Posiblemente entre todos los escritores, artistas, cineastas y pensadores que han llegado a Chile en los últimos años, nadie generó tanto interés y tantas expectativas como lo hizo Werner Herzog en enero pasado. El autor de Aguirre, la ira de Dios y Fitzcarraldo, dos de sus obras más célebres, es más que un cineasta importante. Porque también es visto como un modelo de reconciliación entre el arte y la vida.
Más que un caso aparte, Werner Herzog es un fenómeno. Es difícil encontrar en el cine contemporáneo un cineasta con una obra tan provocativa, apasionante y dilatada como la suya. Sería también difícil hallar, incluso entre artistas bastante menores que él, alguien capaz de sobrepasarlo en energía y arrojo para sacar adelante proyectos difíciles o francamente imposibles. Y, en definitiva, no hay quién en el horizonte del cine actual tenga la compulsión por conocer y el hambre de humanidad que delatan sus películas.
Herzog representa un modelo muy distinto al del artista genial, al del cineasta-autor que se instaló en particular en los años 60. Fue el modelo -de Fellini a Bergman, de Antonioni a Godard- del artista sufriente, atormentado o ególatra, recluido en sus propios traumas y demonios, que miraba el mundo con desdén y cada dos o tres años sorprendía a la cátedra con una nueva realización que reactualizaba sus insomnios, recuerdos, fantasmas y obsesiones.
El autor de Aguirre, la ira de Dios y Fitzcarraldo nada tiene que ver con esa fauna. Tampoco con esa época. Si hay un realizador que ha sabido adaptarse a los tiempos que corren, ése es él. Para Herzog el cine no es un ejercicio catártico, al menos no el mismo sentido en que lo fue el cine de autor en los 60, y menos aún una alternativa del psicoanálisis, esto es, la manera en que los directores-estrellas mantenían sus cuentas internas en paz. Herzog siempre mantuvo enorme distancia de esos discursos y para él el cine es más bien una forma de conocimiento, una manera de entender el mundo, también una forma de vivirlo; sobre todo, es una vía de aproximación formidable, fascinante, peligrosa, claro, a los balcones del precipicio, el asombro o el éxtasis.
No hay película de Herzog que no entrañe un combate a veces glorioso, a veces patético, casi siempre metafísico, con la desmesura, con la imposibilidad, con las quimeras. Ya en su primer largometraje, Señales de vida, la historia de un soldado alemán que se descompensaba mentalmente en la isla de Creta durante el período de recuperación de sus traumas de guerra, impuso una marca definitiva al respecto. La suya era una rebelión vana y deplorable. En la de Lope de Aguirre buscando El Dorado o en la de Fitzcarraldo intentando llevar la ópera al Amazonas había por supuesto más épica. En varias de sus realizaciones la desmesura no solo se traduce en ruptura con la razón y el orden heredado, sino también en rebeldía moral, en proezas descomunales, en forcejeo con la enfermedad o las limitaciones físicas, en tributos de extraordinario lirismo a la tenacidad y al delirio.
La duda, por supuesto, es si Herzog está entre los grandes maestros del cine, con el mismo o parecido aplomo que un Hitchcock, un Renoir, un Ford, un Visconti, un Welles o un Godard. Es una pregunta quizás demasiado ardua para despacharla en pocas líneas. Pero, incluso antes de intentar responderla, bien cabría tener en cuenta algunos datos circunstanciales que si bien no apuntan al fondo de la duda, vaya que pueden ser reveladores.
La primera observación se relaciona con el tipo de legitimidad que Herzog se ha ganado en el mundo de la cultura. Este es un artista que mucho antes de ser investido como autor en el mundo cinéfilo se había labrado, por distintas razones, un nombre, un prestigio, una fama inconfundible, en ámbitos como la aventura, el riesgo, la autonomía o la excentricidad. Cuando Herzog comienza a interpelar en serio a las hermandades cinéfilas de medio mundo, la verdad es que ya era un artista hecho y derecho. Legitimado y todo, sin embargo, Herzog no generó en su momento nada parecido al tipo de incondicionalidad, de culto, de trivia, de vasallaje incluso, que produjeron en su hora realizadores como David Lynch o David Cronenberg. Y posiblemente no la generó porque el acceso a sus películas no pasa por claves herméticas. Al revés, su cine parece bastante más abierto y menos endogámico que el de esos autores.
