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Ficción

Tardígradas

Camila Jorquiera Stagno
Escritora y traductora. Santiago, Chile. Á - N.3

Camila Jorquiera Stagno (Santiago, 1986) realizó estudios de pregrado en biología en Chile e historia del arte en la Sorbonne; en 2017 obtuvo un MFA en escritura creativa en inglés de la New York University. Actualmente ejerce como escritora, traductora, y desde 2012 ha publicado artículos sobre artes visuales en distintos medios chilenos. 

 

«Es por un rato», dijo mi hermano, mientras me guiaba por el espacio como un agente inmobiliario. El closet, la cocina integrada. El techo, un panel cuadrado de luz fría. La ducha, una cámara cristalina en medio del cubo blanco y vacío de no ser por una cama estrecha, una mesa y una silla. Todo nuevo, reluciente pero a la antigua. «Cuando encuentres trabajo, si quieres, te cambias».

 

Y muchas veces pensé que algo de decoración le vendría bien, pero para esas cosas nunca tuve talento. Lo único que hice fue programar el tinte polarizado lila del ventanal presurizado (¿por qué no lila?), y desde ahí me quedaba mirando la vista, entre impávida y deprimida: hacia al sur, un centenar de unidades mono espaciales se conectaban por pasarelas a cielo abierto, y en las mañanas se veían algunas mujeres instaladas en sus balcones, con mascarillas y batas de espuma aislante, desteñidas.

 

«En estos blocs viven puras viejas ociosas», me había dicho la Saskia, «y aunque no tengan nada que hacer, se levantan temprano».

 

La Saskia había llegado hace un par de años y, según ella sólo había mujeres de tercera y cuarta edad, menos nosotras. Sobre los blocs se alzaba una torre colosal, rodeada de pantallas publicitarias y autopistas. Le conté a la Saskia lo que me había contado la Lucy Montes, otra vecina, la íntima (y única) amiga de mi tía que vivía en la torre contigua. Que alguna vez ahí había un cerro, y sobre el cerro había un club social muy exclusivo; la gente podía pagar cuotas, mensuales, costosas, y por un rato eran dueños del cerro y de sus árboles.

 

«Que increíble», me dijo la Saskia, verdaderamente sorprendida.

 

Por que ni ella ni yo habíamos tocado nunca una planta natural (tampoco el mar; por las cianobaterias estaba prohibido) pero la Saskia sabía, lo había leído, que las plantas tienen cierto grado de conciencia. Que pueden captar fuentes de calor y de sonido y que además, tienen raíces que crecen contra la gravedad, en sentido invertido. Lo que sí, al parecer carecen de la resiliencia de especies como el hongo o el musgo que pueden proliferar prácticamente en cualquier superficie, ese negro verdoso del reposo eterno que se apodera de los cantos del baño y de la cocina.

 

«Mejor no vengas››, había dicho mi hermano al principio, cuando recién encontraron el cuerpo de mi tía.

 

Y cuando llegué a visitar la pieza ya estaba todo blanco, nuevo y reluciente, con un olor a fuerte a bactericida. Pero esa enunciación me quedó dando vueltas, y dio paso a todo tipo de fantasías. Al principio miraba el suelo y veía manchas que luego desaparecían, charcos de sangre de un accidente imaginario, de un asesinato a sangre fría, etcétera. En realidad, lo que había matado a mi tía era un golpe fulminante a la cadera; con esas escalas y pasarelas, muchas tenían accidentes y terminaban por no levantarse más y se encerraban en sus piezas.

 

En general, en el bloc reinaba la paz y el silencio, pero recuerdo que esa mañana (¿de enero?) me despertó un ruido agudo. Algo así como un tren de alta velocidad frenando en seco. Me quedé con los ojos cerrados uno o dos minutos extra, suspendida en el sueño, bailando tecno sin moderadores de comportamiento, borracha con la Saskia en una de sus fiestas. Pronto, el ruido recomenzó con fuerzas y reconocí el sonido de un taladro perforando el concreto. Abrí los ojos definitivamente; el día estaba particularmente gris, como si a la hora de amanecer, el sol se hubiera arrepentido.

