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Sexo liberum, sexo clausum

Prostitución y liberación sexual.

María Blanco
Economista Fotografía portada: María José Pedraza Santiago, Chile. Á - N.2

Existe cierta analogía entre el debate acerca de la liberación de los mares y la liberación sexual: en ambos casos se trata de eliminar restricciones. La principal diferencia, sin embargo, es que mientras que, como bien decía el jurista holandés Grocio en el siglo XVII, los océanos no son de nadie y su uso comercial debiera ser ilimitado, en el caso de la prostitución, el cuerpo humano es de cada cual, tiene un dueño claro y su uso debería depender, exclusivamente, de su propietario. O propietaria. Porque hablar de prostitución no es hablar de estrictamente de lo que se hace con el cuerpo de hombres y mujeres. Es, más bien, hablar de sexo femenino. La precisión es importante.

 
 

A principios del siglo XVII Hugo Grocio publicaba su obra Mare Liberum, traducida al español como De la libertad de los mares. En ella defendía la libertad de cualquier navío para surcar cualquier océano. Algo más de un siglo antes, el Papa había otorgado a los reinos de Castilla y Portugal la propiedad de la mayor parte del mundo conocido. Para un protestante, la autoridad papal era problemática. Pero, además, existía un argumento inapelable de parte de Grocio que se refería al libre comercio y la riqueza derivada del mismo. Por su parte, los defensores de un mare clausum (mar cerrado) exponían los abusos a los que podría llevar la libertad como razón suficiente para imponer restricciones.

 

A pesar de que hay prostitución masculina desde tiempos inmemoriales, no hay más que leer a Antonio Escohotado para darse cuenta hasta qué punto la figura de la prostituta, y no del prostituto, ha sido relevante en la historia de Occidente y de la humanidad. Para él, el conocimiento que tenía la hetaira, la hieródula, era aceptado, envidiado y, por ello, denostado. Sin embargo, por contradictorio que parezca, al mismo tiempo era protegido por la ley desde el mismísimo código de Hammurabi, que defendía a las prostitutas del escándalo «con los mismos preceptos que amparan a las patricias casadas, aunque su estatuto social sea superior al de éstas». Para cualquier occidental no debería ser motivo de sorpresa, solamente hay que recordar el papel del sexo en las grandes cortes europeas del siglo XVIII y el rol, incluso político, de la cortesana (el rol de la cortesana es crucial desde el siglo XVI hasta el XVIII, aproximadamente, en especial durante el renacimiento italiano y en las cortes francesa e inglesa). El futuro de la mujer era tan limitado como el del hombre. Ellos iban a la guerra, mantenían el estatus y la reputación familiar y, si querían dedicarse a la ciencia tenían que tomar los hábitos eclesiásticos y renunciar al sexo y a todo lo demás. Ellas se casaban «bien», se iban al convento o, si tenían inquietudes intelectuales, talento y los contactos adecuados, se iban a la corte. Allí tenían privilegios como acceder a bibliotecas fantásticas, opinar en las discusiones políticas masculinas, organizar salones con los mejores científicos e intelectuales del mundo y ser consejeras en la sombra de los hombres más poderosos del reino. A cambio eran amantes del mejor partido posible: aquel noble que pudiera servirles de trampolín, lo menos desagradable posible, que tuviera buena reputación. En resumen, el que aportara más valor añadido. No era muy diferente de la suerte que corría la jovencita a quien los padres casaban para mejorar el patrimonio familiar, excepto porque las cortesanas cambiaban de cama y de señor y disfrutaban del placer intelectual. Los motivos por los que estaban mal vistas las cortesanas eran, en parte, debidos a los celos de algunas esposas de la aristocracia, en concreto, de aquellas que no tenían amantes a su vez, y a la moralidad asociada al sacramento del matrimonio en el mundo cristiano. Ninguna de las dos alternativas me gustaría para mí.

