Sería un despropósito contabilizar las horas que el filósofo Roberto Torretti ha venido consagrando al estudio desde los días de su adolescencia. Su obra, que deslinda el terreno de las matemáticas y la biología, además de profundizar de un modo radical en el pensamiento de Kant, es una evidencia de esta dedicación absoluta, extraña para los usos locales. En esta entrevista Torretti repasa los momentos clave de su formación intelectual, que ha estado indefectiblemente ligada a la vida académica en Alemania, en Puerto Rico y en Chile.
Si alguien desconociera por completo los libros que ha escrito y sólo observara atentamente y sin interrupción el modo en que trabaja y el nivel de su conversación, digamos durante una semana seguida, concluirá rápidamente que Roberto Torretti (Santiago de Chile, 1930) es de una inteligencia suprema, de una energía inagotable y de un saber oceánico motivado por una ilimitada curiosidad. Su amor por la música también llamaría la atención, y su pericia para manejar softwares en ningún caso simples, como programas de diagramación y de gestión tipográfica. Las conversaciones que mantuvo con Eduardo Carrasco, recogidas en el volumen En el cielo sólo las estrellas (Ediciones UDP, 2006), da buena cuenta de todo esto y mucho más: su humor ⸻no siempre blanco⸻ pareciera recorrer gran parte de lo que dice, lo mismo el rigor de cada conclusión que saca sin hacer un alto antes de expresarla. En el texto de contratapa de ese libro, escrito por Jorge Edwards, leemos: «Nos divertimos en cada línea y aprendemos en cada página. Es una paradoja curiosa y consoladora que el país de la farándula, de la no lectura, de la cultura del espectáculo, haya producido un libro tan serio y tan atrayente, tan ameno y humano. Es una razón para no perder toda esperanza antes de entrar en lo que nos tiene preparado».
Su libro El paraíso de Cantor (Editorial Universitaria, 1998), sobre la teoría de conjuntos, es, en la práctica, la obra de un matemático. Lo mismo podría decirse acerca de sus contribuciones sobre la filosofía de la física y de la geometría. Sus libros sobre Tucídides, Por la razón o la fuerza (Ediciones Tácitas, 2017) y Desastres de la guerra (Ediciones Tácitas, 2019), son la obra de un historiador experto en la antigua Grecia. Es su pasión actual, a la que siempre pensó dedicarse, como alguna vez me confesó, después de su retiro. Previamente había realizado, también en torno a un tema clásico, un trabajo de primer orden sobre el Filoctetes de Sófocles: una edición anotada en 1997 para la colección de clásicos de Bryn Mawr, y luego, nuevamente para Ediciones Tácitas (2011), una traducción de dicho estudio al que agregó una versión en español del texto de Sófocles. Me consta que la realizó en poco menos de un mes. Amigos filólogos me dicen que esa proeza será recordada en los anales de los estudios clásicos.
Recibió, junto a su mujer, la también filósofa Carla Cordua, el Premio Nacional de Humanidades en el año 2011. Me tocó participar en su postulación. Mi tarea consistió en recoger apoyos internacionales. En un solo día mandé unos cien mails a académicos de todo el mundo (fue bastante fácil dar con los nombres: bastó ver en la web quiénes lo citaban en Google Books y en la Stanford Encyclopedia of Philosophy, para la cual, dicho sea de paso, escribió la entrada «Nineteenth Century Geometry»). En menos de 24 horas ya había recibido cincuenta respuestas positivas. Una de las primeras fue de la eminente Susan Haack; me decía que estaba contra el tiempo preparando una conferencia, pero que disponía de algunos minutos para poner su firma en «lo que sea que usted me mande». Recuerdo también uno de los correos de un profesor de Oxford ocupado en la filosofía de la física, quien ponía: «Lamentablemente no he tenido la oportunidad de conocer a Roberto Torretti en persona. Es una autoridad. Su trabajo es admirable. No apoyar esta postulación sería un sinsentido».
Una anécdota. En noviembre de 2012, en el Centro de Estudios Públicos, Torretti participó junto al filósofo español Jesús Mosterín (con quien había escrito un voluminoso diccionario de lógica y filosofía de la ciencia) en un encuentro acerca de los planteamientos de Charles Darwin. Quien estaba sentado al lado mío en el público me preguntó, luego de que Torretti finalizara su intervención, «¿este biólogo es el mismo que escribió ese famoso estudio sobre Kant, allá por los años 60?». Le dije que sí. «Sorprendente», agregó. «Ojo que no es biólogo», retruqué. «Más sorprendente aún».
