Los casos de abuso sexual por parte de sacerdotes católicos, profusamente investigados y narrados por Óscar Contardo en su último libro, son el punto de partida desde el cual Neil Davidson reflexiona sobre el bien y el mal, la fe, la condición humana y el sin sentido que por períodos parece dominar a la vida colectiva. Un texto agudo sobre el narcisismo, la manipulación y la impostura.
Los abusos sexuales en la Iglesia Católica se asomaron en los noticieros chilenos a principios del milenio como una ballena que sube a tomar aire a la vista de la playa. Fue a partir de 2010, sin embargo, tras una entrevista en que el médico James Hamilton dio a conocer sus vivencias a manos del cura Fernando Karadima, que se empezó a dimensionar su envergadura. El ejemplo de Hamilton animó a otras víctimas a declararse, y -aunque seguramente hay muchas más todavía que nunca lo hicieron- la Fiscalía ha investigado a más de doscientos religiosos, entre ellos ocho obispos, por abusos o encubrimiento. En Rebaño,[1] el periodista Óscar Contardo pasa revista a una selección de casos, enfocándose especialmente en el del cura Rimsky Rojas, vinculado no solamente a numerosos abusos sino a la desaparición nunca bien aclarada de un estudiante salesiano de Punta Arenas, Ricardo Harex, visto por última vez en 2001. Diez años después, ya bajo investigación y recluido en la casa de reposo salesiana de Macul, Rojas terminaría suicidándose.
.
Si no se tratara de delitos tan graves y bien documentados, muchos de los curas retratados en Rebaño parecerían figuras cómicas. Son tan caricaturescos en su vileza que por momentos me evocaron al Pinochet de Pedro Lemebel en Tengo miedo torero, esa creación del voluntarismo y el odio que en el atentado del Cajón del Maipo tartamudea «ma-mama-cita-linda» y se ensucia copiosamente los pantalones. Pero lo que relata con toda sobriedad Rebaño no son reacciones pasivas ni episodios de descontrol, sino abusos practicados sin prisa y en la impunidad, durante años.
Rimsky Rojas, en su época de subdirector del Instituto Salesiano de Valdivia, tiene su oficina convertida en una fortaleza, protegida por tres puertas con llave. Es para no ser interrumpido cuando está con sus víctimas, pero la precaución parece exagerada, porque resulta que cualquier lugar le sirve: la capilla, la biblioteca, el subterráneo, la residencia de la congregación, la enfermería, el furgón de transporte o las casas de los propios niños. Si le viene el impulso, los va a buscar en clases. A veces saca a dos por separado: «A uno lo llevaba a la biblioteca en el subsuelo y a otro a la sala de catequesis en el tercer piso: después de masturbar a uno, subía a hacer lo mismo con el otro» (p. 181). Da explicaciones: a un adolescente le dice que le hace falta ver su semen, a otro que tiene que ver si eyacula correctamente, tomándole el tiempo con un cronómetro. La madre de un alumno se enferma y muere de cáncer. Rojas consigue ser nombrado tutor del niño, lo que le permite instalarse en su casa y abusar de él con mayor comodidad.
.
No es la excepción: caso tras caso, se comprueba que nada es sacrosanto. La relación padre-hijo, por ejemplo: otro cura, Juan Miguel Leturia, susurra al oído de un niño mientras lo besa y lo abraza: «Hijo, yo te quiero, esto es amor de padre, siente que te estoy pariendo» (p. 93). O los abusadores se representan a sí mismos como víctimas corrompidas por la maldad del niño, que carga con esa culpa hasta la adultez. El confesionario sirve para la manipulación o como estimulante: un proxeneta declara a la policía tener antecedentes de religiosos que solicitaban servicios sexuales con adolescentes y niños y «en el mismo servicio, como juego erótico, las confesaban [a las adolescentes] para luego tener relaciones sexuales» (p. 71).
.
