La de Estados Unidos en 1776 y la de Francia en 1789: las dos grandes revoluciones del siglo XVIII configuran, según el autor, un esquema de herencia cultural y de análisis para el futuro de la historia. Fundaron un modelo de democracia único y también configuraron el proceso de revoluciones y contrarrevoluciones que se estancaron en el siglo XIX. Aquí se fundan la izquierda y la derecha, el autoritarismo y la libertad, y tantas otras dicotomías que marcan a las sociedades hasta estos días en su intento por moderar tanto la violencia como el desequilibrio.
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En la segunda mitad del XVIII aparecen en todas sus posibilidades las configuraciones que adquirieron los sistemas políticos modernos: la democracia, el autoritarismo y el totalitarismo, y sus múltiples versiones. Están asociadas a dos grandes acontecimientos, que todavía ejercen magnetismo sobre la conciencia pública e intelectual de nuestro tiempo: la independencia de Estados Unidos o Revolución (Norte)Americana, y la Revolución Francesa, asociadas a los años 1776 y 1789 respectivamente. Aunque pertenecen en lo básico a una civilización común, la del florecimiento europeo-occidental, son a la vez productos de dos versiones diferentes. Francia pertenece a uno de los núcleos de la modernidad, es una de sus vigas maestras. Las colonias anglosajonas de América poseen raíces no menos europeas, de versión diferente: forman en su conjunto una experiencia anglosajona transportada a territorio americano. Bajo la autoridad de la Corona, como empresa de colonización en su origen —que todavía las acompaña en cierto grado— son una expresión relativamente autónoma de la misma.
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Revolución como creación desde una historia
Los colonos, no se formaron, en su origen, como un mainstream. Fueron disidentes y homologaron su fe con la idea que después se verbalizó como libertad, aunque en un principio fue entendida como autonomía, no como atributo universal. Aunque disidentes de la principal tendencia religiosa inglesa, se vivieron con intensidad las emociones y la práctica política de la metrópoli. La libertad de información y comunicación —casi podríamos decir, libertad de prensa— y el acostumbramiento de una relativa autonomía en el gobierno comunal y de cada colonia, se vivió con vaivenes, insuflada de las ideas del pensamiento y la discusión del pensamiento político inglés, de la tradición republicana que miraba —no sin idealizaciones— a Roma y Grecia, y a la Ilustración moderada.
El futuro Estados Unidos fue el único en donde la autonomía y la secesión fueron el gran tema, aunque la divisa de no taxes without representation tampoco era extraña a las prácticas políticas y tributarias modernas. Para los colonos, sin duda toda la experiencia que condujo a la Declaración de la Independencia primero (1776), a la guerra hasta 1781, y posteriormente a la Constitución (1787), fue vivida como algo que llamamos revolucionario, aunque no en el sentido de las grandes revoluciones modernas. Como no pocos conflictos de la primera y segunda ola de descolonización (en torno al 1800 y a partir de 1945, respectivamente), tuvo hasta cierto punto el carácter de una guerra civil, algo no muy distinto a lo que sucedería en América Hispana a partir de 1810. Habría revolución política pero no social, no al menos en el sentido de las revoluciones clásicas de guerra de clases espontánea o inventada. Si bien al igual que la Revolución Francesa, la independencia de las colonias anglosajonas fue también un acontecimiento internacional —tanto por la participación francesa y española a favor de los colonos por rivalidad con Londres, como por el impacto político y cultural en Europa y América—, no sería parte de la historia de las revoluciones modernas.
Ello, en lo fundamental porque se atuvo, por instinto político, a la idea original de «revolución» como retorno al origen en vista de un derecho conculcado; no de un cambio radical que pretenda borrar de un plumazo, grande y violento, con todo el proceso anterior. Los mismos Founders, como en Estados Unidos se ha dado en llamar a los padres fundadores de la independencia y la República, miraron con desconfianza u hostilidad el proceso francés. En un sentido más delimitado sí tuvo consecuencias. En efecto, la independencia no fue una secesión, sino un fenómeno repetido en el caso hispanoamericano primero, y después en la segunda oleada descolonizadora (o tercera, según se cuente), sino que en un sentido también fue una revolución.
