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La muerte lenta del patriarcado

Replacing Misandry, de Young y Nathanson

Carmen Gloria López
Periodista y escritora, autora de "Fugitiva" y "La venganza de las cautivas". Á - N.2

 

Con el fin de combatir la misandria, los académicos que proyectaron este libro revisan -sin demasiadas detenciones- los últimos doce mil años de existencia de la raza humana. Desde el punto de vista del hombre y las funciones sociales de su cuerpo, intentan ajustar para él un lugar en el difícil terreno de la igualdad de los géneros.

 

 

La irrupción de las mujeres en el mercado laboral, universitario y cultural parece ser el fenómeno de la era. En Canadá y Estados Unidos ya ocupan el cincuenta por ciento de la fuerza laboral, obtienen el sesenta por ciento de los grados universitarios y ya son las jefas del cuarenta por ciento de los hogares en Estados Unidos. Esta es una gran noticia para una sociedad que busca mayor igualdad de género e inclusión, pero ha levantado una ola de preocupación en ciertos círculos por el daño que puede estar haciendo a los hombres y su identidad.

 

Ahí se estacionan Katherine Young y Paul Nathanson, dos académicos canadienses, autores de Replacing Misandry: A Revolutionary History of Men (Reemplazando la misandria: una historia revolucionaria de los hombres) quienes acusan al feminismo ideológico de haber impuesto la misandria, definida por ellos mismos como «la enseñanza del rechazo y el odio hacia el hombre» («hombre» en todo este artículo se referirá sólo al género masculino). Por supuesto, estos autores han sido víctimas de protestas en sus presentaciones en campus universitarios. Se pueden ver en Youtube dando una conferencia en un auditorio que cada tanto queda a oscuras y donde sus palabras son interrumpidas por gritos. Quienes se quejan son en general mujeres jóvenes que no han leído sus libros, según ellas mismas declaran. Si lo hubieran hecho, los dejarían hablar, porque a mi parecer la historia que cuentan Nathanson y Young no es muy distinta a la que relata Simone de Beauvoir o Mary Beard.

 

Para empezar, esta historia confirma que la mayor parte de nuestras diferencias han sido impuestas culturalmente y va más allá. El texto, que se presenta como una respuesta al feminismo ideológico y propone reemplazar la misandria por una verdadera igualdad de género – que es lo que buscan las feminista- , tiene en sí mismo una mirada bastante despectiva del hombre pues de alguna manera insinúa que nuestro avance como especie conlleva la obsolescencia de lo masculino.

 

Me explico.

 

Los autores de esta historia, que autodenominan revolucionaria – como si pudiera llamarse revolucionaria a una revisión histórica desde el punto de vista masculino ¿no es lo que hemos leído siempre?-  parten de la tesis que cada género necesita una identidad colectiva distintiva, necesaria y valorada públicamente para la salud mental de nuestra sociedad. Las mujeres, según Young y Nathanson tendríamos esto resuelto por el solo hecho de poder ser madres. Vicisitudes, abusos, maltratos más o menos, habría algo distintivo y valorado por todos: poder parir. Los hombres, en cambio, habrían ido perdiendo sus fuentes de identidad de género -proveedores, protectores, progenitores- con cada revolución tecnológica.

 

«Los autores parten de la tesis que cada género necesita una identidad colectiva distintiva, necesaria y valorada públicamente para la salud mental de nuestra sociedad. Las mujeres, según Young y Nathanson tendríamos esto resuelto por el solo hecho de poder ser madres. Vicisitudes, abusos, maltratos más o menos, habría algo distintivo y valorado por todos: poder parir. Los hombres, en cambio, habrían ido perdiendo sus fuentes de identidad de género -proveedores, protectores, progenitores- con cada revolución tecnológica».

 

Desde esa mirada los escritores recorren doce mil años de historia observando cómo ha variado la percepción cultural del cuerpo masculino, sus funciones y su identidad colectiva de género desde la revolución neolítica hasta la reproductiva.

Capitalismo cavernícola

 

En la sociedad paleolítica, gracias a la mayor fuerza de su tren superior, el hombre fue el gran proveedor de proteínas: «Era una labor demandante no sólo físicamente sino también a nivel mental: requería aprender habilidades, organizar expediciones y cooperar con los otros para el bien común. Esto le daba a los hombres una identidad colectiva saludable», dice la académica. En aquellos tiempos de aparente paz  -con espacio y recursos suficientes para todos- el género masculino y femenino se habrían equilibrado de manera bastante brutal: «Los predadores a menudo mataban a los hombres y el parto a las mujeres. Este complemento hacía posible la igualdad que probablemente caracterizaba a las sociedades paleolíticas».

