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Memorias de una protofeminista

Martina Barros (1850-1944)

Elena Irarrázabal
Periodista UC, Subeditora de «Artes y Letras» de El Mercurio. Fotografía portada: María José Pedraza Santiago, Chile Á - N.2

En un Santiago casi colonial, la sobrina de Diego Barros Arana decidió en 1872 traducir The Subjection of Women, la obra de John Stuart Mill, y además se permitió la insolencia de reemplazar el término subjection por «esclavitud». La repudió casi toda la sociedad de Santiago, pero sobrevivió y pudo presenciar el momento en que las mujeres chilenas votaron por primera vez en las elecciones municipales de 1935. La voz de Martina —autora además, en la ancianidad, de un valioso libro de memorias— fue un potente gesto precursor, una señal pionera que no ha sido valorada en toda su amplitud.

 
 
Zurcir. Esa era una de las lecciones que impartía la británica Miss Whitelock, fundadora del colegio al que asistió Martina Barros cuando niña. Esta enseñanza fue considerada «indigna» por algunas familias aristocráticas que enviaban a sus hijas allí, las que presentaron su protesta a la escuela. La pequeña Martina no tuvo problemas en tomar el hilo y aguja para aprender a remendar. «Y por cierto que me ha servido, porque en una casa con un hombre pobre y con tantos niños ¡harto he zurcido en mi vida!», relata en sus vívidas memorias Recuerdos de mi vida.
 

Pero Martina Barros Borgoño fue componiendo y zurciendo ideas en su cabeza mientras asistía a la escuela de Miss Whitelock, «quien me infiltró la admiración por todo lo inglés». Su perfecto aprendizaje del idioma le posibilitó traducir al español, cuando tenía 22 años, la obra de John Stuart Mill  The Subjection of Women, en la que el filósofo y economista de origen escocés plantea que la falta de libertad y derechos de la mujer en relación al hombre constituye un modelo arcaico basado en prejuicios, que obstaculiza el progreso social.
 

El acercamiento a Mill  —y la traducción de su texto a sólo tres años de su publicación en Europa— no fue casual. En la formación de Martina Barros confluyen dos vertientes interesantes, que la convierten en una representante atípica de la elite social y económica santiaguina. Por un lado, la muerte de su padre la llevó a establecer un estrecho vínculo con su tío, el célebre historiador liberal Diego Barros Arana, quien la quiso como a una hija y se preocupó de sus lecturas y de su formación intelectual. Gracias a la proximidad de Barros Arana, Martina se encontró con figuras como Jean Gustave Courcelle-Seneuil, Rodulfo Phillipi, Ignacio Domeyko y Claudio Gay («el viejito Gay me entretenía mucho contándome sus excursiones por Arauco y las fiestas y costumbres de los indios»).
 

Por otra parte, el núcleo familiar de su novio y después marido, Augusto Orrego Luco, constituía un activo polo de tendencia liberal, progresista y laica. Los hermanos de Augusto brillaron en distintos ámbitos: Luis fue escritor y autor de Casa grande y Alberto un reputado pintor. Aunque tal vez Augusto fue el que más sobresalió como pionero de la neurosiquiatría en Chile ⸻fue estudioso del célebre neurólogo francés Charcot y tenía un retrato de él en su casa⸻, profesor de Enfermedades Nerviosas en la Universidad de Chile, diputado, ministro de Estado en dos ocasiones y activo redactor en distintas publicaciones periódicas.
 

Martina Barros señala en sus memorias que «la ilustración se la debo a mi tío Diego, que cuidó de ella mientras permanecí soltera, y de casada a mi marido que era un espíritu superior. Y alguna pequeña parte debo también a mi propia iniciativa». Pese a estas modestas afirmaciones, de sus memorias se desprende que era una mujer de iniciativa propia y que tenía un gran compañerismo intelectual con Orrego Luco. «Augusto y yo habíamos crecido leyendo a John Stuart Mill», escribe, agregando que juntos comentaban capítulos de la capital obra de Stuart Mill On Liberty (que profundiza en el valor de la libertad de expresión). Cuando Augusto Orrego Luco con su amigo Fanor Velasco fundaron la Revista de Santiago, Martina Barros decidió colaborar. «En mi deseo de contribuir en algo a esa empresa me dediqué a hacer traducciones. En esos días me prestó Guillermo Matta el libro de Stuart Mill The Subjection of Women, que me interesó vivamente. Estimulada por Augusto, me propuse traducirlo para publicarlo en la revista».
 

