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Conservadurismo constitucional chileno del siglo XIX

En búsquedad de la modernidad conservadora

Ignacio De Solminihac Sierralta
Abogado. Estudiante de doctorado en historia, Universidad de Cambridge. Santiago, Chile Á - N.6

No como una ideología ni como un impulso o disposición: comprender el conservadurismo como una tradición política, un conjunto de nociones y creencias heredables, que se adaptan a las circunstancias y contextos, puede ayudar a delinear la actualidad de esta forma de pensamiento. El autor propone una aproximación ecléctica para estudiar el discurso, los lenguajes políticos y las acciones de los intelectuales que, desde el siglo XIX chileno, lograron que sus ideas formaran parte de los diseños institucionales.

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¿De qué hablamos cuando hablamos de conservadurismo? ¿Es una ideología, una práctica, una tendencia? ¿O simplemente es un concepto que «se desvanece en el aire»? Como reza un conocido lugar común en círculos académicos -el historiador británico Simon Collier advierte que los lugares comunes suelen indicar, a lo menos, verdades a medias-, el conservadurismo (también llamado conservantismo o conservatismo) ha sido una noción escurridiza. No existe un Cambridge Companion, un Oxford Very Short Introduction o un artículo en el Diccionario político y social del mundo iberoamericano sobre el tema. Esto no debe desalentar el estudio de esta u otras tradiciones políticas, pues sus conceptos inundan el debate público, muchas veces sin una adecuada evaluación histórica de por medio.

 

Dedicaremos las siguientes líneas a una reflexión sobre los estudios del conservadurismo, para luego ensayar una forma en que podemos aproximarnos al pensamiento conservador chileno decimonónico, en el marco del debate sobre la libertad de asociación durante las reformas constitucionales de la década de 1870.

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Polisemia conservadora: Johannes factotum

 

Algunos han definido el conservadurismo como una actitud social que se predispone a lo familiar y aborrece los cambios abruptos. Se trataría de un enfoque que lo describe como posicional y procedimental; un impulso o disposición que invita a la conservación, preservación y contención del cambio en la sociedad o la protección del statu quo. Entre las críticas que ha recibido, destaca la relativa a las «paradojas del conservadurismo»: si es una actitud que busca preservar el estado de los asuntos actuales, cualquiera que busque su permanencia en el poder (por ejemplo, los bolcheviques en 1930) podría ser catalogado de conservador.[1]

 

Otros han estudiado el conservadurismo como una ideología o filosofía política, definible por principios o dogmas, entre los que se encuentran: la preocupación con el problema del cambio; el compromiso con la idea de límites y un estilo limitado de política; la presunción en favor del pasado y de lo particular; la creencia en un orden trascendente que gobierna tanto la sociedad como la conciencia; la defensa apasionada del valor de las instituciones existentes. Sin embargo, conceptos como conservador (o liberal) surgen en contextos históricos específicos, por lo que resulta a lo menos complejo utilizar dichas nociones para verificar si un autor o idea cumple con un «umbral mínimo» y por ende amerita la etiqueta de conservador (o liberal).

 

De igual forma, muchos autores han afirmado que Edmund Burke inauguró el pensamiento político conservador moderno, lo que ha llevado a que diversos intelectuales decimonónicos, ante la más mínima coincidencia con Burke, sean apuntados como conservadores. Pero su llamado rol de fundador del conservadurismo ha sido cuestionado por varios historiadores. Para Richard Bourke resulta imposible interpretar con éxito los escritos del pensador irlandés «a través del prisma de doctrinas político-partidistas que carecían de apoyo en su propia época: ni “liberalismo” ni “conservadurismo” pueden capturarlo adecuadamente».[2] De igual forma, como ha demostrado Emily Jones, su reconocimiento como figura canónica del conservadurismo en el Reino Unido recién se habría materializado entre 1885 y 1914.[3]

 

Respecto del pensamiento conservador en América Latina durante el siglo XIX, su estudio ha sufrido un cierto abandono académico, en favor de trabajos sobre liberalismo, republicanismo y positivismo. Una de las causas de este fenómeno estaría vinculada con el gastado mito liberal latinoamericano del siglo XIX, en virtud del cual muchos autores prefirieron escribir sobre aquellas doctrinas que habrían «triunfado» en la región. Esto, además, suele ir de la mano con la perenne dicotomía liberal-conservadora con la que se han descrito generalmente las relaciones políticas e intelectuales en América Latina y el consecuente maniqueísmo de identificar como conservador todo lo que se opone a un supuesto «ideal liberal». Lo anterior provocó que -desde ambos lados de esta dualidad-  se escribiera sobre conservadurismo desde un parti pris intelectual: para algunos, los conservadores mantenían posiciones retrógradas; para otros, representaban valores y tradiciones dignas de conservar. Afortunadamente, existe una creciente tendencia historiográfica que está explorando el conservadurismo latinoamericano en el siglo XIX, buscando escapar de estos vicios.

