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La visita de Rauschenberg a Chile

El efecto Utternut

Justo Pastor Mellado
Santiago, Chile. Á - N.3

La condición de visita ilustre parece definir antes que nada al anfitrión y está posibilitada por sus intereses específicos. En el otro extremo del eje está la persona non grata. Ambas categorías se complementan en los espejos del poder. En este entendido, Justo Pastor Mellado analiza varias visitas ilustres que resultaron significativas en nuestra historia reciente, partiendo por la de Robert Rauschenberg en 1985, paradójicamente un invitado sin invitación.  

 

Al iniciar la tarea de escribir este texto recibí el envío del ensayo de Jorge Edwards (Átomo 1, 2018) sobre la visita ilustre que me precedía como objeto. Reconocido como escritor de no ficción por entregas, debía ser fiel a mi estrategia de colocación; esta vez, favorecido por la revista. De modo que concebí mi columna como la continuación de lo que ya había comenzado Jorge Edwards, pero por otros medios.

Entonces, escribo un capítulo siguiente, por otros medios, pensando en que el propio Jorge Edwards tuvo que ver, al menos en apariencia, en la venida de otra visita ilustre, tres años antes, de la epopeya del viaje de Arthur Miller y compañía, en que me imagino el verdadero «coñazo» que le significó haber ejercido como sherpa, que es así como en el léxico diplomático se designa a los acompañantes/anfitriones: son los que operan en la primera línea de la acogida y deben mediar entre la agenda de los organizadores y la tolerancia de las visitas.

 

Lo que haré será distinguir entre distintos tipos de visitas ilustres, como un género secundario de las relaciones internacionales. Todo debe responder a la pregunta: ¿quién trae a la visita ilustre? Y luego: ¿cuál es el propósito del anfitrión?

En lo primero que pensé cuando me propusieron este pequeño relato fue en una visita (realmente) ilustre y muy significativa a mediados de la década del sesenta. Se llamaba Sillie Utternut y escribió inmediatamente un libro sobre su experiencia de viaje, que bajo el título Revolución en Chile fue publicado por Editorial del Pacífico, gracias a una extraordinaria traducción de Guillermo Blanco y Carlos Ruiz-Tagle. En verdad, era una novela paródica escrita por los propios traductores. Ese podría ser otro tema: el traductor como autor. No es metáfora.

 

El modelo de esta visita no calza exactamente con la figura literaria de lo que me han solicitado mis amigos de Átomo, pero indica la existencia de un marco regulatorio en que la narrativa involucrada reproduce gestos estructurales; en el sentido de que se puede afirmar que todas las visitas ilustres actúan como la periodista extranjera que venía a cubrir las elecciones presidenciales de 1958. De este modo, todas las visitas ilustres cumplen con los rasgos de lo que llamaré efecto Utternut. Lo cual, probablemente, resulta injusto en relación a los motivos que las visitas ilustres han tenido para aceptar su misión, aunque hay que decir que esto forma parte de las estrategias de comunicación de sus propias editoriales y de las instituciones de escritores o de artistas que representan.

 

El efecto Utternut que se instaló en 1963, cuando fue publicado el libro, repercute una década más tarde, cuando el gobierno de Salvador Allende trae a una avalancha de visitas ilustres para contrarrestar el boicot informativo de las agencias de prensa y cadenas de diarios afiliados a la Sociedad Interamericana de Prensa. Lo extraordinario de esta conexión es que permite establecer el valor político de la visita ilustre, en relación proporcionalmente antagónica a la figura de la persona non grata.

 

Jorge Edwards, encargado de recibir en Chile a visitas ilustres en 1988, fue declarado persona non grata por el gobierno cubano en 1972. Habiendo sido designado ministro consejero con el propósito de reconstruir las relaciones diplomáticas entre Chile y Cuba, a Jorge Edwards le correspondió ser testigo del «caso Padilla» e hizo manifiesto su apoyo a los escritores perseguidos. Fidel Castro lo declaró persona non grata y lo expulsó de Cuba. Edwards no solo se mantuvo en su postura, sino que publicó un libro con el relato de su «experiencia cubana», que tituló ⸻justamente⸻ Persona non grata.

