísimo. Se dice que deben tener presencia constitucional, ya no sólo como aspiración programática, sino también con un recurso efectivo para reclamar su judicialización y que los tribunales adjudiquen salud, pensión o lo que sea. ¿Cuál es el resultado de este cambio en la experiencia comparada?
El intervencionismo del Estado en las relaciones sociales y en la economía es anterior al Estado social. No en vano, fue Bismarck el que ideó la seguridad social o es la España de Franco la que desarrolla una política social que no estaba protegida constitucionalmente. Por lo tanto, la dimensión social del Estado tiene muchos padres, uno de ellos es el constitucionalismo social. Este nace entre guerras y se plantea, más que en términos de «derechos», en términos de tareas que el Estado ha de llevar a cabo. Los derechos son básicamente derechos individuales, derechos civiles y derechos políticos; los llamados derechos sociales y derechos económicos en el primer constitucionalismo son más bien tareas que se le imponen al Estado. Luego, en función de la realidad, del presupuesto y del partido que esté en el poder y su ideología, modulará el cómo se lleva a cabo aquel fin social que se pretende.
Tras la Segunda Guerra Mundial hubo países que optaron por constitucionalizar derechos sociales, como Italia, y otros que no, como Alemania. La Ley Fundamental de Bonn de 1949 es básicamente fiel a esta idea de que los derechos son derechos de libertad y derechos políticos, y que los derechos sociales los ha de llenar de contenido el legislador democrático. Por lo tanto, existen varias opciones en derecho comparado sobre cómo afrontar la cuestión social incluso dentro del constitucionalismo liberal democrático. Al final, aunque se llamen derechos sociales como en Italia o sea un punto medio entre Italia y Alemania, como es en España, donde hay principios rectores de la política social y económica, en general siempre nos encontramos con un problema al tratar de hacer estos derechos a imagen de los derechos de libertad y los derechos políticos. Al hacer esto, al trasladar la estructura del derecho con un titular, con obligaciones que cumplir, vienen los problemas. Un problema es quién ha de concretar estos derechos. Porque a diferencia de los otros, que son exigibles en sí mismos y el juez hace que se respeten, el derecho social necesita de una concreción, sobre todo en su dimensión prestacional, y el juez no puede hacerlo porque no tiene los conocimientos técnicos ni la legitimación para hacer una política presupuestaria que le corresponde al gobierno. Y surge otro problema: que las aspiraciones de la sociedad son infinitas, y aparece la pregunta de cómo jerarquizar estos derechos, puesto que, si por medio de la política no se prioriza entre estas aspiraciones, la incapacidad del Estado a la hora de satisfacerlas termina generando una gran frustración.
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«La Constitución chavista abre la puerta a lo que se conoce como el nuevo constitucionalismo latinoamericano y las sucesivas reformas a la Constitución venezolana, así como las constituciones de Ecuador y Bolivia, que son expresiones incluso más radicales que lo inaugurado por Chávez. Paradójicamente, los productos representativos de estos procesos constituyentes —como las largas listas de derechos, la creación de nuevos poderes aparte de los clásicos y los derechos colectivos— no limitan para nada el poder ejecutivo»
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Hay personas que argumentan que si las libertades clásicas las tiene que proteger un juez, para eso también tienen que pagarse impuestos para que exista un tribunal. Es decir, no hay diferencia porque igual hay que pagar para proteger estos derechos negativos: la vida, la libertad de expresión y otros.
Pero la estructura del derecho es diferente, lo que se le pide al Estado es diferente. En el caso de los derechos negativos, se le pide al Estado que se abstenga de actuar y que cree una red de protección y garantías para el cumplimiento de esto. En el caso de los derechos sociales, se le pide al Estado una prestación, y esta prestación se le puede pedir, pero entendiendo que el alcance lo determina un poder político, porque el poder presupuestario es un poder político, y el juez no puede hacer esto. Una sentencia en la que un juez estableciera una ampliación en una prestación a determinados colectivos, podría acabar en la ruina de ese Estado. La función de un juez no es ésta, y otorgársela es abrir la puerta al activismo judicial convirtiendo al juez en el sustituto del poder político. Esto sólo se puede aceptar en cuestiones muy puntuales, pero no se puede convertir en la regla, porque este activismo acaba trastocando la separación de poderes.
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Entonces es una mala idea tener recursos que permitan u obliguen al juez a intervenir en políticas públicas para proveer estos bienes y servicios.
Si estos bienes y servicios están concretados en normas; si por medio de ley o un decreto del gobierno se provee una determinada prestación, el juez puede intervenir porque es lo que el poder político ha establecido. Lo que es discutible y criticable es que lo haga en ausencia de ese marco. La omisión normativa sustituida por el juez, es ahí donde se abre este peligro.
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¿Cómo aborda los derechos sociales la Constitución española? ¿Son aspiraciones programáticas? ¿Podría ser un referente interesante de observar para otros países?