Primero, porque como en tantas partes, a la descolonización y a los enfrentamientos armados muchas veces los acompañó una violencia de mucha intensidad, que a veces recubría luchas étnicas y o sociales. En el caso anglosajón en América, las tropas inglesas tuvieron apoyo o reclutaron a grupos indígenas. Según algunas ponderaciones, un tercio de los colonos apoyó a la Corona. Tuvo en este sentido algo de guerra civil, como en tantas partes. Segundo, y aquí viene lo fundamental, hubo una creación política que trajo una novedad en la historia de la civilización, aunque muy alejada del otro concepto de revolución, aquella política y social relacionada con la experiencia francesa. Fue la segunda democracia moderna, la segunda anglosajona. Todo ello si aceptamos, como me parece que debería ser, que la democracia es un proceso y una experiencia constantemente revivida, con sus límites, y no una fórmula que una vez hallada permanece inalterada o en paz para siempre.
Esta fue, indirectamente, el efecto de que las colonias anglosajonas fueran hijas de la historia inglesa y de su desarrollo institucional desde el XVII. Un primer puntal fue que cada colonia desarrolló una práctica básica de toda sociedad abierta, al menos en germen, la del autogobierno. Existía también una base entre social y cultural. Desde bastante temprano, bajo la Corona, se abrió la inmigración a todas las sectas y confesiones protestantes, «disidentes» muchas de ellas. Como se sabe, el pluralismo religioso fue un cimiento del pluralismo político. Hacia fines del XVIII, no sin debate y oposición, se abrió a los católicos. Todo el que creyera en Dios tenía su posibilidad abierta en las colonias anglosajonas. A veces sin pronunciar la palabra “libertad”, la idea de América —anglosajona— se iba asociando a esa idea.
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«La Revolución Francesa se transformó en un hecho de referencia en Europa, y creó alguna simpatía en parte de la creciente opinión pública europea y norteamericana. Sin embargo, no se debe dejar de anotar que los dirigentes norteamericanos miraron con creciente desconfianza y luego repudio el desarrollo francés»
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Colaboró el que la naciente clase política simbolizada en el Congreso de Filadelfia, hubiera sido educada tanto en la tradición del pensamiento y doctrina política inglesa del XVII y XVIII. La estela de la Gloriosa Revolución de 1689, que echó las bases del sistema parlamentario inglés, dejaba sentir su peso en la mentalidad de los colonos y de los Founders. Ayudaba más todavía que los que llevaban el pandero se hubieran formado en la admiración de la idea política romana, el llamado republicanismo clásico, tal como era leído en Europa desde el XVI.
The American Revolution tuvo otras virtudes. Una muy práctica, haber hecho rápidamente la paz con la metrópoli, donde ayudó la resignación de esta última, muy diferente a las guerras destructivas del mundo hispanoamericano, o la sucesión de guerras de la Revolución Francesa y del período napoleónico. La otra, tras un período mínimo de lo que correspondería a nuestra «anarquía» o «caos», entre 1823 y 1830, con paralelos muchos más sanguinarios y destructivos que en el mundo hispanoamericano, desplegó la sensatez que culminó en la Carta de 1787, la Constitución más estable y exitosa de la historia moderna.
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«¿Por qué el proceso francés tuvo el desenlace que conocemos, con su orgía sanguinaria? Retrospectivamente aparece como inevitable. Sin embargo, ese panorama sería engañoso; implicaría que en todas partes debería haber sucedido lo mismo y claramente este no ha sido el caso. Las transformaciones que asociamos a este hecho magno se venían manifestando y madurando con bastante prioridad a 1789, pero el sistema se desbarajustó y hubo de experimentar el descenso a los infiernos antes de enderezarse y seguir el camino de la civilización moderna. A diferencia de la American Revolution, no se creó un sistema institucional que sustituyera con creatividad al que se derribaba o abolía, y que a la vez manifestaba continuidad consciente con una tradición»
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Darían ganas de explicarlo gracias a la Constitución norteamericana de 1787, en vigencia integral hasta el día de hoy, la más antigua del mundo (el caso del Reino Unido es distinto: no tiene constitución). Es más sabio expresarlo al revés: una generación de dirigentes cultos y experimentados a la vez —dualidad poco común—, expresado en ese extraordinario documento que es The Federalist (1787), creó un sistema de check and balances que, al menos en sus grandes rasgos, debiera ser un modelo para todo orden democrático, y en cierta manera lo ha sido. La temprana división de poderes, la libertad y espontaneidad de la sociedad civil, la libertad de palabra, los derechos de los Estados, sistemas electorales relativamente ausentes de corrupción (más en el siglo XX que en el XIX), prácticas electorales arraigadas en la población, debates públicos vibrantes, etcétera.