«Herzog no generó en su momento nada parecido al tipo de incondicionalidad, de culto, de trivia, de vasallaje incluso, que produjeron en su hora realizadores como David Lynch o David Cronenberg. Y posiblemente no la generó porque el acceso a sus películas no pasa por claves herméticas. Al revés, su cine parece bastante más abierto y menos endogámico que el de esos autores».
Consecuencia de lo mismo, por cierto, es que el cineasta vino a ser tomado en serio por la cátedra cinéfila tardíamente. Cuando aquí en Santiago Herzog recordó que durante 16 años Cahiers du Cinéma, la revista rectora de la conciencia cinéfila europea por espacio de décadas, lo ignoró olímpicamente, la verdad es que no solo estaba sangrando por la herida. Es más fácil que un artista esté preparado contra la incomprensión que contra el ninguneo, contra la indiferencia que lo invisibiliza y en definitiva lo hace desaparecer. Al recordar la infamia el cineasta estaba también asumiendo un dato que ya es un hecho de la causa. El peso, la densidad y la eventual grandeza del cine de Herzog se forjó en un frente muy distinto del que consagró la gloria de la mayoría de los grandes maestros del cine.
La diferencia está, para decirlo en corto, en que Herzog es el tipo de artista que libra su combate primero con el mundo, con toda su tremenda carga de paradojas y misterios, y solo después con el cine, mientras que el autor clásico adorado por los cinéfilos lucha primero con el cine, entendido como espacio de potencialidades y limitaciones expresivas, y solo por efecto posterior con el mundo. Valga esta simplificación reduccionista para entender por qué cuando Herzog habla de su obra, de sus películas, se concentra básicamente en sus experiencias físicas, a lo más en los desafíos expresivos que se propuso, y rara vez cita a otros realizadores o se compara con ellos. Tampoco se le pasa por la mente insertarse en alguna tradición expresiva que sienta como propia. Hijo inadvertido y claramente no deseado del llamado Nuevo Cine Alemán de fines de los años 60, Herzog nunca fue parte o se sintió a gusto en una manada. Y, en lo básico, ha seguido siendo hasta hoy el mismo lobo estepario que partió siendo.
«Cuando Herzog habla de su obra, de sus películas, se concentra básicamente en sus experiencias físicas, a lo más en los desafíos expresivos que se propuso, y rara vez cita a otros realizadores o se compara con ellos. Tampoco se le pasa por la mente insertarse en alguna tradición expresiva que sienta como propia»
Dueño de una filmografía enorme y variada que reúne más de 60 títulos tanto para el cine como para la televisión, donde cabe con los mismos derechos la ficción que el documental, donde la producción relativamente grande se alterna con la cinta filmada de paso poco menos que con un celular, los ejes de su obra permanecen casi siempre intactos. Herzog tiene especial debilidad por los personajes descolocados y al límite. Su galería de caracteres es imponente y acoge figuras extremas como Lope de Aguirre, Fitzcarraldo, Gaspar Hauser, Nosferatu, Stroszek o, en otro plano, seres excepcionales como Walter Steiner, el esquiador desafiante de El gran éxtasis del tallador de madera Steiner (1974), o la protagonista ciega y sorda de El país de silencio y oscuridad (1971) o el joven obsesionado con los osos de Grizzly Man (2005). Locos, visionarios, iluminados, obsesos, cándidos, monomaniacos. Son personajes no contaminados por la modernidad y fuera de norma; que viven en o van en busca de un absoluto, de una idea de plenitud, de una suerte de santidad que por supuesto no es de este mundo y que tiene que ver con la extrañeza, con la ingenuidad, con la consagración a una causa, pero también con el arrojo de quien ignora o no dimensiona muy bien los riesgos que está corriendo.
Imagen virginal
Estos personajes son la esencia de su cine. Herzog los busca una y otra vez, compulsivamente, y cuando los encuentra hace lo posible y lo imposible por ponerse en el lugar de ellos para reescribir la historia y capturar siquiera por un instante la visión, la mirada fundacional, la luz incandescente con que ven su realidad y la vida donde les tocó caer. Porque de eso se trata: de una caída. El mito de la caída está presente en varias de sus películas y la idea del extraterrestre perdido en la consabida vulgaridad y depredación del mundo moderno corresponde a una fantasía recurrente en su obra. De una manera u otra está presente en la inspiración de Fata Morgana (la temprana película-ensayo que filmó en 1970 sobre la caída, la creación del mundo y el poder hipnótico del paisaje desértico africano) y, de modo más evidente, en La salvaje lejanía azul, un falso documental que hizo el año 2005 que establecía insólitas conexiones poéticas entre imágenes del espacio capturadas por la Nasa e imágenes submarinas de los hielos milenarios de la Antártica y que reivindicaba la idea de un planeta agotado y ajeno.
