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Poder fáctico constituyente y desarrollo democrático

Constitucionalismo chileno

Alejandro San Francisco
Profesor de la Universidad San Sebastián y la Universidad Católica de Chile. Director de Formación del Instituto Res Publica. Director general de Historia de Chile 1960-2010 (Universidad San Sebastián). Santiago, Chile Á - N.6

La historia constitucional de Chile está marcada por tres cartas fundamentales, que duraron varias décadas cada una, y que tuvieron que ver con procesos autoritarios, incluido el poder militar. El autor de este ensayo detalla estos procesos a lo largo de dos siglos, en los cuales se fija un elemento clave para la política del país: los contrapesos y enfrentamientos entre el poder ejecutivo y el del Congreso.

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Después de cumplir dos siglos de vida independiente, Chile ha iniciado un proceso constituyente de formulación inédita y con resultados imprevisibles. Considera un plebiscito de entrada y uno de salida, la formación de una Convención constituyente elegida democráticamente y cuenta, además, con un carácter paritario y con escaños reservados para representantes de los pueblos originarios. Por otra parte, se desarrolla en un contexto social y político de enorme complejidad, surgido de la violencia y la movilización social que siguió al 18 de octubre de 2019, así como del acuerdo político del 15 de noviembre del mismo año, en medio de una crisis económica de enormes proporciones, producto de los efectos de la pandemia del coronavirus.

 

Como en otros momentos durante los siglos XIX y XX, la Constitución y la creación de una nueva carta fundamental son hechos que generan polémicas y contradicciones, pero igualmente producen expectativas – en ocasiones desmedidas – sobre su capacidad de cambio social y político. Tan pronto como el país formó su Junta de Gobierno el 18 de septiembre de 1810, surgieron nuevas instituciones y conceptos políticos, entre ellos Constitución, separación de poderes, sistema representativo, pueblo, independencia y soberanía.[1] La revolución política fue a la vez conceptual e institucional, como quedaría claro en las décadas siguientes.[2]

 

Entre 1810 y 1828, durante el primer constitucionalismo chileno, hubo abundancia de textos  – de escasa duración y con poca aplicación práctica – , de discusiones políticas en el Congreso y en la prensa de la época, así como en los numerosos gobiernos que hubo durante aquellos años.[3] En cuanto a las cartas fundamentales, hubo un primer Reglamento Constitucional Provisorio en 1812;[4] luego la Constitución Provisoria de 1818 y la Constitución de 1822 (estas dos últimas bajo el gobierno de Bernardo O’Higgins);[5] siguió la Constitución de 1823 (también llamada moralista, cuyo autor fue Juan Egaña), las leyes federales de 1826 (cuyo principal promotor era José Miguel Infante, y que no llegaron a transformarse en Constitución);[6] y finalmente la Constitución de 1828, de carácter liberal.[7] Ninguna de estas constituciones tuvo continuidad histórica, en buena medida por haber formado parte de un contexto anárquico, pero con avances institucionales, como prueba la formación de instituciones tan relevantes como el Presidente de la República y el Congreso Nacional bicameral, que en lo esencial se mantienen hasta comienzos del siglo XXI.

 

Sin embargo, los tres textos constitucionales de más larga duración no serían propios del primer constitucionalismo.[8] Surgieron con posterioridad y tuvieron una historia marcada en su génesis por los quiebres políticos y la participación militar.

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Poder fáctico constituyente

Chile ha tenido tres constituciones de larga duración, que rigieron durante gran parte de los siglos XIX y XX, y en esta primera parte del siglo XXI, todas las cuales surgieron tras intervenciones militares, en forma de guerras civiles o golpes de Estado.[9] Esto ha llevado a una deslegitimación histórica de los procesos constituyentes en el país y al reclamo sobre la necesidad de una Asamblea Constituyente que permita que el pueblo ejerza soberanamente su papel.[10] El tema, sin embargo, es históricamente más complejo y no reduce su análisis al mero momento constituyente.