 

En este caso, el propio régimen cubano convirtió a Jorge Edwards en visita ilustre por inversión. Lo que más tarde no gustó para nada a los pequeños operadores político-literarios del exilio chileno, que contribuyeron a la descalificación internacional de Jorge Edwards, llegando incluso a boicotear su edición en algunos países de Europa. El propio Jorge Edwards declaró que había pecado de ingenuidad. No entendió a tiempo que en regímenes como ese, las fronteras entre literatura, política y contrainteligencia son muy sutiles. No dimensionó el boicot que ya había comenzado a soportar Enrique Lihn en su regreso a Chile, cuando fue objeto del repudio de la izquierda por haber escrito y publicado Escrito en Cuba y La musiquilla de las pobres esferas. Durante la Unidad Popular, para la cultura oficial, tanto Jorge Edwards como Enrique Lihn eran «individuos bajo sospecha». A Jorge Edwards le valió soportar la animadversión de tendencias que, tanto en el exilio como en Chile, en el seno de la oposición democrática, buscaban desplazar su presencia. Sin embargo, entre el efecto Utternut y la visita de Robert Rauschenberg habían pasado veinte años. La autonomía literaria y política de Jorge Edwards le permitió desenvolverse con bastante eficacia al interior del país, de modo que lo vemos, en 1985, vinculado a la visita de Rauschenberg.

 

«Jorge Edwards declaró que había pecado de ingenuidad. No entendió a tiempo que en regímenes como ése (el cubano), las fronteras entre literatura, política y contrainteligencia son muy sutiles. No dimensionó el boicot que ya había comenzado a soportar Enrique Lihn en su regreso a Chile, cuando fue objeto del repudio de la izquierda … Durante la Unidad Popular, para la cultura oficial, tanto Jorge Edwards como Enrique Lihn eran “individuos bajo sospecha”».

 

En efecto, lo vi ingresar en 1985 al Café de la Pérgola, en la Plaza del Mulato Gil, acompañado por el mismo Rauschenberg, que se acercó al mesón del bar y pidió un pisco sour. Después pidió otro, dieron ambos una mirada general y abandonaron el lugar. Esa fue la única vez que estuve a unos cuantos metros del artista que en esos momentos inauguraba una monumental exposición en el Museo Nacional de Bellas Artes.

 

El regreso de Balmes

 

En términos estrictos, Rauschenberg no fue una visita ilustre. Lo que fue ilustre fue su exposición. De este modo, estaba involucrado en una operación que contemplaba la presencia del artista para la inauguración de cada una de las estaciones, porque fue concebida como exposición itinerante que circuló durante por lo menos unos cuatro años. Pero su venida a Santiago no estaba concebida como un viaje de apoyo, por ejemplo, a los artistas chilenos, como fue el caso de Arthur Miller y compañía, en 1988. Esto señala, al menos, que durante la dictadura el índice de represión ejercido sobre los periodistas era mayor que sobre los artistas. A lo que se agrega la capacidad que tenían los periodistas y sus gremios de levantar campañas muy eficaces para defender la libertad de expresión. Las visitas ilustres eran plataformas habituales de ejercicio de la solidaridad internacional de efecto directo.

 

 

Los operadores de artes plásticas que formaban parte de un nicho sectario auto-reproducido, en términos sociológicos, no aprobaron para nada el arribo de Rauschenberg y de su exposición. Ya habían tenido que soportar el regreso de José Balmes desde el exilio. Eso quería decir que todos sus esfuerzos por modificar las coordenadas del campo plástico en los últimos años podrían ser reducidos a la nada. Debían asociar el regreso de Balmes con la regresión de la pintura. Pero eso era nada más que la expresión del temor de que la presencia de José Balmes les disputara el espacio que habían alcanzado durante su ausencia.

