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Del temor y el default norteamericano

Un libro de Sebastián Edwards

Juan Ignacio Eyzaguirre.
Ingeniero. Á - N.2

The only thing we have to fear is fear itself, fue la frase para el bronce del Presidente Franklin Delano Roosevelt en su discurso inaugural de 1933. [1] FDR tenía un punto, pero su exhortación no era correcta. Ciertamente temor debieran haber sentido aquellos que se encontraban en el lado equivocado de la historia. Pues, a meses de tal frase, la Casa Blanca, el Congreso e incluso la Corte Suprema se pusieron de acuerdo para borrar de un plumazo los contratos de deuda existentes del país. Transfiriendo, de paso, un monto casi equivalente al producto norteamericano de acreedores a deudores.

American Default, el último libro de Sebastián Edwards, economista chileno radicado en California, narra en un ágil relato con notables detalles el momento histórico, el carácter de los personajes y la dinámica de los episodios políticos cuando Estados Unidos hizo default en su deuda.
Antes de entrar en el libro de Edwards, vale la pena recordar la sacralidad de los contratos como principio fundamental en Estados Unidos. De hecho, es tan relevante que definió la estructura del gobierno federal estadounidense y la creación de Washington D.C. como lo conocemos.
Tras la Guerra de Independencia, Estados Unidos era un mero intento de país. Al lado de Europa, un incipiente y lejano manojo de trece estados, cargados con deudas y tensionados entre sí, habitados mayoritariamente por granjeros, frágilmente aunados bajo una constitución que los tildaba Estados Unidos de América y un gobierno federal casi inútil, sin habilidad de recaudar impuestos y en apuros financieros.
Alexander Hamilton, primer secretario del Tesoro y hábil político, publicó en 1790 su «Reporte de la deuda pública». Dicha deuda ascendía a USD$77 millones. La mitad era adeudada a acreedores domésticos ¾la mayoría pagos pendientes de la Revolución¾; un tercio era deuda local de los estados ¾también contraída durante la guerra¾; y el resto, deuda contraída por antiguos financiamientos otorgados por gobiernos extranjeros. Dada la incertidumbre del pago que existía, los bonos de la deuda pública se transaban a una fracción de su valor nominal.

 

