La minuciosa revisión de la formación y los cambios que ha tenido la Constitución de Estados Unidos muestran que ésta, como dijo la jueza Ruth Bader Ginsburg, es un «documento que evoluciona». Como muestra este ensayo, ha avanzado en general para darles mayores derechos a quienes menos privilegios tienen aunque en su redacción no aparezcan temas clave como la igualdad entre los sexos, la protección de la naturaleza o los derechos de los inmigrantes, y aun exista en ese país una gran deuda histórica sobre el racismo.
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«Una nación, sin un gobierno nacional, es, en mi visión, un espectáculo lamentable. El establecimiento de una Constitución, en tiempos de paz profunda, por el consentimiento voluntario del pueblo entero, es un prodigio, cuya terminación espero con trémula ansiedad».
Publius, «The Federalist Papers No. 85. Concluding Remarks», Independent Journal. Miércoles, 13 de agosto-sábado, 16 de agosto de 1788.
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Si se puede resumir la vital importancia histórica de la Constitución de Estados Unidos en unos cuantos de sus rasgos, sugiero que hay al menos tres de ellos que deben destacarse como experiencias de las que se puede aprender. En primer lugar, es un documento que fue aprobado en un contexto improbable y sus términos están basados en la conciliación de intereses opuestos de individuos que se comprometieron a trabajar en conjunto en pos de un mismo objetivo. También es un documento que aborda de manera sencilla y clara sus dos grandes temas, la forma y administración del gobierno y el conjunto de derechos de que gozan los ciudadanos, a la vez que contiene un procedimiento para su propia enmienda textual, que ha sido un piso común dentro de la negociación general en que la Constitución se basa. Y tercero, ligado a los dos elementos anteriores, la Constitución del país norteamericano es un documento que ha tenido la capacidad de evolucionar en el tiempo, aunque por cierto no siempre al mismo ritmo en que lo han hecho la sociedad y la cultura en las que ha estado enmarcada.
Un breve repaso de algunos hitos previos a la aprobación de la Constitución federal en 1789 servirá para hacer más claro el primer punto. Luego de la firma de la Declaración de Independencia el 4 de julio de 1776, las trece colonias del Segundo Congreso Continental que se habían levantado contra la Corona británica, se abocaron a la tarea de redactar sus propias constituciones para dar el paso decisivo a convertirse en Estados. Mientras los Estados de Connecticut y Rhode Island usaron sus cartas de gobierno colonial que databan del siglo XVII, la gran mayoría de los Estados restantes adoptaron una nueva constitución entre 1776 y 1777. Dando un modelo para la historia posterior, fue el Estado de New Hampshire en 1778 el que primero reunió una convención constitucional con el objetivo de escribir o enmendar una Constitución.[1] Esas primeras constituciones estatales, que de uno u otro modo transportaban la herencia de la democracia ateniense, la república romana y la Carta Magna de 1215, sirvieron de base para la redacción de los Artículos de la Confederación ratificados en 1781 que sancionaban la soberanía de cada Estado, la amistad perpetua entre ellos y un Congreso que no podía recaudar impuestos y que trataría de ser el árbitro final de las disputas entre los estados.
