Esta discusión nunca terminará: ¿son las películas responsables de propagación de la violencia? Hay quienes creen que sí y otros que no. Por lo mismo que es difícil dar una respuesta definitiva, es bueno que el debate nunca termine. Los siguientes son insumos y elementos de juicio que deberían entrar a la conversación sobre el tema. El asunto recobra actualidad cada cierto tiempo, aunque este artículo plantea que en la pantalla grande el peak de la violencia ya pasó. En discusión.
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Hay tal vez pocos temas más discutidos que la violencia en el cine. En otra época, los reformadores sociales lo planteaban con escándalo y alarma. Aún hoy, los psicopedagogos no le pierden pisada. Los moralistas destacan el efecto imitador. Los psicólogos en general se quedan con los efectos catárticos del fenómeno; la experiencia de la violencia, que tiene algo de pararrayos, eventualmente también puede ser purificadora y ayudar a descargas temores y traumas. El sentido liberador clásico de la tragedia y la adicción contemporánea al espectáculo del desastre es justamente ése. Los sociólogos más realistas advierten que los medios han trivializado la violencia y los más perspicaces observan que, a raíz de la soledad y la furia apenas contenida de la vida moderna, la violencia puede tener efectos muy disociadores tanto para el individuo como para la comunidad. La gente que sabe de política, por su parte, la toma en serio porque, admitiendo que puede ser muy destructiva para la convivencia democrática, también reconoce que puede ser muy eficaz como instrumento de transformación y cambio; por eso mismo es que se trata de un medio doblemente peligroso.
Es difícil establecer métricas para la violencia cinematográfica. Un estudio académico estadounidense postulaba tiempo atrás que entre 1950 y el año 1985 el número de escenas violentas en el cine americano se había duplicado. Pero añadía que desde entonces a hoy, es decir en los 35 años siguientes, ese número se había triplicado. A este ritmo en algún momento nos iremos a negro, por decirlo así. El estudio también sostenía que el número de películas con calificación PG 13 —que son las que chicos y chicas mayores de edad pueden ver solo con guía paternal estricta, porque son obras que tienen problemas de lenguaje, desnudos irrelevantes y algo (poco) relacionado con armas, con sangre o con drogas— eran las que más habían estado creciendo proporcionalmente en Hollywood. Más incluso que las prohibidas a menores de 17 años. Este tipo de datos tiene, claro, un problema. Pueden representar información reveladora. Pero pueden también entrañar enormes confusiones. ¿Vale igual una escena violenta de Taxi Driver que otra de una cinta de algún fortachón tipo Chuck Norris, Sylvester Stallone o La Roca? ¿No habrá algo metafísicamente impresentable en estas contabilidades? Los psicólogos a lo mejor podrían postular con algún fundamento que en la conciencia de un niño de 12 años el resultado traumático de una situación violenta puede ser parecido así venga de la mano de Scorsese o de un realizador intercambiable. Ningún crítico de cine con algún respeto por su oficio podría, sin embargo, tragarse semejante sapo.
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Terror, narcos, crueldad
No es una mala hipótesis de trabajo asumir que en el cine comercial de las últimas décadas es menos violento que el de los años 60 y 70. Y es posible, incluso, que el fenómeno se explique en términos estrictamente comerciales. Ocurre que en la actualidad las audiencias mayoritarias de la industria están asociadas básicamente a público infantil, preadolescente y, con suerte, adolescente. La infantilización del cine estadounidense no es solo un fenómeno regresivo vinculado a la bancarrota intelectual del medio, fenómeno que críticos como Phillip Lopate lamentaron mucho y estudiaron con profundidad. Es también un esfuerzo de Hollywood por ponerse a la altura de públicos más básicos. Esfuerzo, lo que se llama esfuerzo, puede ser una palabra quizás excesiva en este contexto.
