La incorrección política, el machismo y la rusticidad en el trato le han pasado la cuenta al legado de Sergiu Celibidache. Su absoluto desprecio a la mayoría de los músicos de su época, incluyendo a Karajan («el director Coca-Cola»), Karl Böhm («un saco de papas»), Jessye Norman («no sabe qué canta»), Abbado («una tortura rítmica»), Anne-Sophie Mutter («una gallina cacareando»), Toscanini («un ignorante»), Scherchen («el peor director de la historia»), la Filarmónica de Berlín («se han olvidado de hacer música»), logra que su inmensa estatura intelectual, espiritual y musical pase por excentricidad o charlatanería pseudo mística.
Sumémosle a esto que Celibidache no grababa discos ¾decía que oír discos es como irse a la cama con una foto de Brigitte Bardot¾ y entonces queda la sensación de que hay más ruido que nueces con respecto a la figura del maestro rumano.
Nada más alejado de la realidad. Celibidache se formó en su país natal y en el exigente medio alemán. A sus estudios musicales sumó los de la fenomenología de Husserl, las matemáticas y física, las teorías de Ansermet y el budismo zen. Si se pudiera simplificar su postura ante la música ésta sería: no hay intérprete, la música tiene una propia lógica algorítmica que se relaciona de algún modo con la resonancia universal de la cual el hombre forma parte. La música es lo que puede suceder cuando suena o vibra algo y existe en un tiempo y espacio determinado: en consecuencia, no se puede envasar. Por otra parte, el director sólo hace que las cosas sucedan, de modo que no existe lo pasional, lo subjetivo, lo emotivo en los términos afectivos tradicionales, sino la tensión, la intensidad, el epifenómeno que surge de las variables materiales del sonido. Oír una obra dirigida por Celibidache debería ser el equivalente a oír la estructura interna de la misma fundida con su medio acústico concreto de la mejor forma posible.
Por ejemplo, si hay que crear tensión, Celibidache es capaz de generar arcos monumentales que requieren tiempo para disolverse en una acústica determinada. Eso explica en parte sus tiempos amplios. Lo anterior es, al menos, interesante, pero en contra de estos preceptos tendremos que la belleza del sonido no siempre estará presente. En efecto, para el maestro rumano, lo importante es la verdad, no la belleza, que es solo un camino para la verdad. Esto hace que, a veces, el análisis prevalezca por sobre el timbre o la belleza del fraseo. La orquesta de Celibidache es en ocasiones algo plomiza, plana y mortuoria. También en contra tenemos el hecho de que no es lo mismo oír un disco que un concierto en vivo (ya saben, como con la Bardot). Sin duda, en vivo, estas extensiones ¾oigan el Bolero de Ravel, el Scheherazade de Rimsky, la Octava o Novena de Bruckner¾ han de haber sido un espectáculo. En disco quizá sintamos el impulso de levantarnos del sillón para hacer otra cosa. La advertencia está hecha.
«Si se pudiera simplificar la postura de Celibidache ante la música ésta sería: no hay intérprete, la música tiene una propia lógica algorítmica que se relaciona de algún modo con la resonancia universal de la cual el hombre forma parte. La música es lo que puede suceder cuando suena o vibra algo y existe en un tiempo y espacio determinado: en consecuencia, no se puede envasar».
La Warner ha vuelto a editar a precio medio parte del legado oficial de Celibidache en Munich, anteriormente publicado por EMI en un par de ocasiones. Para más Celibidache en Munich hay que recurrir a videos Sony/EuroArts o al mismo sello de la orquesta ¾y todavía a la espera de sus monumentales Sibelius que circulan clandestinamente¾. La mayoría de las tomas sonoras son espléndidas, muy vivas y presentes. Están registradas, como es de esperar, desde el vivo y autorizadas por el hijo de Celibidache, en parte para impedir que la piratería haga su agosto y en parte para contribuir con las obras sociales que patrocinaba el maestro rumano. Cuando estos discos aparecieron la primera vez, eran publicados uno por uno a precio duro y algunos de ellos fueron reales acontecimientos, premios incluidos. Después se editaron en cajas pequeñas agrupadas por repertorio. En aquella reedición ya se olvidaron del impresionante Romeo y Julieta de Tchaikovsky. En esta nueva edición han agregado una grabación con la Filarmónica de Berlín de 1948: La Primera Sinfonía de Prokofiev, de un vitalismo impresionante y que sirve para contrastar los modos posteriores del maestro, de grandes y meditados espacios sonoros perceptibles en los discos grabados entre 1979 y 1996.
