En momentos de crisis estructurales, el populismo suele aparecer con ofertas a la medida de las necesidades de los votantes, que se sienten excluidos u olvidados por la clase política tradicional. Estos dos libros de aparición reciente, con distintos niveles de profundidad, ayudan a aclarar un fenómeno de actualidad total, pese a que linda con la irracionalidad y el mesianismo.
Título: Populismo. Una breve introducción
Autor: Cas Mudde y Cristóbal Rovira Kaltwasser.
2019 [2017]
Alianza Editorial
Título: The People vs. Democracy. Why Our Freedom Is in Danger and How to Save It
Autor: Yascha Mounk
2018
Harvard University Press
La lectura seguida de sólo dos libros sobre el populismo demuestra que hay múltiples maneras de abordar el fénómeno. En este caso, las lecturas fueron muy distintas y, quizá por eso, complementarias. Se comentarán en el orden en que fueron leídas, porque tal vez porque este orden afecta la evaluación que se hace de un libro en comparación con el otro.
Populismo. Una breve introducción, de Cas Mudde y Cristóbal Rovira Kaltwasser, es la traducción al castellano de Populism. A Very Short Introduction (2017), libro que pertenece a una mítica serie de la Oxford University Press que ya suma 644 títulos y cubre, siempre con puntos de vistas agudos, un amplísimo rango de materias, que van desde el Islam al antropoceno. Una de las particularidades de este libro es que Rovira es un académico chileno, sociólogo de la Universidad de Chile y PhD en ciencia política por la Universidad Humboldt de Berlín.
Mudde y Rovira se acercan al populismo desde lo que ellos han definido como un enfoque ideacional, fundado «en una tradición más bien positivista que busca generar evidencia empírica y por tanto intenta evitar juicios respecto al populismo» (p.17).[1] En ese sentido, el primer escollo que debieron enfrentar los autores es la definición de populismo, un término que hoy se usa más para calificar despectivamente las posturas de un adversario político o ideológico que para describir un fenómeno relativamente concreto. Los autores buscaron así una definición que capturara «con exactitud la esencia de todas las manifestaciones importantes, pasada y presentes, de populismo, y que sea, al mismo tiempo, lo bastante precisa como para excluir aquellos fenómenos que no son claramente populistas» (p.33). La definición a que llegaron es ésta:
«Definimos populismo como una ideología delgada, que considera a la sociedad dividida básicamente en dos campos homogéneos y antagónicos, el “pueblo puro” frente a la “elite corrupta”, y sostiene que la política debe ser expresión de la voluntad general (volonté genérale) del pueblo» (p.33).
Los autores luego extienden los conceptos contenidos en esta definición, donde, si se pudiera sintetizar sin distorsionar, los elementos importantes son:
Uno, constatar que se trata de una «ideología delgada», esto es, «una suerte de mapa mental gracias al cual los individuos analizan y comprenden la realidad política» (p.34). Sin embargo, al ser «delgada» no posee un contenido propio específico. Es por eso que el populismo se suele apoyar en una ideología huésped mayor, de la que suele nutrir parte de su propuesta. Así se explica que hayan populismos socialistas o populismos de extrema derecha. Los autores no se allanan a describir el populismo como una estrategia política -que algo que también lo convertiría en ideología delgada- porque no limitan el populismo a los políticos ni a los partidos. Para Mudde y Rovira hay «actores» populistas, y eso incluye al electorado populista, es decir, a aquellos ciudadanos que se sienten atraídos por posturas o actitudes de esta índole. Para estos autores no sólo la oferta puede ser populista, sino también la demanda. Esta afirmación, por obvia que parezca, es uno de los principales aportes del libro.