La escuela liberal inglesa de la que formaba parte John Stuart Mill fue inspiradora para la elite ilustrada de la que formaban parte Martina Barros y Augusto Orrego Luco, los que se sentían interpretados por el acento del pensador en la idea de la libertad, que Mill vincula con la autonomía del individuo, quien será libre en la medida en que pueda determinar su propia vida. Según el filósofo, hombres y mujeres deben ser libres de las acciones que consideren pertinentes siempre y cuando no impongan daño sobre otros, pero la mujer ha sido excluida de las ventajas de la libertad por el «despotismo de la costumbre».  Como señala Mill ya en el primer párrafo de su libro, «la subordinación legal de un sexo al otro es injusta en sí misma y es actualmente uno de los principales obstáculos para el progreso de la humanidad».  Para Mill, el aporte de una mujer que no está sometida enriquece el ámbito de la familia, el trabajo y la sociedad completa.
 

De acuerdo con la historiadora Ana María Stuven, «en su cruzada por la mujer Martina Barros apeló a la libertad como “…la única solución de ese problema social”.  Esa libertad debe ser la misma que tiene el hombre en el uso de sus facultades, enfatizando la posibilidad del cultivo intelectual, cuyos frutos serán complementarios a los del hombre porque la mujer posee facultades que “el hombre espontáneamente no posee”. De allí su defensa al acceso de la mujer a la educación superior».
 

La traducción apareció en la Revista de Santiago a través de varias entregas en 1872 y 1873, precedida de un vibrante prólogo firmado por Martina Barros Borgoño. Allí Martina parte señalando que el título de la traducción La esclavitud de la mujer podría tener «un alcance sedicioso», algo que ella descarta por el carácter «sereno y elevado» de Mill como pensador.
 
 

«La muerte de su padre la llevó a establecer un estrecho vínculo con su tío, el célebre historiador liberal Diego Barros Arana, quien la quiso como a una hija y se preocupó de sus lecturas y de su formación intelectual»

 
 
En el prólogo, la traductora habla del texto de Mill como un trabajo de «demolición y reconstrucción», que busca «darle a la mujer la misma libertad que tiene el hombre para emplear sus facultades en el sentido que mejor le cuadre, es decir, darle libertad de instrucción y libertad para hacer uso de sus conocimientos». Según Barros, «bajo cualquier punto de vista que se mire la educación de la mujer no puede sino ser considerada como un paso hacia la justicia y la civilización a que sólo se oponen espíritus estrechos y mezquinos».  Barros pone énfasis en la importancia de que la mujer obtenga sus «derechos sociales», más que los políticos.
 

El título escogido por Martina Barros para su traducción —La esclavitud de la mujer— es uno de los aspectos que ha generado más interpretaciones. A algunas académicas, como Alejandra Castillo, les llama la atención que Martina Barros haya elegido la palabra esclavitud para traducir el término más suave de subjection (sumisión). Para Castillo, constituye un «gesto feminista que marca un punto de partida».  El mismo término usaría más tarde en su traducción, en 1879, la reconocida escritora española Emilia Pardo Bazán, pionera del feminismo español y a quien Martina Barros conoció en un posterior viaje a Europa.
 
 

En el prólogo, la traductora habla del texto de Mill como un trabajo de «demolición y reconstrucción», que busca «darle a la mujer la misma libertad que tiene el hombre para emplear sus facultades en el sentido que mejor le cuadre, es decir, darle libertad de instrucción y libertad para hacer uso de sus conocimientos»

 
 
Como la misma Martina relató en una interesante entrevista que concedió en su casa de calle Catedral al final de su vida (publicada en la revista Zig-Zag el 12 de mayo de 1935), la experiencia de publicar este prólogo y traducción fue muy dura, más aun considerando su corta edad de entonces. Recibió las felicitaciones de algunos representantes del liberalismo, como Vicuña Mackenna, y de Miguel Luis Amunátegui («ambas cartas las conservo con no pequeño orgullo»). Pero fueron sólo unas gotas que endulzaron el amargo repudio generalizado, en especial del universo femenino de la clase alta. «Muchas señoras me miraban con espanto por las ideas de independencia que manifesté en el prólogo de esa traducción y las niñas, mis compañeras, se alejaban de mí acaso porque yo les parecía peligrosa. Más tarde, cuando me ocupé del voto femenino, también oí muchas protestas indignadas».
 