 

Qué pesadilla.

 

1 mg de modulador de serotonina, 15 de psilocibina, 1ml de clorhidrato de bromhexina, 500 de Nutrigen de bayas negras endulzado con proteínas para no tener que cocinar (¿quién cocinaba esos días?). Eso necesitaba, definitivamente, un antiinflamatorio potente; me puse a buscarlo en los cajones de la cocina. Tenía un dolor de cabeza agudo por el exceso de acetaldehído y otros productos secundarios además de una reacción alérgica al aire cargado de plomo y azufre, y al sonido insistente de una broca helicoidal colándose por las paredes, por el techo, perforándome el cerebro, como un paciente que despierta en la mitad de una neurocirugía.

 

No debí haber salido anoche.

 

En la pantalla del calendario digital me encontré con restos de rouge rojo en el cachete, y con una interrogante insólita. ¿Cuánto había dormido? La Saskia sabía. Antes de salir a buscarla me fui a mirar al espejo: además del rouge corrido en alta definición, noté unas canas saliendo de las sienes (cada vez más difíciles de ignorar) y tenía cara de no haber cerrado un ojo en días. Me puse spray con filtro solar en la frente, en el cuello, en las manos, y una chaqueta de grafeno negra, que además de esa pieza y un ovario poliquístico, era lo único que había heredado de mi tía.

 

Blip blip… blip blip…

 

Parada frente al intercom, me agarré las solapas de la chaqueta, como abrigándome, a pesar de que hace un par de siglos no hacía frío. Las chaquetas de la Saskia eran bastante más osadas que las mías, pensé mientras la esperaba, pero en vez de la Saskia se asomó un turbante anudado por la pasarela de arriba.

 

«kiyès ou ye?»

 

«Vecina», le contesté con gestos, apuntando hacia  . Nunca aprendí a hablar creole  señora cerró su puerta a regañadientes y volví a tocar el intercom.

 

Blip blip… blip blip…

 

Nada.

 

Al volver, me instalé a tomarme el batido de negro y denso, a esperar que surtiera su efecto antioxidante. Tenía náuseas, y todo por culpa de la Saskia. Habíamos empezado a salir hace un par de meses, probablemente primavera; aunque no había diferencia entre una estación de otra, la gente tendía a salir más en primavera, a bajar de peso, a volver a renacer como un Narcissus trindrus, de esos que tienen los pétalos abiertos al cielo. La imagen del pistilo me recordó de la Saskia abriéndose camino en las catacumbas de Avenida Matta, en un conjunto de látex fluorescente amarillo.

 

«Cyberdogs», me dijo mientras entrábamos.

 

«Cyberdogs», repetí.

 

Nos recibió un hombre joven detrás de una mesa plegable que agarraba con ambas manos una cajita de metal. Solo efectivo  Miré la cajita, él me miró de vuelta, fijo, con las pupilas dilatadas, y un piercing en el septum de la nariz, como si alguien lo hubiera amansado en otra vida.

 

«Mira, está bien venir a curarse, a bailar con los ojos cerrados, lo que querai», dijo la Saskia. «Incluso a agarrarse alguno de estos. Pero, así como ¿sacar un donante de aquí? Olvídate».

 

Asentí con ganas. Estábamos apoyadas en un bar interminable y la Saskia estiraba la mano para llamar la atención de un barman de torso desnudo; ella tenía más experiencia en esos lugares. Después nos perdimos en el gentío fotoluminiscente, lleno de tatuajes.

 

«Es un poquito como el Apocalipsis, esta cuestión».

 

Y de nuevo hice que entendía, pero sólo entendí una o dos horas más tarde, bailando bajo un rayo laser verde, que la Saskia no se estaba a refiriendo a todo el libro del Apocalipsis, sino al post «rapto»: los salvos son abducidos por Dios y los demás se quedan en la tierra. De hecho se quedaban ahí mismo en esa galería oscura, húmeda y eterna, remojándose los labios, sacando flemas, hablando fuerte, metiéndose al baño de a tres de a seis, limpiándose el bigote mal afeitado, todo al mismo tiempo, mirándome o mirándose entre ellos sin pestañear.