Los logros del Congreso de la Confederación (1781-1789) fueron varios: el establecimiento de relaciones diplomáticas con las potencias europeas, el tratado de paz con la Corona británica firmado en París en 1783, que concedió a estados Unidos los territorios entre las montañas de Allegheny y el río Mississippi, y las ordenanzas territoriales de 1784, 1785, y 1787 que permitieron la futura incorporación de nuevos estados en igualdad de condiciones con los trece miembros originales. Pero no consiguieron esconder sus debilidades. Los estados no honraron la promesa de pagar los préstamos adeudados a acreedores británicos o leales a la Corona incluida en el Tratado parisino, ni el Congreso de la Confederación tenía la fuerza para remontar las presiones comerciales y territoriales a que Gran Bretaña, Francia, y España lo sometieron. En el ámbito doméstico, los estados raramente pagaban a tiempo lo que debían al Congreso de la Confederación, tampoco enviaban sus delegados a las sesiones del Congreso, ni respetaban los tratados con las naciones indígenas. El Congreso de la Confederación no podía obligar a los estados a cumplir sus obligaciones, ni tampoco reformar los artículos para aumentar su poder. Asimismo, los estados mantenían disputas limítrofes y comerciales entre sí, sin que el Congreso de la Confederación pudiera dirimirlas, y también surgieron revueltas lideradas por grupos endeudados, como la Rebelión de Shays en 1786-1787, la más relevante de todas ellas, que hacían tambalear el edificio de este temprano gobierno unicameral.[2]
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Separación de poderes
En ese contexto, la Convención Constitucional reunida en Filadelfia entre mayo y septiembre de 1787 no tenía mucho que perder. Convocados más bien para adecuar y revisar que para fundar una nueva institucionalidad, los 55 delegados que participaron en algún momento de la convención terminaron nada menos que codificando la idea de la nación norteamericana. Entre ellos, había héroes como George Washington (1732-1799), quien presidió la convención y sería el primer Presidente de Estados Unidos, y Benjamin Franklin (1706-1790), egregio librepensador y diplomático; intelectuales políticos como James Madison (1751-1836), cuarto Presidente del país norteamericano, y Alexander Hamilton (1757-1804), primer secretario del Tesoro; autoridades estatales, activistas de intereses locales y una mayoría de hombres que estaban por el consenso. Subrayando el espíritu de compromiso originario, el historiador constitucional Richard Bernstein no pudo describir de mejor manera la crucial actitud de la Convención Constitucional que, para dar luz al texto final, mudó sus expectativas de «diseñar la mejor Constitución posible en teoría» al objetivo más terrenal de «diseñar la mejor que tuviera posibilidades de ser adoptada».[3]
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«La mejor manera de aproximarse a la historia de los cambios constitucionales es entendiendo la libertad, tal como hace Eric Foner en su espléndido libro sobre la materia, como un concepto “esencialmente impugnado”, que por su propia naturaleza se presta a ser objeto de profundos desacuerdos que a su vez presuponen un diálogo sobre esos significados divergentes»
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La Convención de Filadelfia adoptó el texto final el 17 de septiembre de 1787 y unos días después el Congreso de la Confederación, sin pronunciarse sobre su idoneidad, lo despachó a las convenciones de cada uno de sus trece estados miembros para que discutieran su ratificación. La Constitución proponía la creación de un gobierno republicano dividido en tres ramas (Legislativa, Ejecutiva y Judicial) cuyo poder emanaba en gran medida de los Estados, pero sobre cuyas constituciones particulares se elevaba el gobierno federal. Así, la discusión constitucional se escindió entre los federalistas, quienes apoyaban la Constitución y el régimen republicano, y los antifederalistas, quienes impugnaban que la Convención cruzara los límites dentro de los cuales había sido convocada así como el contenido del texto. Entre otros argumentos, desconfiaban de lo pequeño de la rama legislativa federal en comparación al tamaño y poder de las legislaturas estatales, lo insuficiente de la figura del impeachment para controlar a quien ejerciera el cargo presidencial, lo innecesario de las cortes de justicia federales por onerosas, y la falta de una Carta de Derechos (Bill of Rights).[4]
