Desde la Ilustración hasta Simone de Beauvoir, desde Stuart Mill hasta las manifestaciones actuales de la causa feminista: la idea de fondo que subyace a través del tiempo es que ninguna condición biológica justifica en el tejido de la vida social la hegemonía de una colectividad sobre otra.
Al igual como ocurre con otras corrientes de pensamiento, el feminismo puede definirse de diferentes maneras. Una definición estándar la aporta el Diccionario de la Real Academia Española (RAE) cuando señala que es el «movimiento que lucha por la realización efectiva en todos los órdenes» del «principio de la igualdad de derechos de la mujer y el hombre».
Una segunda definición, algo más sustantiva, aunque compatible con la precedente, apunta a la idea de que el feminismo da cuenta de un discurso de vindicación. En este sentido, la filósofa española Celia Amorós afirma que la «noción de igualdad [por la que lucha el feminismo] genera vindicaciones».[1] Desde un punto de vista jurídico, vindicar significa recuperar lo que a alguien le pertenece y le ha sido injustamente arrebatado. ¿Qué le ha sido injustamente arrebatado a las mujeres en la historia?: la igualdad de derechos para el ejercicio de su libertad individual. Por ejemplo, la igualdad para la libertad política, para la libertad educacional, para el derecho de propiedad, etcétera.
Una tercera definición, también complementaria con las anteriores, y sobre la cual deseo detenerme de manera especial en este lugar, guarda relación con la idea de que la biología —las diferencias corporales entre mujeres y hombres— no justifica, normativamente hablando, ni la desigualdad de derechos ni la consiguiente falta de libertad individual de las mujeres, con respecto a los hombres. Dicho de otra forma, y considerando otra idea frecuente en el feminismo, dichas diferencias de ninguna manera deberían servir de excusa para el sistema de dominación —el patriarcado— al que históricamente las mujeres han estado sometidas.
Como liberal, hago la advertencia de que no me complica para nada pensar en ellas y en ellos como colectivos de seres humanos. El liberalismo no rechaza la existencia de colectivos; lo que rechaza es el colectivismo, es decir, el sometimiento de los fines individuales a un fin moral unitario, que sería necesario para la vida en común. Por lo demás, el colectivismo normalmente se configura a partir de la consideración de que existen colectivos inferiores y otros superiores.
Aclarado lo anterior, buscaré —a través del presente artículo— demostrar que la idea de que la biología no es destino ha sido una constante en la historia del feminismo: un hilo conductor que ha unido a todas sus olas, en sus diferentes ramas y versiones. En otras palabras, intentaré demostrar que la idea de que la biología no es destino ha sido (y debería seguir siendo) el mínimo común denominador del feminismo.
Por lo mismo, puede sostenerse que, cuando el feminismo se aleja de ese mínimo común, se termina distanciando de sí mismo, dejando incluso de ser feminismo.
Esto ha ocurrido (y ocurre) tanto con los supuestos «feminismos» de corte conservador, por el lado de la derecha, como con los de corte socialista, por el lado de la izquierda. En cambio, puede afirmarse —y ésta es la segunda tesis de este trabajo—, que las ramas del feminismo que más fieles se han mantenido a esta idea central, han sido el feminismo liberal y el feminismo radical. Ambas, por otra parte, han poseído (y poseen) vasos comunicantes entre sí, pese a que también ambas se han desafiado mutuamente.
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El factor Beauvoir
En el mundo conservador se suele decir que la separación entre naturaleza y cultura en materia de sexualidad humana surgió con la obra de Simone de Beauvoir, El segundo sexo, publicada en 1949, y que causó gran impacto, sobre todo en Europa, ayudando a revivir el feminismo que, luego de la conquista del derecho a sufragio, parecía ya carecer de sentido desde un punto de vista político.
Por ejemplo, en Chile, Catalina Siles y Gustavo Delgado han divulgado la idea de que, para Beauvoir, en el contexto del existencialismo de Sartre, «el hombre no es sino el resultado del puro ejercicio de su libertad, carente de cualquier tipo de condicionamiento».[2] En este sentido, agregan, el pensamiento de Beauvoir «propone liberar a la mujer de la maternidad mediante el control de la natalidad lo que, en su lógica, incluye el aborto».[3] Por último, señalan algo interesante, que se ha convertido en una suerte de lugar común entre sectores conservadores: «El segundo sexo marca el inicio del feminismo radical que se impone progresivamente durante la segunda mitad del siglo XX. Esta corriente, a diferencia de la primera oleada feminista de fines del siglo XIX e inicios del XX, ya no busca sólo la equiparación de derechos civiles y políticos, sino también la completa igualdad funcional entre los sexos».[4]
Es decir, para Siles y Delgado, Beauvoir apuntaría, por primera vez en la historia del feminismo, a la separación de las mujeres de su naturaleza biológica (la reproducción). Por primera vez se habría considerado que entre mujeres y hombres no existirían funciones diferenciadas. En esto habría consistido el «antes y después» de la obra de Beauvoir en la historia del feminismo.