 

José Balmes había regresado, justamente, en 1985, después de diez años de exilio. La visita de Rauschenberg marca el regreso de Balmes. Al revés: el regreso de Balmes es un signo de que la apertura democrática será una hipótesis de trabajo a la que Jorge Edwards ya se ha referido en su ensayo. Es el año, también, en que conspicuos investigadores de eminentes institutos alternativos comienzan a escribir en órganos de la cadena de El Mercurio, porque han llegado a la audaz conclusión de que deben «ocupar» todos los espacios. La gran conclusión es que «todavía quedaba techo». Ese es el momento en que Rauschenberg desciende del avión.

 

A José Balmes le tomó poco tiempo hacerse fuerte en la APECH (Asociación de Pintores y Escultores). Ya en 1988 tenía suficientes redes de protección para generar iniciativas como Chile crea. Entonces, en esa ocasión, invitó a unas visitas ilustres que vinieron a visitar a los artistas agrupados en torno a la APECH. Era una operación que José Balmes organizó para contrarrestar la ofensiva que figuras como Carmen Waugh y Nemesio Antúnez montaban en su contra, en un momento en que, ya sancionado el triunfo del «No», las diversas personalidades de la oposición cultural habían comenzado la puja para que sus pupilos ocuparan lugares emblemáticos en el staff cultural del primer gobierno de la Transición.

 

Una de las cosas que dicho gobierno tenía claro era que los comunistas no podían ocupar ninguno de los lugares que en la democracia anterior habían sido considerados como propios, en la universidad y en la cultura; es decir, en la cultura de la universidad de antes, que en el ahora de los signos pasaba a ser, no ya ministerio-de-cultura avant-la-lettre, sino mercado de enseñanza. Llego hasta aquí. Lo que ocurrió después amerita otro ensayo. La paradoja es que El Mercurio incorporó a Carmen Waugh a un comunismo sin distinciones. No leyó que ella había sido puesta para impedir que los comunistas recuperaran lo perdido. Sin embargo, fue víctima de la ensoñación insurreccionalista debido a su excesiva cercanía con la dirección sandinista. El Mercurio publicó esa foto en que estaba tomada del brazo de Daniel Ortega, que había viajado a Chile a la ceremonia de asunción de Patricio Aylwin. Hasta ahí llegó en carrera. Los sectores dominantes de la nueva alianza en el gobierno hicieron que el presidente de la República nombrara a Nemesio Antúnez en el MNBA. A Carmen Waugh le quedó la magra compensación de dirigir el Museo de la Solidaridad Salvador Allende, que era «hijo» de la acción de otras visitas ilustres. Ese fue el origen del equívoco de su «comunismo».

 

El poder de invitar

 

Toda oposición que vive en un régimen autoritario debe considerar la naturaleza de las «fuerzas extranjeras» con las que puede contar, y que pueden ser tanto militares como intelectuales. En este caso, obviamente, se trata de fuerzas intelectuales. Todo esto, a pesar de los esfuerzos actuales de las indigentes «teorías militares» formuladas tanto por el MIR como el FPMR. Pero esto forma parte del «discurso de posteridad» de sus propios mitos orgánicos, en la re-escenificación compensatoria de una transición pacífica hegemonizada por las condiciones de un «pacto de olvido», que de todos modos impidió que el dictador organizara eficazmente su retirada.

 

Las visitas ilustres como las que describe Jorge Edwards eran paladines editoriales y éticos en el mundo libre. Demostraban que las democracias occidentales eran garantes de los resultados del plebiscito de 1988. A lo que se debe incluir el síndrome Allende que funcionó como guarda barrera del socialismo francés. Nadie querrá recordar que a François Mitterand no se le otorgó el estatuto de visita ilustre durante la Unidad Popular. Viajó junto a Gastón Deferre y Claude Astier. Pero nadie quiso sacarse fotos con ellos. No convenía para las relaciones internas.