De todas las prácticas que están en las bases de estos principios se podrá abusar; sin embargo, el sistema pudo manejar los conflictos. La democracia no puede abolir la conflictividad que subyace a la sociedad humana; la puede manejar de una manera civilizada, de acuerdo a la ley, a la razón y, expresado en lenguaje cristiano, a la caridad.
Descendía, detalle no menor, de la sociedad creadora de la economía moderna, en la cual excederían al cabo de un siglo. Con ello cumplía con consolidar procesos materiales y sociales concomitantes a la democracia, aunque esta sea en lo esencial, a mi juicio, producto de un talento político y no necesariamente de un sistema económico y social en sí mismo.
Las consecuencias de la American Revolution estuvieron entonces desde un primer momento en línea con la estabilidad del sistema occidental, la moderna democracia. No tuvo que vérselas con un quiebre ideológico radical a través de la grieta izquierda-derecha, como sí fue el caso de la mayoría de los procesos democráticos que podemos considerarlos como modelo. No es que no haya habido izquierda y derecha; siempre las hubo y continúa habiéndolas, hoy más marcado que hace sesenta años, o como sea se le llame a la expresión moderna de la pugna eterna entre libertad y orden, libertad e igualdad, orden y espontaneidad. Inglaterra, por tener un metro comparativo, vivió con la probabilidad revolucionaria hasta 1848. Las grietas tempestuosas fueron otras, más bien de tipo social y cultural, combinadas con la lucha por la secesión.
Imposible no referirse al fenómeno de la esclavitud negra y la guerra civil, esta última ocurrida casi cien años después de la Independencia. Aunque lejos del tipo de conflicto ideológico de la Revolución Francesa, se le asemeja en la intensidad de la violencia y la conmoción y memoria que dejó en Estados Unidos (y Hollywood de por medio, en el mundo). País de inmigración como pocos o ninguno lo han sido, a pesar de las polémicas de nuestros días, no ha tenido grandes quiebres por líneas étnicas salvo el problema negro, hoy llamado afroamericano. Fue una herencia del comercio de esclavos que, al decir de Arnold Toynbee, junto al Holocausto, fue uno de los dos grandes pecados de la civilización. Eso sí, en el comercio de esclavos africanos no estuvieron envueltos sólo los europeos.
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El derrotero francés: el antiguo régimen y la revolución
En efecto, la formulación más completa de las posibilidades, en virtudes y peligros, de la democracia moderna ha estado ligada al proceso continental entre el XVII y el XIX en Francia, desde el las últimas décadas del absolutismo y la consolidación de su sistema político en las décadas que siguen a 1871. La Revolución Francesa es considerada como un momento culminante. En nuestra opinión, no cabe duda que es de un fulgor extraordinario. Sin embargo, solo es uno de sus eslabones; en su derrota yació la posibilidad democrática, aunque tardaría en llegar a su forma adecuada.
El antiguo régimen y la revolución fue el título de uno de los dos famosos libros de Alexis de Tocqueville. En realidad, son dos magnitudes que se deben mirar como parte de una unidad, aunque no era forzoso que el primero tuviese que desembocar en el segundo. Por extensión, se entiende por «antiguo régimen» no solo al absolutismo, sino que en general a los regímenes políticos que anteceden a los procesos democráticos modernos, aunque no necesariamente puedan construir una democracia propiamente tal. Para Francia, el antiguo régimen no es una etapa deslindada de la revolución (1789-1794).