En esta materia, el modelo de la Constitución española de 1978 no tiene antecedentes en derecho comparado, porque normalmente las constituciones lo que suelen hacer es clasificar los derechos en función de los contenidos. Son derechos civiles, derechos políticos, derechos sociales, etcétera. Lo mismo pasa en documentos internacionales. En cambio, la Constitución española clasifica los derechos en función de las garantías que tienen asociadas, de su cumplimiento y de su eficacia. Hay un primer bloque que son los derechos «más protegidos» o fundamentales, que básicamente se corresponden con derechos de libertad y con derechos políticos como el derecho al sufragio— y con algún derecho social. Cuando hablamos de derechos sociales se pueden entender de distintas formas. El derecho de huelga, el derecho de libre sindicación, por el objeto son sociales, pero su estructura como derecho es un derecho de libertad. Igual que uno tiene derecho a asociarse o no asociarse, uno tiene derecho a sindicarse o no sindicarse, y lo mismo el derecho a la huelga. El problema está en los derechos sociales que implican una prestación. En España solo el derecho a la educación está en este primer bloque, junto con la libertad de enseñanza. Luego hay una segunda parte con menos protección y ahí entra el derecho de propiedad, que no está entre los primeros, y el derecho a la libertad de prensa. Son derechos fundamentales, pero no tienen el recurso de amparo. Si un individuo siente vulnerados estos derechos, debe ir a la jurisdicción ordinaria, pero no puede llevar su caso al Tribunal Constitucional. Luego, en tercer lugar, hay un capítulo que está dentro del título general de los derechos, pero que estrictamente se denomina «principios rectores de la política social y económica »; es aquí dónde están los derechos a la salud, medio ambiente, trabajo, etcétera. Nos encontramos con muchos derechos, pero no están contemplados como derechos sino como habilitaciones o mandatos al Estado a que lleve a cabo determinadas políticas. Eso se culmina con una afirmación de la Constitución de que mientras no haya desarrollo legislativo de estas tareas del Estado, no son exigibles ante los tribunales, salvo que se conecten con un derecho fundamental.
Me parece que la lección que podemos sacar de Alemania y de países del norte de Europa es que se pueden tener políticas sociales muy avanzadas y un Estado social muy potente sin tener constitucionalizados los derechos sociales. Porque depende de la capacidad fiscal del Estado y de las políticas que los legisladores lleven a cabo en un momento determinado. En mi opinión, muchas veces la batalla de los derechos sociales es más simbólica.
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«A diferencia de los derechos de libertad y políticos, que son exigibles en sí mismos y el juez hace que se respeten, el derecho social necesita de una concreción, sobre todo en su dimensión prestacional, y el juez no puede hacerlo porque no tiene los conocimientos técnicos ni la legitimación para hacer una política presupuestaria que le corresponde al gobierno. Y surge otro problema: las aspiraciones de la sociedad son infinitas, y aparece la pregunta de cómo jerarquizar estos derechos, puesto que, si por medio de la política no se prioriza entre estas aspiraciones, la incapacidad del Estado a la hora de satisfacerlas termina generando una gran frustración»
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Hay muchas personas que cuestionan que exista el Tribunal Constitucional, bajo el argumento de que es antidemocrático y no respeta la soberanía popular. ¿Podría elaborar sobre este punto?
La tensión entre la legislación del poder (democracia) y su límite (el control del poder), está en los orígenes de los dos modelos constitucionales. Francia en la revolución trata de empoderar a la Asamblea Nacional y a su producto (la ley) para que sea la norma quien regule los derechos, de ahí la importancia del Código Civil, mientras relega a los jueces la función de meros aplicadores de la ley. Durante casi dos siglos omite todo control de la ley. La Asamblea Nacional ejerce el poder mientras la Constitución ordena el poder. La ley crea los derechos y la Constitución protege la división de poderes.
En el caso americano, se inclinan casi desde el primer momento por una segunda opción. Se crea una Constitución con límites políticos al poder y el límite jurídico está en la Corte Suprema, pero también en los tribunales de los Estados. En 1803, con Marbury versus Madison se da un paso definitivo —que ya estaba en ciernes en Hamiliton, en el punto 78 de El Federalista— y se oficializa la idea del control de todo poder. Ahí se rompen los modelos, el francés y el americano, y van por sendas diferentes. En 1794 se intenta hacer un Tribunal Constitucional en Francia y fracasa. Esto es importante porque cuando ya había acabado el terror jacobino, la reacción es buscar límites al poder. Por eso se inspiran en el constitucionalismo británico y crean una segunda cámara para limitarlo políticamente. Pero cuando Sieyès propone que además de esto haya también un control jurídico, el apego de los franceses a esa revolución que ponía en el centro al poder legislativo lo detiene.
Estos dos son los modelos clásicos. Pero claro, hoy no hay una visión como la de principios del siglo XIX, sino que tenemos la luz de la experiencia. A lo largo del siglo XX y lo que llevamos del XXI, cuando las democracias se han ido instalando, el modelo resultante es el equilibrio entre democracia y Constitución. Esto supone una idea de democracia, donde ésta no es el único principio, no es ilimitada, sino que también se somete a reglas. En esta idea de que el constitucionalismo es anterior, evidentemente hay tensión con la democracia, pero se resuelve justamente sometiendo la democracia a la regla y a los límites de la ley, con una Constitución aprobada y que puede ser reformada por el pueblo. La tensión es innata, pero la idea clave es que si se limita el poder de las mayorías, alguien deberá velar por ese límite. La tensión no es entre democracia y constitucionalismo, sino entre modelos de democracia. Si es una democracia ilimitada, todo límite queda al criterio de la mayoría. Por lo tanto, para evitar esto surgen las democracias constitucionales. Y las democracias constitucionales buscan mecanismos institucionales para ejercer el poder. Luego vienen los detalles: si esto lo ve un Tribunal Constitucional o un Tribunal Supremo, pero son detalles. Al final la idea del Tribunal Constitucional se ha ido afianzando.
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