 

Ahora bien: quien invita ejerce el poder de invitar, según unos parámetros de interés muy precisos. Las organizaciones de periodistas, en este caso, y de escritores, pero también de actores, realizaron muchas invitaciones durante 1987 y 1988. Todas ellas reproducían en diferido la enseñanza de la «Operación Verdad», realizada en 1971.

Esta fue una operación que pertenece al imaginario en que funcionó el efecto Utternut. Es preciso entender que la «traducción» de Guillermo Blanco y Carlos Ruíz-Tagle es un complemento paródico al número especial de revista Mensaje publicado en la misma época, que bajo el título «Reforma o revolución» instaló un debate no-izquierdista, destinado a determinar otras coordenadas para concebir el manejo del cambio social.

 

En 1971 las dificultades comunicacionales del gobierno de Allende habían superado con creces la comprensión de la conflictividad social. Lamentablemente, le era imperativo construir una razonable posición como víctima de las ofensivas de contrainformación de la prensa ligada al imperialismo norteamericano. En este contexto, como se acostumbra a escribir en los documentos de época, la Secretaría de Prensa de la Presidencia organizó un encuentro internacional, trayendo visitas ilustres, para que mediante presencias guiadas pudieran ver cómo se estaba construyendo el socialismo, para que al regreso a sus países pudieran relatar lo que habían visto en su viaje a Chile. Obviamente, era una ingenua tentativa del gobierno de la Unidad Popular por invitar a sus incondicionales; lo cual, desde un punto de vista comunicacional, no tenía ninguna eficacia. Era casi un evento ritual destinado a conjurar las amenazas del enemigo, invitando a los amigos que los recibirían luego como exilados, poco tiempo más tarde. Estaban invitando a sus visitas ilustres para exponer la retórica de la fragilidad del proceso, así como la inevitabilidad del resultado.

 

La caracterización de lo ilustre contiene una potencialidad de legitimidad y garantización de la voluntad del anfitrión. Pero eso debe ser explícito. En el caso de Robert Rauschenberg no lo era. Mal puede caber en la categoría de visitante ilustre. Fue un visitante. Ilustre. Pero hay que definir, primero, quién lo invitaba.

Al parecer, nadie lo invitó. Se hizo invitar. Es decir, no hay nada de malo en ello. ¿Cómo se concerta una exposición? Alguien sabe que hay un espacio disponible. Alguien busca colocar un proyecto y hace una oferta. Así va diseñando un itinerario. De modo que aparece Santiago de Chile como una plaza disponible, reconocida como una ciudad a la que prácticamente no llegan exposiciones internacionales importantes. En este marco, la Rauschenberg Overseas Culture Interchanges (R.O.C.I) fue un proyecto que bajo la forma de una exposición monumental promovía el respeto a los derechos humanos y la libertad de creación y de expresión.

En El Mercurio, Nena Ossa, directora del museo, señalaba orgullosa que éste era el acontecimiento plástico más importante desde la exposición De Cézanne a Miró. Estaba organizada por la Fundación Rauschenberg, el MNBA (sic) y patrocinada por El Mercurio. Lo ilustre no era la visita del artista, repito, sino el hecho de la exposición misma. Lo cual ya es un desplazamiento de envergadura. Porque en esos días, El Mercurio se explaya en hablar de Rauschenberg y su relación con Chile, en la medida que hace público un viaje que el artista había realizado en 1984, que tenía por objeto recoger imágenes que debían llevarlo a producir obras con «color local»; más aún, si varias de ellas eran serigrafías sobre láminas de cobre.

 

«La caracterización de lo ilustre contiene una potencialidad de legitimidad y garantización de la voluntad del anfitrión. Pero eso debe ser explícito. En el caso de Robert Rauschenberg no lo era. Mal puede caber en la categoría de visitante ilustre. Fue un visitante. Ilustre. Pero hay que definir, primero, quién lo invitaba».