Para recuperar la reputación y acceder al mercado de capitales, Hamilton proponía: i) pagar a los tenedores de bonos del gobierno el valor total de sus papeles, ii) asumir en el gobierno federal toda la deuda de los estados y iii) otorgar derechos al gobierno federal para gravar impuestos.
Sonaba bien, pero James Madison, principal redactor de la Constitución, representante de Virginia y una de las voces más influyentes en el Congreso, discrepaba de su propuesta. La consideraba injusta y siniestra. Las razones en contra:
Primero, muchos veteranos de guerra, pagados con bonos de gobierno, habían liquidado sus papeles a especuladores por mezquinos precios. Para Madison, el pago del valor nominal de los bonos debían recibirlo los veteranos, tenedores originales de ellos y no quienes usufructuarían con los héroes de la patria. Pero tal propuesta, si bien parecía tener aires de justicia, también atropellaba contratos y transacciones realizadas, consintiendo arbitrios del gobierno. Un peligroso precedente.
Segundo, los estados del Sur ya habían amortizado buena parte de su deuda de guerra, por lo tanto la asunción financiera del gobierno federal premiaba a los estados irresponsables y castigaba a los responsables, como Virginia, representada por Madison en el Congreso.
Tercero, abrir la puerta al gobierno federal para cobrar impuestos atentaba contra lo que inspiró la Revolución: la desconfianza en el poder político centralizado, ya fuera la corona británica o un poder ejecutivo a este lado del Atlántico. La propuesta de Hamilton no era solo acerca de dinero, sino también de control, confianza e independencia.
Para el político neoyorquino, el destino de la joven nación era una sociedad comercial, inspirada en el Reino Unido, con un Banco Central, instituciones fuertes, un profundo respeto por los contratos y las leyes. Para Madison y los padres fundadores sureños, Estados Unidos debía mantenerse como una sociedad agraria, y recelar de poderes centralizados.
El libro Founding Brothers: The Revolutionary Generation, del historiador estadounidense Joseph J. Ellis, cuenta con maestría cómo se solucionó este conflicto. Para Ellis, el acuerdo entre Hamilton y Madison, logrado en la mesa de comedor de Thomas Jefferson, es una de las acomodaciones políticas más importantes de la historia estadounidense.[2]
Las deudas se pagarían a los tenedores de los bonos ¾respetando las transacciones y contratos realizados¾, el gobierno federal asumiría las deudas de los estados (con un ajuste en la deuda de Virginia) y se le habilitaría además el poder para recolectar impuestos. A cambio, la capital temporal de Estados Unidos se movería de Nueva York a Pensilvania (pues requerían votos de ese estado) y luego se ubicaría en un lugar permanente sobre el rio Potomac, en las cercanías de Virginia. Así nace Washington D.C. y, con ello, el gobierno federal estadounidense da el primer paso para convertirse en lo que hoy conocemos.
Desde entonces, Washington D.C. mantuvo un bajo perfil. A principios del siglo XX, el gasto federal representaba apenas el 3 por ciento del producto. Sin embargo, la elección de Francis Delano Roosevelt (FDR) cambio rotundamente su naturaleza.
La apabullante victoria de FDR sobre el incumbente Herbert Hoover sucedía a fines del calamitoso 1932, año en que, con respecto a 1929, la producción industrial, el PIB y los precios caían 46, 25 y 24 por ciento, respectivamente. El desempleo era galopante. La gente se agolpaba en los bancos a retirar su dinero y oro. Casi 10.000 bancos habían quebrado desde 1929.
Un gran experimentador
Sebastián Edwards logra un magnífico retrato del protagonista de su historia, FDR, político eximio, un optimista y gran experimentador. Hizo uso magistral de la radio en sus fireside chats en que hablaba a la nación como si estuviesen en el living de su casa. Consideraba que todo problema tenía una solución. Bastaba encontrarla. Por ello dijo «el país necesita y el país demanda experimentación valiente y persistente». En su coqueteo con ideas poco ortodoxas, FDR se rodeó de los brain trusters, un grupo de intelectuales más bien progresistas que creían, sobre todo, en el poder del gobierno.
En su primer día, FDR declaró feriado bancario. Anunció una clasificación de los bancos en tres tipos de acuerdo a su solvencia financiera. A las pocas semanas abrían los primeros, catalogados como sólidos, sanos y solventes. Poco a poco, el dinero y el oro de la gente fluían de vuelta a las bóvedas.
Así, FDR comenzaba sus legendarios cien primeros días en que aprobó leyes que cambiarían fundamentalmente el modelo político, social y económico de Estados Unidos, sentando las bases del estado de bienestar norteamericano. A fines de la década del 30, el gobierno federal más que duplicaba su peso con un presupuesto superior al 9 por ciento del PIB. A comienzos de 1932, poco pasaba en D.C. Al final de la década, Washington reemplazaba a Wall Street como el lugar donde latía el corazón del país.
Entre sus primeras medidas, Roosevelt decretó ilegal la posesión de oro. Forzó a personas y negocios ¾bajo amenaza de cargos criminales e ingentes multas¾ a venderlo a la Reserva Federal al precio oficial de USD$20,67 la onza.
Edwards cuenta que FDR tenía una obsesión con el precio de productos como el algodón o el trigo, debido a su impacto en el mundo rural. Según cómo reaccionaban estos precios era como evaluaba el efecto de sus políticas.

 

«Entre sus primeras medidas, Franklin Delano Roosevelt decretó ilegal la posesión de oro. Tenía una obsesión con el precio de productos como el algodón o el trigo, debido a su impacto en el mundo rural. Según cómo reaccionaban estos precios era como evaluaba el efecto de sus políticas».