 

La primera carta que se extendió en el tiempo fue la Constitución de 1833, que se mantuvo vigente durante 92 años; la segunda fue la Constitución de 1925, que rigió casi medio siglo; finalmente la Constitución de 1980 ⸻que fue reformada con la Constitución de 2005⸻ y que en muchos aspectos rige hasta hoy. Si consideramos la gestación de cada una de ellas, no deja de llamar la atención que las tres hayan tenido una larga duración y bajo su vigencia hayan gobernado numerosas administraciones de distintas tendencias, que permitieron la consolidación progresiva del régimen político chileno.

 

En 1828 los chilenos parecían haber encontrado el camino institucional para consolidar la República, con una Constitución madura y valiosa desde el punto de vista técnico y político, en cuya redacción había participado el liberal español José Joaquín de Mora. El representante norteamericano en Chile, Sam Larned, informaba a su país que la nueva carta encontraba aprobación a lo largo de toda la República, y «todo indica que será sostenida y llegará a ser permanente».[11]

 

Sin embargo, al poco tiempo surgió una profunda discusión sobre la elección del vicepresidente de la República, que no solo generó un debate político, sino incluso una guerra civil, que fue la forma de resolver el conflicto. En ella triunfaron los pelucones sobre los pipiolos, dando inicio a una nueva etapa en la historia de Chile, que estaría asociada a la estabilidad gubernativa y constitucional. El general Joaquín Prieto, líder militar de los vencedores, gobernó entre 1831 y 1841 (dos periodos de cinco años cada uno), y dio vida a la Constitución de 1833.[12] En esa etapa contó con la influencia y colaboración de Diego Portales y de figuras como Mariano Egaña, Andrés Bello y Manuel Rengifo. La condición de hecho que había permitido imponer y mantener la nueva Constitución había sido el triunfo militar en la guerra civil.

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«En la práctica, la Constitución de 1980 tuvo un nacimiento análogo al de otras cartas de larga duración en la historia nacional: mediante el poder fáctico-constituyente, que podría considerarse la vía chilena de creación constitucional. En todos los casos la creación fáctica desechó las fórmulas alternativas».

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La Constitución de 1833 tuvo un final fáctico, tal cual fue su nacimiento: a comienzos de septiembre de 1924, el «ruido de sables» de la oficialidad joven del Ejército puso en jaque al régimen parlamentario y pocos días después Chile ya no tenía Presidente de la República ni Congreso Nacional. La Junta Militar – representante del espíritu de «la revolución» –  expuso brevemente sus ideas en el Manifiesto del 11 de septiembre, que eran muy relevantes en materia constitucional: «Nuestra finalidad es la de convocar a una libre asamblea constituyente, de la cual surja una Carta Fundamental que corresponda a las aspiraciones nacionales. Creada la nueva Constitución, ha de procederse a la elección de poderes públicos, sobre registros hechos por inscripción amplia y libre. Constituidos estos poderes, habrá terminado nuestra misión».[13]

 

Al año siguiente, con Arturo Alessandri de regreso a Chile como Presidente de la República – si bien no se restauró el Congreso Nacional -, una Convención designada por el mandatario estudió una nueva carta. Pese a que la mayoría de sus miembros prefería un régimen parlamentario, finalmente se aprobó la tesis del sistema presidencial, tras una breve pero decisiva intervención del Inspector General del Ejército, Mariano Navarrete: «El Ejército tiene horror a la política y, por consiguiente, no se mezclará jamás en sus actividades; pero tampoco mirará con indiferencia que se haga tabla rasa de sus ideales de depuración nacional, es decir, de que se olviden las finalidades de las revoluciones del 5 de septiembre y del 23 de enero para volver a la orgía política que dio vida a estos movimientos. Esto no lo aceptaría jamás el país ni las instituciones que lo componen».[14] Más claro imposible.

 

En cualquier caso, como sintetizó el propio León de Tarapacá, «la batalla de Lircay fue la pila bautismal de la Constitución de 1833».[15] Los golpes militares de 1924 y 1925 lo serían de la Constitución del propio Alessandri, que fue plebiscitada y logró una victoria, a pesar que la mayoría de la población no sufragó en esa oportunidad.[16]

 

En 1973 la historia se repitió, cuando el 11 de septiembre la Junta Militar depuso al gobierno de Salvador Allende. En un comienzo se presentó como un movimiento restaurador de «la institucionalidad quebrantada» por el gobierno de la Unidad Popular, como había denunciado la Cámara de Diputados en su Acuerdo del 22 de agosto de ese año.[17] Sin embargo, pronto el régimen militar pasó a ser fundacional, y una de las creaciones más importantes de su gestión fue precisamente la Constitución de 1980.