El corolario de este episodio es la frase que estampa en sus memorias sobre su estado de ánimo luego de la traducción: «No nací para luchadora». Martina Barros no volvió a publicar nuevas traducciones o prólogos de textos «rebeldes», pero sí perseveró a través de toda su vida reiterando la crucial importancia de que la mujer reciba una buena educación y pueda ejercer su derecho a voto. En este sentido, a juicio de Ana María Stuven, Martina Barros «fue feminista, en el marco del respeto a las tradiciones y requisitos sociales de su época, aunque con mayor conciencia de que la mujer vivía un período de transición hacia el ejercicio y necesario reconocimiento de sus capacidades».
 
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El factor tertulia

 

Pieza clave en la difusión de los planteamientos de Barros sobre la mujer fue su activa vida social.  «Siempre he considerado que el día es para los demás y la noche es mía, por eso la destinaba para darme gusto».  Las horas tras el atardecer constituían para Martina Barros, madre de cinco hijos, un tiempo precioso para leer y también ocasión para la «charla nocturna tan de mi agrado».  De este modo Martina se fue tornando en una figura importante de la tertulia intelectual santiaguina.  Ella y su marido organizaban reuniones en casa, aunque las del Orrego Luco solían ser más políticas y más temprano (el médico debía madrugar al otro día) y las de su mujer más literarias y nocturnas.
 

La propia Martina cuenta que en su vida tuvo la ocasión de departir «con todos los presidentes de Chile, desde Manuel Montt a Arturo Alessandri». Fue también amiga de los exiliados argentinos Sarmiento y Mitre, y del ex presidente peruano Manuel Pardo. Los Matta, los Gallo, los Amunátegui y los Blest Gana eran habituales en su hogar. También figuras como Domingo Santa María, Ramón Sotomayor, el artista Pedro Lira, Enrique Mac Iver, Joaquín Walker Martínez, José Victorino Lastarria, Ramón Corbalán, Jenaro Prieto, Ricardo Latcham, Gonzalo Bulnes, José Tomás Urmeneta, Fernando Lazcano, Juan Enrique Tocornal y Carlos Morla.
 

Uno de los momentos interesantes de Recuerdos de mi vida son las descripciones de los temas, autores y acontecimientos políticos que se comentaban en estas tertulias. La presencia masculina allí era mayoritaria, aunque había mujeres como la escritora Inés Echeverría «aparecía como un meteoro» y la hermosa Laura Cazotte (mujer de Carlos Antúnez), que Barros describe como una de las anfitrionas más brillantes de la ciudad.  Prácticamente todos eran miembros de la elite económica y cultural, aunque Barros se refiere varias veces en sus memorias a lo ajustado de su diario vivir. «Nunca Augusto y yo hemos sido ricos, la familia vivía exclusivamente del trabajo de Augusto».
 

Estas tertulias y la asistencia a conferencias e instituciones culturales, como la naciente Academia de Letras de la Universidad Católica, fue el vehículo en que Martina Barros canalizó su creciente preocupación por el derecho a sufragio, un debate que se había instalado en Europa en la segunda mitad del siglo XIX, pero que en Chile resultaba bastante audaz.  Un momento crucial en esta cruzada lo constituyó la conferencia titulada «El voto femenino» que pronunció Martina en 1917 en el Club de Señoras (fundado por su admirada amiga Delia Matte de Izquierdo) cuando apuntó al derecho a sufragio «como único medio de hacernos oír y llegar a obtener hechos y no sólo palabras».
 

En la ocasión manifestó su amargura por el hecho de que en la ley electoral chilena de 1884 se hubiese negado en forma expresa el voto de las mujeres, poniendo a la mujer «en la honrosa compañía de los dementes, sirvientes domésticos, de los procesados por crimen o delito que merezca pena aflictiva y los condenados por quiebra fraudulenta». Para luego agregar: «¿Qué preparación es ésta que tiene el más humilde de los hombres, con el solo hecho de serlo, y que nosotras no podemos alcanzar?». Según alegó Barros en la alocución, «a la mujer le reconocen las aptitudes necesarias para elegir un esposo que va a representarla y dirigirla durante su vida entera y le niegan esas mismas aptitudes para una elección harto menos grave y trascendental».
 
