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La violencia en la tragedia griega

Guerra, familia, polis

Brenda López
Académica de la Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de Chile. Santiago, Chile Á - N.4

La tragedia pareciera revelar, en unas cuantas obras, el espesor del mundo griego antiguo. No solo vemos desplazarse en escena a personajes de destinos entreverados, sino que invariablemente encontramos a víctimas y victimarios. La acción de las obras despliega múltiples formas de abuso y dominación, sus causas y dolorosas consecuencias, invitando a reflexionar sobre la presencia de la violencia en la vida y la sociedad humanas.

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Las treinta y dos tragedias griegas que se conservan completas dramatizan sucesos que incluyen o giran en torno a hechos de violencia: asesinatos, muertes brutales o suicidios de hijos, madres, padres, esposos/as, hermanos, huéspedes, enemigos; mutilaciones y violaciones; asedios, enfrentamientos y derrotas de guerra, son algunos de los ejemplos que conforman la variada lista de atrocidades que las obras tienen para ofrecer.

No es eso, sin embargo, lo más llamativo o interesante acerca de la violencia en las tragedias —después de todo, buena parte de las historias que han sido objeto de tratamiento literario a lo largo de los siglos y, más aún, las que hoy en día abundan en el cine y la televisión, la incluyen a menudo en grandes dosis—. A mi juicio, lo verdaderamente interesante es cómo se representa en ellas la violencia y las posibles reflexiones que de ello se desprenden.

Si contemplamos las obras conservadas en su conjunto, accedemos al despliegue de gran cantidad de recursos poéticos y dramáticos mediante los cuales se nos presenta con intensa expresividad y complejidad un vasto panorama de formas, motivaciones y devastadoras consecuencias que puede asumir el uso de la fuerza por parte de uno o más seres humanos en contra de otros, o bien por parte de poderes sobrehumanos incontrolables e imprevisibles, a veces identificables como dioses, a veces como mera fortuna o azar. Tanto así, que, si fuésemos obligados a nombrar uno de los temas recurrentes y definitorios del género, sin duda no sería el mentado «destino» al que se enfrenta un héroe —inadecuada e injustamente asociado a la tragedia griega en su totalidad—, sino la realidad de la violencia en tanto dimensión amargamente constitutiva de la vida humana.

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«Si fuésemos obligados a nombrar uno de los temas recurrentes y definitorios del género, sin duda no sería el mentado “destino” al que se enfrenta un héroe —inadecuada e injustamente asociado a la tragedia griega en su totalidad—, sino la realidad de la violencia en tanto dimensión amargamente constitutiva de la vida humana».

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En medio de su diversidad, son tres los ámbitos primordiales y recurrentes en que las tragedias exploran la manifestación de la violencia: por una parte, la guerra, realidad que formaba parte de la experiencia vital de todos los atenienses —es decir, de todos los hombres adultos, cuya categoría de ciudadanos implicaba también su condición de soldados— y de todas las mujeres, ancianos y niños, víctimas de la incertidumbre implicada en cada campaña en que participaban sus parientes, cuyas consecuencias podían incluir su muerte y también su propia suerte adversa ante el horizonte siempre probable de la derrota. Por otra parte, la familia —o, para ser más precisos, el oikos, noción que, además de los integrantes humanos vivos que hoy en día incluimos en esa institución, abarcaba también a los miembros de la estirpe muertos, los esclavos, la casa, el terreno, las pertenencias y, no menos importante, el renombre—, espacio que, lejos de ser objeto de una representación idealizada, es explorado constantemente como lugar expuesto a la destrucción producto de potenciales abusos y agresiones provenientes desde un exterior poblado por hombres y dioses y, sobre todo, desde su propio inquietante interior. Finalmente, tanto la guerra como la dimensión privada del oikos, aparecen siempre como parte de una totalidad mayor que los incluye, la de la comunidad que determina y a la vez es afectada por todos los sucesos que acaecen a los individuos que la componen y que remite siempre, implícitamente, a la polis democrática de Atenas en que las obras eran producidas durante el siglo V a.C.

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Imágenes descriptivas de la violencia

A pesar de la presencia constante de la violencia, las tragedias no solían representar en escena hechos horrendos, tal como es característico en la televisión y el cine de hoy. En lugar de ser actuados frente a los espectadores, ellos eran relatados por personajes que habían sido testigos de los sucesos, la mayor parte de las veces mensajeros portadores de las terribles noticias. Esa práctica, que podría parecer una forma atenuada de presentar actos escabrosos, se efectúa sin embargo mediante discursos cuyas características terminan por construir una imagen vívida de lo ocurrido: ellos incluyen siempre descripciones detalladas y, al mismo tiempo, al usar lenguaje connotativo e incluir los puntos de vista de quienes narran, enfatizan el horror implicado en los sucesos al imprimirles significación.