 

El hecho concreto es que en julio de 1985 llegaron al museo 224 obras que pesaban en total 16 toneladas y que iban a ocupar 500 metros lineales. Las obras estaban aseguradas en 4 millones de dólares y provenían de Ciudad de México, donde se había inaugurado el circuito, que después de Santiago seguiría a Caracas. Convengamos que desde un punto de vista logístico es un itinerario extraño. No se dice nada de si la exposición pasó por Buenos Aires o Sao Paulo. Lo cual es bastante curioso. De todos modos, se afirma que circulará durante 4 años y que culminará en la National Gallery de Washington D.C. Sin embargo, se señala que el artista viajero llegará a Santiago en el vuelo 027 de Eastern, con una comitiva de trece personas. Todos estos datos son «sabrosos» porque denota el nivel de provincianismo de una escena local de comentario, que no tiene costumbre de recibir una exposición internacional en forma. Entonces, el monto de los seguros, el costo del transporte, hasta el nombre de la aerolínea, son indicios que permiten construir una situación excepcional, de una situación que en el negocio es lo propio.

 

 

Agentes de la CIA

 

Durante el mes de julio y agosto de 1985, en El Mercurio aparecen a lo menos ocho o nueves columnas que dan cuenta del seguimiento de la exposición, incluyendo la reproducción parcial del texto de José Donoso que aparece impreso en el catálogo de la muestra, como comentario curatorial implícito.

 

 

Para algunos operadores locales, el patrocinio de El Mercurio resultaba inaceptable. Tanto esfuerzo en montar su tinglado para que el periódico, en un solo gesto, les desarmara todo. Tendrían que recuperar el alma forjando su alianza garantizadora con la academia de las ciencias de la oposición democrática. Desde allí echaron a correr la idea de que esta exposición estaba organizada por la CIA. Pero esto es nada más que un indicio sobre cómo en el seno de esa oposición se fraguaban a lo menos dos tendencias, en relación a la aceptabilidad de la garantización norteamericana de la alianza que tendría que hacerse cargo del gobierno en 1990.

 

José Donoso y Jorge Edwards serán vistos por los guardianes de la pureza ética de las alianzas como los legitimadores literarios de una «política de transición a la americana». Es una hipótesis. Rauschenberg venía a fortalecer la presencia cultural estadounidense ante una eventual recomposición de fuerzas en el arte y la cultura, que pondría en el poder a quienes en 1970-1973 habían ocupado los puestos claves. ¡Pero faltaban todavía tres años para el triunfo del «No»! Sin embargo, hay que decir que en 1985 ya estaban definidas las líneas gruesas de lo que serían las tendencias mayoritarias de la alianza que debía asegurar, bajo garantía americana, digámoslo así, la transición que se haría luego interminable.

 

«José Donoso y Jorge Edwards serán vistos por los guardianes de la pureza ética de las alianzas como los legitimadores literarios de una “política de transición a la americana”. Es una hipótesis. Rauschenberg venía a fortalecer la presencia cultural estadounidense ante una eventual recomposición de fuerzas en el arte y la cultura, que pondría en el poder a quienes en 1970-1973 habían ocupado los puestos claves. ¡Pero faltaban todavía tres años para el triunfo del “No”»!

 

 

El apelativo de «agente de la CIA» era moneda corriente en el período anterior. Cualquier intelectual o artista que manifestara un criterio disidente era des/calificado como «agente de la CIA». Cuando hacía mis estudios en Francia, a mitad de los setenta, en una emisión de televisión pude ver la entrevista a un verdadero exagente de la CIA que recién había publicado sus memorias. Lo primero que explicó fue que cuando un agente quería escribir sus memorias, la agencia no se lo impedía, sino que colaboraba en cierta medida, para poder manejar la producción de verdad. Y lo segundo fue más decisivo, porque dijo que era impresionante el número de intelectuales e investigadores que trabajaban para la CIA, sin enterarse siquiera.

