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Sobre la violencia

¿Cómo actuar, qué hacer?

Carla Cordua
Santiago, Chile Á - N.4

Una presunción generalizada nos lleva a focalizar el ejercicio de la violencia en las personas o en los regímenes sindicados como violentos, en circunstancias de que esta inclinación pareciera estar anidada en la estructura misma de lo humano. Revisando a Foucault y al sorprendente Sloterdijk, Carla Cordua nos muestra en este ensayo de qué forma la violencia se refuta en el discurso y se justifica en las acciones, una brecha que provoca en los individuos que la padecen un inestable y sordo malestar.

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«Es posible dividir a la humanidad en quienes buscan la violencia y quienes la huyen y dividir otra vez al grupo de los que huyen en contemporáneos con la época violenta y los que la evitan. Aquel que a la vez huyó exitosamente de la violencia y de la época se encontraría en cualquier lugar menos aquí; se habría ocultado entre los silenciosos del país, protegido por la esperanza de que de su propio tiempo y de su separación de la violencia emane algo saludable para el resto del mundo».[1]

Los estudios históricos de Foucault informan que la violencia fue considerada en ciertas épocas como parte de la conducta probable de ciertos hombres que habían sido catalogados como peligrosos. Declarar peligroso a alguien es atribuirle un carácter estable y esperar de él acciones transgresivas de los límites establecidos por la ley. La medicina, las leyes y la justicia no sólo estudiaban a tales peligrosos para advertir a otros, sino que también aspiraban a justificar el control político y legal de sus posibles acciones. Dice Foucault: «Así, la gran noción de la criminología y la justicia penal hacia el final del siglo XIX fue la escandalosa noción, en términos de teoría penal, de la peligrosidad. La noción de peligrosidad significa que el individuo debe ser considerado por la sociedad a propósito de sus virtualidades y no a propósito de sus actos; no en el nivel de sus infracciones a una ley efectiva sino en el nivel de las virtualidades del comportamiento que ellas representan».[2]

Diríamos que la crítica de Foucault dirigida a algunas viejas opiniones sobre la peligrosidad de ciertas personas para la vida social y sus miembros se refiere a otros tiempos, ya que hoy día, en lugar de nombrar peligrosos a los individuos, preferimos señalar como amenazantes a sus presuntas ideas y doctrinas. De momento el comunismo y el fascismo organizados como partidos políticos, están siendo destacados por sus acusadores de ser refugios de contemporáneos peligrosos. La situación criticada por Foucault se parece bastante a ciertas acusaciones y persecuciones que son practicadas sin escrúpulos en la actualidad. Pues, ¿quién se acuerda durante las luchas políticas, de la distancia que suele separar a las ideas de los actos, quién diferencia a las teorías y las doctrinas de sus consecuencias prácticas? ¿O será un «derecho exclusivo» de los dictadores el de juzgar y decidir acerca de la peligrosidad de una persona sólo por su manera de pensar? Pienso que más bien no hay nadie que tenga tal derecho. Sin embargo, entre nosotros hoy, que pensándolo, declararíamos no juzgar a nadie por sus convicciones, durante las discusiones y las luchas partidistas adoptamos fácilmente la posición del que está dispuesto a recurrir a remedios radicales y excepcionales si se trata de situaciones importantes y casos peligrosos.

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Seres expulsados

La violencia practicada a sabiendas por otros inspira miedo y muchas ganas de escapar a sus posibles efectos. Sólo durante períodos de masacres y de guerras el practicante ganancioso de actos brutales suele celebrar a la violencia espontáneamente. Pues se ha visto que ella lo inclina a dedicarle homenajes en verso al supuesto héroe y a cantarle alabanzas a su audacia y atrevimiento sin límites. Claro que, a decir verdad, tales celebraciones no alaban y agradecen a la violencia misma: más bien aplauden los efectos demoledores de ella que cayeron sobre el enemigo. Esto es, antes de celebrarla la transfiguran en medio, en instrumento servil. Un pensador actual, el muy famoso Peter Sloterdijk, ha llamado la atención sobre el modo en el que la humanidad de los tiempos contemporáneos está marcada por la ira y el resentimiento, lo cual la ubica entre las épocas en las que florece la estimación de la violencia. Dice: «Por el éxito del cristianismo, en la esfera de la civilización occidental se impuso la interpretación que hace la Biblia de la desazón del ser-en-el-mundo. Interpretación que mediante un corto relato trasmite una lección, aunque sombría; si no pocas veces nos sentimos sorprendidos por el diagnóstico de nuestra existencia es por un motivo comprensible. Somos seres expulsados, casi desde el principio. Todos nosotros hemos cambiado una patria por el exilio. Si estamos en el mundo es porque no fuimos dignos de permanecer en un lugar mejor. A la luz del más poderoso mito de Occidente, en los seres posadánicos ha dejado sus huellas un castigo de carácter inexpiable, irreversible y ha sido así generación tras generación. Ese mito trata del destierro permanente que de la situación paradisíaca nos ha desplazado a la confusión de hoy. La situación del ser humano es una consecuencia del pecado».[3]