Pero, más allá de eso, veamos aquí el sentido de la célebre frase de Beauvoir: «No se nace mujer: se llega a serlo». Para ello, leamos el párrafo en que la autora francesa formula esta idea: «No se nace mujer: se llega a serlo. Ningún destino biológico, psíquico, económico, define la imagen que reviste en el seno de la sociedad la hembra humana; el conjunto de la civilización elabora este producto intermedio entre el macho y el castrado que se suele calificar de femenino. Sólo la mediación ajena puede convertir un individuo en alteridad».[5]ç
¿Qué quiere decir Beauvoir en este párrafo? Simplemente que a las mujeres se les enseña a ser tales desde la más temprana infancia y que, a partir de ello, se construyen las condiciones sociales para la subordinación de la que terminan siendo víctimas.
Repasemos, en este sentido, únicamente dos ejemplos de los muchos que la filósofa francesa aporta. El primero es que, durante la infancia, el niño (el hombre) experimenta un segundo destete: la madre (y también el padre) dejan de mimarlo o, al menos, al mismo nivel que lo siguen haciendo con la niña: «[El] padre la sienta en sus rodillas y le acaricia el pelo; la visten con ropas suaves como besos, los adultos son indulgentes con sus lágrimas y sus caprichos». En cambio, a él se le enseña que: «Un hombre no pide besos. Un hombre no se mira en el espejo. Un hombre no llora». Los padres buscan que sean «hombrecitos».[6]
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«Como liberal, hago la advertencia de que no me complica para nada pensar en ellas y en ellos como colectivos de seres humanos. El liberalismo no rechaza la existencia de colectivos de seres humanos. El liberalismo no rechaza la existencia de colectivos; lo que rechaza es el colectivismo, es decir, el sometimiento de los fines individuales a un fin moral unitario»
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El segundo ejemplo es el siguiente, y que parece ser mucho más determinante. A la niña «se le enseña que para gustar hay que tratar de gustar, hay que convertirse en objeto; debe renunciar, pues, a su autonomía». En cambio, al niño se les inculca la necesidad de tener vida propia: de explorar, por sí mismo, la vida que quiere vivir. Dice Beauvoir: «Trepando a los árboles, luchando con sus compañeros, enfrentándose a ellos en juegos violentos, vive su cuerpo como un medio de dominar la naturaleza y un instrumento de combate».[7]
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«El llamado feminismo radical ha supuesto un paso adelante en la historia del feminismo porque, por una parte, ha buscado explicar las causas profundas de la subordinación de las mujeres y, por otra, ha aportado nuevas categorías de análisis, como las de género y patriarcado. Lo segundo justamente como medio para lo primero»
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De esta manera, se termina haciendo realidad la siguiente idea, que aparece ya en la introducción de El segundo sexo: «La mujer se determina y se diferencia con respecto al hombre, y no a la inversa; ella es lo inesencial frente a lo esencial. Él es el sujeto, el absoluto; ella es la alteridad».[8] Esto hace que las mujeres no hayan podido, a lo largo de los tiempos, vivir para sí mismas, como individuos, sino que han debido hacerlo al servicio de otros, los hombres.
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Antecedentes ilustrados
La anterior afirmación de los conservadores (que considera a Beauvoir la primera pensadora en cuestionar el determinismo biológico de las mujeres) se suele complementar con esta otra, también reduccionista, según la cual el feminismo de primera ola, en su vertiente liberal, habría únicamente luchado en favor de la igualdad ante la ley entre mujeres y hombres, pero sin problematizar la existencia de una supuesta naturaleza femenina, que la destinaría a la reproducción y a la vida doméstica. ¿Es cierto que el feminismo liberal de primera ola se conformó sólo con esto?
Leamos a Condorcet: «¿Por qué unos seres expuestos a embarazos y a indisposiciones pasajeras no podrán ejercer derechos de los que nunca se pensó en privar a la gente que tiene gota todos los inviernos o que se resfría fácilmente?».[9] Y más adelante añade que, entre mujeres y hombres, «no es la naturaleza, es la educación, es la vida social la que causa esta diferencia».[10]
Apenas dos años después, en su Vindicación de los derechos de la mujer, publicado en 1792, Mary Wollstonecraft dirá lo siguiente: «No puede, pues, negarse cierto grado de superioridad física [de los hombres], ¡y ésta constituye una prerrogativa noble! Pero, no contentos con esta preeminencia natural, los hombres se empeñan en hundirnos todavía más».[11]
¿Acaso estas palabras —de Condorcet y Wollstonecraft, protagonistas de la primera ola del feminismo— no van en la misma línea que lo sostenido, alrededor de ciento cincuenta años después, por Beauvoir? Tanto los primeros como la segunda, no niegan la existencia de diferencias biológicas entre mujeres y hombres. Sin embargo, rechazan que ellas sean utilizadas para justificar la desigualdad de derechos entre ambos.