La tesis de Tocqueville y de tantos otros ha puesto el acento en una evolución a lo largo del XVIII: muchas de las transformaciones que normalmente se le adjudicaban al proceso revolucionario a partir de 1789, se venían produciendo desde muchas décadas antes. Por cierto, esto sigue siendo una polémica entre historiadores y hasta sigue alcanzando a la política en Francia y otros lugares. La evidencia se acumula para poder afirmar tranquilamente que ya el en antiguo régimen, en las décadas de 1770 y 1780, se habían producido las transformaciones que llevaban a la creación de lo que llamamos modernidad. Francia no solo era el Estado más importante de Europa, el más poblado y, quizás, en conceptos actuales como tamaño de la economía, quizás era también el mayor, aunque su sistema económico y financiero no estaba tan avanzado como en Inglaterra. País pionero en muchos aspectos de la ciencia y de la técnica, con enormes bolsones de pobreza, con una creciente clase media muy pujante, sometida a hambrunas periódicas, a sequías y años de inundaciones, con una marina mercante inferior a la inglesa pero de todas maneras de presencia ya casi global, lo mismo que su armada; y el ejército, todavía no profesional en un sentido moderno, roncaba en Europa y otras partes. Nada fuera de lo común ni nada que por esta causa debiera haber llevado a este país a una catástrofe política. Los historiadores económicos (una escuela de ellos, ya que el gremio siempre se divide para este caso) ha mostrado como el enorme progreso francés se detuvo o menguó su velocidad entre el estallido revolucionario y la Restauración definitiva de partir de 1815.
Imposible no referirse a un problema económico que en lo básico tenía un fundamento u origen político. Cuando fueron estallando demandas sociales por sequías, hambrunas, inundaciones, carestía en general, aunadas a que había un discurso político que las apoyaba, las arcas estaban vacías. Sucesivas guerras constituyeron el factor fundamental en su origen, desde la Guerra de los Siete Años hasta la intervención en el conflicto por la independencia de las trece colonias. Liberarse de los déficits implicaba decisiones dolorosas; algunos de los ministros más capaces de Luis XVI intentaron desarrollar algunas ideas, pero carecieron de fuerza política. Sería exagerado decir que esto provocó la revolución; sí se puede decir que restó un espacio de maniobra para que una voluntad política hubiera podido contener la marea revolucionaria y redirigirla hacia el orden democrático moderno. No fue la estructura y actores sociales y económicos la vanguardia revolucionaria, solo coadyuvaron en fertilizar el terreno revolucionario.
Siguiendo la lógica de las grandes revoluciones modernas, ellas no ocurrieron en sociedades atrasadas, sino en aquellas donde un dinamismo económico y cultural se había enseñoreado de su alma, y por lo mismo las falencias de la vida social y algunas rémoras —que lo eran porque la apreciación por la actualidad de tal o cual costumbre o institución había cambiado completamente— aparecían tanto más ultrajantes a la sensibilidad de los contemporáneos. Se produjo aquello definido por Tocqueville, de que «el yugo mientras más liviano es más insoportable». Al igual que en tantas otras situaciones de precariedad política e institucional, retrospectivamente llamadas prerrevolucionarias, las tensiones sociales y una evolución económica incompleta para alcanzar un sistema «desarrollado» no tenían que desembocar obligatoriamente en una revolución. Este clímax solo se alcanzaba a través de una mediación sobre todo cultural y política; las instituciones, por esa amalgama de indolencia y precipitación, no supieron absorber el cambio necesario ni mucho ni muy poco— que estaban en el derrotero mediante el cual Francia ingresaba a la modernidad. Experimentó por ello una orgía revolucionaria, aunque no alcanzó a crear un moderno Estado revolucionario. Habría que esperar hasta el siglo XX para que emergiera este modelo.
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Fuentes del estallido revolucionario
El alimento indispensable de la preparación revolucionaria estuvo constituida por un movimiento o, para usar un concepto usual en nuestra época, una sensibilidad cultural y política, la Ilustración. En sí misma no solo no fue revolucionaria, sino que su herencia es parte sustancial de la cultura moderna, de todos nosotros. La cultura francesa —quizás simbolizada por los nombres de Montesquieu, Voltaire, Diderot y Rousseau— constituía el epicentro de una irradiación sobre toda Europa. En su rostro político y en la idea de emancipación individual de las categorías de la cultura heredada —había varias versiones del grado de esta emancipación— y la promoción de una sensación del orden social y político como falsedad, apuntando hacia una comunidad natural, se la puede denominar como la primera izquierda de la historia. Había una más moderada y otra versión más radical. Y más aún, se convertían en moda, de manera que llegó a ser de buen tono social burlarse y zaherir a lo que nosotros llamaríamos el sistema, apareciendo el fenómeno común en los siglos XIX y XX, de sectores de elite social colocándose a la vanguardia de la crítica y de la denuncia; siempre han poblado los equipos dirigentes de la izquierda en sus diversas modalidades. Lo que se debe añadir es que también a esta izquierda le surgiría una derecha, que aducía que el sistema no podía ser tan despótico desde el momento que florecían los ilustrados.