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«A pesar de la presencia constante de la violencia, las tragedias no solían representar en escena hechos horrendos, tal como es característico en la televisión y el cine de hoy. En lugar de ser actuados frente a los espectadores, ellos eran relatados por personajes que habían sido testigos de los sucesos, la mayor parte de las veces mensajeros portadores de las terribles noticias».

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Veamos uno entre decenas de ejemplos: en Siete contra Tebas de Esquilo, el grupo de jóvenes mujeres que conforma el coro manifiesta incesantemente su terror ante el ejército enemigo que se aproxima contra la ciudad. En su segunda oda, describe largamente los sucesos que podrían ocurrir tras una derrota, vislumbrando lo que les podría esperar. La oda explora la presentación de los hechos desde el punto de vista de las jóvenes, enfatizando las consecuencias de la guerra desde lo que hoy en día llamaríamos una perspectiva de género: la suerte de las mujeres será la de objetos pertenecientes al botín adquirido en el saqueo, cuyo valor de uso dependerá de su edad, lo que hace de estas jóvenes aterrorizadas futuras víctimas de abuso sexual. El lenguaje utilizado en la descripción connota la significación de los hechos en el contexto de la sociedad patriarcal a la que ellas pertenecen: además de constituir una vejación brutal, ese acto significa la deshonra de vírgenes destinadas al matrimonio y una transgresión severa de las normas sociales, lo que a su vez simboliza la aniquilación de las posibilidades de supervivencia de la comunidad:

«Es lastimero que una ciudad tan antigua como esta sea enviada al Hades, presa esclavizada por la lanza, hecha pedazos y cenizas, devastada de manera ultrajante por el soldado aqueo con anuencia de los dioses. Y las mujeres sometidas, ay, jóvenes y ancianas, arrastradas de los cabellos como yeguas, con los vestidos rasgados. Grita la ciudad asolada, mientras el botín de mujeres arruinadas llora un clamor confuso. ¡Insoportable es la suerte que presiento con temor! (…) Es de lamentar que las jóvenes sean recogidas aún inmaduras y alejadas de sus casas antes del tiempo prescrito para los ritos nupciales, obligadas a recorrer un camino atroz…». (321-335)

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Manifestaciones del dolor

Si bien la cantidad y cualidad de descripciones como ésta bastarían por sí solas para abordar la manifestación de la violencia en la tragedia, esta no se agota en la descripción de sucesos horribles. La violencia y sus consecuencias se manifiestan también de manera protagónica a través de la expresión del dolor y el sufrimiento por parte de los personajes, mediante una diversidad de recursos que incluyen la descripción desoladora de los males sufridos, la expresión verbal y física de las emociones involucradas, el lamento —forma poética que se ejecutaba comúnmente en los ritos fúnebres y que es incorporada en las tragedias para representar el dolor de la pérdida— y el canto en versos cuya métrica se asociaba a la expresión emocional. En esa exhibición del sufrimiento, las obras presentan tanto a victimarios como a víctimas: en el caso de los primeros, exhiben no sólo los efectos de la agresión a otros sino también el carácter autodestructivo de la violencia; en el de las segundas, como vimos en el ejemplo anterior, enfatizan con insistencia el sufrimiento de los más débiles, muy en particular el de las mujeres.

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Un ejemplo famoso del primer caso son las palabras finales de Creonte, quien se reconoce como responsable de los suicidios de Antígona, de su hijo Hemón y de su esposa Eurídice, causados por su insistencia inflexible en castigar a Antígona —su propia sobrina y prometida de Hemón— por contravenir las órdenes que prohibían el entierro de su hermano:

¡Ay, ay, estoy fuera de mí por el terror! ¿Por qué no me ha herido alguien en el corazón con espada de doble filo? ¡Miserable de mí, ay! Miserable la desgracia en la que estoy envuelto (…) Esto que es mi responsabilidad, nunca podrá ser adjudicado a otro mortal, ¡Yo, te maté, oh desgraciado, yo, digo la verdad! ¡Sirvientes, llévenme de inmediato, llévenme de aquí, a mí que soy menos que nadie! (…) Saquen de en medio a este hombre inservible que, ¡oh hijo!, te mató involuntariamente y a ti, a esta aquí también, ¡ah, miserable!» (1307-41).

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Causas de la violencia

Junto con exhibir intensa y latamente el dolor, las tragedias indagan en las causas de la violencia que lo ha generado. En gran parte de las obras conservadas, ella se presenta como una forma de enfrentar conflictos, en nombre de la defensa de principios y/o intereses. Una y otra vez, sin embargo, aparece ya sea como una vía ilusoria, que no lleva a una resolución, o bien como una causa desmedida, y por tanto cuestionable, en comparación con las horrendas consecuencias que genera. Incluso, en algunas obras de las últimas décadas del siglo V a.C., ella aparece como una práctica evitable e inmotivada, en la medida en que es usada livianamente para la obtención de fines asociados a la búsqueda o conservación del poder.