 

Según lo anterior, es pensable que Rauschenberg fuera un «agente de la CIA» sin enterarse. No sería su propósito explícito. Pero esto nos lleva a considerar que, potencialmente, todo ciudadano estadounidense sería ⸻objetivamente⸻ un «agente de la CIA». El problema es que existirían ciudadanos no estadounidenses que pasarían de la potencia al acto, aunque sin saberlo. Sin embargo, en esta industria nadie-puede-no-saber acerca de la trazabilidad del financiamiento. Es cosa de estudiar un poco la historia y remitirse a la financiación privada de la política de «buena vecindad» de los Estados Unidos durante la segunda guerra.

 

Ya tenemos dos casos respecto a Chile. El primero fue la exposición Pintura contemporánea del hemisferio occidental, financiada por la IBM. Es curioso que no haya sido exhibida en Santiago. Pero lo fue en Concepción y Puerto Montt. El segundo caso fue el viaje de Lincoln Kirstein, enviado por Rockefeller a comprar obras latinoamericanas para el MoMA. Ambos casos se describen como una contribución al esfuerzo de guerra de los Aliados.

 

Hay que saber que sólo en enero de 1943 Chile rompe relaciones con las fuerzas del Eje. De ahí se puede formular otra hipótesis: las operaciones de arte son iniciativas preparatorias de operaciones políticas de mayor envergadura. En 1987, la exposición Chile vive en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, financiada por el gobierno del Partido Socialista Español, instala una deuda simbólica destinada a preparar el ambiente para las futuras inversiones españolas en el Chile de la Transición. Lo que en un comienzo fue percibido como un «pituto» de Carmen Waugh, le fue retirado y pasó a ser administrado por una ONG especializada en comunicaciones políticas (CENECA). Lo que Rauschenberg prepara en 1985, con su visita, ¿no es acaso un indicio del reposicionamiento del arte estadounidense como anticipación de la nueva política americana para Chile, que incluía ⸻por ejemplo⸻ el triunfo del «No»?

 

Encerrona

 

Pero en las revistas que llegaban al Instituto Norteamericano de Cultura y que consumían los estudiantes y profesores de arte en 1985, ya había información suficiente sobre qué es lo que había que copiar, entre la «imagen heroica» de la pintura americana y las muestras de video arte americano, que fueron exhibiciones traídas por la embajada de los EE.UU. en Chile antes de 1985. En este contexto, la muestra de Rauschenberg no era una «exposición de embajada». No era necesario. Era más bien un tipo de exposición que reproduce el gesto de las exhibiciones de 1942, que ya he mencionado, respecto de las cuáles, esta otra solo viene a resolver la crisis de continuidad del arte chileno, señalada por Nena Ossa en sus declaraciones de 1985 en El Mercurio, cuando sostiene que «éste es el más importante acontecimiento para el arte chileno, después de De Cézanne a Miró (1968)».

 

Lo que hubo entre esas fechas, Nena Ossa no lo va a recordar porque corresponde al período de su mayor oposición crítica a los gobiernos de Eduardo Frei y Salvador Allende, como columnista, desde las páginas de revista P.E.C (política, economía, cultura) que dirigía Marcos Chamudes. La continuidad a la que ella hace mención es la que se extiende entre los dos hitos de aceleración informativa del arte chileno. En ambos hitos aparece el patrocinio de El Mercurio. Esto podría explicar que gracias a esta exposición de Rauschenberg, El Mercurio resolvió llevar a cabo la producción de una gran exposición de aniversario, ese mismo año, y que tituló Plástica chilena, horizonte universal, para enfatizar su rol como «organizador colectivo» del arte nacional.

 

Hay que entender que el editor de «Artes y Letras» es en ese momento Jaime Antúnez, que tiene entre algunos de sus legítimos propósitos reconstruir una determinada unidad espiritual del arte chileno, porque considera que éste la habría perdido. De modo que no sé hasta qué punto la exposición de Rauschenberg es (tan) conveniente para «Artes y Letras». En verdad, para Waldemar Sommer resulta ser una confirmación de su trabajo en la crítica. Pero Jaime Antúnez apunta a otra cosa, que consiste en demostrar el poder de sus argumentos en una disputa que él tiene con la izquierda cultural, sobre el concepto de hegemonía. De este modo, en 1985, son dos las grandes iniciativas con las que El Mercurio intentará marcar la diferencia.