Todo esto es un secreto a voces en la Iglesia. O no es secreto, porque surgen reclamos a los que la jerarquía reacciona apoyando ciegamente al imputado o, si son muy reiterados, enviándolo a trabajar, nuevamente con niños, en otra ciudad. Un recurso extremo es un juicio canónico en que el cura es condenado a oración y penitencia. Toda la preocupación es por el bienestar espiritual de éste, llevado al pecado: las víctimas son invisibles y los procedimientos secretos. Hasta los curas buenos hacen la vista gorda. Si alguna vez los mismos religiosos han denunciado por iniciativa propia ante las autoridades civiles un delito grave de ese tipo cometido por un colega, como es evidentemente su deber, no lo he visto mencionar.
.
Así la situación en Chile. En otras partes es peor, según le cuenta a Contardo un ex seminarista, Roberto Avendaño, que se retiró en 2007:
.
—¿Te retiraste porque querías casarte?
—No, yo creo que me agoté… Porque a mí me mandaron a Roma a estudiar. Con lo que vi acá y con lo que vi en Roma dije, mejor retirarme.
—¿En Roma también?
—A otro nivel. Es macabro (p. 153).
.
En este punto, uno empieza a barajar figuras pseudopsicoanalíticas para explicar una cultura institucional así: un narcicismo colectivo, quizás, que hace que todo lo que está fuera de la confraternidad sacerdotal carezca para ésta de realidad. Pero no me voy a meter en esas aguas, y dudo también en entrar en el terreno teológico, puesto que ni siquiera tuve una educación católica. Sin embargo, sí pasé un buen tiempo investigando para una biografía la vida de un poeta inglés, Gerard Manley Hopkins, que también era cura jesuita. Mientras leía Rebaño, me volvían a la memoria una y otra vez un par de frases que él escribió en una carta a un amigo para explicar un acto de abnegación suyo, la decisión de no buscar por sus propios medios la publicación de sus poemas:
.
«Cuando un hombre se ha entregado al servicio de Dios, cuando se ha abnegado y ha seguido a Cristo, se ha preparado para recibir y de hecho recibe de Dios una dirección especial, una providencia más particular. Esa dirección se comunica en parte por la acción de otros hombres, como sus superiores, y en parte por inspiraciones e iluminaciones directas».
.
La práctica del catolicismo es inseparable, según entiendo, de la intervención divina. Sin hablar de milagros más descollantes, tiene que suceder cada vez que se produce la transubstanciación, y es evidentemente por creer en esa «dirección especial» a la que alude Hopkins que tantos feligreses, como documenta Rebaño y se comenta más abajo, piden y acatan ciegamente consejos de su sacerdote en materias, como las relaciones matrimoniales, que se alejan de la experiencia personal de éste.
.
Pero si hay dirección en la Iglesia que nos presenta Rebaño, pareciera provenir de Satanás. Una alternativa más banal sería decir que se trata de una mera institución humana, con todos los desperfectos del caso y algunas particularidades propias (en otro libro, Raro, Contardo resalta la preponderancia de víctimas adolescentes varones, siendo que en otros contextos la gran mayoría de los abusados son niñas). El contraste entre el supuesto control divino y la maldad humana es un problema tan antiguo como la propia Iglesia, y los católicos han dado distintos argumentos para mostrar que Dios está presente a pesar de todo, entre ellos la longevidad misma de una institución «administrada con una imbecilidad tan ruin» -en palabras de Hilaire Belloc- «que si no fuera la obra de Dios, no duraría una quincena». Como la Iglesia sigue ahí, se puede decir que nada ha cambiado. Y en efecto, la noción de la “dirección especial” sigue absolutamente vigente, como en el llamado de Dios que le debe avisar al futuro sacerdote de su vocación, o en todas las ocasiones en que el cura actúa in persona Christi, como la misa y la confesión.
.