Por más que se repasen los ficheros, va a ser difícil encontrar por estos días un grupo de películas que le haga el peso, en términos de densidad y violencia, y también de repercusión social, a títulos como Perros de paja (S. Peckinpah, 1971), Serpico (S. Lumet, 1973), Harry, el sucio (D. Siegel, 1971), Tarde de perros (S. Lumet, 1975), Taxi Driver (M. Scorsese, 1976), La pandilla salvaje (S. Peckinpah, 1973), Badland (T. Malick, 1973), Amarga pesadilla (J. Boorman, 1972) , El padrino (F.F. Coppola, 1972), El francotirador (M. Cimino, 1978 ) o Los guerreros (W. Hill, 1979), por citar sólo unos pocos. Estas realizaciones tuvieron tramos abiertamente desquiciados y no hay nada que se les parezca en la cartelera actual. La violencia de hoy podrá ser más acrobática como en Rápido y furioso, más espectacular como en la serie Los vengadores o más pornográfica como en Mad Max, en el sentido de entregar todo lo que el espectador precisamente quiere ver, pero en realidad esto está tan trivializado que a lo más podría perturbar una siesta.
Más que violencia pura y dura, explosiva, aterradora, disolvente, lo que más se observa en las últimas décadas es (1) el sostenido resurgimiento del cine de terror, el más adolescente, escatológico, barato y sobreexplotado de los géneros fílmicos; (2) una fuerte irrupción del cine asociado al narco, donde la ferocidad vuelve a ser descomunal y (3) el ingreso a escena de formas recargadas de crueldad. Violencia y crueldad se parecen pero no son lo mismo. El propio André Bazin manejó esta distinción en otra época. Sin embargo, más que estadounidense —y sin perjuicio de la autoridad en este plano de los hermanos Coen (Fargo, No es país para viejos) o de Jonathan Demme (El silencio de los inocentes)— lo cierto es que hoy la crueldad es una especialidad europea. La lideran directores como el austriaco Michael Haneke (Funny Games, La cinta blanca, Caché), el danés Lars von Trier (Ninfomanía, La casa de Jack), el argentino-francés Gaspar Noé (Irreversible, Clímax) o el griego Yorgos Lanthimos (The Square, La favorita).
La violencia horroriza y aturde por un rato. La crueldad hiere para siempre.
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El Código Hays
Así como hoy estamos llenos de dudas al analizar los alcances de la violencia en el cine, así también el Código del Pudor siempre tuvo las cosas claras, el llamado Código Hays, porque fue William H. Hays —exdirector general de correos, directivo del Partido Republicano, feligrés de la Iglesia Presbiteriana y modelo de integridad cívica en la América de entonces— quien le dio forma y lo estableció como protocolo de autorregulación de la Motion Picture Association of America y también como resguardo de la moralidad de la industria del cine. La estricta normativa vio la luz en tiempos difíciles, el año 1932. Estados Unidos estaba en medio de la Gran Depresión y venía de una década complicada. La Prohibición había hecho saltar por los aires los índices de criminalidad en las grandes ciudades. Aunque no con la misma intensidad que Europa por esos mismos años, la nación había sorteado tantos estallidos sociales, raciales y culturales que el sistema político estaba contra las cuerdas. Con las costumbres disolutas de la comunidad cinematográfica, con la profusión de comedias picantes y dramas subidos de tono que se habían estrenado en los años anteriores y —no en último lugar— con la erótica de su star system, Hollywood se había convertido en el ícono de la relajación de las costumbres y las películas empezaban a correr el riesgo de perder su crédito como entretenimiento familiar. En adelante la industria tendría que portarse bien para ir cerrando la ventana a través de la cual un creciente número de productores cinematográficos debía comparecer a las cortes bajo cargos de obscenidad. La idea de Hays era reconciliar al Hollywood mal portado con las ligas de la decencia, los movimientos religiosos y los grupos más tradicionales de la sociedad.
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En el Código Hays los productores reconocieron «la elevada custodia y confianza que ha sido depositada en ellos por los pueblos del mundo, que han convertido al cine en una forma universal de diversión». Y señalaban que asumían la responsabilidad que les tocaba, atendido que la diversión y el arte son influencias importantes en la vida de una nación.