 

En la antigüedad se le confería mucha importancia al que las putas sagradas, y entre ellas Ishtar, conocieran el secreto de la sexualidad masculina y pudieran dominar a los hombres gracias a ello. ¿Cómo no iban a despertar la ira de las esposas y de la competencia, es decir, de aquellas instancias laicas o religiosas que también pretendían dominar la animalidad del hombre para someterlo? En la guerra, se mandaba a una prostituta «de calidad» que mantuviera entregado al fuego sexual el mayor tiempo posible al líder del ejército enemigo. La pasión desenfrenada lograría calmar la fiereza, determinación y coraje del guerrero a la hora de tomar decisiones el día de la batalla.

 
 

«En la antigüedad se le confería mucha importancia a que las putas sagradas, y entre ellas Ishtar, conocieran el secreto de la sexualidad masculina y pudieran dominar a los hombres gracias a ello. ¿Cómo no iban a despertar la ira de las esposas y de la competencia, es decir, de aquellas instancias laicas o religiosas que también pretendían dominar la animalidad del hombre para someterlo?»

 
 
 

Lo sucio y lo privado
 

Desde la distancia que proporciona este mínimo análisis antropológico, podemos jugar a plantearnos qué pasa con la animalidad de la mujer que se niega, o a nadie parece interesarle, o por qué no había sacerdotes dedicados a investigar los secretos de la sexualidad femenina en la Grecia clásica de las hieródulas, cuando sí se estudiaba cómo apaciguar la fiereza masculina mediante la prostitución. Ahí me rindo: no lo sé. Pero recordemos que estamos en ese momento de la historia en el que las batallas las ganaban cuerpo a cuerpo, o a caballo, los individuos más fuertes; que era necesario que las poblaciones crecieran para aumentar los ejércitos, y las mujeres eran las que engendraban y criaban a los nuevos guerreros. Un triste destino que hemos superado gracias a la libertad económica y al cambio de mentalidad que ha permitido desmontar prejuicios y ha facilitado que los roles sean, cada vez más, por elección y no por necesidad. Hoy seguimos siendo quienes engendramos, pero es un rol que eliges, y nuestros hijos también pueden decidir formar parte del ejército, o no.

 

Apenas estrenado el 2019, cada vez más cerca de completar el primer cuarto del siglo XXI, mencionar la historia de Ishtar y las hieródulas, o simplemente hablar abiertamente de la prostitución es un sacrilegio condenado por la izquierda y por la derecha.

 

Los principales argumentos de parte de los abogados del sexo clausum son los mismos de los que defendían los mare clausum: exponen los abusos a los que puede llevar la libertad como razón suficiente para imponer restricciones. En concreto, se refieren a los delitos asociados a la provisión de servicios sexuales con ánimo de lucro, como la droga, o la esclavización y compra venta de seres humanos. También apuntan a la cosificación de la mujer, que, dicen, es denigrante e inaceptable; el mal ejemplo para las futuras generaciones respecto a lo que las relaciones sexuales «sanas» deben ser también está en la lista de razones para renegar de la prostitución. De todo este arsenal de motivos, hay algunos que me interesa señalar especialmente.

 

Un sector de la población es partidario de prohibir la prostitución porque sus creencias religiosas la consideran inmoral. Es el caso de los cristianos, por ejemplo. Para ellos, el cuerpo es un santuario y el sexo, que tiene como objetivo la reproducción, debe reservarse hasta que la pareja haya sido bendecida por el sacramento del matrimonio. De todos los razonamientos que he escuchado, éste es el que me parece más comprensible porque remite a la fe, a la aceptación ciega de lo inexplicable, a la sumisión a normas establecidas por una autoridad que se asume divina.