Y así podríamos seguir.
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-Su primera gran obra intelectual fue su libro sobre Kant. ¿O hay algo antes?
-Supongo que sí. Es el primer libro que ha tenido una recepción pública y puedo sentirme satisfecho. Pero antes yo había hecho una tesis doctoral sobre Fichte, en la Universidad de Friburgo, sobre la estructura de su sistema político. La empecé a escribir cuando estaba terminando de estudiar filosofía en Chile y ya había aprendido alemán. La llevé casi completa a Alemania en castellano y allá la traduje. Eso me dio tiempo para estudiar para unos exámenes de latín bastante difíciles que exigía la universidad, y también para estudiar historia del arte. Partí a Alemania rápidamente.
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-¿Y qué pasó con ese trabajo?
-Nunca se publicó, sólo se entregó un número de copias a máquina a la universidad. Tengo por ahí una de ellas, es una cosita chica. Está en un muy mal alemán.
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-¿Y por qué eligió ese tema?
-Por necesidad, porque era lo que yo podía hacer en vista de que había estudiado a Kant y tenía formación jurídica. Era para mí algo accesible, aunque el tema no era el predilecto de ningún profesor de la universidad, por de pronto no el de mi profesor guía, un hombre brillantísimo y muy agradable, que sentía una gran pasión por Schelling. Él había escrito sobre Platón y Husserl. Era también ingeniero químico. Había estudiado filosofía en Marburgo con Heidegger cuando era Privatdozent. Eran amigos. Pero de Fichte, nada.
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-¿Y usted mantuvo relación con él después de terminar su doctorado?
-No, desgraciadamente no la mantuve, porque me sentía avergonzado, porque mi doctorado me lo habían regalado. Yo no merecía ese título en el estado de preparación en que estaba; me contaron todos los créditos que había hecho en Chile y lo terminé en tres semestres. Cuando mi libro de Kant salió y se lo mandé, se había muerto recién. Su mujer me escribió una carta muy encantadora, diciéndome que lamentaba tener que informarme de su muerte.
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-Hablábamos de Fichte.
-La universidad aceptó mi tema. Se dijo que era respetable. Fue clave haber partido a Friburgo habiendo leído a Fichte completo. Pero antes de ese trabajo yo había hecho un artículo largo sobre Kelsen en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, en primer año, para el padre Hamilton, que era mi profesor del ramo de Introducción al Derecho, quien sostenía que había un derecho natural. Yo, como no creía en eso a los diecisiete años, al igual que no creo hasta el día de hoy, me entusiasmé con este autor que negaba el derecho natural y sostenía una fundamentación no naturalista del derecho, voluntarista en cierto modo. No sé cuán bueno será ese artículo. Agustín Squella lo ha celebrado porque dice que cuando él estudió a Kelsen le fue muy útil.
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-Empezó muy joven.
-En realidad empecé antes. A los 15 años escribí un libro incompleto -esto sí que es una basura- que se llamaba Ideas para una filosofía en la historia universal, que era una mezcla de marxismo y Spengler, no muy funcional, digamos.
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-¿Y trabajó cuánto tiempo en ella?
-Tres semanas, en las vacaciones de invierno. Por ahí está el typescript.
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-O sea que a los quince ya filosofaba…
-Yo diría que comencé a pensar racionalmente a los catorce años, cuando leí un libro de biología popular, digamos de difusión biológica. La ciencia de la vida, de Huxley y Wells. Ahí se me reveló la teoría de la evolución y también la genética. O sea, era una exposición de lo que llaman la síntesis moderna que acababa de aparecer a fines de los años treinta sin que todavía se conociera la clave que es el DNA. Se sabía que existía el DNA, pero no se sabía cuál era su función.
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-Usted comenzó estudiando derecho.
-Estudié cinco años de derecho. Los tres últimos simultáneamente con los tres primeros de pedagogía en filosofía. Me pareció que el derecho era un colchón donde caer si no funcionaba la filosofía. Cuando empecé a estudiar formalmente filosofía comencé también a estudiar alemán con el profesor Rojo en la calle República. Éramos cuatro alumnos, pero los otros tres arrastraban el paso… Al final del primer semestre le dije al profesor Rojo que iba a seguir solo y seguí solo, hasta el final de ese año. Leí la primera parte del Fausto de Goethe para la Pascua, con una traducción a la vista y con un vocabulario gigantesco.