Pero hagamos aquí una breve digresión. A pesar de que, como sostiene Amelia Valcárcel, el feminismo fue un «hijo no querido de la Ilustración» por no haber incluido a las mujeres en el pactum societatis del primer liberalismo,[12] ideas como las de Condorcet y Wollstonecraft —también ilustradas, y que ponen por delante la igual libertad de las mujeres por encima de un supuesto destino biológico— dan cuenta de una justa rectificación del proyecto ilustrado. Así, puede afirmarse que «Wollstonecraft es hija de la Ilustración: del momento histórico en el que se reclama la individualidad, la autonomía de los sujetos y los derechos»,[13] que no habían llegado para las mujeres. Y una gran pregunta, en clave liberal, es la siguiente: ¿puede realmente pensarse en la existencia de derechos individuales, como la libertad y la igualdad ante la ley, si se les ponen barreras a las mujeres a partir de supuestas diferencias naturales?
Por otra parte, si es posible hablar de una «Ilustración consecuente», es porque ésta no ha sido la regla sino, por el contrario, la excepción. Un autor emblemático, que representa esa regla, es Rousseau, para quien la idea de igualdad, por él tan vehementemente propugnada, no alcanza a las mujeres. Para el ginebrino, a ellas sólo les corresponde ser «las castas guardianas de las costumbres y los dulces vínculos de la paz».[14] Y no es sino contra el autor del Contrato social que escribe Wollstonecraft, cuando afirma que «Rousseau expresa que una mujer jamás debería, ni por un momento, sentirse independiente, […] y que se trata de hacer de ella una esclava coqueta, con el fin de convertirse en un objeto de deseo más seductor, una compañía más dulce para el hombre, cuando quiera relajarse».[15]
¿Qué es lo que Wollstonecraft le echa en cara a Rousseau? Que la naturaleza haría imposible la igual libertad entre mujeres y hombres, estando ellas «condenadas» a determinados roles de género, que serían fundamentales para el orden social. Así, para ella, la biología no es destino, porque: «O bien las mujeres son por naturaleza inferiores a los hombres […] o su conducta debería estar basada en los mismos principios».[16]
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Feminismo liberal y feminismo radical
Podríamos seguir revisando a feministas liberales de primera ola que dicen más o menos lo mismo que Beauvoir, como el caso de Harriet Taylor en el siglo XIX,[17] pero me parece que los ejemplos anteriores, del más temprano feminismo, resultan suficientes para recalcar que la primera ola sí cuestionó la existencia de supuestos roles de género a partir de diferencias biológicas.
Deseo aprovechar esta parte final para, en muy pocas palabras, desarrollar el planteamiento —que, para algunos, puede resultar provocador— según el cual entre el feminismo liberal y el feminismo radical existen vasos comunicantes, precisamente porque ambos han defendido la idea central de que la biología no es destino.
En este sentido, resulta incomprensible que personas del mundo conservador, cuando despotrican en contra del feminismo, utilicen la expresión «feminismo radical» para referir un feminismo de la peor especie, extremista; y no precisamente asociado a sus desarrollos teóricos sino, más bien y de manera principal, a expresiones que se dan en el contexto de los movimientos sociales, como aquellos que han surgido en el mundo universitario.
Sin embargo, el llamado feminismo radical (ahora sin comillas)[18] ha supuesto un paso adelante en la historia del feminismo porque, por una parte, ha buscado explicar las causas profundas de la subordinación de las mujeres y, por otra, ha aportado nuevas categorías de análisis, como las de género y patriarcado.[19] Lo segundo justamente como medio para lo primero. Para argumentar en torno a este punto, me permito referir —de manera muy telegráfica— a dos autoras canónicas del feminismo radical, que surgió a fines de los años sesenta: Shulamith Firestone y Kate Millett.
Pese a ser de izquierdas, Firestone rechaza de plano la interpretación marxista de la historia para el feminismo. Critica a Engels por «percibir la sexualidad sólo a través de una impregnación económica, y reducir a ella toda realidad».[20] Para ella, la superación de la opresión que afecta a las mujeres sólo se logrará cuando sean capaces de asumir el control total sobre sus cuerpos, especialmente sobre su fertilidad.[21] Por ello, pone todas sus esperanzas en los avances tecnológicos en materia de reproducción humana.
Kate Millett, por su parte, aporta una definición de patriarcado, a partir del concepto weberiano de dominación, como «la posibilidad de imponer la voluntad propia sobre la conducta de otras personas».[22] Este concepto es muy similar al de Friedrich Hayek, para quien la «coacción tiene lugar cuando las acciones de un hombre están encaminadas a servir la voluntad de otro».[23] Y Millet también rechaza la interpretación economicista de Engels sobre la situación de las mujeres, pronunciándose a favor de la de John Stuart Mill.[24] Este filósofo británico, dicho sea de paso, se opone también a la idea de una supuesta naturaleza femenina que justifique la subordinación que afectaba, en su tiempo, a las mujeres: «Lo que actualmente llamamos la naturaleza de la mujer es algo eminentemente artificial».[25]
Lo cierto es que tanto el feminismo liberal como el feminismo radical se han encontrado en la historia en torno al mínimo común denominador del feminismo. Esto, por otra parte, genera las condiciones de posibilidad para un trabajo conjunto, tanto en términos teóricos como políticos. Y la idea matriz del feminismo, la biología no es destino, sigue —pienso— reclamando esta alianza estratégica.
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