Fue una poderosa irradiación cultural que se vertió sobre Europa e influyó en los prolegómenos de la independencia de Estados Unidos, así como esta parecía convencer de la necesidad de demoler al antiguo régimen. Por ello, la significación política de lo que se desarrollaba en Francia escondía en potencia un universalismo que se expandiría muy pronto a lo que sería después llamado América Latina; y en el curso del XIX y XX a todo el mundo, casi sin excepción, aunque sea en balbuceos. Es la razón diríamos estructural de por qué la política euro-continental fue la que más se difundió en el mundo y en nuestros países en especial. Aquí se comenzó a hablar en el lenguaje surgido del mundo de la Revolución Francesa.
¿Por qué el proceso francés tuvo el desenlace que conocemos, con su orgía sanguinaria? Retrospectivamente aparece como inevitable. Sin embargo, ese panorama sería engañoso; implicaría que en todas partes debería haber sucedido lo mismo y claramente este no ha sido el caso. Las transformaciones que asociamos a este hecho magno, repetimos, se venían manifestando y madurando con bastante prioridad a 1789, pero el sistema se desbarajustó y hubo de experimentar el descenso a los infiernos antes de enderezarse y seguir el camino de la civilización moderna. A diferencia de la American Revolution, no se creó un sistema institucional que sustituyera con creatividad al que se derribaba o abolía, y que a la vez manifestaba continuidad consciente con una tradición.
El ambiente de la Ilustración en lo fundamental se caracterizó por una constante erosión del sistema tradicional; la burla, la pantomima y el sarcasmo fueron y han sido siempre las herramientas intelectuales y culturales más eficaces para restar legitimidad a usos e instituciones. Con todo, recordamos que para que se manifestara tenía que existir, como en efecto la había, una tolerancia práctica que luego se transformó, antes de 1789, en permiso semi-oficial. No podría haberse dado esta crítica en un régimen con la Inquisición como un pilar del sistema. Pero sucedía en un orden político que no estaba acostumbrado a la crítica; no supo cómo defender —no faltaban algunos buenos argumentos, solo que yacían inexpresados— y no alcanzó a constituirse con vigor la necesaria anticrítica, que es parte indispensable del alimento en ideas y sentimientos para la opinión pública y la clase política.
Toda la década de 1780, hasta la caída de la monarquía en 1792 y el desencadenamiento de la fiesta de ejecuciones y linchamientos, se nos aparece como un paisaje demasiado conocido de la crisis de un sistema que huye de la reforma por adaptación moderada, o de la contención y reencauzamiento de las instituciones, y en cambio se desata una ola imparable de demandas. Le sucedían las cesiones y acuerdos, sin orden ni estrategia y la eterna duda, parecida a la inacción, o desidia o aturdimiento, de los órganos públicos y de la antigua clase dirigente, que poco a poco iba dejando de ser una clase política, responsable de los asuntos públicos. No adquirió autoconciencia de lo que podríamos llamar el partido de la Ilustración moderada; no le faltaban fuerzas, pero no se atrevía a contener la ira autoalimentada desatada y a la postre fue una de sus víctimas.