 

La agricultura aun representaba a cerca del 50 por ciento de la población y de los votos. El agro era de los sectores que más gravemente sufría, no solo por la recesión, sino por la combinación de altas deudas con grandes caídas en los precios de sus productos, lo que Irving Fisher denominó debt deflation. Debido a la Primera Guerra Mundial, la demanda de los alimentos incrementó fuertemente y los agricultores tomaron deudas para aumentar su capacidad productiva. Sin embargo, una vez que Europa recomenzó a producir alimentos, la demanda se desmoronó. Las tierras, ahora sobrecultivadas, generaban exceso de productos, destruyendo los precios. Así los valores de la tierra, el ganado, los huevos, el trigo, el algodón, cayeron entre 60 y 90 por ciento respecto de 1919. Los agricultores caían en default y empujaban a los bancos rurales al colapso. En 1933, la mitad de los granjeros estaba en bancarrota y miles de bancos rurales habían cerrado. En medio de este desastre, FDR lanzó políticas tan inauditas como la matanza a gran escala de 6 millones de lechones para prevenir sobreproducción y elevar así el precio de la carne de cerdo.
Pero políticas como éstas eran meras aspirinas para un problema mayor. El resto de la economía no estaba mucho mejor que el agro. El desempleo prevalente reducía el consumo, lo que a su vez empujaba a una mayor contracción económica, desplomando más aún los precios, haciendo prácticamente imposible pagar las porfiadas deudas que, debido a la deflación, se hacían cada vez más pesadas.
La gran recesión se identifica con el crash bursátil de 1929 que dio por terminada una década de excesos. Los incontables defaults de personas y empresas sobreendeudadas empujaron al sistema financiero contra las cuerdas, contagiando a la economía real vía la contracción del circulante y el crédito, aceites del sistema. Milton Friedman y Anna Schwartz, en su contundente Monetary History of the United States, explican cómo miles de quiebras bancarias redujeron el circulante en un tercio.
A esto se sumaron las torpezas de una FED «sorprendentemente incompetente», en palabras de John Kenneth Galbraith, que subió drásticamente la tasa en 1931 para preservar el valor del dólar frente al oro. Poco ayudaron las políticas proteccionistas que elevaron los aranceles comerciales en 1930 y sucesivamente hasta un promedio de 59 por ciento en 1932. Así, el comercio global caía en 1932 a un tercio de su valor en 1929.
Pocas alternativas se visualizaban para salir del embrollo de la deuda pública pero FDR estaba convencido que la inflación era la solución al problema, pues reduciría su valor relativo. Era difícil, sin embargo, generar inflación debido a la camisa de fuerza al dólar impuesta por el patrón oro.
FDR desató un gran conflicto y debate cuando logró que el Congreso autorizara elevar el precio oficial del oro, depreciando así al dólar. Para algunos, la devaluación del dólar traería de vuelta la ansiada inflación, pero lo consideraban un riesgo pues ésta podía dispararse, como en Alemania, y desgarrar la economía.
La solución a través de la devaluación no era tan fácil. Casi todos los contratos de deuda contaban con «cláusulas del oro», las que generalmente establecían que el pago debía realizarse en oro o su equivalente en dólares. Producto de esta cláusula, al devaluar, las deudas aumentarían automáticamente su valor en dólares, manteniendo insolventes a los deudores.
De forma inaudita, FDR, a solo tres meses de su inauguración, logró que el Congreso no sólo prohibiera las cláusulas del oro de los contratos de deuda futuros, sino también las eliminara de todos los contratos pasados. La Casa Blanca y el Congreso se alineaban para transgredir contratos existentes y beneficiarse a expensas de sus acreedores.
El 31 de enero de 1934, FDR devaluó el dólar en 69 por ciento definiendo el nuevo precio oficial del oro en USD$35 la onza (estaba a USD$20,67). Las demandas de inconstitucionalidad no se hicieron esperar y se comenzó a elegir los casos y preparar las audiencias.
Al cabo de un año, la Corte Suprema definió cuatro casos emblemáticos como referentes para evaluar la constitucionalidad de la nueva política monetaria.
Sebastián Edwards logra hacer presente la tensión del momento. Cuando finalmente llega el relato de las audiencias, en donde el mismísimo fiscal general de Estados Unidos presenta el caso a favor del gobierno, las líneas del libro dan cuenta de la estelaridad del caso. Los mercados oscilaban en función de las menores señales de apoyo o bloqueo de la nueva política monetaria de Roosevelt por parte de los jueces.
Cada uno de los nueve jueces es descrito en su carácter y posición. Entre ellos destacaba el Juez Charles Evans Hughes, ex gobernador de Nueva York, exsecretario de Estado y excandidato presidencial republicano. Su voto era clave y resultó ser quien redactó el voto de mayoría.