Quizás una idea más bella que cruza la obra de Herzog es la de la imagen virginal. El supuesto suyo es que el mundo moderno -y particularmente la televisión- no ha hecho otra cosa que banalizar y estandarizar las imágenes, vaciándolas de toda autoridad persuasiva y de toda capacidad para transmitir verdad o conocimiento. El veto de Herzog a la TV, no obstante que también filma para esta industria, es antiguo y se remonta a los inicios de su carrera y no deja de ser sugestivo porque diez años antes, en 1960, Rossellini había decretado que el cine había muerto y que sería la TV, su idea de la TV, la que salvaría al mundo. Obviamente que las cosas evolucionaron en la dirección que imaginaba el autor de Roma, ciudad abierta. Al revés, la TV devaluó todavía más nuestras nociones de realidad y a partir de ahí Herzog siente que la misión del cineasta es restaurar la majestad reveladora de la imagen y la verdad primigenia de la primera mirada sobre el mundo. Eso explica en parte su fascinación por los personajes descentrados o raros. Eso es lo que infiltra el asombro a su línea de trabajo. Y es lo que al final lo ha ido alejando cada vez más del cine de ficción. Se entendería que lo esté abandonando: la producción mundial está cada vez más estandarizada y se está haciendo muy difícil para cineastas como él trabajar al margen de las fórmulas consabidas. Gran parte de lo mejor que el realizador ha filmado en los últimos 15 años, de hecho, tributa al documental, donde obviamente el campo abierto a la primera mirada, por usar la misma expresión, es mucho más amplio.
Hay también -todo hay que decirlo- otro factor. El cine de ficción de Herzog venía perdiendo desde hace rato aire en relación a las alturas que alcanzó en los años 70. No estuvo desde luego a ese nivel en Cobra verde (1988), la última de las cinco películas que filmó con Klaus Kinski y que era la historia de un bandido brasileño que logra enriquecerse en el negocio del tráfico de esclavos. Invencible (2001), centrada en la figura de un forzudo de music hall que en los días de la República de Weimar previene contra el antisemitismo nazi, para muchos críticos fue un trabajo intercambiable y deslucido. A Rescate al amanecer (2007), película un tanto patriótica con Christian Bale sobre el operativo para dar con un aviador norteamericano de combate que efectivamente huyó de una prisión en Laos, no le fue mal en la crítica, pero fue un fracaso de proporciones en términos de público y en pocos países se llegó a exhibir en salas; pasó directo al DVD. En Policía corrupto (2007), con un Nicholas Cage sobregirado y drogado casi siempre, que es una película interesante cuando menos, las cosas funcionaron algo mejor, pero la cinta, que tiene como telón de fondo la Nueva Orleans del huracán Katrina no tuvo ni la brutalidad ni la energía silvestre del trabajo original en que se inspiró, el thriller Maldito policía (1992), protagonizado por Harvey Keitel y dirigido por Abel Ferrara. Su última película convencional hasta ahora es La reina del desierto (2015), con Nicole Kidman, James Franco y Robert Pattinson; Peter Bradshaw, el crítico de The Guardian, dijo que, entre bien hecha, académica y aburrida, «es la clase de películas que apenas puedes creer que sea de Werner Herzog».
¿Se está convirtiendo en pólvora desvanecida? No hay consenso en las respuestas. Entre otras cosas, porque mientras más declinó el Herzog de la ficción, más creció el Herzog del documental. En realidad no fue solo cuestión de crecimiento. También fue de reinvención, porque por primera vez el viejo caminante que él siempre había sido se convirtió en ícono de aventura, exploración y osadía. El resultado es que en cosa de pocos años -¿diez, quince?- el cineasta labraría una marca que colinda con la moral y la industria del outdoor por el norte, con el esoterismo por el sur, con el voluntarismo chamánico por el este y la emoción profética por el oeste. En el cine de Herozg siempre hubo algo de todo esto. Nada es enteramente nuevo. Pero fue en trabajos gloriosos como Encuentros en el fin del mundo (2007), sobre las profundidades antárticas y la vida en esos parajes, o Dentro del volcán (2016), impresionante aproximación a los fuegos interiores del planeta que revientan en Indonesia, en Islandia, en Corea del Norte, donde esas cuatro facetas del cineasta se articularon en una cosmovisión que reconcilió al aventurero con el santo y al artista sensible con el profeta. Siempre hubo -es cierto- una pulsión irracional en su trabajo e incluso en su vida.