 

La necesidad de cuidar nuestra primera acumulación de bienes es, según estos autores, el origen de la segregación y polarización de género hace más de diez mil años. En el neolítico, conseguimos como especie domesticar algunos animales y plantas y, por lo tanto, pudimos acumular recursos. Entonces, apareció lo que hoy llamaríamos delincuencia, o sea, los que no tenían nada, menos, o no querían dedicarse a trabajar la tierra robaban y, por lo tanto, se hizo necesario defender lo propio. Podríamos llamar a esta etapa: los cavernícolas inicios del capitalismo.

 

Surgió la necesidad de guerreros y, como no es fácil encontrar voluntarios dispuestos a dar la vida por cosas o por otros, la sociedad habría creado incentivos culturales para lograr que los hombres quisieran morir por los suyos. Todos se beneficiaron de este mecanismo cultural, por lo que las mismas mujeres lo fomentaban, celebraban y premiaban. Ellas mismas cultivaban en los hombres la resistencia al dolor, la agresión, la capacidad de matar bestias u otros hombres por el bien propio y el bien común. Más aún, morir por otros de manera dolorosa y cruel llegaría a ser la máxima muestra de hombría. «Así como los niños del Paleolítico desarrollaron y tuvieron que ritualmente demostrar su coraje para matar animales y así convertirse en hombres, los niños del Neolítico tuvieron que desarrollar y ritualmente demostrar el coraje para matar a otros humanos y así convertirse en hombres».[1]

 

De aquí en adelante, donde las feministas ideológicas -diferencia bastante arbitraria que hacen los autores entre ideológicas e igualitarias- ven un mandato genético y hormonal de los hombres a tener el poder o ser agresivos, Nathanson y Young ven a seres temerosos del poder de sus madres y mujeres, empujados por ellas a matar, y que se sienten amenazados por el poder femenino de dar vida: «Los hombres tratan de compensar su vulnerabilidad de diferentes maneras. Se dicen a sí mismos que el semen es necesario para el feto en crecimiento. Insisten en sus símbolos de superioridad sobre las mujeres. Las hacen caminar tras ellos, comer después, bajar la mirada en su presencia y las dejan salir solo acompañadas de uno de ellos». [2]

 

Las revoluciones neolíticas y agrícola ¾y sobre todo el nacimiento de las ciudades¾ crean un enorme estrés social: marginan el cuerpo del hombre como fuente de identidad. Los hombres, entonces, recurren a la cultura para asegurar espacios propios y característicos (distinctive) o «fuentes sanas de identidad de género» como las llaman los autores. En las elites, se excluye a las mujeres de la educación, y así los hombres aseguran su acceso exclusivo a los nacientes oficios de las primeras urbes. Los hombres buscan nuevas virtudes que los ordenen e identifiquen socialmente: la fuerza física es reemplazada por las virtudes cívicas. Un hombre que se preciara de tal debía ser tolerante, moderado, benevolente, justo y misericordioso. Empieza a ser parte de la identidad masculina el reprimir las emociones: el estoicismo.

 

El culto a la fuerza no desaparece, sino que muta en un nuevo territorio: el deporte, los héroes deportivos y todo lo que rodeaba estos comportamientos: los baños, los masajes, el retiro del competidor.

 

Durante la revolución agrícola, la mayoría de la población aún vivía en zonas rurales por lo que estos cambios afectaron solo a una elite urbana hasta que llegó la Revolución Industrial que dejó obsoleta la masa muscular como base de identidad colectiva de los hombres. Aquellos que usaban la fuerza de sus cuerpos eran ahora los últimos en la fila del naciente capitalismo. Se termina con la relación directa entre tener cuerpo de hombre y la masculinidad valorada por la sociedad. Ellos lo saben y, tal vez por eso, crean en el siglo XIX leyes que excluyen a mujeres y niños de los pesados trabajos que impone la naciente economía industrial. Así se aseguran un nuevo rol exclusivo, la posibilidad de una nueva identidad colectiva: la de proveedor. Las mujeres que diez mil años antes habían sido admiradas y temidas por ser las únicas capaces de parir y cosechar con éxito, ahora son admiradas como símbolos de generación de buenos ciudadanos: profesoras, madres, misioneras, pero no se les da derecho a voto ni a acceder a las profesiones de poder, ni a la acumulación de riquezas.

 

Hasta aquí, el libro de Nathanson y Young mira con especial compasión -a diferencia de muchos textos feministas- cómo el hombre ha manejado la estructura social sólo para defender una fuente de identidad de género colectiva. En los hechos, reconocen que durante al menos cinco mil años los hombres se aseguraron a través de imposiciones culturales todas las posiciones de poder e influencia. «Las distinciones de género ahora se basaban en la exclusión arbitraria de las mujeres y no en las incapacidades inherentes al cuerpo femenino», dicen los autores de este libro que se declara antifeminista.