Para ilustrar el primer y segundo caso simultáneamente, podemos citar entre numerosos ejemplos a Agamenón y Coéforas, tragedias que forman parte de la trilogía Orestíada de Esquilo. En ellas, los personajes buscan reparar mediante la venganza crímenes cometidos entre parientes al interior de la familia de los Atridas: Clitemnestra mata a su marido Agamenón para vengar la muerte de su hija Ifigenia —sacrificada en honor a Artemisa en pos de la partida a Troya del ejército aqueo— y, a seguir, su propio hijo Orestes se ve obligado a matarla en retribución por la muerte de su padre. En la versión de Esquilo, estos crímenes representan el horror y la inviabilidad de la venganza como forma de hacer justicia, situación que en la última obra de la trilogía, Euménides, promete ser superada mediante la justicia legal que se establece en Atenas con la fundación del tribunal. En esa obra de 458 a.C., el más antiguo de los poetas trágicos conservados presenta su visión optimista acerca de la polis democrática de Atenas, depositando en sus prácticas legales y, de manera central, en el debate argumentativo —herramienta política base de las instituciones judiciales, legislativas y ejecutivas de la democracia ateniense— y la votación ciudadana, la capacidad de mediar y resolver los conflictos pacíficamente y de alcanzar acuerdos en beneficio de la comunidad.

Aproximadamente treinta y cinco años más tarde, cuando Atenas libraba la guerra del Peloponeso contra Esparta al mando de la Liga Ateniense, imponiendo férreamente su poder sobre los estados miembros, Hécuba, de Eurípides, reflexiona sobre la guerra y la violencia dramatizando un episodio de la guerra de Troya, historia mitológica fundacional del pueblo griego. En la tragedia, que nos servirá para apreciar el tercer caso mencionado, el foco es el sufrimiento de la anciana reina troyana quien, en su condición de esclava de los vencedores, es conducida hacia la tierra griega junto con las demás cautivas tras la destrucción de su ciudad y la muerte de todos sus hombres.

El argumento de la obra se construye sobre la sucesión de tres hechos horrendos: primero, a la reina que lo ha perdido casi todo se le comunica que su hija Polixena será sacrificada en honor a Aquiles, máximo héroe griego muerto peleando en Troya. A seguir, tras la muerte de la joven frente a todo el ejército (narrada con detalle por el mensajero-testigo Taltibio), Hécuba descubre el cuerpo muerto y mutilado de su hijo menor Polidoro, arrastrado por las olas hasta la orilla del mar. Ante su vista, descifra sin vacilación lo ocurrido: el joven que había sido entregado durante la guerra al cuidado del rey tracio Polimestor, amigo unido a la familia troyana por el vínculo de hospitalidad —relación de carácter sagrado en el mundo griego—, fue asesinado por su impiadoso huésped tras la caída de Troya, con el objeto de apoderarse de las riquezas que su padre le había entregado como resguardo en caso de derrota. Tras implorar infructuosamente al rey griego Agamenón la ejecución de un castigo justo contra el asesino, Hécuba toma en sus manos la venganza: con ayuda de las mujeres troyanas ciega a su enemigo Polimestor y mata a sus hijos, en un acto de crueldad que ella concibe como retaliación justa ante el mal sufrido.

En la presentación y desarrollo de estos sucesos, asistimos a la manifestación constante y creciente del dolor de la reina. La anciana cuyo ingreso en escena exhibe desde un inicio una fragilidad extrema, a medida que avance la acción será despojada de toda esperanza y toda fe en sus congéneres. Además de la descripción de los horrores y la expresión lírica del dolor, la presentación de los hechos incluye otras acciones y modalidades discursivas que complejizan la situación de Hécuba, situándola en un contexto que los presenta desde un punto de vista moral. Hécuba no solo manifiesta su dolor, sino que intenta actuar, primero, con el objetivo de evitar el sacrificio de su hija y, a seguir, con el fin de obtener justicia por el asesinato de su hijo. Para ello, trata de persuadir a sus captores y actuales señores por medio de argumentos, confiando en la posibilidad de la palabra como vía racional para alcanzar un objetivo justo, y en los valores y normas morales válidas, compartidas por todo el mundo griego. En un inicio, intenta persuadir a Odiseo de evitar la muerte de Polixena: su primer argumento es la petición de reciprocidad basada en la universalidad de la suplicancia, rito de fundamento religioso que en Grecia implicaba la petición de ayuda por parte de alguien desvalido y la necesaria protección de quien, encontrándose en una posición más ventajosa, era objeto de la súplica.