Como era previsible, la autorregulación de Hollywood atendió básicamente a Eros y Thánatos, al sexo y a la muerte, ni más ni menos que los dos grandes temas del arte universal. Y fue severo con ambos. El crimen nunca puede ser presentado con simpatía. Jamás como conducta digna de imitación. La vida humana es sagrada y cuando es destruida las referencias han de ser mínimas. El suicidio jamás puede ser una solución. No habrá escena en que los policías mueran explícitamente a manos de los delincuentes. Ni tampoco donde los menores queden expuestos a la violencia. Las películas no entrarán en detalles en los asesinatos brutales. El vicio de las drogas puede representarse solo cuando quede controlado como es debido el efecto imitativo, cuando esté asociado a alcances trágicos y cuando refute los efectos placenteros que se le puedan atribuir. Los secuestros solo pueden ser tratados con mucha restricción. En el caso del sexo, el veto es a la desnudez, al adulterio (un hombre y una mujer, no hablemos de otras parejas, no pueden aparecer compartiendo la misma cama, aunque sí lo puede hacer si al menos uno de ellos tiene afirmado un pie en el suelo), al doble sentido, a la obscenidad de los gestos, al vestuario, al respeto por los símbolos familiares, religiosos y patrios. Curiosamente las únicas líneas del Código que todavía se sostienen son las dos —sí, apenas dos— que dedica a prohibir la crueldad con los animales. Todo el resto parece jurásico.
Vaya que ha corrido agua bajo los puentes desde 1932 a esta parte.
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Problema doble
Arthur Penn, un cineasta notable aunque eclipsado por la modernidad, dice en el documental Un recorrido personal por el cine americano, escrito y dirigido por Scorsese, que el Código Hays era tan estrecho que, a pretexto de impedir la glorificación de la conducta de los forajidos entre los jóvenes, incluso impedía mostrar en un mismo plano a alguien que dispara y alguien que cae herido. Tenían que ser planos distintos. A su juicio, era otra razón más para que las películas estuvieran llenas de cortes. Penn se encargaría, junto a otros realizadores, de derribar esas restricciones ridículas. Trabajos suyos como El zurdo, La jauría humana y, sobre todo, Bonnie & Clyde, corrieron las fronteras de la violencia aceptable en el cine y qué duda cabe que este factor ayudó a teñir de brutalidad y sangre la pantalla americana de fines de los 60 y de toda la década del 70.
El problema de la violencia en el cine, para ir derechamente el núcleo duro del tema, es doble. Por un lado está la pregunta de si es lícito mostrarla en el cine. Por el otro, si es necesaria. Las dos interrogantes proceden toda vez que se reconozca que, a pesar de Rousseau y el buen salvaje, a pesar del paraíso terrenal de la sociedad sin clases, a pesar de la concordia universal de la fe o la comunión de los santos, la violencia es parte de la condición humana. La tememos pero al mismo tiempo es parte nuestra. Estamos dispuestos a renunciar a ejercerla —en eso consiste la convivencia civilizada y la vida democrática— aunque no para siempre ni bajo toda circunstancia. No hasta el extremo de ser sometidos, menos esclavizados. Hasta en el individuo más apacible, a veces, habita una bestia. El gen de Caín está en la historia de la especie y en nuestros propios demonios. No somos ángeles. Y con frecuencia nos parecemos al lobo de Hobbes.
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la violencia es parte de la condición humana. La tememos pero al mismo tiempo es parte nuestra. Estamos dispuestos a renunciar a ejercerla —en eso consiste la convivencia civilizada y la vida democrática— aunque no para siempre ni bajo toda circunstancia. No hasta el extremo de ser sometidos, menos esclavizados. Hasta en el individuo más apacible, a veces, habita una bestia. El gen de Caín está en la historia de la especie y en nuestros propios demonios. No somos ángeles. Y con frecuencia nos parecemos al lobo de Hobbes.
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Por lo mismo que la violencia —ejercida o padecida— es una experiencia humana atroz, la pregunta de si es pertinente o lícito que el cine la muestre solo puede tener una respuesta. Claro que sí: vetar la violencia, prohibir su representación, sería como negar nuestro lado B, nuestras zonas oscuras. Que esto complica las cosas y plantea —entre otros efectos— la conveniencia de no exponer a los menores a obras que puedan llegar a serles traumáticas, no hay dudas. Y que este resguardo también es problemático, por supuesto, en especial cuando el sexo, la violencia y la crueldad son imaginarios cada vez más accesibles. Qué diablos. Es una mochila con la cual la modernidad tiene que contar. En comparación a este problema, cualquier censura, cualquier prohibición que se imponga en este plano en definitiva siempre será peor. Y ahora, más impresentable que nunca.