 

Una de las características que tuvo el conservadurismo en Chile durante la segunda mitad de dicho siglo – y que compartía con otras naciones como México, Colombia y Ecuador –  fue la existencia de un grupo de intelectuales, o figuras letradas, que se identificaban, y eran reconocidos por sus contemporáneos, como conservadores. Éstos no dudaron en intervenir activamente en la vida pública y el debate político desde distintas plataformas: artes y letras, periodismo, abogacía, academia, gobierno, congreso, púlpito, etcétera. Por lo tanto, un estudio sobre el pensamiento conservador debe apuntar a comprender lo que estos individuos entendieron por conservadurismo en su propia época, y cómo el contexto en que estas ideas se formaron, debatieron y fueron recibidas (por adherentes y adversarios), contribuyó a su desarrollo.

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«La razón del actuar de estos pensadores conservadores no debe considerarse como limitada a un ejercicio retórico, pragmático, o a una mera caja de resonancia de los intereses de la Iglesia. Esto no contribuye a una adecuada comprensión del pensamiento conservador, removiéndole de paso, agencia a estos intelectuales. Por el contrario, la defensa del derecho a asociarse, en los términos expuestos por Cifuentes, debe entenderse dentro un proyecto conservador para alcanzar la modernidad o de “conservación para el progreso”».

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Consideramos – junto a Emily Jones – que puede ser útil comprender el conservadurismo como una tradición política; es decir un conjunto de nociones y creencias heredables, que se adaptan a las circunstancias y contextos (incluso si, en algunos casos, la tradición ha sido «inventada»). Al estudiar las tradiciones políticas, se nos anima a pensar en las diversas formas en que las ideas se han adaptado, circulado y alterado, así como en la forma en que han sostenido y legitimado las identidades y prácticas políticas durante un período y contexto determinados. Esto permite abordar el estudio de los intelectuales, sus identidades conservadoras, su pensamiento político, recepción, cambios y reordenamiento, dentro de un marco más amplio y flexible. Respecto a la forma como nos debemos enfrentar a estos estudios, resulta importante no amarrarse a un puritanismo metodológico, sino más bien apostar por una aproximación ecléctica. Esto, creemos, nos dará libertad para incorporar a la investigación distintas perspectivas de utilidad empleadas en la historiografía – estudiar el discurso o los lenguajes políticos, sin descuidar la historia de los intelectuales, de las ideas y como éstas han calado en los diseños institucionales – .

 

 

Hay que ser honestos; lo anterior no se trata de una propuesta muy novedosa. Lo relevante aquí es llamar la atención sobre la existencia de un vacío en la historiografía del conservadurismo en el siglo XIX (latinoamericano y chileno) y explorar formas para paliar dicha escasez. Nos inclinamos para ello por una aproximación ecléctica y escéptica del estudio de esta tradición política. Por un lado, recogemos distintos elementos utilizados en la historia intelectual y del pensamiento político, junto a ideas ya aplicadas, por ejemplo, en estudios sobre liberalismo en la región. Por el otro, un enfoque escéptico brinda «la oportunidad de evaluar la política en sus términos, libre de la presión de la lealtad ideológica y la afiliación política de partido»[4], dejando que los intelectuales se describan a sí mismos, sin maniqueísmos o dualismos que impidan la adecuada comprensión de su pensamiento político.

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Una discusión relevante: el derecho a asociación

 

Nos enfocaremos en el debate sobre la libertad de asociación suscitado en Chile en el marco de las reformas constitucionales de la década de 1870. Un análisis de esta discusión, creemos, nos otorgará elementos valiosos para comprender la tradición conservadora chilena del siglo XIX, más allá de las clásicas etiquetas o dualismos. Para ello, examinaremos esta polémica desde la figura de Abdón Cifuentes (1836-1928), uno de los letrados conservadores que intervinieron en la misma en sede parlamentaria, académica y periodística.