La reciprocidad invocada por Hécuba en este caso remitía a un evento pasado, en el que encontrándose en posición superior —siendo aún reina de Troya—, había protegido a un Odiseo suplicante, ayudándole a escapar de la ciudad sin ser visto. Ante dicho argumento y petición, la retribución demandada por Hécuba y el respeto a su actual condición de suplicante son brutalmente rechazados por un Odiseo que, desconociendo la universalidad del rito, asume haber usado la súplica para salvarse cuando le convenía y proclama la utilidad como único parámetro de acción:

«¿Recuerdas cuando viniste como espía a Ilión …?(…) ¿(y) te abrazaste de mis rodillas como suplicante? (…) (y que) te salvé entonces y te envié fuera del país? (…) ¿qué dijiste entonces, cuando eras mi esclavo?, pregunta la reina, a lo que Odiseo responde: Maquinaciones de muchas palabras, para evitar morir». (239-47)

Ante la amarga constatación de su ingenua creencia en la existencia de valores compartidos, Hécuba continúa argumentando para obtener su fin, y pasa a intentar demostrar la improcedencia de la muerte de Polixena. Ante ello, Odiseo revela el motivo central del acto de extrema violencia que están a punto de cometer, desconocido incluso por el propio ejército que lo votó por mayoría tras escuchar su discurso: el «honor póstumo» al guerrero Aquiles es una estrategia para motivar y mantener el deseo de luchar en las tropas. En todo el episodio, las alusiones a Atenas son evidentes: las decisiones son tomadas por todo el ejército en asamblea mediante votación, tras escuchar las distintas posiciones expuestas a través de discursos. A su vez, las connotaciones que asumen dichas prácticas parecieran ser una crítica al funcionamiento de la política ateniense y a las decisiones bélicas votadas por la asamblea, cercana a la que encontramos también en la Guerra del Peloponeso de Tucídides: los líderes manipulan al conjunto de ciudadanos mediante su capacidad oratoria, defendiendo la carrera bélica sin importar la moralidad de sus propuestas, mientras el demos se deja persuadir actuando como una muchedumbre irreflexiva.

Tras el fracaso ante Odiseo, el asesinato de Polixena y el hallazgo del cuerpo de Polidoro, Hécuba todavía intentará persuadir a Agamenón de hacer justicia castigando a Polimestor. Consciente de lo improbable del éxito, aun así recurre a la que cree su única opción disponible. Nuevamente, la reina no logra su cometido, una vez más por razones vinculadas al ejercicio del poder. Agamenón no es el líder hábil capaz de usar cualquier medio para mantener a las masas disponibles y dispuestas a perseguir sus objetivos, tal como Odiseo; inversamente, es el líder que se somete a las masas para conservar su posición. Si bien afirma estar de acuerdo con Hécuba en la legitimidad y necesidad de castigar el crimen del rey tracio, la realización de ese acto supondría oponerse a la voluntad del ejército, ahora simpatizante de Polimestor, lo que amenazaría su posición de poder. Al igual que Odiseo, Agamenón subordina la moral al interés personal; en ambos casos, a diferencia de la visión esperanzada de Esquilo, la política no es la actividad en que los ciudadanos reflexionan y toman decisiones aprobadas por mayoría en pos del bien común, sino la capacidad de usar las estrategias necesarias para tener el apoyo de la masa, indispensable para mantener y/o ejercer el poder.

El recurso final de Hécuba, quien echa mano de una violencia brutal extrema para cobrar justicia, abre una interrogante perturbadora que la obra presenta ante el espectador sin dar respuestas claras: ¿condenamos a la reina, considerando su acto final como un descenso degradante hacia la animalidad, tal como la crítica hizo hace algunas décadas?, ¿o justificamos su crimen, entendiéndolo como único recurso a su disposición? Lo único claro es que Eurípides presenta un mundo en que el poder y la fuerza dominan, disipando todo valor y norma que tienda a la búsqueda de un bien y abriendo las compuertas a la violencia como forma de relacionarse y actuar. Esta visión que podría parecer desesperanzada, haciendo de esta y otras tragedias una constatación amarga de una realidad inmodificable, encierra sin embargo otra posible comprensión un poco más luminosa: si las tragedias representan sin cesar la violencia, reconociendo con agudeza y realismo la propensión de hombres y mujeres a abrazarla y la dificultad de contenerla, es porque reconoce en ella un núcleo de la existencia que solo puede ser conjurado, en la medida humana posible, enfrentándolo. Al mismo tiempo, el modo en que las tragedias enfrentan esa realidad, en tanto obras poéticas, dramáticas y musicales de gran fuerza y complejidad, remite sin duda a potencialidades humanas situadas en las antípodas de la violencia, cercanas a aquello que los griegos asociaban con la belleza y el bien.

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