 
 

«Los principales argumentos de parte de los abogados del sexo clausum son los mismos de los que defendían los mare clausum: exponen los abusos a los que puede llevar la libertad como razón suficiente para imponer restricciones. En concreto, se refieren a los delitos asociados a la provisión de servicios sexuales con ánimo de lucro, como la droga, o la esclavización y compra venta de seres humanos. También apuntan a la cosificación de la mujer, que, dicen, es denigrante e inaceptable»

 
 

¿Pero qué pasa con los no cristianos? ¿Debe haber una norma no religiosa que prohíba la venta de servicios sexuales? ¿Hasta qué punto está justificada la prohibición legal de la prostitución? Obviamente, y esto quiero dejarlo muy claro, todos los atentados contra la vida, la propiedad y el cumplimiento de los contratos deben ser perseguidos y condenados. Los asociados a la prostitución y a también aquellos relacionados con cualquier actividad: la política, la administración de la justicia, la construcción, la enseñanza o el bel canto. ¿Pero hay que prohibir la política o cerrar los tribunales porque son un foco de corrupción? ¿Hay que cerrar los bares de copas nocturnos porque es ahí donde muchos jóvenes se inician en las drogas prohibidas? ¿O se trata, más bien, de ir a la raíz del delito y acabar con él? La compraventa de personas, que muchas veces está asociada al narcotráfico, no va a disminuir mientras los carteles de la droga sigan lucrando gracias a la política de prohibición de los Estados. Esas políticas lavan las conciencias a los gobernantes y a los ciudadanos, pero mantienen el statu quo de los capos internacionales de la droga. Y el comercio con mujeres que son destinadas a la prostitución es parte de ese entramado terrible. Hay en todo este debate una hipocresía que, como la Medusa, tiene muchas cabezas. Una es la prepotencia occidental frente a esos países con altos índices de prostitución cuya raíz es la pobreza. Occidente prefiere poner el foco en el sexo que en las condiciones que aumentan la riqueza en cualquier territorio: libre empresa, libre mercado, libre iniciativa. En lugar de eso, alimentamos a los gobiernos corruptos y les cerramos las fronteras. Y, sobre todo, nos escandalizamos porque las niñas se venden a cualquiera en el malecón del puerto. Otro aspecto de esta doble cara de Occidente es la manera en que miramos a nuestros jóvenes y les decimos que no se droguen y les aseguramos que estamos haciendo lo posible para acabar con el narcotráfico. La droga es mala. Pero las que me receta mi médico, no. No quisiera entrar más en ese tema porque da para un artículo aparte.

 

La cosificación es uno de los argumentos menos sólidos y, sin embargo, más utilizados y que más han agarrado en el discurso popular. Cosificar desde el punto de vista sexual se define como «contemplar a una persona como un objeto sexual, separando su belleza o atractivo físico y sus atributos sexuales del resto de la personalidad, reduciendo esos atributos a meros instrumentos de placer». Dentro de esa definición estamos todos aquellos que alguna vez hemos disfrutado del sexo simplemente por el sexo. ¿Quién dice que el placer sexual implica necesariamente considerar en conjunto la personalidad de la persona con quien compartes cama? Eso dependerá de lo que cada cual necesite o reclame de su acompañante. Quien lo considere inmoral no está obligado a hacerlo, allá cada cual, pero no debería ser materia para legislar. Pero hay algo más. Las feministas de izquierda no consideran que si una mujer contrata los servicios sexuales de otra mujer se produce este fenómeno: la cosificación solamente se genera en un entorno de dominación llamada heteropatriarcal, es decir, si hay un hombre hétero por medio. No sé qué opinarán de los hombres que contratan los servicios de una «ama dominatrix» para ser sometidos y azotados. Y tampoco se habla de la cantidad de trastornos o rasgos de personalidad desviados que se alivian con determinadas prácticas sexuales. Es más, está demostrado lo beneficioso que es el sexo, a ser posible no en soledad, para la autoestima. ¿Por qué no pagar por ello?