De los 49 discos hay lecturas que pueden llegar a lo correcto: La Misa en si menor de Bach (sorprendentemente respetuosa), las sinfonías de Haydn y Mozart no están para transformarse en referencias, lo mismo sucede con algunas de Beethoven (están 8 de las 9, lo que no se explica, ya que existe la Primera, muy buena, en sello pirata). Esto lo pudimos constatar en Chile, en su concierto de 1992 con una 39 de Mozart y una Quinta de Beethoven que parecían más quirúrgicas que inspiradas, pero con momentos impresionantes (en la memoria esa transición esotérica hacia el final en la Quinta). Del mismo modo, las oberturas clásicas tienen en otras manos un mejor servicio, pero vayamos al final de la Novena de Beethoven, imposible mejor armado y cantado, y esa Séptima que nunca fue más hermana de la Pastoral. En definitiva se trata de un conjunto de discos que pueden ser apreciados (o despreciados) plenamente por quienes ya conocen las obras. En su búsqueda de la objetividad del fenómeno, Celibidache llega a una iconoclastia que puede ser poco digestiva para muchos auditores.
Si queremos descubrir quién es el Celibidache menos discutible, tomemos el disco con la Misa 3 de Bruckner y vayamos al Et resurrexit… o nos ponemos a llorar o salimos corriendo aterrados ante lo que quizá sea el momento más grandioso de la música sinfónico-coral que se haya grabado, y eso que el Te Deum no se queda atrás. Y, sin salir de Bruckner, ese milagro de la coda de la Cuarta sinfonía, que nadie ha logrado desentrañar como el maestro rumano, un momento trascendente hasta para el más incrédulo. Estamos hablando de absolutas referencias brucknerianas que hacen que cualquier comparación sea injusta, a pesar de los tiempos eternos que exige el maestro.
También hay espacio para muchas sorpresas y descubrimientos, como cuando asumimos que la sinfonía Patética de Tchaikovsky, más allá de su nombre, puede ser de una letalidad anímica apabullante, de un nihilismo de aterradora exactitud. Pocas lecturas tan controvertidas y fascinantes. Por su parte, la Quinta del genio ruso alcanza acá una de las glorias de la discografía y puede estar, sin ningún complejo, a la par de Mravinski, Szell y Bernstein. Celibidache no dirigía ópera, pero si logramos soportar a un espantoso Peter Dvorský, podremos oír el Requiem de Verdi más extraño de la discografía, con momentos de inaudita elocuencia y belleza. No dejemos atrás una Segunda de Schumann, que puede ser la cima de la discografía, y un Brahms muy sólido, en particular por la extraña intensidad que le imprime a la Cuarta sinfonía y por un Requiem alemán de profunda resonancia espiritual. Dejemos para el final El mar, de Debussy, que se extiende por más de media hora, dicho por milímetro, y oigamos en detalle lo que muchos pasan por alto. Algo similar ocurre con el Concierto para orquesta de Bartok en donde los metales juguetean casi sueltos de madre develando diálogos insospechados, o la elocuencia de su Quinta de Prokofiev.
En fin, como se señaló, no se trata de primeras recomendaciones para estas obras. Pero si ya hemos acudido al repertorio y pensamos que lo conocemos bien, los 49 discos de esta edición son, si no obligatorios, al menos desafiantes para el auditor que busca modos reveladores de hacer música.