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-¿Cómo lo hacía? Derecho, filosofía, alemán simultáneamente… Estaba todo el día en eso.
-Todo el día. En realidad es increíble. Hoy no podría. ¿Cómo podría entrar todo eso en la cabeza? Hoy leo sólo parte del día y sólo una parte de eso me queda.
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-Ya tiene demasiado adentro.
-Y se empieza a enturbiar todo. A todo esto, había leído también a Arnold Toynbee, el historiador, que cita mucho el Fausto. Me encantaba. Así fue como llegué a Goethe.
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-Entre paréntesis, él estuvo en Chile. Tiene un libro de crónicas. Recuerdo una sobre Villarrica.
-Mire usted. No tenía idea. Yo estudiaba los vocabularios, los llevaba en unas tiritas. Estudiaba en la micro, entre la plaza Brasil, donde yo vivía, y Macul. El aprendizaje de idiomas desgraciadamente es así.
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-¿Y cómo fue su experiencia estudiando derecho?
-Muy buena, porque en el resto de mis días me ha servido para defenderme de algunos abusos -abusos más bien económicos- y para entender las leyes. Al estudiar derecho uno aprende muy bien a redactar; se aprende la prosa de don Andrés Bello de memoria. Creo que escribo pasablemente bien para ser alguien que trabaja en filosofía -para ser un intelectual chileno, además-. Me sirvió mucho para trabajar como traductor en las Naciones Unidas. Tenía que redactar grandes cantidades de material; tenía unos supervisores españoles que no me permitían los americanismos.
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«En el resto de mis días, mis estudios iniciales de derecho me han servido para defenderme de algunos abusos -abusos más bien económicos- y para entender las leyes. Al estudiar derecho uno aprende muy bien a redactar; se aprende la prosa de don Andrés Bello de memoria. Creo que escribo pasablemente bien para ser alguien que trabaja en filosofía -para ser un intelectual chileno, además-».
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-¿Le interesaron los asuntos filosóficos del derecho, por ejemplo la teoría del delito?
-En parte. Fui un buen alumno de derecho penal, a pesar de que en uno de los ramos no me saqué tres coloradas. El profesor Schweitzer halló que yo era muy presumido, aunque fuera su mejor alumno.
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-¿En qué sentido?
-Le puedo dar un ejemplo. En un examen di una larga tirada explicando una serie de cosas y de pronto dije: «Bien, y aquí se me acaban los conocimientos». Ahí se terminó también la tercera colorada. Me puso dos bolas rojas y una blanca. Él era muy rápido también.
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-¿Y por qué abandonó la carrera?
-Porque me ofrecieron un trabajo. Yo estaba estudiando la licenciatura en derecho y don Juan Gómez me avisa que me quieren contratar. Tuve que enseñar psicología, introducción a la filosofía y un ramo de mi elección: elegí metafísica. Y tuve que preparar esas clases, porque no había dado clases nunca en mi vida. De manera que abandoné el derecho y no lo volví a retomar.
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-¿Con quién tuvo clases en el Pedagógico?
-Con Eugenio González, con Roberto Munizaga, con Luis Oyarzun y Ernesto Grassi.
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-Fue una buena formación.
-Bueno, no sé, supongo. Eso se verá con los resultados. Fue una buena época, pero mi experiencia era que yo iba poco a clases, iba sobre todo a las de estos profesores que le nombro; había muchos otros. También tuve buenas clases de psicología con el profesor Orellana, que era el director del Pedagógico, quien hizo dos cursos completos sobre el tema de un año cada uno. El creía que la memoria estaba registrada en engramas en el cerebro. Supongo que hay engramas, pero no creo que la memoria sea eso. Yo en ese momento creía más bien en la teoría de la memoria de Bergson, de que la memoria está completa como un «Funes el memorioso» en una especie de esfera trascendente (no sé cómo llamarla, tal vez espiritual) y que el cerebro censura y sólo se traspasa lo que le hace falta a la vida.
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Zona de ocupación
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-¿Cuándo conoce a Carla Cordua?
-En 1949, a los cinco meses de entrar a estudiar filosofía. Ella estaba casada y tenía un hijo pequeño. Se separó durante ese año, antes de que yo tuviera ninguna amistad con ella. Iba un año más arriba que yo. La conocí en una reunión para formar un centro de alumnos. Nos casamos en 1953 en la Alcaldía de Friburgo. Era una alcaldía muy católica cuyo alcalde nos censuró porque íbamos a casarnos con él y no con un cura. Parece que él no desempeñaba mucho esta función de casar, aunque era parte de sus obligaciones.