La respuesta a la segunda pregunta —si la violencia en el cine es necesaria— bien puede ser más controvertible. ¿Necesaria para qué? ¿Necesaria para aprenderla o manejarla? ¿Para reconectarla con el autoritarismo patriarcal? ¿Necesaria para confrontarla? ¿Para exaltarla? ¿Necesaria para reconocerla como parte de nuestros subterráneos interiores? ¿Necesaria para remontarnos al imaginario del horror? ¿Necesaria para expiar lo que fuimos, para aventar lo que podríamos ser?
La sola variedad de las preguntas describe en parte la complejidad del tratamiento de la violencia en la pantalla. Y, bueno, de nuevo, la respuesta no puede ser otra que sí, que es necesaria, fundamental quizás para todo esto pero también para mucho más. Estos son los misteriosos dominios del arte. El arte nos interpela, nos molesta, nos gusta, nos emplaza, nos hace sufrir, nos conmueve, nos divierte, nos hiere, nos saca emociones y sentimientos que a veces ni sospechábamos tener. A veces desde el reino de las verdades apacibles. Y a veces también desde el corral de las furias.
Ciertamente esta dimensión del asunto no resuelve enteramente el problema. Porque sí, de acuerdo, incluso en esta época regresiva, donde abundan los pailones de 40 jugando a La guerra de las galaxias o a Volver al futuro, es un escándalo la cantidad de películas que se valen de la violencia sólo por consideraciones de morbo, de explotación descarada o para alimentar el circo de los instintos básicos. Y está claro que este aspecto indigna, tanto por la nulidad de los resultados como por la infamia del negocio.
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Críticas con fuerza de ley
Un concepto amplio de libertad de expresión y de libertades culturales, sin embargo, no debería discriminar ni dejarnos atascados en estos pantanos. Hablando de Bonnie & Clyde, película de 1967 que estableció en estos dominios un antes y un después, Pauline Kael, la legendaria crítica del New Yorker, sostuvo que «precisamente porque los artistas deben tener libertad para emplear la violencia, también debemos defender los derechos legales de aquellos realizadores que se valen de la violencia para vender entradas, porque a la ley no le incumbe decidir si un hombre es un artista y otro una persona sin talento».
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Pauline Kael, la legendaria crítica del New Yorker, sostuvo que «precisamente porque los artistas deben tener libertad para emplear la violencia, también debemos defender los derechos legales de aquellos realizadores que se valen de la violencia para vender entradas, porque a la ley no le incumbe decidir si un hombre es un artista y otro una persona sin talento.
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Kael fue una liberal de verdad: «El hombre carente de talento tiene tanto derecho a producir como el artista, y no sólo por la sorprendente facultad de pasar de una categoría a otra (cosa que ella, por lo demás, era de lo que más le gustaba como crítica en la industria del cine), sino también porque los hombres tienen el derecho inalienable a no ser talentosos, y la ley no debe discriminar contra los artistas de ínfima categoría».
En este punto —recomendaba— era mejor no pasarnos películas. «Demasiada gente —plantea ella—, incluidos algunos críticos de cine, quiere que la ley se haga cargo de la crítica de cine; tal vez lo que realmente quieren es que sus propias críticas tengan fuerza de ley». Lo hacen por distintas razones, siempre: para resguardar la moralidad pública, para defender la inocencia infantil, para proteger las instituciones, para abrir las puertas a la reforma social. No faltan los pretextos. Pauline Kael señaló que si una mujer enojada con su marido se desquita en los niños, no podemos culpar a Medea. Y que si en Estados Unidos abundaban las madres-amantes, «tampoco debiéramos inculpar por eso a Edipo rey». Y a pesar de comportar una cantidad casi obscena de traiciones y asesinatos, de crímenes y sangre, nada de esto impide que Macbeth sea uno de los estudios más penetrantes jamás escritos sobre la sed de poder, sobre sus paranoias, degradaciones y bajezas. Sí, la violencia es nauseabunda. Pero en determinados casos puede revelar de la condición humana más de lo que sospechamos.