 

Para ello, la Junta de Gobierno nombró una Comisión de Estudios de la Nueva Constitución, conocida como Comisión Ortúzar, por su Presidente, Enrique Ortúzar.[18] En ella tuvo un papel muy relevante Jaime Guzmán, especialmente en la definición de las bases de la institucionalidad y en la promoción del proyecto.[19] Finalmente, el general Augusto Pinochet anunció un plebiscito para el 11 de septiembre de 1980, para aprobar el nuevo texto, que mantenía a Pinochet por ocho años más en el poder, fijaba un itinerario de transición a la democracia y establecía nuevas bases para el desarrollo económico.[20] No obstante, la oposición al régimen denunció – en un discurso de Eduardo Frei Montalva en el Teatro Caupolicán – que el proyecto de Constitución era «ilegítimo en su origen» y no consideraba válido el plebiscito. Concluía que una constitución que permitiera una patria democrática debía realizarse mediante «una Asamblea Constituyente u otro organismo auténticamente representativo de todas las corrientes de opinión nacional», aunque agregaba  -curiosamente – «como fue en 1925».[21]

 

En la práctica, la Constitución de 1980 nuevamente tuvo un nacimiento análogo al de otras cartas de larga duración en la historia nacional: mediante el poder fáctico-constituyente, que podría considerarse la vía chilena de creación constitucional. En todos los casos la creación fáctica desechó las fórmulas alternativas. La Constitución de 1833 dejó de lado la de 1828, pese a que esta no podía reformarse hasta 1836; la de 1925 no consideró la alternativa más amplia de Asamblea de asalariados e intelectuales;[22] en 1980 el gobierno no consideró crear la Asamblea Constituyente propuesta por la oposición o las propuestas del llamado Grupo de los 24.

 

Sin perjuicio de ello, con el tiempo las distintas constituciones pasaron de una etapa inicial fáctica, de disputa y falta de legitimidad, a una aceptación política y social, incluso de parte de sus antiguos detractores. En esto, como ha enfatizado Sofía Correa, fueron factores legitimantes las reformas constitucionales que experimentaron las distintas cartas – que también serían «momentos constituyentes» – , las cuales permitieron mayores niveles de libertad o democratización.[23] A la larga, con el paso de los años, las constituciones disputadas pasaron a ser la cancha donde se jugaba la vida democrática del país, y sobre ella había que construir, cambiar y levantar proyectos alternativos.

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Derechos constitucionales en disputa

El constitucionalismo clásico  – como expresó desde un primer minuto el caso francés – implicaba la necesidad de contar con un catálogo de derechos para la vida en sociedad. Si bien muchas veces quedaban en lo meramente declarativo y no siempre eran exigibles, en la práctica mostraban una aspiración y representaban un camino necesario de recorrer, como afirma Lynn Hunt en un sugerente libro sobre el tema.[24]

 

En Francia, la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano (1789) estableció en su artículo 16: «Toda sociedad en la cual la garantía de derechos no esté asegurada, ni la separación de los poderes determinada, no tiene Constitución».[25] De esta manera, quedaban sentados los dos ejes del constitucionalismo, que serían la clave de las cartas chilenas en los siglos XIX y XX.