«El contraste entre el supuesto control divino y la maldad humana es un problema tan antiguo como la propia Iglesia, y los católicos han dado distintos argumentos para mostrar que Dios está presente a pesar de todo, entre ellos la longevidad misma de una institución “administrada con una imbecilidad tan ruin” -en palabras de Hilaire Belloc- “que si no fuera la obra de Dios, no duraría una quincena”».
.
Más allá de esas situaciones, la doctrina católica se me hace resbaladiza e inasible, pero en la práctica parece haber un buen margen de interpretación, y aquí Rebaño muestra algo interesante. Presenta, como era de esperar, a un desfile de abusadores, pero también a curas de otro tipo, abnegados y dedicados al bienestar de su comunidad. Uno es el francés Gerard Ouisse, conocido por su trabajo entre los pobres durante la dictadura. Tras entrevistarlo, Contardo lo acompaña a la calle, donde se encuentran con una feligresa que pide consejos sobre algún asunto cotidiano. Después de eso, Contardo afirma:
.
«Ouisse me dijo que le incomodaba el modo en que los fieles le consultaban sobre asuntos de todo tipo, como pidiéndole que tomara decisiones por ellos sobre aspectos muy alejados de la competencia de un sacerdote. Las personas, me contaba Ouisse… solían considerar su opinión como algo que nadie podía discutir. “Y los curas no somos Dios”, remató con una sonrisa» (pp. 51-52).
.
.
Un sí o un no
No sólo los pobres entregan su criterio de esa forma. Un exsacerdote que no se nombra en el libro le habla a Contardo de
«lo difícil que era, en ocasiones, enfrentar a personas que iban a ponerle la vida en sus manos, gente en la plenitud de sus capacidades intelectuales, personas educadas, que acudían al cura buscando no una opinión, sino una decisión para acatar. Ese sacerdote me habló del caso de una joven mujer profesional, de clase acomodada, que le preguntó muy seriamente si se iría al infierno si no quería casarse por la Iglesia. Cuando él le dio a entender que era una decisión que debía tomar ella, porque no podía casarse por la Iglesia solo por el temor de irse al infierno, ella insistió en la pregunta. Quería un sí o un no» (p. 163).
Pero la pregunta parece razonable y la respuesta del cura, una evasión. Ser católico es creer en ciertas cosas, entre ellas, tradicionalmente, el infierno: obviamente interesa saber qué conductas te llevarán a ese lugar -estado, como lo redefinió en 1999 Juan Pablo II-, ¿y a quién se va a acudir si no al cura? O casarse por la iglesia es fundamental para un católico, en cuyo caso la respuesta es «sí». O no lo es: «no». O no se sabe, ¿pero entonces para qué se va a exponer a una feligresa a la posibilidad de un castigo eterno tan fácil de evitar? Mejor un «sí» por si las dudas. De las palabras del cura, en realidad, sólo se puede sacar una conclusión: él no cree verdaderamente en el infierno.
.
La Iglesia Católica se ha metido, más tardíamente, en el mismo camino que la anglicana, relativizando o metaforizando, aun sin cambio formal de doctrina, lo que antes eran obligaciones o prohibiciones claras. El poeta que mencioné antes, Hopkins, se convirtió del anglicanismo al catolicismo en 1866, entre otros motivos, porque «la Iglesia de Inglaterra no reivindica nada», mientras la católica sí: por ejemplo, «esa verdad literal de las palabras de nuestro Señor por las cuales aprendo que el más mínimo fragmento de los elementos consagrados del Santísimo Sacramento del Altar es el Cuerpo entero de Cristo nacido de la Santísima Virgen, ante el cual mientras yace en el altar toda la hueste de santos y ángeles tiemblan de adoración». ¿Los buenos curas católicos reivindican eso hoy? En teoría puede que sí, pero creo que pocos se expresarían con tanta convicción. Hopkins -un hombre altamente sensible y cultivado- leyó una vez en un periódico que en un matrimonio anglicano la mujer se había negado a comprometerse a obedecer a su marido, como la formulación tradicional exige. En una carta a un amigo, Hopkins comenta: «Un ser vil se negó en la iglesia a pronunciar las palabras “y obedecer”. Si hubiera sido un matrimonio católico y yo el cura, habría acabado con el sacrilegio ahí mismo». No sé cuál habría sido su respuesta a la pregunta de la joven mujer profesional que cita Contardo, pero la habría contestado claramente.
