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¿Quién tiene derecho a gobernar?

Contra la democracia

Mauricio Rojas
Senior Fellow de la Fundación para el Progreso y Profesor Asociado de la Universidad del Desarrollo Santiago, Chile. Á - N.3

Título: Against Democracy

Autor: Jason Brennan

Año: 2016 (2018 en versión castellano, Contra la democracia).

Princeton University Press

 

 

Hace no mucho, durante las décadas finales del siglo XX, la democracia aparecía como un ideal político incontestado que se expandía de una manera veloz e irresistible por todo el mundo. Samuel Huntington habló entonces de una «tercera ola de democratización» que superaba de lejos el empuje de las dos anteriores y Francis Fukuyama llegó a declarar, en un célebre ensayo de 1989, que estaríamos contemplando «el fin de la historia como tal: esto es, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final del gobierno humano».

 

Este optimismo democrático no sería, sin embargo, duradero y mutaría gradualmente en su contrario con el avance del siglo XXI. Los progresos democráticos se estancaron y un número significativo de las nuevas democracias adoptó formas cada vez más autoritarias y distantes de la democracia liberal. Además, se registró un aumento generalizado del

descontento con el funcionamiento del sistema democrático y en diversas democracias consolidadas irrumpieron exitosamente líderes y movimientos populistas con discursos inquietantemente iliberales. Por último, se agudizó el desafío planteado por el auge de potencias como China, que conjugan dinámicas economías de mercado y el surgimiento de amplias clases medias con formas de gobierno totalmente reñidas con las libertades civiles y políticas propias de cualquier democracia.

 

Este es el trasfondo de la reciente publicación de un abundante repertorio de libros y ensayos sobre las amenazas, los problemas e incluso la crisis de la democracia. Se ha pasado, con una rapidez notable, del panegírico y la idealización a una postura que se acerca al pesimismo o, al menos, a la sobriedad de un Churchill diciendo que «la democracia es la peor forma de gobierno, exceptuando todas las otras formas que han sido probadas de tiempo en tiempo».

 

En este contexto, Contra la democracia, el libro del profesor de la Universidad de Georgetown Jason Brennan, uno de los autores más prolíficos y polémicos de la actualidad, constituye un reto mayor para quienes, a pesar de todos sus defectos, seguimos defendiendo la democracia. Lo que Brennan nos dice en su libro es, derechamente, que debemos abandonar la democracia para probar un sistema que, a su juicio, puede ser superior por su legitimidad y resultados al democrático y, por cierto, a «todas las otras formas que han sido probadas de tiempo en tiempo».

Este sistema, que puede adoptar diversas formas concretas, es lo que Brennan denomina «epistocracia» y que define como the rule of the knowledgeable («el gobierno de los que saben»), es decir, un régimen en el que el poder político está formalmente distribuido «de acuerdo al conocimiento o la idoneidad». Según el autor, «la mayor diferencia entre epistocracia y democracia es que la gente no tiene igual derecho a votar o ser candidato».

 

Este tipo de propuestas tiene una larga historia, tanto en la teoría como en la práctica. Remite a una tradición de pensamiento que viene de Platón y sus filósofos-reyes y a una larga praxis en la que diversos cuerpos de «conocedores» (knowers) se han atribuido, en función de poseer un conocimiento «superior», el derecho a gobernar (éste ha sido el fundamento del poder de las teocracias y las burocracias profesionales, como la china).