Dos, la relevancia del concepto «pueblo». Este concepto es esencial al fenómeno porque cada actor populista lo define según su propio contexto y agenda, es decir, aprovecha la vaguedad de esta construcción simbólica -que si no es «pueblo», será «la gente», «todos nosotros», «los ciudadanos» o algún tipo de término igualmente vacío- para su propio beneficio político. Aquí lo determinante es, señalan Mudde y Rovira, aquello que la definición deja adentro y aquello que deja afuera. «La definición de pueblo suele ser integradora a la vez que divisoria: no sólo se trata de unir a una furiosa y silenciosa mayoría, sino que también intenta movilizarla contra un enemigo definido (el establishment, por ejemplo)» (pp.40-1). Otros enemigos podrían ser los «inmigrantes», los «partidos políticos», la «burocracia estatal», las «instituciones burguesas»: lo importante es que sea distinto del «pueblo» y, por tanto, enemigo.
«Para Mudde y Rovira hay “actores” populistas, y eso incluye al electorado populista, es decir, a aquellos ciudadanos que se sienten atraídos por posturas o actitudes de esta índole. Para los autores no sólo la oferta puede ser populista, sino también la demanda. Esta afirmación, por obvia que parezca, es uno de los principales aportes del libro».
Tres, la idea de elite. Ella puede ser de tipo económico, cultural, político, da lo mismo. Los actores populistas siempre tienen a una elite como objetivo, a la que califican como corrupta, corrompida, saboteadora. Como señalan los autores, «la esencia de la distinción entre el pueblo y la elite (…) es moral y no situacional» (pp.42-3). El pueblo representa la pureza y la superioridad moral, en tanto, la elite es la perversión y la bajeza.
Y cuatro, por último, la idea de voluntad general. Esta, para los populistas, suele ser evidente y transparente, y se basa generalmente en el «sentido común». Los problemas tienen soluciones simples y, como aporta Yascha Mounk, todo lo que se necesita para resolver una crisis es que «el fiel vocero de la gente conquiste el poder, elimine a los traidores e implemente soluciones de sentido común» (p.41, en su libro). Ese vocero, por supuesto, es el populista. El está en contacto directo con la voluntad general. De ahí que exista, para Mudde y Rovira, «una afinidad electiva entre el populismo y la democracia directa, así como con otros mecanismos institucionales que resultan útiles para cultivar una relación directa entre el líder populista y sus electores» (p.49).
Como se puede vislumbrar, el esfuerzo de Mudde y Rovira está en el análisis pormenorizado de las características del populismo, en el hallazgo de patrones comunes, en la descripción de los mecanismos retóricos que utiliza. Segmentan, clasifican, ordenan.
Con ese mismo espíritu, describen las manifestaciones que ha tomado el populismo en distintas regiones de mundo a lo largo de los últimos 150 años. Allí observan, triste pero no sorprendentemente, que «América Latina es la región con una tradición populista más duradera y extensa» (p.65). Pero también hacen apuntes interesantes, como que «Estados Unidos posee una larga historia de movilización populista que se remonta a fines del siglo XIX» (p.56), con surgimientos espontáneos, movilización regional y organización débil.
Luego establecen un desglose de las vías en las que se encarna el populismo, ya sea a través de un liderazgo personalista —a lo Fujimori, por ejemplo—, a través de un movimiento social —tipo Indignados de España— o a través de un partido político —como el Frente Nacional en Francia.
En América Latina conocemos de cerca los líderes personalistas, gracias, en buena parte, a que tenemos sistemas de gobierno presidenciales y partidos muchas veces débiles. Los autores consideran, además, que «la concentración del poder político y económico en una modesta minoría hace que el discurso populista sea especialmente atractivo, pues contribuye a identificar la existencia de una oligarquía que actúa en contra los deseos del pueblo» (p.65).
Los regímenes parlamentarios, en cambio, observan, incentivan la emergencia de partidos políticos populistas, como hoy puede verse en Europa donde -el dato es interesante- «en casi un tercio de los países, de los tres partidos más importantes, uno es populista» (p.98).