 

«Creo que el derecho a asociación es uno de los más altos que puede ejercitar un pueblo libre; es, puede decirse, el corolario de la libertad… [Y si] se reconoce, como no puede menos en hacerse, la excelencia del derecho de asociación, necesario es, pues, excogitar los medios necesarios para que él exista de una manera estable y duradera, y esto se conseguiría únicamente reconociendo a cualquiera sociedad su personería civil, sin que para ello se obedezca al capricho de la autoridad».[5]

Cifuentes afirma lo anterior en la sesión del 15 de septiembre de 1873 de la Cámara de Diputados, al presentar una indicación al proyecto que le daba reconocimiento constitucional a la libertad de asociación, propuesto por el diputado Jorge Huneeus. Ésta buscaba establecer como único requisito para el otorgamiento de personalidad jurídica a las asociaciones no civiles o comerciales, el que hicieran constar su existencia y su objeto al Presidente de la República. Es decir, no solamente apoyaba el establecimiento del derecho de asociarse como prerrogativa constitucional, sino que además a poder hacerlo sin necesidad de autorización previa.

 

En términos jurídicos, la propuesta del conservador buscaba que todos los tipos de asociaciones fuesen iguales ante la ley. Como bien indicaba en esa misma sesión el jurista conservador José Clemente Fabres, el Código Civil reconocía la personalidad jurídica de aquellas sociedades cuyo objeto era el negocio, el interés privado y la especulación. Por tanto, se buscaba una igualdad de derechos para aquellas asociaciones cuyo objeto era el bien público. Lo anterior, dado que por normativa civil dichas asociaciones debían solicitar autorización al Presidente de la República para obtener su personería jurídica, además de prescribir regulaciones para la adquisición y enajenación de bienes («cadenas forjadas en el Código [Civil]» las llamaba Cifuentes en 1878).[6]

 

Esta indicación de Cifuentes generó un intenso debate, que suele ilustrarse en la disputa parlamentaria entre el intelectual conservador, por una parte, y Miguel Luis Amunátegui, por la otra;[7] pero también tuvieron relevante participación el mencionado Fabres, Joaquín Blest Gana y Enrique Tocornal. Para Abdón Cifuentes, esta prerrogativa constituía un derecho natural, anterior por tanto a toda norma positiva, que debía ser reconocido en la carta fundamental y quedar exento de ataduras para su ejercicio por parte de la ley civil. Y en 1878, lo explicaba de la siguiente manera:

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El individuo aislado no se basta a sí mismo en ninguna esfera de su actividad. La sociabilidad es el medio que le dio la Providencia para la satisfacción cumplida de sus necesidades. Con la unión de los recursos y de los esfuerzos individuales busca y promueve su propio bienestar y el bienestar de los extraños. La sociabilidad es, pues, una ley natural e imprescindible del desenvolvimiento y perfección del hombre en todos los estados de la vida. Confiscar los derechos que se derivan de esta ley, es atentar contra la naturaleza misma.[8]

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Miguel Luis Amunátegui criticaba la propuesta de Cifuentes y justificaba la diferencia que hacía la ley entre sociedades con fines comerciales o industriales y aquellas «con un propósito de utilidad pública, verdadera o imaginada».[9] Las primeras, dada su naturaleza temporal y en la medida que versaran sobre objetos lícitos, no podían burlar el orden e interés público. Por tanto, se justificaba que la ley confiriera el carácter de persona jurídica desde su organización, sin necesidad de solicitarlo a la autoridad de turno. Las segundas tenían dos características que, de acuerdo con Amunátegui, las podía convertir en entidades perjudiciales y peligrosas para la nación y para la libertad de las personas. Primero, tenían una duración larga e indefinida, y segundo, sus propósitos podían ser tan variados que resultaba imposible fiscalizarlos (por ejemplo, aquella organizada bajo influencia de una autoridad extranjera, con un propósito de conquista encubierto). Dicho de otro modo, la libertad de asociación no era un derecho cuyo reconocimiento constitucional quedaba inmune a regulación, y eran «leyes secundarias» las que, según las lecciones de la experiencia y circunstancias, debían determinar los requisitos de existencia y fijar las facultades de estas asociaciones. Fuera del tema estrictamente jurídico, Amunátegui consideraba que esta indicación era un intento de la Iglesia para crear asociaciones ajenas al control civil, que le permitieran acumular tierras y volver al régimen de «manos muertas», además de coartar la libertad personal de sus miembros, por medio de votos perpetuos y mortificaciones.[10]