En el estado de Nueva York, donde las críticas antifederalistas empezaban a ganar terreno, emergió una defensa intelectual del sistema de gobierno republicano que no sólo volcaría el favor de la opinión general hacia la nueva Constitución, sino que se transformaría en un clásico del pensamiento político contemporáneo: los Federalist Papers, escritos por Alexander Hamilton en colaboración con James Madison y John Jay (1745-1829) – que sería el primer presidente de la Corte Suprema – , bajo el seudónimo de Publius, cónsul al que se atribuye haber restaurado la República Romana en 509 a.C. No puede decirse que Hamilton y Madison se sintieran cómodos con todos y cada uno de los aspectos del texto originado en la Convención, pero las 85 cartas de los Federalist Papers, originalmente publicadas en los diarios neoyorquinos Independent Journal y New York Pocket entre octubre de 1787 y agosto de 1788 mientras los distintos estados sostenían duras discusiones sobre la ratificación, tenían un esqueleto claro. Estas cartas abogaban por la unidad nacional y federal sobre lo que para ellos era la fatídica posibilidad de una división entre tres o cuatro confederaciones; el consentimiento del pueblo como piedra angular de la obediencia debida a las leyes, y una separación inteligente de los tres poderes del gobierno de modo tal que se contrapesaran unos a otros. Los arquitectos de la Constitución estadounidense estaban conscientes de las enormes dificultades que entrañaba el balance de una sociedad gobernada por leyes generales, ya fuera esta monárquica o republicana. A este respecto, se puede reconocer cierta sabiduría intemporal en la obra de Hamilton y Madison, a mi juicio muy bien contenida en la referencia al Ensayo sobre el desarrollo de las artes y las ciencias del filósofo escocés David Hume que incluyeron al final del último número de los Federalist Papers: «Ningún genio humano, no importa cuán comprehensivo, es capaz, por la sola marca de la razón y la reflexión, de efectuarlo [el balance de una sociedad grande sobre leyes generales]. El juicio de muchos debe unirse en este trabajo; la experiencia debe guiar su labor; el tiempo debe acercarlo a su perfección, y el sentimiento de lo que es inconveniente debe corregir los errores en los que inevitablemente aquellos muchos incurren en sus primeros intentos y experimentos».[5] Además, Hamilton y Madison, quienes en los años de la presidencia de Washington entre 1789 y 1796 y la década posterior se ubicaron en posiciones opuestas del naciente espectro político de federalistas y demócrata-republicanos, contribuyeron decisivamente con este espíritu de cooperación a la consolidación de una cultura política animada por la confrontación racional de argumentos, el sentido común, y la moderación.[6]
El texto original contaba con siete artículos que definían (I) la fisonomía y atribuciones del poder legislativo; (II) el poder ejecutivo; (III) el poder judicial; (IV) la relación entre el gobierno federal y los estados; (V) el proceso de enmiendas constitucionales; (VI) la cláusula de supremacía del gobierno federal sobre los estados, y (VII) el proceso para adoptar la Constitución. El capítulo V sobre enmiendas constitucionales fue un punto de encuentro entre federalistas y antifederalistas. En febrero de 1788, los antifederalistas de la convención ratificatoria de Massachusett acordaron aprobar el texto propuesto a cambio del compromiso de los convencionales federalistas de respaldar un conjunto de recomendaciones de enmiendas que serían enviadas al primer Congreso elegido bajo la nueva Constitución. La mayoría del resto de los estados optaría por hacer lo mismo, y finalmente, el 21 de junio de 1788, la convención del Estado de New Hampshire ratificó el texto constitucional. Era el noveno voto ratificatorio necesario (se habían fijado dos tercios como requisito) para que la nueva Constitución entrara en vigor como gobierno de los Estados Unidos.[7]
Las recomendaciones de enmiendas añadidas por los estados en sus resoluciones ratificatorias se convirtieron en el material del que James Madison extrajo la propuesta de enmiendas que presentó al primer Congreso en junio de 1789. Diez de ellas fueron ratificadas por los estados en 1791 y empezaron a ser conocidas como la Carta de Derechos. En resumen, esta declara: (I) la libertad religiosa, de expresión, de prensa, de asamblea pacífica y de petición; (II) el derecho a portar armas; (III) el alojamiento voluntario de los soldados en tiempos de paz y con acuerdo de la ley en tipos de guerra; (IV) la seguridad de las personas, sus casas, papeles y efectos contra inspecciones no razonables; (V) el derecho al debido proceso; (VI) el derecho a un juicio expedito e imparcial; (VII) el derecho a un juicio por jurado en ciertos casos; (VIII) la prescindencia del pago de fianzas y multas excesivas así como de la imposición de castigos crueles e inusuales; (IX) el reconocimiento de aquellos derechos retenidos por el pueblo no expresamente declarados por la Constitución; (X) la retención por los estados o el pueblo del poder no delegado por la Constitución a los stados Unidos ni prohibido por ella a los estados.