 

La Revolución Industrial tiene, según el libro, consecuencias devastadoras para el hombre, entre ellas, una que me hace mucho sentido: los aleja de sus casas y sus familias, por lo tanto de la crianza de los hijos. El lugar de trabajo ya no está en el patio de atrás, en la granja: es una fábrica, una mina que está lejos, los niños ya no crecen al lado de sus padres acompañándolos en las tareas diarias. Y ahora las máquinas han superado la fuerza de sus cuerpos.

 

Para Young, la Gran Depresión de principios del siglo XX es uno de los golpes más bajos atestados contra la hombría. Los machos vuelven al hogar con la cola entre las piernas, despojados de lo que, según ella, era lo único que les quedaba: ser proveedores. «Los hombres se quedaron sin trabajos y sin reclamos simbólicos de masculinidad», dice Young en una entrevista. ¿Por qué? ¿Por qué no lucharon por menos horas de trabajo para compartir la crianza?

La familia Simpson

 

Al acercarse a lo que los autores llaman la revolución reproductiva de fines del siglo XX (en el capítulo cuyo nada sugerente título es «De padre a donante de esperma»), el libro pierde espesor académico y roza ciertas caricaturas. Escenas de Los Simpsons, de Modern Family y de Casado con hijos son usadas para ejemplificar la denostación que vive el rol paterno. Se refieren a la representación del hombre como torpe e inútil en la crianza de los hijos (pasando eso sí por alto los personajes femeninos de las mismas series de TV y que sufren de lo mismo). Este ataque a lo único que iría quedando como fuente de identidad masculina, la paternidad, estaría reflejado no sólo en Homero Simpson, sino también en la exclusión del hombre en las discusiones sobre el aborto, la prohibición de buscar a los donantes en el caso de hijos engendrados en bancos de esperma, la promoción mediática de la crianza por dos madres, el discurso del feminismo ideológico de la irrelevancia del padre e incluso el creciente apoyo estatal a las madres solteras.

 

«La única contribución que le queda a los hombres es la paternidad. Si los niños y los jóvenes no creen ser capaces de eso -no creen que la paternidad permanece como algo distintivo, necesario y valorado públicamente- entonces ellos no pueden desarrollar una sana identidad colectiva. En ese caso, podemos esperar que se rindan de distintas maneras: abandonándose al hedonismo con la esperanza de obtener al menos un placer efímero y así bloqueando ese dolor interno, abandonándose a la desesperanza dejando el colegio o cometiendo suicidio o abandonando la sociedad al comprometerse en comportamientos antisociales», aseguran los investigadores.

 

En esta misma línea, Camille Paglia[3] en uno de los Debates Munk sobre género, llamado ¿Están los hombres obsoletos?, afirmó: «Cuando una cultura educada constantemente denigra la masculinidad y la hombría, entonces las mujeres nos quedaremos para siempre con sólo niños, niños sin incentivo para madurar ni honrar sus compromisos».

 

Nada dicen los autores en su mirada sobre el discurso mediático sobre la baja presencia y diversidad de personajes femeninos en las noticias o el cine (en las 900 películas más vistas de Hollywood, de cada diez personajes que hablan solo tres son mujeres; un cuarto de las actrices aparece con ropa sugerente o semidesnuda en comparación a solo un cinco por ciento de los actores hombres),[4] ni sobre los estereotipos presentes de manera masiva en la publicidad, el cine, la televisión y la música sobre el rol de la mujer en la sociedad: bella, servicial, sexy y sumisa.

 

Creo que es muy temprano para llorar por ellos. Menos aún por los machos alfa quienes pasan incólumes por este proceso, poseen el 99 por ciento de las riquezas del planeta, lideran ejércitos y países y ocupan la mayoría de las sillas de los parlamentos. Esta es una crisis de identidad que afecta principalmente a hombres de clase trabajadora y sería, según Camille Paglia, su masculinidad la que se ve denostada por una elite progresista feminista que los ningunea y por una economía globalizada y tecnológica que los deja cesantes.

 

Les reconozco a Nathanson y Young un punto importante: la inhabilidad de la sociedad actual de sostener una identidad colectiva masculina sana en los niños de hoy. Pero eso no es culpa del feminismo, muy por el contrario es culpa del machismo o de nuestro orden patriarcal que sigue sosteniendo -a pesar de todas las revoluciones tecnológicas descritas en este mismo libro- patrones de educación similares al Neolítico: promoción de la fuerza física como un valor, evasión de las emociones, miedo a demostrar vulnerabilidad, rechazo al espacio doméstico, necesidad de dominar a la mujer, hombría basada en la acumulación de recursos y la defensa de ellos.