 

 

El Reglamento Constitucional Provisorio de 1812 ya establecía libertades y derechos. La Constitución de 1822 fijó en su Introducción una fórmula muy interesante, en la lógica del iusnaturalismo racionalista: «El gobierno se establece para garantir al hombre en el goce de sus derechos naturales e imprescriptibles, la igualdad, la libertad, la seguridad, la propiedad».[26] Uno de los mayores logros de la década de 1820 fue declarar la libertad de los esclavos  – Chile fue una de las primeras naciones en este reconocimiento –  y precisar que si alguno de ellos pisaba territorio nacional quedaba libre. La excepción era el tema religioso, por cuanto las constituciones reconocían que el país tenía una religión «católica apostólica, romana, con exclusión del ejercicio público de cualquier otra», en la fórmula expresada en la Constitución de 1833, fórmula que se terminaría en 1925, cuando se separó el Estado de la Iglesia.[27] Los derechos políticos estaban consagrados en las distintas constituciones del siglo XIX, si bien tenían restricciones importantes por edad, sexo y otras condiciones, como saber leer y escribir o tener un determinado trabajo o propiedad.

 

El constitucionalismo del siglo XX trajo novedades en el plano de los derechos, especialmente por el cambio de las tendencias económicas y sociales del mundo de la posguerra. De esta manera, la Constitución de 1925 establecía que aseguraba a todos los habitantes «la protección al trabajo, a la industria, y a las obras de previsión social, especialmente en cuanto se refieren a la habitación sana y a las condiciones económicas de la vida en forma de proporcionar a cada habitante un mínimo de bienestar». Una novedad se daba en el derecho de propiedad, que quedaba «sometido a las limitaciones o reglas que exijan el mantenimiento y el progreso del orden social».[28]

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«Parece conveniente huir de la tentación autorreferente de ser la “excepción honrosa” de América Latina, en parte porque el país tiene una tradición democrática sólida que coexiste con quiebres muy duros, dramáticos y en ocasiones sangrientos. Tampoco parece razonable fijar un optimismo excesivo en la virtud del papel escrito de una Constitución, que bien puede contemplar los mejores deseos y derechos, garantías y promesas, sin que por eso se hagan vida en la realidad cotidiana de la gente».

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Todo esto presentaba un problema práctico, que excedía las meras declaraciones bienintencionadas o demagógicas. Entre 1927 y 1973 la situación de la población mejoró, en forma progresiva aunque lenta, pero en modo alguno el Estado aseguró aquello que la Constitución proclamaba con tanta autoridad. En 1939 el ministro de Salubridad, Salvador Allende Gossens, denunció que «Chile tiene la más alta tasa de mortalidad infantil del mundo»;[29] la habitación sana era un sueño lejano para la mayoría de la población y un sector importante comenzó a habitar las poblaciones «callampa», donde abundaban las enfermedades y la miseria; los niños pobres deambulaban con escasa educación formal y muchas veces ingresaban prematuramente al mundo del trabajo informal; la previsión no existía salvo para grupos especialmente privilegiados; mientras el Estado crecía, ciertamente más rápido que la calidad de vida de la población.[30] Todo esto hacía coincidir el progreso democrático del país con una cuestión social alarmante y dramática, que provocaba críticas al mismo régimen que enorgullecía a los chilenos. Por otra parte, durante esas décadas el derecho de propiedad entró en un proceso de profundo deterioro, que significó en la práctica una clara disminución de las características propias del dominio, hasta avanzar a fórmulas expropiatorias, que se concentraron especialmente en el campo en la década de 1960 y comienzos de los 70, a través de sucesivas reformas agrarias.[31]

 

La Constitución de 1980 modificó sustancialmente esa tendencia, en parte por la experiencia histórica estatista de Chile durante el siglo XX, así como por las convicciones de los nuevos equipos económicos y políticos del régimen militar.[32] Por lo mismo, no solo el derecho de propiedad aparece más reforzado, sino que un conjunto de instituciones abren paso a la iniciativa privada en los más diversos ámbitos, como salud, educación y previsión social. Paralelamente, aparecen consagrados los llamados derechos sociales, pero con provisión mixta – estatal o privada – , en tanto surgen otros que son propios del tiempo histórico, como es el derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación.

 

A comienzos del siglo XXI las propuestas van en una dirección diferente, y probablemente será uno de los temas más debatidos en el órgano constituyente. Desde la izquierda política y sectores intelectuales hay críticas permanentes al Estado subsidiario que subyace en el ordenamiento constitucional  – que no siempre se entiende en su justa dimensión – y surgen propuestas para cambiarlo por un Estado solidario, como si ambos conceptos fueran contradictorios. En términos de debate político y jurídico, en las últimas décadas ha emergido con fuerza la noción de derechos sociales o régimen de lo público, que implicaría dar mayor relevancia al Estado en la provisión de aspectos como la salud, la educación y las pensiones, con desconfianza en la intervención privada en estos ámbitos.