 

«Sebastián Edwards logra hacer presente la tensión del momento. Cuando finalmente llega el relato de las audiencias, en donde el mismísimo fiscal general de Estados Unidos presenta el caso a favor del gobierno, las líneas del libro dan cuenta de la estelaridad del caso. Los mercados oscilaban en función de las menores señales de apoyo o bloqueo de la nueva política monetaria de Roosevelt por parte de los jueces».

 

El fallo: aprobado por 5 contra 4, en cada uno de los cuatro casos.
El voto de minoría fue expuesto por el juez James Clark McReynolds, quien no se contuvo, y en lugar de leer su escrito, se lanzó en un discurso apocalíptico: «La Constitución, como muchos de nosotros la entendemos, el instrumento que tanto ha significado para nosotros, ha desaparecido. Lo sacro de los contratos, de las obligaciones del gobierno, es repudiado bajo la protección de la ley. Que la vergüenza y la humillación pesen sobre nosotros. Debemos esperar con certeza el caos moral y financiero».[3]
Entre 1934 y 1937, el oro fluyó hacia Estados Unidos producto de la devaluación, contribuyendo a la recuperación del circulante y el crédito, que vivificaron la actividad económica y redujeron el desempleo. La inflación promedió 3.2 por ciento entre abril 1933 y octubre de 1937.
Al terminar 1937, una nueva crisis deflacionaria atacó a Norteamérica, ahora llamada la «Recesión de Roosevelt», causada ¾a ojos de muchos¾ por múltiples errores de FDR, quien exacerbó el peso del gobierno con regulaciones asfixiantes, muchas veces inconstitucionales, como la Corte Suprema se lo hizo ver en el caso de la National Industrial Recovery Act, entre otras. Pero ésa es otra historia. Al fin y al cabo, cuando se experimenta a veces se acierta, pero muchas, se yerra, como Alan Greenspan lo deja claro cuando describe este periodo en Capitalism in America.[4]
Sebastián Edwards explica su obsesión con el poco recordado, quizás por infame, default estadounidense. Cuenta su involucramiento con el equipo legal que defendió al gobierno argentino en cortes estadounidenses cuando los trasandinos entraron en default en 2002 al pesificar casi US$100.000 millones de deuda, tras romper su paridad cambiaria.
El conflicto legal que siguió culminó con el embargo de un navío militar argentino en Ghana por requerimiento de un hedge fund que reclamaba el pago de la deuda. Finalmente, las cortes beneficiaron a los acreedores y hace pocos años el gobierno de Macri logró un acuerdo. Para algunos, la situación de Argentina no dista mucho de la de los Estados Unidos de Roosevelt.
En estos días, American Default parece tremendamente contingente. El Fondo Monetario Internacional no deja pasar oportunidad para alertar los riesgos de nuevas crisis de deuda. De hecho, desde la Segunda Guerra Mundial que las economías avanzadas no llegaban a niveles de deuda pública como las actuales. Y las emergentes no se encuentran mejor, su situación solo es comparable a los desastrosos años 80.
Podríamos estar viviendo en uno de esos momentos estelares, como los define Stefan Zweig, debido al reordenamiento del orden global sumado a fuertes presiones financieras. En situaciones como éstas, tal como sucedió en los años de FDR, hasta los más arraigados paradigmas pueden sufrir drásticos cambios, capaces de mover los cimientos del mundo como lo conocemos. Bien vale no hacer caso a Roosevelt y ciertamente temer no estar ubicados en el lado correcto de la historia que nos toca vivir.

[1] «A lo único que debemos temer, es al miedo en sí mismo». Franklin D. Roosevelt, Inaugural Address, March 4, 1933, publicado por Samuel Rosenman, ed., The Public Papers of Franklin D. Roosevelt, Volume Two: “The Year of Crisis”, 1933 (New York: Random House, 1938), 11–16.

[2] Ellis, J. (2002). Founding brothers: The Revolutionary Generation. Vintage.

[4] Greenspan, A. & Wooldridge, A. (2018). Capitalism in America: A History. Penguin Press.