No surgió lo que José Ortega y Gasset –justamente pesando en Francia– llamó lo más sustancial del acto del estadista, aquel que toma el toro por las astas y efectúa la revolución y la contrarrevolución en un mismo acto. Lo haría Bismarck en Alemania y en versión incremental, sin romper con el sistema sino transformándolo, y la «Reforma» de 1832 en Inglaterra. Entre una «izquierda» que exigía la «felicidad» para lo cual había que desmantelar prácticamente a todas las instituciones; y una «derecha» que, habiendo aprendido algo tarde acerca de sus posibilidades en el mundo que advenía, solo tendría virtualidad en los tiempos post revolucionarios; en los años que precedieron a la revolución y en el proceso revolucionario hasta el terror, esta posición no salía del estupor y confusión. Entremedio se dio la toma de la Bastilla (con media docena de presos, y la guarnición pasada a cuchillo) en una fecha que con algo de azar llegó a ser simbólica, 14 de julio de 1789, cuando Francia avanzó sobre todo en lo político hacia un estadio de revolución radical. Los radicales de un día eran los moderados del día siguiente; siempre toda vanguardia era seguida por una nueva vanguardia que doblaba y triplicaba la apuesta. Entretanto, el rey Luis XVI y la reina María Antonieta debieron descender del olimpo y comenzar a confrontar la ordalía. Concedían y algunas veces se sumaban a las demandas y hasta el vocerío; frente a una caricatura sobre ellos repetida innumerables veces en los medios de entonces y de hoy, crecieron en dignidad trágica y, me parece, en sabiduría. Su sacrificio final vino a ser un martirio de Estado. A la vez, la revolución se transformó en un hecho de referencia en Europa, y creó alguna simpatía en parte de la creciente opinión pública europea y norteamericana. Sin embargo, no se debe dejar de anotar que los dirigentes norteamericanos — con la excepción de un Thomas Paine, quien representaba una sensibilidad de «izquierda», que también había en las excolonias, aunque menor— miraron con creciente desconfianza y luego repudio el desarrollo francés. En todo caso, como ha sucedido en la modernidad, un Estado revolucionario fue capaz de despertar energías bélicas antes insospechadas, y pudo en esos años derrotar las intervenciones de ejércitos clásicos.
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«Un último elemento de comparación. En Estados Unidos se desarrolló un proceso que construyó una democracia moderna desde un primer momento. Los cimientos eran robustos. En Francia incluso hubo la posibilidad de una dictadura totalitaria avant la lettre».
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Los moderados se hacían extremistas y terroristas; luego les salían otros más audaces y los guillotinaban a ellos, y así en una dinámica imparable. Robespierre y su reinado del terror, en 1793- 1794, ha llegado a ser una especie de paradigma de estas situaciones. Hasta que un grupo de su gente, viendo a dónde iban a parar (al matadero), en un golpe de mano, guillotinan a Robespierre y a sus cercanos. Fue el fin de la revolución. Los extremistas del día anterior comienzan con la tarea de construir la estructura política de la Francia moderna y un Estado funcional, juntando la revolución con la contrarrevolución, en un largo proceso cuyo modelo clásico fue la Francia bonapartista. La tendencia o evolución no se detuvo durante la llamada Restauración; esta, en muchos sentidos no fue más que la continuación en evolución de la Francia postrevolucionaria. Pero no es la historia de lo que llamamos Revolución Francesa.
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Dos rutas a la democracia
Un último elemento de comparación. En Estados Unidos se desarrolló un proceso que construyó una democracia moderna desde un primer momento. Los cimientos eran robustos. En Francia incluso hubo la posibilidad de una dictadura totalitaria avant la lettre. Lo que al final sí se produjo fue el advenimiento no de un Stalin, sino de un César, en la figura de Napoleón Bonaparte. Esto fue el configurador práctico del autoritarismo moderno —que se hundió por conducir a Francia interminables guerras, triunfos y derrotas, que provocaron mucho más muertos que toda la revolución—, en síntesis entre las potencialidades del antiguo régimen y de la revolución. Él mismo era hijo de la revolución. En el siglo XIX no hubo poca efusión de sangre por crisis internas, aunque en general acotadas a pocos días: las «tres jornadas de julio» de 1830; la revolución de 1848, de trascendencia europea, la última de Europa Central y Occidental; la Comuna de París en 1871, donde los revolucionarios mostraron el regusto por la violencia y ejecuciones; y los contrarrevolucionarios ejecutaron a miles de comuneros rendidos. En suma, guardando las proporciones, en el esquema general no fue muy distinto al Chile del XIX.
Francia retoma, en especial a partir de la Restauración en 1815, el camino de la modernización social y económica; nunca dejó de ser uno de los focos de la cultura y del pensamiento, a pesar del alza del atractivo y fecundidad del mundo anglosajón y de la misma Alemania. París puede ser vista como la capital cultural del XIX. Pero, en términos estrictamente políticos, su sistema fue autoritario: concentración del poder político con rangos variables de autonomía en libertades públicas, y creciente pluralismo cultural. En relación a la modernidad, fue cada vez más un autoritarismo soft, hasta 1871, cuando devino en una democracia, si la definimos de acuerdo a las exigencias para la época, comparable a otras que se sumaban a la anglosajona en el curso del siglo.