 

Gran parte de estas discusiones se han venido desarrollando con fuerza en las dos primeras décadas del siglo XX, y sin duda serán parte sustancial del debate político constituyente.

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Los dilemas de la democracia y el poder

 

Se podría decir que la democracia chilena ha tenido al menos dos dimensiones históricas relevantes. La primera tiene que ver con «el soberano»: el pueblo. La segunda se refiere a los poderes propios del régimen representativo: el Presidente de la República y el Congreso Nacional.

 

 

En el primer ámbito, es interesante la consolidación de lo que, para el siglo XIX, Samuel Valenzuela llamó «democratización vía reforma».[33] En una misma dirección, Joaquín Fermandois habla del «proceso democrático» chileno en su primer siglo de vida republicana.[34] Ambos conceptos pueden extenderse perfectamente al siglo XX, cuando el cuerpo electoral se amplió considerablemente, así como el pluralismo político y la participación general de la población en el desarrollo nacional.

 

Durante el siglo XIX la participación política era muy limitada. En el siglo XX, la Constitución de 1925 establecía una ciudadanía restringida, pues estaba limitada a los hombres mayores de 21 años que supieran leer y escribir. Como era previsible, el cuerpo electoral se mantuvo estancado durante muchas décadas: si para la elección de Arturo Alessandri Palma en 1932 sufragaron poco menos de 350 mil personas, en 1946, para la elección de Gabriel González Videla, apenas había aumentado a 480 mil personas. Fue entonces cuando se produjo el gran cambio, pues desde 1949 las mujeres obtuvieron el derecho a voto universal, y pudieron sufragar en las elecciones presidenciales de 1952, cuando el cuerpo electoral aumentó a 957 mil ciudadanos. Desde ahí en adelante la situación no se detuvo: 1.235.552 en 1958; 2.512.147 en 1964 y 2.962.748 en 1970, en la última elección presidencial del periodo. Este mismo año se aprobó una reforma constitucional que permitía el derecho a voto a todas las personas desde los 18, incluidos los analfabetos.

 

En otro ámbito, uno de los temas centrales del desarrollo constitucional chileno ha sido la relación entre el Presidente y el Congreso Nacional, como instituciones principales del régimen representativo. Las tres constituciones de mayor duración consagraron en su origen un régimen presidencial, que en parte se considera como el propio o tradicional de Chile. Sin embargo, la evolución política determinó mutaciones, cambios, reformas constitucionales y otras de naturaleza cultural o práctica. En muchas ocasiones existió un choque directo o solapado entre los gobernantes y los parlamentarios, muchas veces porque el Presidente no gozaba de mayoría en las cámaras.[35]

 

La evolución constitucional, además de registrar un avance en el equilibrio de poderes en el siglo XIX, mostró con el tiempo que las reformas y las prácticas políticas también podían convertirse en una forma de acrecentar la lucha entre el Presidente y el Congreso. El problema llegó al paroxismo durante el gobierno de José Manuel Balmaceda, cuando creció la oposición entre el gobernante y la mayoría parlamentaria opositora.[36] Para entonces el sector dirigente entendía que Chile tenía un régimen parlamentario «consuetudinario», pero la crisis política llevó a Balmaceda a defender la vigencia del sistema presidencial, discrepancia que aparece como telón de fondo de la guerra civil de 1891. Por lo mismo, el Presidente convocó a un Congreso Constituyente, para sentar las bases de un gobierno en el cual el Presidente y los ministros no dependieran del Congreso, con auténtica libertad electoral.[37]

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«Y es preciso considerar que los problemas constitucionales son relevantes, pero subordinados a otros dos que resultan capitales en el desarrollo de los pueblos: por una parte, la calidad efectiva de la política y de las instituciones, y por otra parte, el desarrollo económico y el progreso social que alcance la sociedad».