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Como una reina

 

En su charla del Club de Mujeres también se refiere a la objeción al voto femenino que habían presentado las corrientes liberales. Como ha expuesto la investigadora Erika Maza, el retraso en aprobar el proyecto de ley de sufragio tuvo que ver con los partidos anticlericales, que temían que el voto femenino se volcara masivamente hacia las fuerzas conservadoras. «Haría bien poco al espíritu liberal de este país que primara un interés mezquino y transitorio, sobre una exigencia de justicia reconocida», responde Martina Barros a ese planteamiento, negando además las predicciones de que la mujer iba a abandonar el hogar si recibía el derecho a voto. «Abrigo la firme convicción de que la mujer que, hasta aquí, sólo fue educada para el amor, sabrá ser una gran política, como ha probado ser grande en las monarquías donde le ha tocado en suerte gobernar, sin descuidar, por cierto, sus deberes de madre y prestigiándose en esta forma ante sus propios hijos».
 

A medida que se iba acercando a la muerte, Martina Barros recuperó la fe que había perdido en un entorno descreído y en las memorias que escribe en su vejez no deja de ponderar el importante rol de la mujer en la familia y en el hogar. La completa igualdad entre los sexos no estaba en su horizonte. Incluso en su conferencia sobre el voto femenino, señala reconocer «el hecho de que el hombre es superior a la mujer, no sólo en fuerza física, sino también en poder intelectual», aunque agrega que la mujer «nunca ha sido superada en el arte de gobernar. Ya sea en la humilde tarea del gobierno de la casa y de la familia o en los elevados y más complicados deberes del gobierno de un Estado, la mujer en todos los tiempos, ha llegado a igual altura que el más grande de los hombres».
 

Hay que señalar que Barros muestra una romántica predilección por la historia de las reinas, en quienes reconocía la demostración de las capacidades de para «el buen gobierno». Para ello cita a Cleopatra, Isabel La Católica, María Teresa de Austria y la reina Victoria de Inglaterra. Y en sus Recuerdos de una vida rememora su encuentro con las reinas Cristina y Victoria Eugenia de España, al que acudió «emocionada y titubeante».
 

En sus memorias Martina Barros enumera los variopintos progresos de Chile en relación a la situación que existía en su infancia. En un par de páginas recorre los avances materiales y sociales, recordando, por ejemplo, que «en mi primera edad se hacía el viaje a Valparaíso en dos días y en diligencias, hoy se hace en tres horas en tren o en automóvil por espléndidos caminos».  Evoca que «la única luz que conocí en mis primeros años fue la de las velas y lámparas de aceite, y como única calefacción el carbón de espino en los braseros o la leña y el carbón de piedra en las chimeneas, que eran muy contadas. Hoy tenemos luz eléctrica y calefacción central (…) He podido gozar del teléfono y la radio».
 
 

«La completa igualdad entre los sexos no estaba en su horizonte. Incluso, en su conferencia sobre el voto femenino, señala reconocer “el hecho de que el hombre es superior a la mujer, no sólo en fuerza física, sino también en poder intelectual”, aunque agrega que la mujer “nunca ha sido superada en el arte de gobernar”»

 
 
Sin embargo, el cambio más trascendental lo percibe tal vez con excesivo optimismo en las transformaciones que ha experimentado la vida de la mujer. «En cuanto al progreso moral, ninguno tan enorme como la transformación de la vida de la mujer. De la sujeción absoluta a la voluntad paterna pasaba a la del marido, más dulce a veces, sin duda alguna, pero que generalmente no era de elección personal y se aceptaba en completa ignorancia de sus deberes. Hoy trabaja la mujer desde niña cuando lo necesita, cualquiera sea su condición social, lo que le da la independencia moral y económica y desarrolla su personalidad», señala en uno de los últimos párrafos de Recuerdos de mi vida.
 

Ana María Stuven, Alejandra Castillo, Erika Maza y Javiera Errázuriz son algunas de las historiadoras o académicas que han estudiado aristas de la figura precursora de Martina Barros, aunque aún queda mucho campo por investigar (sus memorias son una mina de oro). Estudios que también esperan otras mujeres de esa época, de tendencia laica y liberal, como Maipina de la Barra e Isabel Espejo, cuyas interesantes y breves memorias de vida esta última murió en el parto de su primer hijo acaban de ser publicadas por Ediciones de los Diez.
 

Martina Barros no fue una feminista beligerante o revolucionaria, en especial «en la tarde de la vida», como lo muestra la pluma bondadosa aunque chispeante de sus memorias.  Pero el suyo fue un gesto precursor y pionero en las reivindicaciones de la mujer en Chile. Su arrojo, lucidez y espíritu abierto y reflexivo resultan especialmente significativos en la perspectiva de su época y su entorno social. La traductora de Mill pudo sobrevivir con elegancia al amargo repudio social que vivió tras su gesta y nada pudo empañar su temperamento perseverante y su confianza en un mejor porvenir de la mujer.
 
 
 
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