 

 

Más allá del resultado del debate – la incorporación constitucional de la libertad de asociación fue aprobada pero la indicación no prosperó – , es interesante analizar la postura de Cifuentes, quien años más tarde así resumía la disputa: «¿Queréis ganar dinero? Tenéis amplia libertad. ¿Queréis dar vuestro dinero, vuestro trabajo, vuestro tiempo, en beneficio de vuestros semejantes? Entonces toda libertad se acaba, toda libertad desaparece, todo queda sujeto al buen placer de un amo omnipotente».[11]

 

¿Por qué, entonces, pareciera que los llamados «conservadores» defendían algunas libertades con mayor intensidad que los mismos denominados «liberales»? En primer lugar, hay que recordar que estas discusiones se enmarcan en una disputa en torno al concepto de liberalismo y su contenido. Los intelectuales conservadores decían inspirarse en un «liberalismo de buena ley» tomado del caso belga y estadounidense, en lugar de uno que consideraban de «mala ley» o «jacobino» al que adscribirían sus adversarios. No obstante, muchos han atribuido el uso de este discurso a una mera herramienta retórica o un aprovechamiento cínico del lenguaje de las libertades por parte de la intelligentsia conservadora. Otros como Juan Luis Ossa, haciendo alusión a las disputas entre la Iglesia y el Estado en 1870, afirma que el contexto de secularización permeaba en las definiciones y debates ideológicos de la época. Por ejemplo, los supuestos representantes del liberalismo argumentaban en favor de la libertad de cultos, pero criticaban la libertad de enseñanza. El conservadurismo, por su parte, clamaba por el respeto a la libertad de asociación y educación, pero – mayoritariamente – eran reacios al ejercicio libre de diferentes cultos. «Es decir, ambos grupos utilizaban el liberalismo para sus propios fines, confirmando que su principal objetivo era hacer prevalecer sus respectivas ideas sobre el tipo de sociedad que pretendía construir».[12]

 

Sin duda que existió en todos los personajes letrados de la época retórica y pragmatismo. No obstante, la razón del actuar de estos pensadores conservadores no debe considerarse como limitada a un ejercicio retórico, pragmático, o a una mera caja de resonancia de los intereses de la Iglesia. Esto no contribuye a una adecuada comprensión del pensamiento conservador, removiéndole de paso, agencia a estos intelectuales. Por el contrario, la defensa del derecho a asociarse, en los términos expuestos por Cifuentes, debe entenderse dentro un proyecto conservador para alcanzar la modernidad o de «conservación para el progreso», en palabras de Zorobabel Rodríguez.[13] Una de las razones para afirmar esto se encuentran en las ideas y prácticas del propio Cifuentes. Tal como lo ha afirmado José Francisco García, el derecho de asociación según el intelectual conservador nace de la naturaleza social del hombre y de su indeleble tendencia hacia la sociabilidad. Por tanto – y aquí uno de los choques con Amunátegui y su postura positivista – la existencia de este derecho no podía ser sancionado o limitado por una ley civil, ya que era anterior a ella. Asimismo, la defensa de la libertad de asociación era manifestación de un entendimiento de las libertades públicas, que surgía de una posición iusnaturalista que manifestó públicamente con anterioridad a los debates de 1873.[14]

 

Al mismo tiempo, estas ideas se vieron ampliamente refrendadas en la práctica, al participar estos personajes letrados de la creación de las más variadas asociaciones durante la segunda mitad del siglo XIX: diarios y periódicos, círculos literarios, sociedades, obras de beneficencia y hasta una universidad. En esto Cifuentes y otros conservadores admiraban lo que ocurría en Estados Unidos y el espíritu asociativo de sus habitantes, que conocieron de primera mano en viajes o a través de textos (por ejemplo, Alexis de Tocqueville). Todo lo anterior era la expresión conservadora del «asociacionismo como el espacio público de la democracia, colaborador del Estado, a la vez que freno de su posible arbitrariedad».[15]

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«Otros han estudiado el conservadurismo como una ideología o filosofía política, definible por principios o dogmas, entre los que se encuentran: la preocupación con el problema del cambio; el compromiso con la idea de límites y un estilo limitado de política; la presunción en favor del pasado y de lo particular; la creencia en un orden trascendente que gobierna tanto la sociedad como la conciencia; la defensa apasionada del valor de las instituciones existentes».