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La crisis del gobierno de Arturo Alessandri (1920-1925) tuvo en parte la misma naturaleza, pero con la diferencia de que Chile llevaba entonces treinta años de parlamentarismo sin contrapesos. El León de Tarapacá quiso hacer cambios constitucionales para perfeccionar el sistema, aunque sin éxito. Entre 1923 y 1924 se agudizaron las contradicciones entre los poderes del Estado, con un virtual bloqueo de la mayoría opositora del Congreso hacia las iniciativas del Ejecutivo. Finalmente, la intervención militar zanjó el asunto, de una forma imprevista y con consecuencias históricas de largo plazo.[38]

 

Algo similar – si bien con características propias y en un contexto diferente – ocurrió durante el gobierno de la Unidad Popular. El Presidente Allende gobernó durante sus tres años con minoría en el Congreso, que ejercía sus prerrogativas de diferentes maneras, como la oposición a proyectos de ley del gobierno o las acusaciones constitucionales contra los ministros de Estado. Sin embargo, el momento más sintomático de la crisis se produjo el 22 de agosto de 1973, cuando la Cámara de Diputados aprobó su declaración sobre el Grave quebrantamiento del orden constitucional y legal de la República. Allende contestó en la ocasión denunciando a la Cámara por pretender lograr los efectos de una acusación constitucional mediante un simple acuerdo, restándole validez democrática y jurídica.[39] Es interesante destacar que ambos poderes del Estado se acusaban recíprocamente de vulnerar la Constitución de la República, a pocos días de que esta dejara de regir. El colapso del régimen era también el fin de la disputa de poderes, que había comenzado en 1925 y que transitó todo el periodo de vigencia de la Constitución.[40]

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Reflexiones finales

Después de dos siglos de experiencia constitucional, Chile tiene una trayectoria larga y variada de textos y contextos que le permiten mirar la realidad con una óptica, al menos, informada.

 

Por lo mismo, parece conveniente huir de la tentación autorreferente de ser la «excepción honrosa» de América Latina, en parte porque el país tiene una tradición democrática sólida que coexiste con quiebres muy duros, dramáticos y en ocasiones sangrientos. Tampoco parece razonable fijar un optimismo excesivo en la virtud del papel escrito de una Constitución, que bien puede contemplar los mejores deseos y derechos, garantías y promesas, sin que por eso se hagan vida en la realidad cotidiana de la gente. Finalmente, es preciso considerar que los problemas constitucionales son relevantes, pero subordinados a otros dos que resultan capitales en el desarrollo de los pueblos: por una parte, la calidad efectiva de la política y de las instituciones, y por otra parte, el desarrollo económico y el progreso social que alcance la sociedad.

 

Por otra parte, no es claro que exista el espíritu ideal para llevar adelante la anhelada reforma constitucional, que requiere dos tercios de la Convención para aprobar los distintos artículos de la nueva carta, así como necesita superar el ambiente de polarización, amenazas y violencia que han acompañado durante algún tiempo el desarrollo del proceso, desde el llamado a iniciar el cambio constitucional. Los resultados del 15 y 16 de mayo dejan abierto el resultado y exigen llegar a acuerdos, ante la realidad de que ningún sector político tiene por sí solo un tercio para vetar ni dos tercios para aprobar determinadas cláusulas constitucionales.

 

 

La Constitución chilena, la actual y la que venga, fija un marco de acción para la sociedad y para la política. Ciertamente hay muchos problemas que resolver en la sociedad: avanzar con libertad y procurar mayor justicia, facilitar un progreso integral del país en todas sus regiones, generar igualdad de oportunidades y mejor calidad de vida en las distintas etapas de la existencia. Para ello, una buena Constitución es un punto de partida, pero no cierra el camino: se requiere una política de calidad, la consolidación efectiva de la democracia y el Estado de derecho, un crecimiento económico sostenido y un progreso social que llegue a los distintos sectores de la sociedad.