.
Y los curas malos de Rebaño también. Rimsky Rojas tuvo una carrera exitosa antes de su caída, lo cual a primera vista es un misterio, pues ser pedófilo compulsivo no era su único vicio. Era un snob que discriminaba a los niños de pocos recursos y tildaba de “cumas” a los alumnos del Instituto Don Bosco, un colegio de Punta Arenas que era salesiano como el suyo, pero subvencionado. Ostentaba conocimientos que no tenía, lanzando frases en francés como si dominara el idioma, cuando en realidad sólo las había aprendido de memoria como recurso de amedrentamiento intelectual. Malversó fondos, dejando su colegio con una deuda enorme. Era grosero, y si lo invitaban a comer, no dudaba en criticar la casa y la forma de vestirse de sus anfitriones. Imponía en sus estudiantes una disciplina a la vez rígida e injusta, repleta de favoritismo. Cultivaba redes de informantes. Sapo, reparón, llorón, controlador y malhablado, caía en ataques de rabia desquiciados contra personas que no tenían poder, a la vez que adulaba a aquellas cuya posición social así lo ameritaba.
.
Pero era estimulante, un organizador incansable que provocaba en la gente «un cóctel extraño de admiración, curiosidad y miedo» (p. 173). Celebraba retiros con los alumnos y sus familiares donde, en una reclusión claustrofóbica, todos terminaban fuera de sí y confesaban sus secretos más íntimos. Administraba un coro al que enseñaba canciones en latín, italiano y croata. Los alumnos competían por ser sus discípulos. Tenía un «gran dominio escénico» (p. 203) de la misa, mandándose incluso a hacer vestimentas como las del Papa para aumentar la efectividad teatral de los ritos. Se portaba, en otras palabras, como lo que la gente entendía por un cura de verdad, como líder espiritual, no como asistente social. Todo con él era urgente, vital, tajante, y un efecto era que traía a una Iglesia en plena crisis de vocaciones lo que más le faltaba: jóvenes que ambicionaban ser curas, inspirados por él.
.
Mecanismo en el vacío
Contardo habla de una cultura de deferencia que lleva a los periodistas a ocultar los problemas de la Iglesia, de modo que hace sólo un año, pasaron dos días de la visita papal antes de que se revelara en los medios cuán poca convocatoria tenía. Pero también hay una deferencia que opera en el sentido opuesto, de la Iglesia hacia los medios y los formadores de opinión en general.
.
Hacia finales de 2018, el Centro de Estudios Públicos (CEP) realizó una encuesta sobre las creencias religiosas en Chile, comparando los resultados con los de la misma encuesta de hace diez y veinte años. Hay cambios y continuidades. En 1998, más de la mitad de las personas confiaban en las iglesias y organizaciones religiosas, contra apenas un 13 por ciento ahora. Ha disminuido también la proporción que cree en los milagros religiosos, pero sólo del 79 por ciento al 69 por ciento. Y la proporción que cree en el infierno se ha mantenido estable, en un 57 por ciento. Ese resultado se desglosa entre quienes no pertenecen a una denominación religiosa y quienes sí: la proporción ha bajado un poco entre los primeros, pero entre los que sí pertenecen a una denominación, que siguen siendo la gran mayoría, con una amplia predominancia de católicos, la proporción que cree en el infierno ha aumentado durante estos 20 años, del 58 por ciento al 67 por ciento.
.