Sobre los movimientos sociales, en el libro afirman que éstos no siempre se llevan bien con el marco populista, porque los movimientos suelen buscar una identidad común para un grupo específico de individuos, en cambio el populismo asume el «pueblo» como un grupo amplio y homogéneo. Ahora, si uno observa lo que ha pasado en Chile recientemente, casi todos los movimientos sociales tratan de ampliar su rango retórico al máximo admisible, con la idea de ganar más apoyo. En la práctica, el ánimo populista no parece llevarse tan mal con los movimientos sociales: no en vano se autodenominan «ciudadanos». Ahora, los autores consideran «interesante» que los movimientos sociales populistas sean ejemplos de «movilización ascendente», capaces de «interpretar un sentimiento de rabia generalizado contra el establishment para proponer de forma convincente que la solución está en el pueblo soberano» (pp.91-2).
Ahora, como todo esto es dinámico, los líderes populistas pueden crear partidos ídem; los partidos pueden desarrollan líderes y los movimientos sociales pueden convertirse en plataformas para fundar partidos o transformar uno existente o levantar líderes personalistas.
Mudde y Rovira desarrollan también otras distinciones, que además de poner su breve introducción en un plano quizá más académico de lo necesario para un público general, muestran las limitaciones de su enfoque positivista. La más llamativa es la consideración de que el populismo «puede verse como una fuerza democratizadora, puesto que defiende el principio de soberanía popular con el objetivo de empoderar a grupos que no se sienten representados por el establishment político» (p.50). Más adelante, en el capitulo 5, desarrollan esta idea y señalan entre otras cosas que «según su fuerza electoral y el contexto en el que surge, el populismo puede funcionar bien como amenaza, bien como un correctivo para la democracia» (p.136, los énfasis son suyos). Incluso, en página 141, incluyen un cuadro de los efectos positivos y efectos negativos del populismo en la democracia liberal.
No se puede negar que el populismo, en determinadas circunstancias, puede servir para dar voz a excluidos del sistema político, incrementar su integración en el sistema o mejorar la capacidad de éste para reaccionar, pero vista la historia de América Latina o la enorme perturbación que hoy está provocando Trump, los efectos positivos y negativos del populismo no merecen estar al mismo nivel. No son comparables en intensidad ni en extensión. En esto, como se verá, Mounk no titubea.
Populismo: una breve introducción concluye con algunas recomendaciones para dar respuesta al populismo. En lo central, más que menospreciar o atacar a la figura populista, conductas que finalmente hacen el juego a su estrategia de posicionarse como la voz del pueblo frente al establishment, Mudde y Rovira proponen que medios y políticos tradicionales deberían poner su atención en la demanda populista, que suele ser el verdadero problema. Eso pasa por entrar en «un diálogo abierto con los actores y simpatizantes populistas», para tener «una comprensión más cabal de las demandas y reivindicaciones de las elites y de las masas populistas y ofrecer respuestas democráticas liberales» (p.188). Dicho de otra manera (la reiteración vale la pena), «dado que el populismo suele formular las preguntas oportunas pero ofrece las respuestas erróneas, el objetivo último no debiera limitarse a la destrucción de la oferta populista, sino también al debilitamiento de la demanda populista. Sólo la segunda opción reforzará realmente la democracia liberal» (p.189). Mudde y Rovira, en última instancia, llaman a escuchar las señales que trasmiten los populistas, ya que dan cuenta de problemas que requieren ser tratados.
«No se puede negar que el populismo, en determinadas circunstancias, puede servir para dar voz a excluidos del sistema político, incrementar su integración en el sistema o mejorar la capacidad de éste para reaccionar, pero vista la historia de América Latina o la enorme perturbación que hoy está provocando Trump, los efectos positivos y negativos del populismo no merecen estar al mismo nivel».
Meteorito Trump
Para Yascha Mounk el problema es mucho más crítico y ciertamente urgente de lo pintado por Mudde y Rovira. En The People vs. Democracy retrata la democracia liberal bajo una degradación no vista en la historia que Occidente había mostrado orgullosamente durante los últimos doscientos años.