 

En este sentido, dos siglos de historia constitucional forman una buena base para la comprensión de las posibilidades y limitaciones de los textos escritos, así como para conocer mejor la dinámica y problemas de los procesos políticos.
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[1] Sobre este tema resulta fundamental el trabajo de Fernández, J. (2009). Diccionario político y social del mundo iberoamericano. La era de las revoluciones, 1750-1850. Madrid, Fundación Carolina/Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales/Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. En cuanto al concepto que tratamos, ver el texto de Alejandra Castillo, «Constitución-Chile». Páginas 352-363.

 

[2] Un excelente trabajo sobre el proceso político y el pensamiento político de la época: Cid, G. (2019). Pensar la revolución. Historia intelectual de la independencia chilena. Santiago, Ediciones Universidad Diego Portales.

[3] Infante, J. (2014). Autonomía, independencia y república en Chile 1810-1828. Santiago, Centro de Estudios Bicentenario; San Francisco, A. (2007). «El primer constitucionalismo chileno, 1810-1828», Anuario de Historia regional y de las fronteras, N° 12, pp. 339-361.

 

[4] Reglamento Constitucional Provisorio del Pueblo de Chile. (1812). Santiago

 

[5] Constitución Provisoria para el Estado de Chile. (1818). Santiago, Imprenta del Gobierno, y Constitución Política del Estado de Chile. (1822). Promulgada el 23 de octubre de 1822. Santiago, Imprenta del Estado.

 

[6] Pusieron sobre la palestra un tema casi olvidado en la historia nacional, como es el de las provincias, o de la regionalización, como diríamos en el presente. Un excelente libro reciente sobre el tema es el editado por Armando Cartes. Cartes, A. (2020). Región y Nación. La construcción provincial de Chile. Siglo XIX. Santiago, Editorial Universitaria.

 

[7] Constitución Política de la República de Chile. (1828). Santiago, Imprenta de R. Rengifo.

 

[8] Un ensayo reciente sobre la evolución chilena en este ámbito es el de Ossa, J. L. (2020). Chile constitucional. Santiago, Fondo de Cultura Económica-Centro de Estudios Públicos.

[9] San Francisco, A. (2011). «Los militares y la política en Chile republicano. Dos siglos con contradicciones, intervenciones y constituciones», Anales del Instituto de Chile, Vol. XXX, Santiago, pp. 109-148; Correa Sutil, S. (2015). «Los procesos constituyentes en la historia de Chile: lecciones para el presente», Estudios Públicos, N° 137, pp. 43-85.

 

[10] En esta línea, por ejemplo, Salazar, G. (2020). Acción constituyente. Un texto ciudadano y dos ensayos históricos. Santiago, Tajamar Editores; Grez, S. (2019). Asamblea constituyente. La alternativa democrática para Chile. Valparaíso, América en Movimiento, 3ª edición.

 

[11] Sam Larned a Henry Clay, Santiago, 29 de marzo de 1829, en United States of America, State Department, Washington D. C., DISPATCHES FROM UNITED STATES MINISTER TO CHILE, 1823-1906, N° 80.

[12] Constitución Política de la República de Chile. (1833). Jurada y promulgada el 25 de mayo de 1833, Santiago, Imprenta La Opinión.

 

[13] Monreal, General E. (1929). «Junta Militar, Manifiesto del 11 de Septiembre de 1924», en Chile ante el Nuevo Régimen 1924-1929. Santiago. Tomo I. Páginas 85-86.

 

[14] El discurso del general Mariano Navarrete en Ministerio del Interior, Actas Oficiales de las Sesiones celebradas por la Comisión y Sub-comisiones para el estudio de la Nueva Constitución, Sesión de la Comisión Consultiva, 23 Julio 1925, p. 455.

[15] Alessandri, A. (1926). «Exposición sobre el nuevo régimen de gobierno establecido en la nueva Constitución Política, dictada en el Teatro Municipal el 3 de julio de 1925», en El Presidente Alessandri y su Gobierno. A través de sus discursos y acción política. Página 448.

 

[16] Constitución Política de la República de Chile. (1925). Santiago, Imprenta Universitaria.

 

[17] Acuerdo de la Cámara de Diputados sobre el Grave Quebrantamiento del Orden Constitucional y Legal de la República, 23 de agosto de 1973.