 

Las exigencias de saber al menos leer y escribir para ser elector (lo que en su tiempo excluía a la mayoría de la población adulta) y de haber alcanzado un cierto nivel de estudios para ser elegido (lo que todavía rige en Chile) son también ejemplos de ello. Incluso un autor liberal tan connotado como John Stuart Mill proponía un sistema de voto plural epistocrático, donde todos tenían derecho a votar pero se otorgaban diferentes cantidades de votos de acuerdo a los niveles de conocimiento de los electores (por ejemplo, un voto para un trabajador no cualificado, pero cinco o seis para un profesional o un funcionario). Para él, era obvio que «todos tienen derecho a ejercer cierta influencia, pero los mejores y los más sabios deben ejercer una mayor».[1]

 

La que Brennan propone es un sistema epistocrático que preserva todas las libertades civiles y políticas propias de una democracia liberal, pero, como se dijo, limita el derecho a elegir y ser elegido o, en otra variante epistocrática, somete las decisiones de las instituciones democráticas al veto de los knowers. Lo central para Brennan es protegernos de las decisiones dañinas que los ignorantes (que nuestro autor llama hobbits) o los fanáticos (los hooligans políticos) puedan imponernos. Se trata de lo que él llama «el derecho a tener un gobierno competente» o, al menos, «a no estar sometido a uno incompetente».

 

Ignorancia racional

 

A mi juicio, las partes más interesantes y desafiantes del texto de Brennan son las que contienen su crítica a la democracia y, más en general, a la participación política en sí misma. De hecho, como él autor señala, en un momento llegó a considerar el título Against Politics como el más adecuado para su libro. Esta crítica se desarrolla a nivel tanto conceptual como, sobre todo, empírico, usando una gran cantidad de resultados de las más diversas investigaciones para demostrar que la participación política «tiende a idiotizarnos y corrompernos, transformándonos en enemigos cívicos con razones para odiarse los unos a los otros». Por ello, «si queremos que nuestros conciudadanos nos vean como amigos, involucrados en una aventura común que nos favorece mutuamente, y no como enemigos, entonces querremos que eviten la política tanto como sea posible».

 

La razón de esto es que la política no se desenvuelve en el ámbito de la cooperación voluntaria, sino en el de la imposición coercitiva, mediante la ley y las decisiones gubernamentales, de unas voluntades sobre otras. Este poder de coaccionar a otros nos polariza y nos puede transformar en fieros antagonistas. Debemos someter o someternos, lo cual tensiona las relaciones humanas en lo que es, esencialmente, «un juego de suma cero, con ganadores y perdedores». Por ello, mientras más participamos en política y más deliberamos, más extremos y manipulativos (o manipulados) nos ponemos a fin de convencer sobre la corrección de nuestros puntos de vista y derrotar los del adversario. Esto es lo que, contradiciendo lo que habitualmente se cree, mostrarían las investigaciones al respecto: «La deliberación tiende a mover a la gente hacia versiones más extremas de sus ideologías en vez de hacerlo hacia versiones más moderadas (…) existe una amplia evidencia empírica de que la deliberación a menudo nos idiotiza o corrompe, que habitualmente exacerba nuestros sesgos y nos conduce a un conflicto mayor».

 

Además, y este es el fundamento último de la crítica de Brennan a la democracia, lo que se impondrá, al igual que quienes sean elegidos para imponerlo, dependerá en última instancia de un conjunto de personas -la ciudadanía- que, según lo demostraría una amplia evidencia empírica, «son incompetentes, ignorantes, irracionales y moralmente poco razonables en materias políticas». Sobre este punto Brennan aporta un significativo caudal de evidencia. Pero no se trataría de un descuido ciudadano o de una expresión de incivismo, sino de una conducta altamente racional. El costo de informarse de manera adecuada no está en proporción alguna con la utilidad -la posibilidad real de influir el resultado, que es infinitesimal- de ese esfuerzo. Por ello, Brennan concluye que se trata, lisa y llanamente, de una «ignorancia racional». Lo que según el autor sí habría que explicar no es por qué la mayoría ni se interesa ni sabe sobre materias políticas como para poder decidir de una manera informada y racional, sino por qué algunos -a pesar de su poca utilidad real- lo hacen. Para explicarlo encuentra una serie de buenas razones, pero ello no nos lleva a mejor puerto ya que según los estudios empíricos muchos de quienes hacen ese esfuerzo tienden a transformarse en hooligans políticos, es decir, personas atraídas unilateralmente por un punto de vista que se informan sesgadamente a fin de validar el punto de vista elegido.