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Silencios y correcciones
La Constitución estuvo lejos de resolver todos los problemas del momento y, como ha apuntado la historiografía especializada, guardó un notorio silencio sobre la esclavitud. En efecto, si quizás el problema más acuciante para la generación de líderes que rompió con la Corona británica fue decidir si el contenido de la Constitución consolidaba o traicionaba las intenciones alojadas en la Declaración de la Independencia de 1776, e incluso si es que acaso no marcaba un nuevo comienzo. A la luz del tiempo largo de la historia, la arena donde se reflejó con mayor nitidez este conflicto fue la mantención del sistema de esclavitud. Con su inspiración igualitaria, los valores de la Declaración de Independencia se oponen inequívocamente a este ignominioso sistema de explotación y propiedad de hombres sobre personas. Luego del triunfo en el campo de batalla, varios estados del norte del río Potomac, que formaban la mayoría, tomaron medidas para llevar adelante una emancipación gradual, pero en los estados del sur, donde la esclavitud se había transformado en fundamento de la actividad económica, esto se comprobó políticamente impracticable, sin contar que, como ha apuntado Ellis en su fascinante libro sobre los padres fundadores, había una postura racista muy marcada en los argumentos de los sectores antiabolicionistas sureños.[8] La Constitución tan solo señalaba que el Congreso no prohibiría el comercio de personas antes de 1808, y mencionaba un impuesto que supuestamente iba a desincentivar el tráfico de esclavos. Salvo por el apoyo de alguien tan prestigioso como Benjamin Franklin, la abolición de la esclavitud se transformó en un tema tabú que ponía en tensión la ingeniería revolucionaria de los padres fundadores y la Constitución acabó por enmudecer sobre los derechos de los esclavos.[9]
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«Los tres principales ejes de esas enmiendas [a la Constitución] han sido la expansión de la libertad y la autonomía individual, la expansión de los derechos de sufragio y la corrección de ciertas reglas del juego democrático».
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Las luchas del movimiento abolicionista, el rol de Frederick Douglass en él, la presidencia de Abraham Lincoln (1861-1865) marcada por la Guerra Civil, y las enmiendas XIII (abolición de la esclavitud), XIV (definición de la ciudadanía e igualdad ante la ley), y XV (derecho a voto) aprobadas en 1865, 1868 y 1870, corrigieron en la dimensión legal este silencio. Empero, los derechos políticos de las personas de ascendencia afroamericana, especialmente en los estados del sur donde se aprobaron leyes segregacionistas casi inmediatamente después del fin de la Guerra Civil, no quedaron completamente protegidos sino hasta la decisión de la Corte Suprema en el caso Brown v. Board of Education de 1954, que anuló la segregación en las escuelas invocando la cláusula de «igual protección» de la enmienda XIV, y la ratificación de las leyes de derechos civiles de 1964 y de derechos de voto de 1965, durante la administración de Lyndon B. Johnson, que anularon el racismo explícito. El racismo implícito y la marginalización, sin embargo, siguen siendo problemas vividos en carne propia por la población negra de Estados Unidos, especialmente las mujeres, como han mostrado terriblemente los innumerables casos recientes de brutalidad policial que han cobrado la vida de personas indefensas como Breonna Taylor en Louisville, Kentucky, o George Floyd en Minneapolis, Minnesota.