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Violencia de la soledad
Martin Scorsese, posiblemente en mejor cineasta vivo en la actualidad, ha sustentado prácticamente la totalidad de su obra en Thánatos. Quizás ni una sola de sus películas tributa a Eros. Es más: el cineasta nunca ha filmado una escena de cama, aparte de un plano breve en Casino, donde Sharon Stone, adúltera y casada con el personaje de Robert de Niro, comparte el lecho con Joe Pesci, el socio y supuestamente mejor amigo de éste.
Scorsese nunca ha hecho cine bélico pero sí ha filmado varias de películas sobre la mafia. Y no obstante que la mayoría son muy violentas, casi siempre lo son en un sentido distinto. La violencia de Taxi Driver es la de soledad en la gran ciudad, la historia de un excombatiente de Vietnam que se va llenando de odio —contra los políticos, contra los cafiches, contra la prostitución, contra la inmundicia que está consumiendo a Nueva York— hasta un final explosivo en términos de balas y sangre que —¡oh paradojas del destino!— lo convertirán en un héroe de la ciudad (el demente que atentó en 1981 contra el presidente Reagan confesó haber visto unas 15 veces esta película). Good Fellas, la obra que el realizador estrenó 14 años después, es un viaje sin tapujos a un estilo de vida que se define a partir de las canalladas, crueldades y crímenes de la mafia. Los infiltrados es la historia de un impostor que la policía instala en la mafia y de un topo que la mafia infiltra en la policía, donde al final las balas y la sangre son enteramente intercambiables. Siendo una cinta muy agitada y cardíaca, es posible que en El lobo de Wall Street la violencia sea más moral que física. El toro salvaje es también una historia muy violenta, pero es una historia de redención, y no nos demoramos mucho en establecer que el protagonista, un boxeador extremadamente agresivo, es un hombre que siente la necesidad de ser castigado en el ring por sus propias brutalidades fuera del ring. El irlandés, relato cruzado por ráfagas intermitentes de violencia, es una película que ni siquiera se cuestiona el tema porque la violencia ya lo ha capturado todo. Incluso ha terminado capturando hasta la propia historia de los Estados Unidos. El irlandés es una cinta muy radical.
¿Quién dijo que la violencia en el cine es unidimensional? ¿Quién dijo que la violencia está reñida con el gran cine?
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Testosterona
Desde hace al menos dos décadas, Quentin Tarantino viene describiendo una trayectoria que lo ha convertido en el macho alfa de la violencia en el cine. Desde Perros de la calle en adelante, la suya, sin embargo, aparte de física e inmisericorde, tiene rasgos muy posmodernos. No es una violencia de primera mano, por así decirlo, porque es cinéfila; a menudo está conscientemente representada. Es hiperrealista y se diría que está bajo los efectos de la sobredosis. Asociada casi siempre a códigos consabidos de la tradición fílmica (Tarantino es un cinéfilo incorregible), el cine de este realizador lleva el realismo de la representación a extremos que colindan resueltamente con el humor, como en la espléndida Pulp Fiction, como en la discutible Bastardos sin gloria, como en el desenlace de la propia Había una vez en Hollywood, su mejor película en mucho tiempo. Podría ser el non plus ultra de la inmoralidad: es una violencia que se siente menos y que divierte más. A veces el abuso de esta fórmula lo condujo a cintas decepcionantes (Django encadenado, Los 8 más odiados) y en Kill Bill, primera y segunda parte, parodió el cine asiático de artes marciales con resultados que se toleran por un rato pero se vuelven insufribles a poco andar.