A la siga de Heidegger, que caracterizó a los humanos como lanzados al mundo, el cual ya está corrompido cuando llega allí el recién nacido, Sloterdijk entra a desarrollar la incomodidad y la rabia que le inspira al arribado encontrarse en tal lugar. Como la incomodidad con el mundo del habitante de la tierra no se deja eliminar radicalmente del carácter de la estadía aquí, su vida de recién llegado será en alguna medida descontentadiza. Persistiendo en vivirla, el individuo recurre a arreglos y remedios consoladores, y descubre que puede atribuir su descontento a la corrupción de las costumbres de los demás. Esta situación, incómoda e incorregible por cada uno de nosotros, le plantea al filósofo una pregunta difícil de contestar: cómo demostrar por qué el ser humano, hoy y desde antiguos tiempos, existe como un animal que se corrompe.

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«El individuo recurre a arreglos y remedios consoladores, y descubre que puede atribuir su descontento a la corrupción de las costumbres de los demás. Esta situación incómoda e incorregible por cada uno de nosotros, le plantea al filósofo una pregunta difícil de contestar: cómo demostrar por qué el ser humano, hoy y desde antiguos tiempos, existe como un animal que se corrompe».

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También habría que explicar cómo es que se podría liberar de la corrupción. La violencia, sostiene Sloterdijk, no es el remedio. ¿Qué pensaron otros, como Hegel por ejemplo, al examinar la historia de la humanidad? Su respuesta dice: «Para el metafísico protestante el problema de la violencia revolucionaria, tal como había aparecido en los días del “Terror”, sólo podía entenderse como una figura autodidacta en el tránsito del espíritu encarnado del Estado de la libertad abstracta a la concreta. Por ello, la aspiración a la libertad por parte de la arbitrariedad subjetiva tenía que aprender a entender la necesidad de religarse a instituciones jurídicas objetivas. Lo que importaba al pensador de la causa victoriosa era justificar aun los acontecimientos más terribles por la meta histórica».[4] Sloterdijk concluye que Hegel, el filósofo del progreso histórico, admite y pasa por alto a la violencia de la revolución porque esta empuja hacia adelante el suceder de la historia universal. Esta utilización arriesgada e insolente de la violencia ocasional no queda justificada debidamente ante todo el mundo, pues ¿quién podría asegurarnos que los fines virtuosos son capaces de moralizar a los medios manchados que conducen a ellos?

¿Cómo actuar para escapar a la violencia, cómo evitar tanto su práctica como su sufrimiento?  Sloterdijk en cuanto filósofo propone, algo vacilantemente es cierto, una nueva manera de pensar: el escaparle a la violencia se consigue pensando el asunto circularmente, dice, o concibiéndonos como internos en una esfera o partes de una bola, entendidas a la manera griega antigua. «No se puede enfrentar a la esfera que nos incluye, es decir, tratarla como si fuera un cuadro expuesto en una pizarra enfrente a uno». «Estar en una posición en el interior de la esfera de la violencia, desde la cual aparecen ante la vista acciones violentas como escenas ante los ojos, todavía significa seguir estando encerrado».[5] Pensemos en que somos parte de una esfera cabal que impide a sus partes, debido a su forma totalmente inclusiva y envolvente, que ellas se separen o aparten del todo y lo consideren desde fuera como el que busca captarlo en perspectiva. Esféricamente no hay afuera ni al frente, no hay posiciones que no sean parte de la esfera total. Lo mismo vale para la relación con el tiempo, en el que los seres humanos participan existencialmente residiendo en el corazón de un momento, de una historia, de un drama. La participación vital en el espacio y el tiempo funda una relación de inmersión existencial. Esta proposición de Sloterdijk se parece, hasta cierto punto, a la actitud de la persona que, frente al mal, la desgracia, el abuso y la catástrofe se siente impotente y carente de respuesta o resolución. Todos hemos asistido a las declaraciones de impotencia del que exclama: «¡Qué hacer! Así es la vida». Si se lo acepta no se le ofrece nada: ni ayuda, ni salvación, ni garantía o testimonio. Sloterdijk dice: «Escuchemos una vez más, de ser posible con calma, la fórmula que potencialmente produce pánico: “Estar-en-el-mundo es estar en la violencia”».[6]

