Para no llamar viejo al viejo inventan expresiones tan delirantes como tercera edad, o siutiquerías como abuelito. En Estados Unidos se le llama afroamericanos a los negros; nosotros utilizamos pueblo originario para no decir una mala palabra.
Lo políticamente correcto, así como lo incorrecto, es una forma de censura y no pocas veces una forma de estupidez.
Lo último en corrección política es el ecofeminismo. Pues ya no basta ser feminista o ecologista, animalista o defensor de cualquier grupo minoritario. Ahora lo que se lleva es integrar las correcciones.
Hace unos meses se realizó en Santiago el festival Lollapalooza. Sus organizadores no solo vendían tickets para escuchar música, también vendían una buena conciencia. La organización del concierto se había integrado con organizaciones que no solo cuidaban el medio ambiente, sino también con discapacitados y animalistas, entre otros grupos. Ser ciego no fue ningún inconveniente para asistir a Lollapalooza: habían perros lazarillos, facilidades para las personas en sillas de ruedas; la basura podía ser notablemente bien distribuida. La retribución era inmediata. Por unas horas te convertías en un rockero, un ecologista, un protector del reino animal, y luego tu conciencia podía irse tranquilamente a casa.
La gran mayoría de estas buenas conciencias no argumentan casi nada. Solo balbucean demandas que, en general, hacen parecer como justas. Y algunas lo son, sin duda. La diferencia con el antiguo feminismo, o ecologismo, era que éstos convencían. El segundo sexo fue un extraordinario documento de convencimiento. Después del libro de Simone de Beauvoir, nadie podía seguir haciéndose el leso sobre las demandas de las mujeres.
Hoy día no hay más argumentos que el testimonio o el eslogan #MeToo. No se demoró mucho la mucama negra que denunció a Dominique Strauss-Kahn, en Nueva York. Inmediatamente recurrió a la policía. ¡Qué contraste con las señoritas de Hollywood de tan delicado cutis después de tantos años!
No cabe duda de que tanto Strauss Kahn como Harvey Weinstein son unos canallas culpables y debieran ser condenados, pero las mujeres también debieran aprender una lección: la denuncia se hace in situ.
Si un manilarga mete mano debajo de la mesa de un restaurante, la señorita o señora debe darle con lo que tenga a su alcance, y después recurrir a la policía. Tal como lo hizo la camarera neoyorkina en contra del entonces director del Banco Mundial.
Periodistas y políticos viven de la moda y la corrección. Los primeros por gusto, los segundos por necesidad. Los une la hermandad en el eufemismo.
Creíamos que la manía con el sexo era cosa de curas o de moralistas vetustos. Sin embargo, hoy día no solo se condena a Woody Allen y Kevin Spacey por sus conductas, sino que se quiere ir más allá. Quitarle los derechos de dirigir una película a uno, y de actuar al otro. Es obvio que las preferencias sexuales deben estar en el ámbito de lo personal, mientras no se cometa un delito. Proust pinchaba ratas con una aguja y tenía espasmos de placer. Gusto que perfectamente podemos no compartir, pero no por eso dejaremos de admirar su estilo y sus novelas.
Los sospechosos de siempre contiene una magnífica actuación de Spacey, y su interpretación de Ricardo III en teatro, dirigido por Sam Mendes, fue extraordinaria. Y de Woody Allen, ¿qué se puede decir? «Dios ha muerto, firmado Nietzsche», escribió algún gracioso en una puerta de letrina de un bar de carretera. Debajo otro puso: «Nietzsche ha muerto, firmado Dios». Ante esto, Woody Allen comentó: «Dios ha muerto, Nietzsche ha muerto, y yo no me encuentro muy bien de salud».
El aforismo, si bien es una magnífica forma de bajar del pedestal al superhombre, peca de ingenuo al creer que después de muerto lo van a dejar tranquilo a uno. Pues ahora también está de moda juzgar a los difuntos. Lo han sufrido autores como Nietzsche y Kipling, acusados de racistas y colonialistas, acusaciones proyectadas también a obras como Matar a un ruiseñor o Huckleberry Finn. La última novela de John le Carré, El legado de los espías, trata precisamente de esto; juzgar la Guerra Fría a la luz de hoy es maniqueo y necio.
¿Dónde está el principio, cuándo empezó todo, cómo llegamos a adorar la transparencia?
El periodismo tiene su razón de ser en lo oscuro. Y la política no existe sin la opacidad. Sin embargo, ahí estamos. Todos creemos o decidimos creer que la transparencia es la luz que nos llevará a tener una mejor sociedad y nos hará mejores personas.
En algún minuto del siglo 18, el hombre decidió que la mejor manera de ser era ser espontáneo, «uno mismo». Lo expresaron Goethe y Rousseau. La consecuencia es que se deterioraron las formas y mediaciones. Cualquier persona o grupo cree tener derecho a tener «su verdad», y a decírtelo —como ellos lo llaman— «a la cara». Nada de esto se lleva bien con la reflexión o el buen gusto.
Es evidente que ninguna vida bien vivida resiste la transparencia y la sinceridad.
Leonard Cohen subió al ascensor del Hotel Chelsea de Nueva York buscando a Brigitte Bardot. Una vez dentro, se encontró con Janis Joplin. Según él, ella lo miró y le dijo: «Me gustan los hombre guapos, pero contigo haré una excepción». Según ella, él le preguntó: «¿Buscas a alguien?». Ante lo cual ella respondió: «Busco a Kris Kristo erson». Él le habría dicho: «Señorita, tiene suerte, yo soy Kris Kristo erson». Obviamente, terminaron en el cuarto de ella.
Con el tiempo, ella declaró en una entrevista que tanto Jim Morrison como Leonard Cohen habían sido una experiencia decepcionante. Mientras él, menos discreto y más canalla, compuso una canción llamada Chelsea Hotel #2, que dice: «Te recuerdo bien en el Chelsea Hotel/ hablabas de manera tan valiente y libre/ mamándola en una cama desecha/ mientras en la calle te esperaba la limusina».
También se arrepintió y pidió disculpas.
No cabe duda de que fue una sinceridad canalla solo comparable a lo que dijo Elías Canetti sobre Iris Murdoch; pero no por eso vamos a dejar de admirar los textos de Canetti, las canciones de Cohen y las inolvidables interpretaciones de Joplin. Y es que nadie, absolutamente nadie, resiste la luz de la verdad y la sinceridad en el ámbito personal. Ni menos en el del sexo.
Siempre recuerdo a Karl Kraus: «El diablo es un optimista si cree que puede hacer a la gente peor de lo que ya es».