¿Creerán los dos tercios de los curas en el infierno? Puesto que el propio Papa afirmó el año pasado que «el infierno no existe», me atrevo a decir que no. A los curas más humanitarios les ofende la noción del castigo eterno por acciones cometidas en algo tan breve y confuso como una vida humana; en cuanto a los malos, por mucho que sepan manejar la retórica y la emoción religiosas, no se advierte mucha preocupación real entre ellos por las consecuencias de sus pecados en el más allá. Rojas se suicidó mientras estaba bajo investigación. No es el acto de alguien que teme el infierno; sí es un acto que en el pasado habría impedido incluso que se lo sepultara en terreno consagrado. Esa prohibición desapareció en el Código de Derecho Canónico de 1983, pero el suicidio no deja de ser condenable en la doctrina católica. Aun así, Rojas fue enterrado suntuosamente y en presencia de numerosos dignatarios eclesiásticos.
Se arma un cuadro curioso. Los que más deberían creer, los pastores, a menudo parecen estar aparentando. Han ido asumiendo la mirada racionalista, relativista y psicologista que prevalece cada vez más entre los políticos, los periodistas y las personas educadas en general. Para esa visión, el infierno sería uno de esos mitos, felizmente superados, con los que la gente se asustaba en el pasado. Si hay personas que aún creen en él, se irán poniendo al día con el progreso. Las emociones colectivas y místicas -el fervor religioso y su pariente cercano, el ardor patriótico-, pueden tener su lugar, pero ese lugar es cada vez más el interior de una iglesia o las fondas de las Fiestas Patrias, no los espacios donde se trata sobre asuntos reales. Los programas de gobierno, por ejemplo, que se dividen a grandes rasgos en dos partes. Están los intereses materiales, hitos fijos: crecimiento, empleo, infraestructura, impuestos. Y está la temática social, en que innovaciones como el derecho al divorcio, al matrimonio homosexual o al aborto surgen, se discuten y luego se hacen inevitables por motivos de comodidad o esa fuerza misteriosa, el «progreso».
.
«Los que más deberían creer, los pastores, a menudo parecen estar aparentando. Han ido asumiendo la mirada racionalista, relativista y psicologista que prevalece cada vez más entre los políticos, los periodistas y las personas educadas en general. Para esa visión, el infierno sería uno de esos mitos, felizmente superados, con los que la gente se asustaba en el pasado».
.
Si se menciona la religión en esos programas, suele ser sólo para decir que no es motivo de discriminación. Sería un asunto privado, pero en realidad esas creencias subyacen a todo lo demás. Y la gente cree en muchas cosas: no sólo en el infierno, sino en «el mal de ojo» (el 61 por ciento, según la encuesta CEP), «la energía espiritual localizada en montañas, lagos, árboles o cristales» (54 por ciento) o «los poderes sobrenaturales de nuestros antepasados muertos» (51 por ciento). Es fácil ver por qué. En la antigüedad pagana, cada pueblo, río, cruce o profesión tenía su divinidad tutelar. A través de los milenios, el cristianismo y el racionalismo fueron reduciendo la cantidad de divinidades hasta llegar a un número peligrosamente cercano a cero. El mundo, antes repleto de vida y sentido, se convirtió en un mecanismo que marcha eternamente, sin propósito, en el vacío.
.
Algún día vendrá una nueva religión, más coherente que la mezcla de creencias actuales, a devolverle la vida al mundo. Por ahora, seguirá sorprendiendo la popularidad de personas que dan al menos la impresión de ver más allá del PIB y la Teletón, que no ceden ante cada moda, y que logran transmitir un aire levemente mesiánico o al menos parecen creer en su propia retórica: los Putin, los Trump, los Rimsky Rojas.
.
.
[1] Contardo, O. (2018), Rebaño, Planeta. En adelante, todas las citas refieren a las páginas de esta edición y serán citadas entre paréntesis.