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Perseguido y perseguidor

Reemplazando el relato bíblico acerca de la violencia por el llamado científico, la exposición de Sloterdijk se encamina hacia el presunto proceso de la gradual humanización del hombre: lo considera un suceder gigantesco que se extiende por más de un millón de años y que no puede ser comparado con ningún otro en dramatismo y violencia. Sloterdijk supone que procedemos de una hipotética catástrofe que examina. El homo sapiens procedería de un animal corredor cuya estatura sería debida a sus largas piernas, que aportan dos quintos de la altura. Se va haciendo hombre debido a su capacidad de soportar persecuciones. Para ello fue necesario que el hombre temprano se transformara de perseguido en perseguidor, ante todo mediante piedras lanzadas y blandimientos de ramas. La unidad del gesto de correr durante la huida, de volverse hacia atrás lanzando algo contra el atacante, sería el modelo de acción más antiguo de la humanidad; es precisamente aquel modelo el que adelanta la humanización y hace posible el surgimiento de un clima intragrupal humano.

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«Según Sloterdijk, la unidad del gesto de correr durante la huida, de volverse hacia atrás lanzando algo contra el atacante, sería el modelo de acción más antiguo de la humanidad; es precisamente aquel modelo el que adelanta la humanización y hace posible el surgimiento de un clima intragrupal humano».

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Mediante la singular combinación que se establece entre la carrera y el poder de lanzamiento hacia atrás que se forma con los participantes en competencia, se constituye un anillo invisible que se diferencia de todo el resto de la naturaleza. Desde ahora la naturaleza ya no podrá forzar a los seres humanos a incorporarse mediante la simple adecuación de su cuerpo al mundo alrededor. ¿Qué ofrece esta oscura fantasía de Sloterdijk a la ignorancia incurable acerca de nuestro origen primitivo? Un par de detalles sobresalen y caracterizan la manera de pensar del autor: el hombre tendría, desde siempre, una estrecha relación con la fuga y el ataque; dedicado a la artillería, el primitivo pertenecería a una pareja cuyos miembros viven atacándose sin poder separarse; el par es el mínimo de la existencia colectiva que se vale de la naturaleza pero que no forma parte de ella; el luchador se desarrolla y se va inventando para imponerse en la lucha; así descubre paulatinamente su medio natural y su propia condición para mejor imponerse en las circunstancias bélicas a la vez sociales y naturales de su existencia. ¿Qué servicio prestan estas ideas del filósofo a la tarea de comprender la violencia que nunca falta del todo en la vida humana sino que abunda, se fortalece e invade lo que quisiéramos sustraer del todo a su presencia y efectos? Pues la violencia pertenece como tema a lo más azaroso y oscuro; suele depender de casualidades, de pasiones, de odios y revanchas incalculables, de circunstancias menudas aunque no pasajeras.