Mounk desarrolla el argumento de que la alianza entre democracia y derechos civiles, que configura aquello que llamamos democracia liberal, ya no puede darse por segura. Si el conjunto de instituciones que asegura la participación de las personas en su gobierno puede describirse como democracia, y si las instituciones que garantizan la igualdad ante la ley y la protección de derechos individuales, pueden describirse como derechos civiles, ya no es claro que ambos conjuntos vayan de la mano. Mounk se extiende en detalle para describir cómo los tratados y regulaciones internacionales -como las envueltas en la Unión Europea-, instituciones autónomas -como un Banco Central o un Tribunal Constitucional- o las mismas cortes de justicia -que garantizan los derechos individuales, pero no son precisamente democráticas-, si bien son todas ellas necesarias, también generan «una extensa porción de reglas que regulan a los ciudadanos ordinarios que son escritas, implementadas y a veces incluso iniciadas por autoridades no electas» (p.64).[2] Si a eso se suma la influencia del dinero corporativo sobre la clase política y la misma distancia que ella muchas veces muestra de sus electores, terminan por crearse las condiciones para que los ciudadanos sientan que las decisiones políticas no los involucran, no los representan y no atienden a sus problemas.
Esto crea el contexto para que partidos o líderes populistas se atribuyan las preocupaciones, los dolores, la representatividad que el establishment ignora. Y lo han hecho. Mounk describe con detalle cómo Hungría, Turquía o Venezuela pasaron de democracias liberales a convertirse en democracias sin derechos, más o menos cerca de potenciales dictaduras. India, Polonia y Filipinas han dado los primeros pasos en el mismo camino. Pero la amenaza existe incluso en países donde la democracia estaba supuestamente consolidada, como Francia, Alemania, Austria, los Países Bajos o Italia, donde los partidos populistas están creciendo consistentemente en su votación. Ahora, para Mounk, el meteorito que se acerca la Tierra, la amenaza que realmente enciende las alarmas y desencadena la urgencia de su libro es, por supuesto, Donald Trump.
Sin embargo, «como el resto de la manifestaciones populistas alrededor del mundo», dice Mounk, «Trump es tanto un síntoma de la crisis actual como su causa. Él sólo pudo conquistar la Casa Blanca gracias a que muchos ciudadanos se han sentido desencantados con la democracia, en primer lugar» (p. 261). Este desencanto es descrito en extenso en el capítulo 3. Mounk demuestra cómo desde los años sesenta, los estadounidenses han perdido la confianza en su clase política. Para cualquiera que haya tenido ocasión de ver la serie documental The Vietman War, de Ken Burns, no cuesta mucho imaginar el por qué. Si a los engaños llevados adelante por el gobierno norteamericano con ocasión de esta guerra se suma el escándalo de Watergate, lo que de verdad extraña es que ese desencanto no haya sido mayor aun al que Mounk describe.
Pero la caída de confianza en las instituciones democráticas no compete solo a Estados Unidos. Basándose en un estudio realizado con Roberto Stefan Foa, a partir de la encuesta World Value Survey, que acuerda las mismas preguntas para una diversidad de países, Mounk afirma que «los cuidadanos de Norteamérica y de Europa Occidental están realmente dejando de creer en la democracia en grandes números» (p.105). Su estudio pone especial atención en cómo las personas jóvenes han incrementado su mirada desconfiada hacia la democracia. Entre otros apuntes, remarcan: «En 1995, el 34 por ciento de los jóvenes estadounidenses de 18 a 24 años sentían que un sistema político con un líder fuerte que no tiene que preocuparse por el Congreso o las elecciones era bueno o muy bueno. Para 2011, el 44 por ciento de estadounidenses jóvenes sentían de la misma manera» (p.109).[3] El estudio de Foa y Mounk, publicado originalmente en el Journal of Democracy en junio de 2017, despertó una acalorada polémica en enero de 2017, con reacciones de connotados académicos ⸻Amy C. Alexander, Christian Welzel, Pippa Norris y Erik Voeten⸻ puestas en la versión on line de la revista, debate que incluso saltó al Washington Post. Mounk, sin embargo, en este libro, escrito en 2018, sostiene su evidencia y los argumentos de que de ella se desprenden.