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Como se aprecia del debate sobre el derecho de asociación, queda claro que reducir el estudio del conservadurismo a «tipos ideales», etiquetas o maniqueísmos, no contribuye a un acabado entendimiento de esta tradición política. Especialmente dado el contexto de disputa en torno al concepto de liberalismo y su contenido, en el que estos intelectuales buscaban encaminarse hacia la modernidad, desarrollando un proyecto de sociedad que incluía muchos elementos denominados «liberales». Por ello no hay que desgastarse en determinar quién era el verdadero liberal o conservador de la época; o si los conservadores eran «liberales», «medio-conservadores» o «jacobinos»; todo basado en una eterna lista de características predeterminadas o apellidos ideológicos. Más bien, como lo plantea Erika Pani al tratar el conservadurismo en México, «no se trata, insistiremos, de reconstruir la genealogía de la familia conservadora…cuya “esencia” y “valores medulares” atraviesan incólumes tiempo y espacio… [sino que debemos] dejar que los “conservadores” se pinten a sí mismos, recuperando los términos propios del debate, para descubrir qué los angustiaba, lo que esperaban, y con lo que estuvieron dispuestos a conformarse».[16]

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[1] Bourke, R. (2018). «What Is Conservatism History, Ideology and Party». European Journal of Political Theory 17:4. Páginas 452-455.

 

[2] Bourke, R. (2015). Empire and Revolution: The Political Life of Edmund Burke. Princeton: Princeton University Press. Página 17.

 

[3] Jones, E. (2017). Edmund Burke and the Invention of Modern Conservatism, 1830-1914: An Intellectual History. Oxford: Oxford University Press. Páginas 9-10.

 

[4] Bourke, R. (2018). «What Is Conservatism History, Ideology and Party». European Journal of Political Theory 17:4. Página 452.

[5] Sesiones de la Cámara de Diputados en 1873, Sesión 37ª ordinaria, 15 de septiembre de 1873.

 

[6] Cifuentes, A. (1881). «Discurso pronunciado por don Abdón Cifuentes», en La Gran Convención Conservadora de 1878. Manifiestos, discursos, conclusiones. Santiago: Imprenta de “El Independiente”. Página 28.

 

[7] Heise, J. (1982). Historia de Chile. El período parlamentario, 1861-1925, vol. 2, Democracia y gobierno representativo en el período parlamentario (Historia del poder electoral). Santiago: Editorial Universitaria. Páginas 56-58.

 

[8] Cifuentes, A. (1916). «Discurso sobre la libertad de asociación pronunciado en la Cámara de Diputados el 27 de diciembre de 1873 con motivo de la reforma constitucional», en Cifuentes, A. Colección de discursos, vol 1. Santiago: Escuela tipográfica «La Gratitud Nacional», Páginas 593-594.

 

[9] Sesiones de la Cámara de Diputados en 1873, Sesión 40ª ordinaria, 29 de septiembre de 1873.

 

[10] Jaksić, I, y Serrano, S. (2010). «El gobierno y las libertades: la ruta del liberalismo chileno en el Siglo XIX». Estudios Públicos 118. Páginas 96-99.

 

[11] Cifuentes, A. (1881). “Discurso pronunciado por don Abdón Cifuentes”, en La Gran Convención Conservadora de 1878. Manifiestos, discursos, conclusiones. Santiago: Imprenta de “El Independiente”. Página 29.

 

[12] Ossa, J. L. (2007). «El Estado y los particulares en la educación chilena, 1888-1920». Estudios Públicos 106. Página 33.

 

[13] Rodríguez, Z. (1870). «La conservación por la reforma». El Independiente, 7 de abril.

 

[14] García, J. F. (2017). La tradición constitucional de la P. Universidad Católica de Chile, vol. 1, (1889-1967): Orígenes, evolución, consolidación. Santiago: Ediciones UC. Páginas 108-126.

 

[15] Jaksić, I., y Serrano, S. (2010). «El gobierno y las libertades: la ruta del liberalismo chileno en el Siglo XIX». Estudios Públicos 118. Página 97.

 

[16] Pani, E. (2009). «“Las fuerzas oscuras”: El problema del conservadurismo en la historia de México». en Pani E. (ed.). Conservadurismo y derechas en la historia de México, vol 1. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica. Página 23.