La opinión corriente de nuestro tiempo y de nuestros medios de comunicación se inclina a entender que las acciones y los efectos violentos y destructivos proceden de personas, animales, aparatos materiales, instrumentos o sucesos. En particular, la humanidad aparece en la historia como una presencia mañosa en medio de la naturaleza, un demonio decidido a instalarse convenientemente, haciéndose de espacios hasta arruinarlos, desplazando a los ocupantes originales, si los hubo, insistiendo en campañas agresivas y apoderándose de lo disponible para su conveniencia. La naturaleza primera carece de defensas y de parches sanitarios para oponerse o protegerse del activísimo agresivo de los recién llegados que lo quieren todo para sí. Los hombres torturan y matan para vivir, manipulan sin cesar, son insistentes sin descanso, y aunque sospechan que morirán al fin, actúan confiando en que sus sucesores harán lo mismo que ellos. Así triunfa fatalmente la humanidad sobre el globo terrestre ya al borde de su resistencia. Considerando lo que el género humano le ha hecho a su única habitación en el mundo hasta el presente, no podremos evitar el recurso a la noción más extrema de la violencia. El resultado ruinoso de este abuso sin límites del planeta tierra todavía no induce al violento a detenerse: prosigue sin descanso la «conquista de la naturaleza» en la que se ha instalado como dueño y señor sin miedo. La historia de la humanidad es a la vez la conquista triunfante de la violencia y su probable suicidio.

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«Considerando lo que el género humano le ha hecho a su única habitación en el mundo hasta el presente, no podremos evitar el recurso a la noción más extrema de la violencia. El resultado ruinoso de este abuso sin límites del planeta tierra todavía no induce al violento a detenerse: prosigue sin descanso la “conquista de la naturaleza” en la que se ha instalado como dueño y señor sin miedo. La historia de la humanidad es a la vez la conquista triunfante de la violencia y su probable suicidio».

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Hasta aquí nuestra exposición podría dar la impresión de que Sloterdijk le niega a los seres humanos la posibilidad de conocer adecuadamente sus relaciones posibles con la violencia. Sería un error concluir tal cosa. El tratamiento detallado de la modernidad en la obra de Sloterdijk basta para darnos a conocer los rasgos y los alcances, la gran importancia que la cuestión de la violencia tiene en su teoría de los tiempos actuales. Lo que el pensador nunca promete al interesado es que las consecuencias de la violencia, que pueden ser de muy variada especie y alcance, le sean accesibles. Muy dudosas y discutibles son las consecuencias previsibles de las iniciativas violentas, para ni mencionar las imprevisibles. En cambio, el acto violento presenciado se ofrece a menudo sin dificultad al observador y puede ser juzgado por él con cierta confianza.

El filósofo cuenta con que tanto el mundo como la humanidad que lo habita se han transformado profundamente a partir de finales del siglo XIX hasta los tiempos en los que él fija sus ideas acerca de lo que resulta posible observar y aseverar. En comparación con los tiempos históricos pasados, los del siglo XX le parecen un tumulto de vuelcos inestables que se establecen sin arraigarse como solía ocurrir con los ciclos estables de las épocas precedentes. La existencia humana se torna confusa, la religión revelada, juzgada según sus efectos más obvios, no representa a la voluntad de Dios. La vida humana despilfarrada en las guerras posrevolucionarias, la violencia sin límites entre las naciones, los pensadores que anuncian la muerte de Dios y el extravío histórico de la humanidad europea lo niegan todo y no prometen nada.

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Potencias cinéticas

Para concluir, ofreceré un esquema de lo que Sloterdijk dice sobre la experiencia humana actual de la violencia de la época en curso. Como término de comparación considero primero una situación cultural de las llamadas estables que se define principalmente por su ejercicio y su culto de la guerra: es obvio que en ella la violencia se practica con interés, cierta naturalidad y convicción. Es claro que el ejercicio bélico de ella compromete en este caso a todo el conjunto social. En sentido propio no hay guerras privadas o de pequeños grupos: compromete no sólo las vidas y las actividades de todos, sino que recluta también el respeto y la dedicación de la nación o conjunto político. Al punto que la guerra como tal era celebrada como fuente de poder de los pueblos que la practicaban valiéndose de sus mejores representantes, de su prestigio y sus riquezas. Los que adoptaron este método sanguinario de la violencia estuvieron seguros que sus iniciativas ponían en acción las capacidades más altas y estimables de sus hombres, y de que su sacrificio sería glorioso para él y fecundo para su pueblo. El honor y la utilidad reconciliados, el sacrificio y el triunfo igualmente premiados, la muerte temprana convertida en premio y cantada por poetas inolvidables. Las guerras de cien años tanto como otras más breves de que nos habla la historia, pertenecen a tiempos orgullosos de sus hazañas, de sus héroes porfiando por morir gloriosamente con tal de que sus triunfos borrasen de la tierra la existencia del enemigo. Músicos y poetas, historiadores memoriosos, mujeres admirativas, pueblos ensoberbecidos por hazañas inolvidables: ¿Cuándo comenzaron algunos pocos a avergonzarse de la fuerza bruta y de los triunfos de la violencia injustificada? ¿Quién pudo sustraerse primero al entusiasmo que, en su medio y en su momento, produjeron  los versos de los genios locales de la palabra rimada al cantar las grandezas de la brutalidad que los valientes ejercían sobre sus víctimas derrotadas? ¿Quién dijo primero que la violencia debía disimularse, negarse, ser declarada un extravío? En vez de errores y pasos en falso, podría convertirse en algo saludable para los demás, como dice Sloterdijk.