 

Con ello no se completa ni de cerca la lista de objeciones a la democracia planteada por Brennan, pero nos da una idea de su método crítico: contraponer el ideal tan admirado con la realidad de los ciudadanos y el verdadero poder que les entrega el proceso democrático, lo que, a su juicio, no es más que una ilusión o, peor aún, una pérdida de su autonomía personal en favor de las mayorías circunstanciales: «La democracia no empodera a los individuos. Ella los desempodera para, en su lugar, empoderar a la mayoría del momento. En una democracia, el ciudadano individual es prácticamente impotente».

 

En base a este tipo de argumentos Brennan presenta su alternativa epistocrática, partiendo de la premisa, que fundamenta con detención, de que la democracia sólo es un instrumento (como un martillo, nos dice) para tomar decisiones colectivas. A su juicio, «el valor de la democracia es puramente instrumental; la única razón para elegir la democracia por sobre cualquier otro sistema político es que sea más efectiva para producir resultados políticos justos (…). La democracia no es nada más que un martillo, y si encontramos uno mejor deberíamos adoptarlo».

 

Esta concepción instrumentalista choca con aquella que le confiere a la democracia un valor procedimental, es decir, por ser un procedimiento que en sí mismo tendría un valor ya que, por ejemplo, expresaría el valor y la dignidad iguales de las personas, dándoles la posibilidad de hacerse valer como tales y crear un orden político autoelegido. Todas estas pretensiones, y otras similares, son cuestionadas por Brennan a partir de la democracia realmente existente, al igual que cuestiona, como ya se planteó, el valor cívico de la democracia y la participación política.

Ninguno de estos puntos de vista, y las investigaciones que los apoyan, son baladíes, y los defensores de la democracia debemos considerarlos seriamente ya que apuntan a debilidades o problemas reales de este sistema. El mismo tratamiento merece la alternativa propuesta por Brennan, si bien su solidez no es ni de cerca comparable con las objeciones a la democracia.

 

Su supuesto básico es, por decir lo menos, dudoso: que aquellos que más saben de política tomen mejores decisiones políticas que aquellos que saben menos. Esto parece obvio en el caso de un profesional, como un médico o un ingeniero, pero aun así no les damos un poder absoluto de decisión sobre nuestra salud o nuestras elecciones prácticas. Finalmente la decisión es, y debe ser, nuestra, por más ignorantes que seamos. En el caso de la política el asunto es aún más discutible a excepción de que la reduzcamos a meras decisiones técnicas, eliminando así lo que hace de la política lo que es: el tratarse de opciones valóricas y visiones diversas acerca de cómo debe organizarse la sociedad.

 

Incluso el mismo Brennan da uno de los mejores argumentos contra la epistocracia: muchos de los que más saben de política son, de hecho, fanáticos unidimensionales que procesan el conocimiento de una manera tan sesgada que a menudo sólo confirma una opción valórica predeterminada. Después de todo, los peores desastres políticos no han sido producto de los desvaríos o la ignorancia de la gente común, sino de intelectuales que se dejan llevar por sus sueños y su autoconvencimiento de poseer la llave de la verdad y de un futuro maravilloso. Habría entonces que empezar por seleccionar qué conocimiento y qué tipo de personas son adecuados para regir la república epistocrática a partir de ciertos valores y visiones que ellos mismos deberían recibir de alguien. Consciente de este dilema, Brennan nos dice que tal vez esa selección y esa parte valórica podrían ser establecidas democráticamente, con lo que, de hecho, volvemos al punto de partida.

 

En fin, Contra la democracia es un libro muy digno de leerse con atención que, al menos a mi juicio, no hace sino darle la razón a Winston Churchill: «la democracia es la peor forma de gobierno, exceptuando todas las otras formas que han sido probadas (o pensadas, agregaríamos) de tiempo en tiempo».

 

 

 

[1] Mill, J.S. (1861). Considerations on Representative Government.