Mounk atribuye esta caída en el aprecio por la democracia a tres factores, descritos en extenso en la segunda parte. Vale la pena citar textualmente la síntesis que de ellos hace:
- «Primero, el dominio de los medios de comunicación limitaba la distribución de ideas extremas, creaba un conjunto de hechos y valores compartidos, y enlentecía la difusión de noticias falsas. Pero el alza de internet y las redes sociales ha debilitado a los guardias tradicionales, entregando poder a movimientos y políticos alguna vez marginales.
- «Segundo, a lo largo de la historia de la estabilidad democrática, la mayoría de los ciudadanos gozaron de un rápido incremento de sus estándares de vida, y mantuvieron altas expectativas incluso de un mejor futuro. En muchos lugares, los ciudadanos ahora apenas mantienen la cabeza fuera del agua, y temen enfrentar sufrimientos peores en el futuro
- «Y tercero, casi todas las democracias estables fueron fundadas por naciones de una sola étnica o permitieron dominar a un grupo éntico. Ahora, este dominio es cada vez más desafiado» (p.135).
Mounk no llega a argumentar que ha habido un retroceso económico en la última década, o un reemplazo de las etnias dominantes, pero los fenómenos de estancamiento económico, así como los de alta inmigración, producen miedos y, especialmente, ansiedad, y es esta ansiedad la que los actores populistas tratan de calmar, de satisfacer. Recordemos que, como bien escribió Harold Bloom, la ansiedad puede definirse como angustia por el futuro.
«Mounk no llega a argumentar que ha habido un retroceso económico en la última década, o un reemplazo de las etnias dominantes, pero los fenómenos de estancamiento económico, así como los de alta inmigración, producen miedos y, especialmente, ansiedad, y es esta ansiedad la que los actores populistas tratan de calmar, de satisfacer».
La fe cívica
Mounk, por cierto, no es solo convincente al exponer sus puntos, sino apasionado. A diferencia de Mudde y Rovira, su escritura es ágil, aguda, despierta, rica en expresiones. No escribe para la academia, sino para sacudir y despertar al lector. Tiene mucho de activista por la democracia liberal, si esa figura puede imaginarse. Y si bien es reconfortante encontrarse con un autor contemporáneo que, en lugar de escepticismo o cinismo, muestre pasión por la democracia y los derechos individuales, también hay que reconocer que su libro está más cerca de ser un sofisticado comentario del escenario político actual que un texto pensado para ser leído en 20 ó 30 años más (a menos que termine por convertirse en un registro -otro más- del mecanismo mediante el que Trump y compañía destruyeron la democracia occidental, asunto, por lo demás, aún improbable).
Pero si su mirada sobre el momento político es documentada, sensata y a grandes rasgos convincente, los remedios que propone para salir del atolladero pecan de esquemáticos, superficiales o de una buena intención inoperante.
Por ejemplo, para enfrentar al populista autoritario en el poder recomienda a los defensores de la democracia liberal: i) unidad en la oposición; ii) hablar en el lenguaje de las personas de a pie y conectar con las preocupaciones de los votantes; iii) enfocarse en un mensaje positivo en lugar de «referirse obsesivamente a los defectos de los populistas» (p.191), y así «dar a los votantes una verdadera esperanza en su futuro económico» (p.194); y iv), «la lección más importante», no aparecer como casado al status quo. Sí, obviamente todo esto suena razonable, pero es complicadísimo de llevar a la práctica.
Por otra parte, su idea de desarrollar un nacionalismo domesticado, que incluya un patriotismo inclusivo, de manera que «se pueda construir la tradición de una democracia multiétnica que muestre que los lazos que nos unen van mucho más allá de la raza o la religión» (p.208) es atendible, pero hace pensar que Mounk tiene en mente sólo el populismo de derecha. Cuando luego arguye, para arreglar la carga, que los principios de la democracia liberal no son violados cuando los estados ejercen control sobre quién entra a su territorio, y que más bien «esto ayudaría a ganar a apoyo a políticas inmigratorias más generosas» (p.214), solo reitera aquella impresión.