 

La realidad es que, más allá de las cuestiones religiosas o morales, la prostitución se rechaza por ser un trabajo remunerado. Las mismas prácticas sexuales realizadas por caridad, por amor, por complacer, por ser popular, por compensar un complejo, o por cualquier otra razón que no sea el dinero, son aceptadas. En el momento en que el cliente deja el billete sobre la mesa, la cosa cambia. El juego sexual sólo repugna si es remunerado. Es cierto que la puta más necesitada probablemente acepta clientes repulsivos y no disfruta de lo que hace. No es el único servicio en el que se da esa circunstancia, los hombres que bajan a las cloacas de la ciudad a desatascarlas seguro que me entienden.

 

¿Qué pasa con el sexo? Pues que es privado y sucio. No se habla de trastornos sexuales como de una úlcera estomacal. Pertenece al ámbito de lo privado, para unos más o menos que para otros, dependiendo del entorno. Y eso no tiene que ser negativo o positivo, no implica condena sino privacidad. Otros animales no tienen reparo en cruzarse a la vista de todos. Tampoco se ocultan para hacer pis. La falta de normalidad a la hora de tratar temas sexuales, sin embargo, es adquirido, y de ahí creo que proviene la visión del sexo como algo impuro. No es más sucio o animal que el resto de las funciones fisiológicas de nuestro cuerpo. Lo es moralmente, psicológicamente. En el imaginario social lo es, aunque nos encanta. Por eso es mistificado o demonizado. Los genitales son sagrados o malditos. Hablar de sexo es una osadía o una obsesión. No tenemos un verbo «normal» para denominar al «acto sexual»: o elegimos un tecnicismo o caemos en la cursilería. Decir que una relación sexual es «hacer el amor» es la manera que hemos encontrado en Occidente para «blanquear» el sexo. El amor es amor, y puede ser platónico. El sexo es sexo, y puede ser sin amor. Con afecto, pero sin amor. ¿De qué depende? Es muy poco romántico, pero lo cierto es que estamos sometidos a las sustancias químicas que se descargan en nuestra corriente sanguínea y nos producen sentimientos y emociones. Ese es todo el misterio.

 
 

«Más allá de las cuestiones religiosas o morales, la prostitución se rechaza por ser un trabajo remunerado. Las mismas prácticas sexuales realizadas por caridad, por amor, por complacer, por ser popular, por compensar un complejo, o por cualquier otra razón que no sea el dinero, son aceptadas. En el momento en que el cliente deja el billete sobre la mesa, la cosa cambia»

 
 

Estamos en una sociedad en la que pagamos a una persona que nos ayude a mejorar la autoestima, pero no está bien pagar a otra por un servicio que tiene el mismo efecto. Nos ponemos en la piel de la puta y nos produce un asco enorme imaginar al cliente desagradable (normalmente te dicen «un gordo, viejo y baboso») abusando de la mujer, que carece de control y de capacidad de elegir. ¿Y si hay contratos que estipulan diferentes precios para diferentes servicios, masturbación manual o bucal, penetración, etcétera? ¿Y si hay derecho de admisión? ¿Y si hay un seguro médico? ¿Y si hay un servicio de seguridad? Estos supuestos no son ilusorios, es lo normal cuando se trata de una actividad voluntaria reconocida como tal, y no condenada a la economía sumergida. Reclamar la propiedad privada sobre su cuerpo, el respeto a su integridad física y su vida por terceros, también en el caso de la prostitución ofrece una perspectiva diferente. Y eso es lo que hay que legislar, no la moral. La capacidad y la libertad para elegir es lo que dignifica, desde mi punto de vista, a las personas. Tratemos de reducir aquellos factores que limitan esa capacidad: la educación y la riqueza son claves.

 

¿Qué hacemos con la moral? No se legisla. Se enseña con el ejemplo, se debate en casa, se buscan alternativas para evitar que sea una solución impuesta por las circunstancias, se afronta con respeto, sin mancharlo con hipocresía, y se deja libertad a quien no comparte nuestros valores morales.