El cambio constitucional formal ha sido la manera más general de enmendar la Constitución. Desde 1789, se han propuesto más de 12 mil enmiendas, aunque el Congreso solo ha planteado 33 de esas proposiciones a los estados, los cuales, con un quórum ratificatorio de tres cuartos, han adoptado 27 de ellas.[10] Los tres principales ejes de esas enmiendas han sido la expansión de la libertad y la autonomía individual, la expansión de los derechos de sufragio y la corrección de ciertas reglas del juego democrático. La interpretación judicial ha sido otra fuente de cambio constitucional. Casos como Marbury v. Madison (1803), en el cual el juez de la Corte Suprema John Marshall estableció la doctrina de la revisión judicial de las acciones del gobierno federal; el ya mencionado Brown v. Board of Education (1954); la decisión de Roe v. Wade (1973), que reconoció el derecho de las mujeres a decidir si tener o no un aborto, han ido dando formas nuevas a los límites de la Constitución. Algunos fallos de la Corte Suprema también han direccionado negativamente la interpretación constitucional en un sentido contrario a la igualdad. Por ejemplo, en la decisión de Dred Scott v. Sandford (1857), que determinó que el gobierno federal no tenía el poder para restringir la expansión de la esclavitud dentro de los Estados Unidos; también en Plessy v. Ferguson (1896), cuando la Corte Suprema respaldó el principio de «separados, pero iguales» que permitió las leyes segregacionistas a nivel estatal. Recientemente, en el caso Shelby County v. Holder (2013), la Corte Suprema dictaminó que una provisión de la ley de derechos de voto de 1965 es inconstitucional, lo que ha permitido que algunos estados adopten medidas más restrictivas en sus leyes electorales. Una tercera fuente de cambio constitucional han sido las costumbres y usos que han crecido en torno a las prácticas cotidianas relativas a la administración del gobierno.[11] En su Madison Lecture de la Universidad de Nueva York en 1992, la jueza Ruth Bader Ginsburg argumentaba con razón que la Constitución es un «documento que evoluciona» y que su historia es la historia de la extensión de los derechos constitucionales y protecciones a aquellos grupos alguna vez excluidos como hombres sin propiedad, americanos nativos y mujeres.[12]
La Constitución refleja un cúmulo de experiencias nacionales que están lejos de ser perfectas. Incluso hoy en día carece, por ejemplo, de una mención explícita a la igualdad entre hombres y mujeres, a la protección de la naturaleza o los derechos de los inmigrantes. La revolución de los colonos americanos contra la Corona británica cobró sentido a partir de la proclamación de una nueva concepción de la libertad, cuyo significado y extensión ha sido objeto de un prolongado debate político e historiográfico. Pienso que la mejor manera de aproximarse a un asunto de esta magnitud es entendiendo la libertad, tal como hace Eric Foner en su espléndido libro sobre la materia, como un concepto «esencialmente impugnado», que por su propia naturaleza se presta a ser objeto de profundos desacuerdos que a su vez presuponen un diálogo sobre esos significados divergentes.[13] En el fondo, el desafío intelectual de la generación revolucionaria era el de construir una nación que perdurara en el tiempo unida, como se señala en la Declaración de la Independencia, en torno al principio de que «todos los hombres son creados iguales» y poseen ciertos derechos inalienables como la vida, la libertad, y la persecución de la felicidad.
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[1] Maddex, R. (1998). State Constitutions of the United States. Washington D.C.: CQ Press, pp. xiii-xxv. Este autor entiende las constituciones estatales como «experimentos en curso» de la democracia.
[2] Bernstein R.B. 2002. Introducción. En The Constitution of the United States of America with the Declaration of Independence (9-13). New York: Fall River Press.
[3] Ibíd.
[4] Ibíd.
[5] Hamilton A., Madison J., & Jay J. (2009) [1787-1788]. The Federalist Papers. New Haven & Londres: Yale University Press. Página 444.
[6] Ellis, J. (2002). Founding Brothers. The Revolutionary Generation. Nueva York: Vintage Books. Páginas 48-80.
[7] Bernstein R.B. (2002). Introducción. En The Constitution of the United States of America with the Declaration of Independence (9-13). New York: Fall River Press.
[8] Ellis, J. (2002). Founding Brothers. The Revolutionary Generation. Nueva York: Vintage Books. Página 101.
[9] Ibíd. Páginas 81-119.
[10] Bernstein R.B. 2002. Introducción. En The Constitution of the United States of America with the Declaration of Independence (9-13). New York: Fall River Press.
[11] Harrington C., & Carter L. (2015). Administrative Law and Politics: Cases and Comments. Londres: Sage Publications.
[12] Ginsburg, R.B. (1992). «Speaking in a Judicial Voice». New York University Law Review, 67: 6, pp. 1185-1188.
[13] Foner, E. (1998). The Story of American Freedom. Nueva York y Londres: W.W. Norton & Company.