 

Entonces, ¿para quién trabajaba Rauschenberg? ¿A quién le convenía su visita?

De partida, no le convenía a los sectores del mal denominado «conceptualismo chileno», que debía confesar que tenía el alma dividida. No podía rechazar una exposición de Rauschenberg, porque tenía las obras frente a sus narices y éstas eran irrefutables; pero al mismo tiempo no podían dejar de manifestar su distancia, porque en eso residía la base de su negocio. Era una operación que no controlaban en la disputa por la «innovación». Tampoco disponían de la fuerza para levantar una oposición. Entonces, algunas de sus operadoras más cándidas fueron a increparlo a la conferencia que dio en el museo. Fue un bochorno. Yo no estuve porque sabía que iba a ser un bochorno. Además, donde todes elles se aparecían en «patota», yo sabía que no debía estar. Dicho y hecho, los agentes conceptuales debían estar presentes para «rayarle la cancha» a la visita mediante una inocente encerrona. Tuvieron sus cinco minutos de fama.

 

Tomaron el micrófono y formularon una pregunta que necesitaba de una contextualización previa, en virtud de la cual Rauschenberg quedaría al descubierto. Eso era lo primero. Lo segundo es que debían demostrar que estaban ante un estúpido. Es que esta gente se había tomado al pie de la letra el principio duchampiano del pintor-como-un-estúpido. Sin embargo, la jerigonza utilizada en el planteo era de difícil traducción. Rauschenberg venía, mal que mal, a exponer a un país donde esos mismos sectores criticaban el «consumismo» asociado a la política económica de la dictadura. Rauschenberg venía a legitimar el «consumismo cultural». Ese era el tono.

 

La traductora, que además era -algo así como- la encargada de la exposición, pegó un grito de estupor y advirtió que eso no era una pregunta; que por lo demás, era intraducible. Le dijo, en el fondo, «¿qué es lo que te pasa?». Y se negó a seguir traduciendo. Pero esto es parte de un relato que me hicieron al día siguiente unos testigos que no estaban para nada sorprendidos con el procedimiento. Era conocida la existencia de grupos operativos que desembarcaba en las casas de determinados artistas, para caerles encima con propósitos demoledores y dictarles cuáles eran los parámetros bajo los cuáles debían realizar sus trabajos. Lo que hicieron fue trasladar cándidamente a la sala del museo esa misma costumbre. Lo cual, desde ya, indica cual era la facultad de sanción que los propios conglomerados de artistas podían autoatribuirse como reguladores de campo. ¡La visita de Rauschenberg debía recibir una sanción semejante! Entonces, el propósito de la pregunta era hacerlo asumir su condición de «artista imperialista», aunque la palabra al parecer no fue usada, sino tan solo sugerida.

 

Había que instalar -al menos- el eco de palabras que habían dejado de ser empleadas en el léxico político y cultural, tales como «imperialismo» y «colonial». Sin embargo, el asunto solo llegó hasta ahí, porque hay que tomar en consideración que en 1985 ya era de conocimiento público el apoyo de fundaciones estadounidenses a institutos de «investigación alternativa». De modo que indirectamente, los conceptuales estarían descalificando a aquellos de quienes dependería simbólicamente su reconocimiento para ser «colocados» en la oficialidad de la cultura democrática. Tampoco se le dijo directamente a Rauschenberg que era un «agente de la CIA», pero se le advirtió que el solo hecho de venir a exhibir esa monumentalidad constituía desde ya un acto ofensivo y discriminatorio. De todos modos, podían exhibir el efecto de su audacia, en cuanto a haberle cantado sus «cuatro verdades», como se dice. Pero en verdad, nadie se dio por enterado; ni el propio Rauschenberg.