En contraste con esto, la época en curso es un tiempo del terror más espantoso o el de la bomba atómica, lo que en alemán se llama Ungeheuer, que quiere decir monstruoso, inmenso, enorme, intenso, gigantesco, terrorífico. La modernidad moviliza todo lo establecido, lo definido, lo duradero: la cinética o universal movilización de cuanto había quedado antes definido, ubicado, establecido, honrado, está ahora movilizado. Lo más vacuo, simple y mecánico, esto es, el mero movimiento, que por sí mismo no le interesa sino a los físicos, se introduce en todo y se manifiesta como la revelación cardinal de todas las cosas. Todas las relaciones que frenan las potencias cinéticas de la humanidad deben desaparecer: apenas nacido el recién llegado es depositado en coche de ruedas, apenas camina se lo monta sobre patines, luego en bicicletas, autos, aviones, etcétera. El que aprendió a escribir a mano anhela hacerlo a máquina: la ética moderna es la cinética.

Por largos periodos históricos la formación de los hijos de las clases educadas se inspiró en la imitación de modelos del pasado: los padres y los antepasados hacían de modelos ejemplares del buen vivir que valía la pena repetir una y cien veces. Esta cultura de la repetición para la que la nueva vida no podía hacer nada mejor que volver sobre lo ya vivido y probado, se arruina completamente desde el comienzo de los tiempos modernos. Pues hoy se busca lo inédito, se acentúa lo original, lo inexperimentado y novedoso. Cada individuo quiere probarse original tanto para sí mismo como para los demás. Sloterdijk describe este viraje como una explosión de las libertades de cada individuo y de todos. Las formas de vida se vuelven experimentales y poco duraderas: la dinámica de los continuos viajes de los miembros de las clases educadas alrededor del globo terráqueo, de los intercambios de las costumbres y las modas, de la aceptación de los inventos técnicos que transforman la vida de los consumidores de novedades. La noción de hacerse cada uno a sí mismo mediante los ejercicios y los entrenamientos capaces de desarrollar fuerzas físicas, costumbres saludables, caracteres sólidos que se destacan y ganan fama, tienta a una buena parte de la población de los países modernos. El self-made man, libre de todo pasado, se difunde en países que sin hablar inglés adhieren a sus modelos. Todos son igualmente originales y cada uno toma la decisión de combatir a sus enemigos.

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[1]  Sloterdijk, P. (2007). «Sendboten der Gewalt», en Der ästhetische Imperativ, Hamburg: Philo & Philo Fine Arts. Traducción de C.C. Página 426.

[2] Foucault, M. (2001). Dits et Écrits, I, 1954-1975, Paris : Gallimard. Página 1461. Trad. De C.C.

[3] Sloterdijk, P. (2014). Die schrecklichen Kinder der Neuzeit, Berlin: Suhrkamp. Traducción de Isidoro Reguera. Página 10.

[4] Ibíd. Página 62 y siguientes.

[5] Sloterdijk, P. (2007). «Sendboten der Gewalt», en Der ästhetische Imperativ, Hamburg: Philo & Philo Fine Arts. Trad. De C.C. Página 428.

[6] Sloterdijk, P. (2007). «Sendboten der Gewalt», en Der ästhetische Imperativ, Hamburg: Philo & Philo Fine Arts. Trad. De C.C. Página 429.