Este es un cineasta que, como se sabe, se comió un zapato luego que su amigo Errol Morris (el autor del documental La niebla de la guerra, con Robert McNamara) lograra financiar su primera película (Gates of Heaven, sobre los cementerios gringos de mascotas), solo porque había hecho una promesa a este respecto; es el mismo sujeto que hizo a los 32 un viaje a pie por tres semanas, en invierno, desde Munich a Paris, para que Lotte Eisner, historiadora, teórica del cine alemán y amiga suya se mejorara del cáncer que la mantenía internada en una clínica; y es también el realizador que se negó a falsear por la vía de los efectos especiales la proeza demencial que entrañaba, durante el rodaje de Fitzcarraldo, subir un barco completo por la montaña que separaba en la selva peruana a un río de otro. Así era la historia y así se tenía que hacer; a sus ojos, esto tenía el valor de un sacramento. La epopeya del zapato quedó registrada en una película de Les Blank del año 80; de la caminata quedó constancia en el libro Del caminar sobre el hielo, que es un tributo a la introspección, a la soledad y la resistencia; y sobre el rodaje de Fitzcarraldo publicó, 24 años después de estrenada la cinta, un diario -largo, anecdótico, reiterativo, la verdad es que no muy interesante- que se titula como La conquista de lo inútil. Herzog sin duda que se equivoca al creer que sus libros sobrevivirán a su obra fílmica. No tienen por dónde.
Herzog cruzó varias fronteras en la evolución de su trayectoria. Se convirtió posiblemente en el cineasta alemán más internacionalizado y de mayor convocatoria de las últimas décadas. Se separó definitivamente del llamado Nuevo Cine Alemán, al cual en honor a la verdad nunca estuvo muy unido; parte de ese movimiento envejeció en los museos o se malogró, como le ocurrió a Wim Wenders, en las peores zonas del cine comercial. Herzog además entró al mercado norteamericano como pocos cineastas europeos han podido hacerlo y de hecho reside en Los Angeles desde hace años. También comenzó a visibilizarse él mucho más en sus propias películas, sea a través de su presencia o de su voz, como ocurre en la espléndida Grizzly Man. Y se convirtió en un modelo al que siguen incondicionalmente vastos contingentes de gente que siente desencantada de la modernidad, que anda en busca de su destino y que procesa sus trabajos con devota incondicionalidad. Porque, aparte de laureado cineasta, de distinguido documentalista, de respetado regisseur de ópera por más de dos décadas y de aventurero impenitente doctorado en proezas irrepetibles, Herzog es también un maestro que imparte cursos y talleres de cine de una o dos semanas de duración, bastante caros, a grupos de alumnos rigurosamente seleccionados de distintas partes del mundo.
Un indudable punto de inflexión en la consagración de este nuevo estatus del realizador tuvo lugar cuando le fue encomendado a él, poco menos que como representante de la raza humana, el privilegio de entrar con un pequeño equipo de colaboradores a las cuevas de Chauvet, descubiertas hacia 1994 en el valle del Ardèche al sur de Francia. Había sido un descubrimiento espectacular de pintura rupestre: más de 400 dibujos de combates de animales salvajes, osos, rinocerontes y mamuts principalmente, en espléndido estado de conservación y que datan de hace unos 32 mil años, lo que los sitúa en el primer lugar de los más antiguos que se conocen. Esas cuevas permanecen selladas, nadie las puede visitar para prevenir que incluso la respiración humana pueda dañarlas y no se sabe muy bien con qué criterio las autoridades decidieron invitar a Herzog para que fuera él, solo él, quien dejara registro del hallazgo. Lo hizo en el documental bello pero también discutible, La cueva de los sueños olvidados (2011), en 3D (si las pinturas son planas, muchos se preguntaron qué tan necesaria era la tridimensionalidad), que ofrece un testimonio asombroso y asombrado de las pinturas prehistóricas y que despliega la ya consabida solemnidad introspectiva del autor con su metafísica embelesada en torno a los misterios del tiempo, el espacio y la presencia humana en el planeta.