Como medidas económicas, Mounk tira muchas ideas a la mesa, casi demasiadas, sin vislumbrar los problemas que puedan acarrear. Así propone, por ejemplo, medidas muy coercitivas para la evasión de impuestos, incluso penas de cárcel o extrañamiento; intervenir el mercado inmobiliario, restringiendo el poder de veto local a las densificaciones o aumentando la oferta con viviendas estatales; separar los beneficios sociales del empleo tradicional, para que se proteja tanto a empleados como a las personas fuera del mercado formal de trabajo (lo que sí parece una buena idea); o mejorar la productividad, algo obvio y que todos andan buscando, pero que requiere más elaboración que simplemente decir que es necesario aumentar la investigación y reimaginar la educación.
En fin.
Donde Mounk sí parece a caballo de lo que propone es en «renovar la fe cívica», que es como titula al capítulo 9. En su calidad de cientista político y profesor universitario entra en un tema que sí domina y hace interesantes observaciones, por ejemplo, respecto a cómo la abundancia de teorías conspirativas son el síntoma de una democracia erosionada. El de este lado del mundo pensará inmediatamente en Argentina. Propone, también, realizar una separación más tajante y enérgica entre el poder político y el poder económico, y en esa línea financiar más generosamente a parlamentarios y a sus asesores, para que no necesiten depender de la investigación realizada por el lobby y sí puedan retener a los mejores talentos en la deliberación de las leyes.
Mounk, por último, dedica algunas de sus mejores líneas a describir los errores que se comenten en el terreno de la educación cívica propiamente tal. No solo porque la educación en los valores y procedimientos de la vida democrática es cada vez más escasa en los colegios, dice, sino porque en la misma formación universitaria de ciencias sociales y humanidades, los estudiantes encuentran profesores que, «muy lejos de querer preservar los más valiosos aspectos de nuestro sistema político, tienen como objetivo primordial, con frecuencia, ayudar a los estudiantes a reconocer sus múltiples injusticias e hipocresías» (p.248). Así, deconstruyendo los valores de la Ilustración y exponiendo el racismo, colonialismo o la desigualdad producida por las instituciones occidentales, los profesores generan el «efecto combinado de dejar a muchos estudiantes sintiendo que el desdén por las instituciones políticas heredadas es el sello que distingue la sofisticación intelectual» (p. 249). Más tarde, muchos de estos estudiantes serán profesores en colegios u otras universidades sin interés por trasmitir una auténtica admiración, ni qué decir amor, por las instituciones de la democracia liberal. Aunque Mounk, con Trump siempre a la vista, muchas veces se enreda pensando en la próxima elección presidencial de Estados Unidos, que caerá el 3 de noviembre de 2020, logra en este tipo de advertencias reflexiones de largo plazo y nos recuerda que hay un peligro auténtico en dar por segura y sentada la democracia liberal.
«Para Mounk, deconstruyendo los valores de la ilustración y exponiendo el racismo, el colonialismo o la desigualdad producida por las instituciones occidentales, los profesores generan el “efecto combinado de dejar a muchos estudiantes sintiendo que el desdén por las instituciones políticas heredadas es el sello que distingue la sofisticación intelectual”».
[1] Solo se citarán entre paréntesis las páginas cuando se refieran a la de los dos libros reseñados.
[2] Como el resto de las citas a este libro, la traducción es mía.
[3] A todo esto, en el trabajo de Foa y Mounk, Chile queda bastante bien parado en lo que respecta a la valoración que sus ciudadanos poseen por la democracia y la aversión que muestran por un gobierno militar. Sus datos coinciden con los expuestos por ¿Malestar en Chile? Informe encuesta CEP 2016, coordinado por Ricardo González, donde, además, se señala que «la alta adhesión a la democracia, como forma de gobierno, coexiste con una muy mala evaluación de su desempeño» (p.148).