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-Ella no hizo su doctorado al mismo tiempo que usted.
-No, no lo tenía contemplado. Lo hizo mucho después, en España, cuando ya éramos profesores en Puerto Rico y el doctorado era una condición para entrar al Departamento de Filosofía. Ella hacía clases de filosofía, pero para otro departamento. Era indispensable que sacara el título, pues de otro modo no habría podido ser profesora titular. Estuvo dos años en España y sacó un doctorado con una tesis sobre Hegel. Es un libro bastante bueno, a diferencia de la tesis mía que la hice cuando era un muchacho.
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-¿Partieron con el niño a Alemania?
-No, él se quedó con su abuelita.
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-Algo hoy día impensable.
-Impensable.
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-¿Y cómo fue la experiencia en Alemania?
-Maravillosa. Bueno, era terrible, porque el país todavía estaba muy a maltraer. Estábamos en una zona de ocupación francesa. Nos arrendaron un cuarto que hasta antes de llegar nosotros lo ocupaba un oficial francés. Por obligación tenían que prestarle la casa, pero cuando llegamos eso se acabó. Después nos fuimos a otro, más bonito, fuera de la cuidad, en las montañas. No en Todtnauberg [lugar donde Martin Heidegger tenía una casa], pero parecido, y pasamos un invierno rodeados de nieve. Un día pasamos en bicicleta delante de la casa de Heidegger y yo le dije a Carla: ¿Tocamos el timbre?, y Carla me dijo: Ni por nada, over my dead body, sobre mi cadáver.
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-¿En esa época le interesaba Heidegger?
-Me interesaba, pero lo había leído mal porque no leía alemán. Conocía algunos de sus escritos cortos y creía ser heideggeriano. Su idea de verdad me tenía abrumado.
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-Usted me comentaba en un correo hace algunos años que se consideraba un «viejo nietzscheano».
-Sí. El autor, con el que yo de hecho aprendí alemán, fue Nietzsche. Primero leí el Zaratustra, que era más fácil gramaticalmente, sintácticamente, y después leí todos sus grandes libros el año 50.
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-¿Qué ocurre cuando vuelve a Chile con su doctorado?
-Entro a enseñar un curso en Valparaíso. Pero antes de tener trabajo me había presentado a un concurso de traductor, así a la desesperada, en las Naciones Unidas. Por si acaso. Y a los ocho meses me informaron que había ganado el puesto. Renuncio y parto a Nueva York por tres años, hasta junio de 1958.
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-Todo rápido.
-Sí. La rapidez ha sido vital para lo que he hecho, porque de otra manera habría tenido que trabajar mucho para ganarme la vida. Allá traducía documentos. Traduje muchos borradores de lo que ahora se llama «El tratado del mar», que se aprobó varios años después de que yo saliera de ahí, pero que ya se estaba discutiendo y negociando. Traduje documentos de todo tipo, en general legales, y traduje mucho discurso de momento, o sea lo que los diplomáticos de Naciones Unidas pronuncian en sus sesiones. Traducciones de consumo inmediato para publicación en acta.
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-¿Y usted estaba ocho horas diarias en esto?
-No, la exigencia era baja para mis capacidades de trabajo en ese momento. Trabajaba entre cuatro y cinco horas.
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-¿Y el resto del tiempo?
-Estudiaba griego, algo que ya había empezado a hacer en Alemania. Yo siempre he tratado de leer rápido, aunque sea con una traducción a la vista. Ese es el gran defecto de mi griego, que siempre se hizo con una traducción a la vista. Eso de pasarme una hora tratando de rearmar el rompecabezas no lo he hecho nunca. Hoy, por ejemplo, estoy leyendo a Plutarco. Trato de descifrar, pero rápidamente me aburro y voy a la traducción. Ahora estoy armando el texto en mi cabeza, ni traduzco. Por fin puedo sentir que entiendo, tratando de pensar como él escribía, con todos esos genitivos absolutos y todas esas cosas que no corresponden a nada en castellano. No sé si será como pensaba un griego, pero es inteligible al menos para mí. Después, cuando supe que me iba a Puerto Rico a enseñar un curso de política, empecé a estudiar teoría política. Leía a Hobbes, a Rousseau, libros que sacaba de la biblioteca de las Naciones Unidas. Había un área excelente en esta materia. También leía en la casa, en lo posible.
