«Llevar mis látigos y esposas a la playa estelar sin pensar en las preguntas. Bajar descalza al mundo con huellas de azotes ardiendo en las piernas, firma del amor que trasciende la carne e invade el sistema nervioso central, donde el cerebro es incapaz de diferenciar el placer del dolor»
.
El sol se refleja en el Pacífico, a más de 33 millas adentro, donde ya no hay olas, solo tormentas, pero hoy la mar está en calma. El silencio del vaivén del agua es casi absoluto. Ahí, en la región donde maniobran los acorazados, ahí me ahogo.
La feminidad, el instinto, la necesidad de otro sudor y de violencia son coartados por esta masa de agua indomable que, fuera de la corriente metafórica, es lo políticamente correcto. El contrato social vuelve de a poco inservibles los pulmones, las piernas se convierten en peso muerto y los brazos parecen una mala broma.
Yo no soy Robinson Crusoe, ni tengo la vocación de David Foster Wallace.
Mi musculatura es ínfima ante el océano. Son las 11.34 de la mañana y requiero esa carnalidad para seguir escribiendo. Javier ya no está. En un punto que desconozco se dio cuenta de la preciosa sequedad de su piel, de los 12 años que separaban los extremos de la mesa cuando me alimentaba, que soy más joven que sus alumnos del doctorado, que todo Lo Contador iba a hablar sobre su intachable carrera y aquella poco publicitada afición de salir con «niñitas».
El salvajismo había que pagarlo con mis lágrimas.
El sol cayó más lejos del horizonte. Hay un rompehielos en mi corazón.
En puntillas por el azul nocturno de mi pieza, me arrojo a los brazos de una niña eterna, quien, mientras dure la pena, actuará como una suerte de hermana cósmica: Sylvia Plath me abriga con las páginas de sus Diarios completos. «Siempre tendré que escribir cartas que nunca podré mandarte», por miedo a ser despedida del contrato social, que nadie me preguntó si quería firmar: ¿este es el Cielo que me tenías prometido? «Entregar migajas por temor a que el público se hartara de tanto pastel de manzana».
La neo novísima inquisición me impidió contar al arquitecto del gozo de los caracoles y pulpos bajo la ropa —los animalistas me aman —, o el placer gravitante que me provoca el pasto bajo la piel desnuda —los guardias del parque también me quieren mucho—. Si fuera hombre, sé que, aparte de no usar jamás ropa interior, andaría con el pantalón abierto, sobre todo en primavera, bajo el polen que es como el semen de las plantas cayendo sobre la cara.
Igual de glorioso que ese cumshot en las mejillas limpiado antes de arreglar el cuello de su camisa y ordenarle el abrigo, para que, cuando salga, sentir el perdón de mis pecados. «Y yo gritaba para mis adentros, pensando: “¡Ah, me entregaría a ti forcejeando, resistiéndome!”», como escribió mi amiga Sylvia cuando conoció a Ted Hudges, ese amor de poeta capaz de quebrar los cristales, pero cuya infidelidad la empujó a cerrar los ojos dentro del horno.
En el suspiro quizás huyó el miedo. La bocanada de gas trajo la redención, el sueño y la apertura de aquel túnel hacia la inmensidad. (1)
«Cómo me gustaría que me subieran a un auto y me llevaran a las montañas, a una cabaña azotada por el viento y que, una vez allí, me violaran desenfrenadamente, (. . .) y resistirme, gritar y morder en el éxtasis violento del orgasmo». Llevar mis látigos y esposas a la playa estelar sin pensar en las preguntas. Bajar descalza al mundo con huellas de azotes ardiendo en las piernas, firma del amor que trasciende la carne e invade el sistema nervioso central, donde el cerebro es incapaz de diferenciar el placer del dolor, cual mano muerta sobre el piano o la bandeja para cocer galletitas.
«Tal vez nunca sea feliz, pero esta noche estoy satisfecha», susurra desde el papel mi amante estelar.
Un manotazo contra la mar eleva mi nariz y despeja los bronquios cuando soy capaz de entender que —pese al evangelio pregonado por la policía de lo políticamente correcto— por ser mujer no soy un ser de luz, sacro, intocable, sino apenas carne y huesos. O que el que venga me va a traicionar y yo le fallaré en cualquier tontera rutinaria, porque estoy consciente de que soy mi peor rival, aunque ninguna historia que merezca ser contada es plana y lineal.
Hoy «tal vez necesito a un hombre. De momento solo sé una cosa: todavía no lo he encontrado».
O, ¿eres tú?
Quiero compartir contigo lo que me hace bien, los espacios donde soy yo, lo importante. Quiero que seas conmigo el tiempo que dure esto, aunque, por miedo a asustarte, apenas sea capaz de decir «ya, salgamos, pioli».
.
.
(1) Sylvia Plath, poetisa y escritora, estuvo casada con el poeta Ted Hughes y se suicidó metiendo su cabeza adentro del horno para asfixiarse con gas.