 

[18] El proceso está bien estudiado en Barros, R. (2005). La junta militar. Pinochet y la Constitución de 1980. Santiago, Editorial Sudamericana.

 

[19] Guzmán, J. (1979). «El camino político», revista Realidad, N° 7 pp. 13-23; y Guzmán, J. (1981). «El sentido de la transición», revista Realidad, N° 38, páginas 9-28.

 

[20] Constitución Política de la República. (1981). Santiago, Editorial Jurídica de Chile. Texto promulgado por Decreto Supremo N° 1.150 del Ministerio del interior, de 21 de octubre de 1980.

[21] Eduardo Frei Montalva,E. (1980). «Discurso pronunciado en el Teatro Caupolicán con motivo del plebiscito, el 27 de agosto de 1980», en Cristián Gazmuri, C. Arancibia, P. y Góngora, A. (1996). Eduardo Frei Montalva (1911-1982). Santiago, Fondo de Cultura Económica. Páginas 502-520.

 

[22] Al respecto Salazar, G. (2009). Del poder constituyente de asalariados e intelectuales (Chile, siglos XX y XXI). Santiago, LOM Ediciones y Gómez, J. C. (2017). «Poder Constituyente, Crisis del Estado Oligárquico: Chile, 1910-1925», Direito & Práxis, Vol. 08, N° 4, pp. 3069-3116.

 

[23] Correa, S. (2016). «Mutación constitucional vía reforma: una mirada histórica», Anales de la Universidad de Chile, Séptima Serie, N° 10, pp. 61-75.

[24] Hunt, L. (2010). La invención de los derechos humanos. Barcelona, Tusquets.

 

[25] Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano. (1789).

 

[26] Constitución Política del Estado de Chile. (1822).

 

[27] Constitución Política de la República de Chile. (1833). Artículo 5.

[28] Constitución Política de la República de Chile (1925). Santiago, Imprenta Universitaria. Artículo 10, números 9 y 10.

 

[29] Allende, S. (1939). La realidad médico-social chilena (síntesis). Santiago, Editorial Lathrop.

 

[30] San Francisco A. (Director general), pp. 138-157 y 210-219.

 

[31] Enrique Brahm, E. (1999). Propiedad sin libertad. Chile 1925-1973. Santiago, Universidad de los Andes.

 

[32] El giro ocupa las páginas finales del famoso trabajo de Mario Góngora, Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX (Santiago, Editorial La Ciudad, 1981).

[33] Valenzuela, S. (1985). Democratización vía reforma: La expansión del sufragio en Chile. Buenos Aires, Ediciones del IDES.

 

[34] Fermandois, J. (2020). La democracia en Chile. Trayectoria de Sísifo. Santiago, Ediciones UC/CEP. Página 125.

 

[35] La relación de poder entre el Presidente y el Congreso es el criterio que utiliza Alberto Edwards para explicar la evolución de las tres etapas de la «república en forma». Ver Alberto Edwards, A. (1928). La Fronda Aristocrática en Chile. Santiago, Imprenta Nacional.

[36] Una obra muy completa, y de primera mano es la de Bañados Espinosa, J. (1894). Balmaceda y la revolución de 1891. París, Garnier Hermanos, 2 tomos. Bañados Espinosa fue el constituyente y ministro de Balmaceda.

 

[37] Así lo manifestó en la sesión inaugural del Congreso Constituyente, en abril de 1891.

 

[38] El gobernante narra personalmente los acontecimientos de esa primera administración en Arturo Alessandri, A. (1967). Recuerdos de Gobierno. Santiago, Editorial Nascimento. Tomos I y II.

 

[39] Salvador Allende, Manifiesto al País, 24 de agosto de 1973.

[40] Brahm, E. Bertelsen, R. y Amunátegui, A. (2002). Régimen de gobierno en Chile. ¿Presidencialismo o parlamentarismo? 1925-1973. Santiago, Editorial Jurídica de Chile. Ver también Bravo Lira, B. (1978). Régimen de gobierno y partidos políticos en Chile, 1924-1973. Santiago, Editorial Jurídica de Chile.