Un artista irreductible
No solo frente a esta cinta, sino también frente al rumbo de su obra, la pregunta que varios críticos no muy entusiastas de su cine se hicieron es hasta dónde Herzog está dispuesto a llegar en su intento por apropiarse de lo que sea para hacer cine de autor. ¿Por qué un cineasta que sin duda generó su propia poética, y que desplegó una mirada profundamente descolocadora del mundo, ahora sobrevive, básicamente, a expensas de la aventura y la excepcionalidad, del riesgo y las furias de la naturaleza? Puede ser una pregunta dura e incluso ingrata. Pero el sentido de algunos de sus últimos trabajos -como Lo and Behold, Reveries of the Connected World (2016), documental sobre internet y la robótica rodado en distintas latitudes, interesante sí, pero no mucho más que eso- hace que la interrogante sea pertinente.
Como quiera que sea, el perfil que el cineasta se ha labrado explica mucho el alcance de su convocatoria: Werner Herzog superstar, Werner Herzog en concierto, Werner Herzog unplugged. En Santiago, fueron más de mil los asistentes que acudieron a verlo, a aplaudirlo, a vitorearlo, en su intervención para «La Ciudad y las Palabras» en el campus Lo Contador en enero pasado, cuando conversó con Fernando Pérez, ex decano de Arquitectura y actual director del Museo Nacional de Bellas Artes. Fue un gran momento. Herzog habló de sus experiencias mientras la luz de esa tarde calurosa comenzaba a declinar. Loreto Villarroel, coordinadora de este programa de literatura y cine dependiente del Doctorado de Arquitectura y Estudios Urbanos de la PUC, que fue quien lo trajo a Santiago, asegura que venía siguiendo al cineasta desde hace más de diez años. Loreto es paciente, tiene experiencia y está acostumbrada a tratar y reclutar para «La Ciudad y las Palabras» a gente que vive en las burbujas de la fama y la genialidad, y aun así para ella este fue un invitado difícil de comprometer. Su agenda está copada siempre. Antes de venir a Santiago, entre otras muchas cosas, porque siempre está haciendo dos o tres películas a vez, Herzog había estado filmando a Gorbachov en Moscú, después había dirigido un taller para 48 jóvenes cineastas en la selva peruana, también seguía preparando el rodaje para la TV de una serie, Fordlandia, sobre el proyecto de Henry Ford de fundar una ciudad para su empresa en el Amazonas, y aterrizó en Santiago desde la Patagonia, porque ahí había estado haciendo para la BBC un documental sobre una de las últimas hablantes del idioma yagán.
A una edad como la suya, 76 años, donde es normal que los artistas casi siempre comienzan a bajar sus revoluciones, Herzog pareciera no tener problemas en seguir trabajando a un ritmo tanto o más intenso que en sus días de juventud. A una enorme fortaleza física él añade una increíble combustión interior. La duda es si está filmando como endemoniado simplemente porque ya no puede parar o ésta y no otra es su manera de estar en el mundo, de saciar su infinita curiosidad con personas, experiencias, animales y paisajes.
«A una edad como la suya, 76 años, donde es normal que los artistas casi siempre comienzan a bajar sus revoluciones, Herzog pareciera no tener problemas en seguir trabajando a un ritmo tanto o más intenso que en sus días de juventud. A una enorme fortaleza física él añade una increíble combustión interior»
Más allá incluso de sus fans y de las encontradas lecturas críticas que genera su obra, al final quizás el aspecto más fascinante de Herzog es que se trata de un artista irreductible. No es fácil etiquetarlo, que es la manera que tienen los críticos de transformar los animales salvajes en mascotas. No es tan simple situarlo en el arco político que va de la izquierda a la derecha. Las veces que ha orillado playas de alguna contingencia – la idea de revolución en esa cinta portentosa que fue Los enanos también comenzaron desde pequeños (1970), la crítica a la pena de muerte en Into de Abyss (2011), documental de los últimos días dos jóvenes condenados a la pena capital en el estado de estado de Texas o la guerra de Vietnam en Rescate al amanecer (2006)- Herzog siempre ha terminado frustrando las expectativas depositadas en discursos obvios o de cajón. Siempre se va por otro lado, arrastrado por preguntas que tienen que ver más con la condición humana que con la historia o la política coyuntural. No siendo en absoluto un cineasta apolítico, tiene una cabeza que está en otra y que logra sus mejores desarrollos cada vez que mira más allá.
Hay probablemente mucho polvo, hojarasca y malentendido en torno al nombre de Herzog. La fama suele ser tóxica para todos, partiendo por el afamado. Pero hay un puñado de inspiradas películas suyas que siempre lo van a salvar de las confusiones y equívocos. Ahí están: es cosa de volver a verlas.