 

Sonó el intercom de repente, y di un tal salto que un millón de gotas negras cubrieron mis manos. Fui a abrirle a la Saskia limpiándome, pero en la pantalla del intercom apareció la melena gris au naturel de la Lucy Montes. Me quedé inmóvil con la esperanza de que eventualmente se aburriría.   fácil esconderse de la propia madre que de la Lucy Montes, o si vamos al caso, de todas las vecinas, porque siempre había alguna mirando desde los balcones, o por las ventanas, todas cesantes, con demasiado tiempo libre.

 

«Veo en su ficha que usted no tiene hijos, Señorita», me decían los evaluadores.

 

Yo tampoco tenía trabajo (todavía) pese a que había mandado mi dossier hasta la última cota, hasta el agotamiento. Porque según mi hermano así es como un deudor de la sociedad se convierte en acreedor: abordando ascensores interminables y caras escépticas en cubículos fríos. Extremo frío denota descriterio, extremo calor denota pobreza, sobre todo si los filtros de aire son antiguos, pero en las evaluaciones nunca hay que hablar de esas cosas.

 

«No tengo».

 

«¿No puede, o no quiere?».

 

El instinto reproductor (el custodio de la permanencia de una especie) es casi siempre un criterio de evaluación. Siempre que haya bocas genéticamente emparentadas que alimentar, el individuo se mantendrá motivado en sus labores; las multinacionales no se construyen en base a la buena voluntad…

 

«¿Cristina? ¿Está por ahí, mijita?» le grita al intercom la Lucy Montes.

 

Abro la puerta, derrotada.

 

«¡Linda!» me grita (ahora por vía directa) levantándose la mascarilla. «Ando buscando a Don Patricio desesperada, ¿lo ha visto?».

 

Don Patricio era uno de los vigilantes, los que sí eran hombres, en su mayoría de la cuarta edad, retirados sin poder aun «retirarse», cuyo rol era vigilar una multitud de mujeres en edad posproductiva. Como mi tía Cristina, y como la Lucy Montes, y ahora también un poco como yo misma.

 

«No lo he visto para nada».

 

«Sabe linda, es que hay programado un corte para la noche».

 

«¿Otro?».

 

«Usted sabe como son», dijo la Lucy Montes y encogió su frente milenaria.

 

Por costumbre, pensé, por eso viene a avisarme. Aquí las mujeres viven de costumbres y en general andan tranquilas (los laboratorios son muy baratos, si no subvencionados, y se puede conseguir de todo en la feria o en la calle). Me quedé muda, distraída por el   de un extraño efecto disociativo. Ahora la pregunta era, ¿qué cresta nos habíamos metido? La Saskia sabía. Seguro le había preguntado en la fiesta, pero quizás era mejor ni acordarse lo que había dicho.

 

«No vaya a ser que entren de nuevo, no más», insistió la Lucy Montes, masajeándose las manos. «¿No le da susto, a usted mijita?».

 

«Igual un poco».

 

«A mí también me da susto», dijo secamente. «A tu tía nada nada le daba susto, era lo más valiente que hay».

 

Mi tía estaba muerta en vida, pensé, así es bien fácil ser lo más valiente que hay. Porque con vigilantes y todo igual había robos, y a veces saqueaban con rabia, en particular esos tipos que culpaban a las mujeres infértiles de que el mundo hubiera envejecido. Yo sólo estaba ahí por un par de meses, pero ¿que culpa tenían ellas? Todo el mundo sabe que tener mucha gente junta bajo el mismo tipo de discriminación, apiñada cerca de la tierra, genera colonias de hongos y bacterias.

 

«Si veo a don Patricio le aviso que lo anda buscando.»

 

«Que amorosa, linda.»