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«Yo siempre he tratado de leer rápido, aunque sea con una traducción a la vista. Ese es el gran defecto de mi griego, que siempre se hizo con una traducción a la vista. Eso de pasarme una hora tratando de rearmar el rompecabezas no lo he hecho nunca. Hoy, por ejemplo, estoy leyendo a Plutarco. Trato de descifrar, pero rápidamente me aburro y voy a la traducción. Ahora estoy armando el texto en mi cabeza, ni traduzco».
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-¿Cómo lee hoy?
-Prefiero usar mi tablet que leer directo en papel. Apreto un botón y el texto griego se vuelve inglés. Hoy estoy leyendo a Jean-Pierre Vernant [historiador griego]. Son dos gruesos tomos. Ya los había comenzado a leer; buscando en la internet los encontré gratis, los bajé y me pasé al tablet. Puedo poner la letra más grande y se marca de manera más limpia. Puedo usar seis o siete colores. Uso dos tipos de rojo, uno brillante y otro de color sangre. Tres tonos de amarillo. Dos tonos de azul. Por eso no me gusta el kindle, que es muy limitado: permite subrayar sólo en cuatro colores.
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A priori y ad hoc
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-¿Y todavía le parece interesante Kant?
-Absolutamente. Creo que es la clave de la filosofía posterior. Hay ahí un vuelco. Pienso que mi historicismo actual sigue siendo kantiano, sólo que en vez de pensar que los conceptos a priori están dados por la naturaleza de la razón creada por Dios, pienso que los conceptos a priori son ad hoc y los vamos inventando. Existe una necesidad en el sentido de que, por ejemplo, si usted entiende el cosmos de acuerdo con la relatividad general, hay ciertos conceptos de los que no puede escapar y que le imponen condiciones de posibilidad a esa estructura. Pero esos conceptos los ha puesto Einstein y no Dios, ¿verdad?
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«Mi historicismo actual sigue siendo kantiano, sólo que en vez de pensar que los conceptos a priori están dados por la naturaleza de la razón creada por Dios, pienso que los conceptos a priori son ad hoc y los vamos inventando. Existe una necesidad en el sentido de que, por ejemplo, si usted entiende el cosmos de acuerdo con la relatividad general, hay ciertos conceptos de los que no puede escapar y que le imponen condiciones de posibilidad a esa estructura. Pero esos conceptos los ha puesto Einstein y no Dios».
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-A los 37 años se volvió un especialista en Kant.
-Era yo un especialista en Kant. Seguí escribiendo algunas cosas cortas sobre él, pues me las pedían. Un tema fue la geometría en Kant. Fue en ese momento en que me comenzó a interesar la geometría, un poco creyendo que había que probar que la geometría euclidiana es a priori, como pensaba Kant, pero rápidamente me desayuné de eso y ahí escribí el libro Philosophy of Geometry from Riemann to Poincaré.
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-Años después usted escribe sobre matemáticas.
-Así es. Mientras estaba en ingeniería ya había empezado a estudiarlas en serio, porque yo había estudiado cálculo cuando estaba en Derecho, en los libros que me recomendaba un amigo mío, que estudiaba cálculo en su carrera. Pero poco y mal. Ya en ingeniería empecé a estudiar topología y tomé un curso de álgebra moderna con un profesor que me dijo que eso era indispensable.
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-Como oyente.
-Como oyente, pero hacía las tareas. Es que si uno no hace tareas en matemáticas no va para ninguna parte.
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-¿Qué le atrajo de las matemáticas?
-Qué atrae de las matemáticas… pregúntele a Platón y no a mí. ¡Es fascinante! Está la idea de que no es ningún saber, ¿verdad?, pero en la medida en que lo es, es el único saber seguro.
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-¿Y le siguen interesando?
-Desgraciadamente ya no estoy en condiciones de cultivarlas, pero de fascinarme, me fascinan.
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-Tenía la intención de preguntarle acerca de su interés por la física y por la biología. Tal vez podría referirse a esta última, que también estudió por su cuenta.
Me dio la locura por la biología porque venía el centenario de Darwin. Empecé a estudiar filosofía de la biología, a leer a Darwin, a quien nunca había leído, y a Mendel, el año 2007, dos años antes del centenario. Leí también papers, muchos papers.
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-¿Cuánto tiempo?
Fueron cuatro años. Full time, aquí, en esta casa.
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