Menos mediático pero quizás más interesante es el caso de David Fincher y su película El club de la pelea, basada en una novela de Chuck Palahniuk, que no había sido precisamente un best seller. También en el cine de Fincher de antes y posterior hay tributos contundentes a la violencia y la crueldad: Seven, La habitación del pánico, Zodiac. Pero el caso de El club de la pelea es distinto porque la cinta tiene rasgos resueltamente fascistas y se mete en los trastornos de personalidad de un ejecutivo de rango medio (Edward Norton), vida normal, departamento grato, amante complaciente, fastidiado con la sociedad en que vive, con la vida que lleva, con las falacias del mundo políticamente correcto, con lo que podríamos llamar la castración social del macho contemporáneo, y que se obstina en recuperar —a través de unos hipotéticos clubes de lucha que se han estado popularizando con rapidez por todo el país— las viejas verdades épicas del arrojo y la fuerza, del combate y la virilidad. Por supuesto en ese mundo hay poca cabida para la mujer y para los consensos sociales. Obra cargada de testosterona y de resonancias homoeróticas encubiertas, El club de la pelea no fue un gran éxito en su momento, en 1998; ahora sin embargo se ha transformado en una obra de culto que explicita bien los soportes sobre los cuales descansa a menudo la representación de la violencia en el cine: una cierta agresividad inmadura y descontrolada, de matrices claramente adolescentes; una masculinidad amenazada; una inseguridad ante la vida o la realidad que termina casi siempre en el machismo y el culto a la fuerza.
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Libertad y responsabilidad
La violencia es parte del mundo y qué duda cabe que suele estar muy asociada a cuadros patológicos. Por lo general, suele ser efecto y causa de traumas. Excepcionalmente también puede ser liberadora, al menos en una dimensión poética, como ocurre en Los imperdonables, el más crepuscular de los westerns de Clint Eastwood. La violencia en la pantalla puede ser sentida y genuina o ser solo un señuelo para los cautivos del morbo. Cualquiera sea el caso, no obstante, lo que menos se le debería exigir a quien la despliega es que lo haga con honestidad, con responsabilidad social y en función de las lógicas internas de su relato. Bien puede ser, por ejemplo, y sólo para efectos de aterrizar conceptos que corren el riesgo de perderse en la abstracción, que Mel Gibson esté un poco enfermo agregando latigazos compulsivos, sangre a borbotones y carne herida en exceso en La pasión de Cristo, porque este material revela un sadismo innecesario para el sentido de la crucifixión, pero igualmente lo están el director Todd Phillips y su coguionista, Scott Silver, que en Guasón justifican la violencia psicótica del protagonista —un enfermo mental, un perdedor de nacimiento, víctima de una cadena irremontable de fatalidades— a partir de la corrupción del sistema y del puro resentimiento.
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Bien puede ser que Mel Gibson esté un poco enfermo agregando latigazos compulsivos, sangre a borbotones y carne herida en exceso en La pasión de Cristo, porque este material revela un sadismo innecesario para el sentido de la crucifixión, pero igualmente lo están el director Todd Phillips y su coguionista, Scott Silver, que en Guasón justifican la violencia psicótica del protagonista —un enfermo mental, un perdedor de nacimiento, víctima de una cadena irremontable de fatalidades— a partir de la corrupción del sistema y del puro resentimiento.
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Esas justificaciones dan para todo. Aparte de demagógica y de treparse al carro ganador del victimismo imperante, esta visión es abiertamente cómplice de la violencia. El planteamiento es aún más despreciable viniendo del interior del establishment, porque esta no es una cinta marginal sino un producto que viene del corazón de la industria.
Tal como el registro o la representación de la violencia forma parte de la libertad de expresión y de las libertades culturales de una sociedad democrática, el cineasta es desde luego responsable del sentido que le imprime y de la justificación que le otorga en el contexto de su trabajo. Por mucho que lo parezca, nada de esto es gratis.
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Tal como el registro o la representación de la violencia forma parte de la libertad de expresión y de las libertades culturales de una sociedad democrática, el cineasta es desde luego responsable del sentido que le imprime y de la justificación que le otorga en el contexto de su trabajo. Por mucho que lo parezca, nada de esto es gratis.
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Cada cineasta debe cargar y responder por lo suyo ante sí, ante su época y la posteridad. Las imágenes violentas pueden asegurar retornos fáciles. Pero, en una dimensión crítica —si son injustificadas, oportunistas o frívolas—, su autor debería pagarlas. Bueno que lo haga y bueno que lo sepa.
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