 

También concuerdo con la necesidad expresada por los autores de avanzar hacia la igualdad en todas las áreas, por eso me declaro feminista, incluyendo la custodia en caso de divorcio, la mantención económica de los hijos, los post natales para ambos, la lucha por instalar dentro de los prototipos culturales positivos a los hombres que deseen dedicarse a la crianza de sus hijos de manera exclusiva y el reclutamiento militar voluntario u obligatorio para ambos sexos. Creo que este es un cambio cultural que sí empujan los movimientos feministas, pues en su mayoría buscan la igualdad de género. Cada etiqueta que se saca al hecho de «ser mujer» es una que se libera en «ser hombre». Pero esa lucha final, la búsqueda de una identidad colectiva de género masculino sana y valiosa, deben protagonizarla los hombres, asumir su crisis y reinventarse.

 

Esta visión del hombre como una especie de víctima constante de todas sus circunstancias, un ser de alta vulnerabilidad si no está en posiciones de poder exclusivo es lo que más me molestó de este libro. Sé que hago un resumen simplista, no hay otra manera, pero hay en este libro una especie de amenaza solapada: o nos dejan un territorio propio, único y poderoso o abandonaremos a nuestros hijos, crearemos pandillas y destruiremos todo, porque es mejor eso a ser invisibles. Me niego a creer que sean esas las posibilidades de la nueva masculinidad.

Yo espero mucho más de los hombres que eso y veo en ellos fuentes de identidad colectiva que aún no han conquistado. Así como inventaron e impusieron mecanismos culturales para asegurarse espacios de exclusividad y poder durante miles de años, así se adaptarán a estas nuevas revoluciones.

 

Me inclino a pensar como Caitlin Moran[5] quien cree que nos movemos hacia identidades de género más fluidas y cooperativas y que al desmoronarse los estereotipos de lo que es femenino y lo que es masculino, todos ganaremos mayores libertades de definición individual.

 

«La visión del hombre como una especie de víctima constante de todas sus circunstancias, un ser de alta vulnerabilidad si no está en posiciones de poder exclusivo, es lo que más me molestó de este libro. Sé que hago un resumen simplista, no hay otra manera, pero hay en este libro una especie de amenaza solapada: o nos dejan un territorio propio, único y poderoso o abandonaremos a nuestros hijos, crearemos pandillas y destruiremos todo, porque es mejor eso a ser invisibles. Me niego a creer que sean esas las posibilidades de la nueva masculinidad».

 

Para terminar, debo mencionar algo que pasan por alto Nathanson y Young y varios debates sobre la supuesta irrelevancia masculina: el sexo. Capaz de provocar guerras y poderosas alianzas, esta necesidad física, carnal, instintiva de que existamos hombres y mujeres para poder tener sexo y obtener con ello placer y conexión ¿O alguien cree que esa fuerza ha desaparecido? ¿Nada de eso es parte de nuestra identidad de género?

 

El avance de las mujeres en todos los territorios es indiscutible y en cargos y trabajos finitos, esto ocurre necesariamente en desmedro de los hombres que tenían todos los espacios disponibles para ellos. Pero aquí no estamos hablando solo de gerentes, las clases trabajadoras serán las más dañadas por la revolución tecnológica-digital-robótica que ya se inició. Viene una época donde ya no se necesitan piernas ni brazos, solo cerebros. Si cada avance de este tipo ha ido cercenando la masculinidad o de lo que creemos que se trata, es hora que los hombres busquen más allá del trabajo y la guerra para encontrar su identidad de género. El espacio doméstico es una gran oportunidad, no para reemplazar a la mujer sino para complementar la crianza y la vida en pareja. Si le damos valor a esa presencia y a esa libertad tendremos tal vez más creadores, más artistas y de seguro mejores padres y mejores amantes.

 

Los hombres no están obsoletos, todos los necesitamos, sobre todo nosotras y nuestros cuerpos. Esto sólo es el inicio del fin del patriarcado: ábranle paso.

[1] Nathanson, P., & Young, K. K. (2015). Replacing misandry: A revolutionary history of men. McGill-Queen’s Press-MQUP. Kindle Locations 294-296.

 

[2] Nathanson, P., & Young, K. K. (2015). Replacing misandry: A revolutionary history of men. McGill-Queen’s Press-MQUP. (Kindle Locations 402-404)

 

[3] Camille Paglia​ es una crítica social, escritora y profesora estadounidense. Es profesora de humanidades y de estudios sobre medios de comunicación en la Universidad de las Artes en Filadelfia.

 

[4] New York Film Academy (https://www.nyfa.edu/film-school-blog/gender-inequality-in-film-infographic-updated-in-2018/).

 

[5] Escritora y periodista británica que también participó en el Debate Munk sobre Género ¿Están los hombres obsoletos? del año 2015.