 

Apenas logré deshacerme de la Lucy Montes, me volví a meter en la cama. En la inmovilidad sentí de nuevo el sonido del taladro, y me acordé de las plantas naturales; en la inteligencia mecánica del ápex de un brote. Seguramente estaban remodelando para una nueva inquilina. Quizás alguna vecina estaba instalando un filtro nuevo, muy moderno si ha heredado bienes, o si se se ha ganado el sorteo. Pero eso era poco probable; los ganadores venían de distritos más contaminados o no tan contaminados pero siempre de viviendas familiares donde el premio generaba beneficios concretos.

 

Sustentabilidad. Permanencia.

 

En la cama, me di varias vueltas pensando en que la próxima vez que hablara con mi hermano iba a pedirle un boleto (él vive varias cotas más arriba, donde estaba menos contaminado, por los niños). El número 22 tiene que estar porque estadísticamente es el que más ha salido, el 17, el que menos, como si lo que estuviese operando fuera el azar. Pero no; el azar es universal, la suerte, particular y, en ese momento, volviendo a conciliar el sueño, pensé que iba a necesitar mucha suerte para salir de ese lugar.

 

 

A pesar de que la Lucy Montes me había avisado con tiempo, el corte me tomó desprevenida. Cuando desperté estaba verdaderamente oscuro. Era como estar dentro de un tanque de aislamiento sensorial, en agua con sulfato de magnesio, con el cuerpo suspendido. Palpando el suelo, y así en cuclillas, logré llegar a la cocina, y me acordé de los ojos confundidos de la Saskia mientras tocaba los cantos de los muebles,buscando la linterna al interior de los cajones entre aparatos de uso doméstico y pastillas.

 

 

«El rapto», le gritaba a la Saskia. «¡El rapto!»

 

En un corte, los dispositivos electrodependientes al servicio de la vida humana se convierten en cajitas metálicas absurdas, incapacitadas. Pero con el paso de los minutos, me di cuenta de que algunas seguían emitiendo fosforescencia; el fósforo absorbe y almacena energía para emitirla lentamente, para siempre y el ojo puede percibir eso. Recorrí la pieza, de pie, y puse la mano sobre un rectángulo, el contraste de una forma alargada, mi pulso incierto sobre la suavidad pegote de una pantalla obsoleta.

 

«¿El qué?!»

 

Es el intercom, pensé, no la camiseta fluorescente de la Saskia. En la oscuridad uno se imagina cosas, tal como un sueño puede activar la corteza visual de la nada. Abrí la puerta; sin vecinas, sin estrellas, se pierde el sentido de la orientación, sin carteles luminosos de «salida» ni señales de evacuación, es como estar en una cueva. El acceso a la calle está en alguna parte, en un callejón negro que lleva a otro, y luego a otro, siguiendo un halo de fosforescencia. La tapa de un alcantarillado. El tenue reflejo de las barandas metálicas. Solo esperé que la Saskia estuviera cerca mientras trepaba horizontalmente por las paredes mojadas.

 

«Tienes que dejarlo debajo de la lengua».

 

«¿Qué es?»

 

«Algo increíble, algo nuevo».

 

Todo el tiempo había algo nuevo, pero yo no sentí nada (o al menos eso creía) y aun así había perdido a la Saskia en la fiesta. ¿Qué cresta nos habíamos metido? Sólo la Saskia sabía, pero la había abandonado en el gentío, entre cyberdogs tan cómodos en la oscuridad húmeda como una colonia de tardígrados. Esos son los últimos en morir, siempre. Invertebrados, extremófilos, con el talento de digerir lo que toque ser digerido. Flotan y chocan entre ellos en movimientos lentos, ciegos, sin otra certitud de que hay otros como ellos retorciéndose en el vacío.

 

 

Al volver la luz, me sorprendí de encontrarme frente al espejo; seguro había sido atraída por el reflejo de algo pensando que era otra cosa. La música tecno se había disipado detrás del ruido blanco de un millón de cables mal aislados, la continuidad de la corriente como una presencia viva. Me toqué el pelo desordenado. Lo había ignorado por mucho tiempo, estaba viejo, desteñido. ¿A qué hora me había acostado? Tenía cara de no haber cerrado un ojo en días, y al mismo tiempo, la sensación terrible de haber dormido demasiado.