A partir de las páginas autobiográficas del último libro de Rafael Gumucio, Francisca Feuerhake trata de situar las coordenadas temporales de su propia vida. Termina levantando —desde el punto de vista de una millennial— una admirable especulación sobre la pertinencia de inmiscuirse en el pasado.
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Nací en 1990. Dos años después del plebiscito que terminó con la dictadura y un año después de que mi abuelo, el que me heredó los ojos, el pelo y una atroz paranoia, muriera de cáncer. Nací doce años después de mi hermano mayor y nueve después del que le sigue, cuando ya mi familia estaba lista y nadie me esperaba, cuando ya todo había sucedido hacía tiempo.
La sensación de que nací demasiado tarde en relación a todo lo que importa me ha acompañado siempre. En ocasiones me siento como una alumna que ha llegado atrasada al colegio y que se dedica, con ojos atentos e inexpertos, a correr tras la profesora para averiguar de qué se trató la clase. Ansiosa y ávida de entender, leo libros como La edad media de Rafael Gumucio para conectarme con el pasado ajeno: anécdotas, pelambres, nombres y lugares de un tiempo que no pude conocer porque no existía o porque era demasiado chica.
Hasta los diez años mis recuerdos son débiles. Sería lógico pensar que la época que nos marca y sentimos como nuestra es la de nuestra adolescencia, la época de la que guardamos recuerdos nítidos. Mi adolescencia comenzó el 2003 aproximadamente. Los grandes relatos y anécdotas de los 90 que llenan novelas autobiográficas hoy en día, no existen en mi cabeza más que como experiencias ajenas, retocadas en mi mente con los colores que sí vi en los 2000, los años que son míos, que conozco de pies a cabeza y que recuerdo como rayos de luz que me erizan al oír una canción. El leopardo rojo de látex de Britney Spears, el báculo hermoso de Sailor Moon, la saga de Kill Bill, los ojos caídos de Snoop Dog y los lápices chinos con olor a frutillita y frases sin sentido, son algunas de las imágenes que trataré de trasmitir a algún hijo o alumno en varios años más.
Mis años 90 son más bien difusos. Recién de grande pude ponerle nombre a todo lo que me rodeaba en ese lapso: la voz que escuchaba en la radio de la cocina era la de Luis Miguel, esos adultos que aparecían en la tele eran Héctor Noguera y la María Izquierdo, y las muñecas a las que les cortaba el pelo se llamaban Barbies y las vendían en el Parque Arauco. Son recuerdos infantiles íntimos, muy apegados al cuerpo y a los sentidos, poco racionales, borrosos, desbordados e imborrables.
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Envidia del pasado
Evoco una porción de esa infancia cuando me meto en mi cama al final del día, cuando huelo pan tostado o me sumerjo en una tina caliente. Así, mi carencia de recuerdos racionales hace que me resulte particularmente difícil reflexionar acerca de los 90, no solamente por mi edad, sino por aquella frase que esgrimen con frecuencia los viejos experimentados cuando uno de nosotros —millennials aberrantes— intenta opinar acerca de cualquier época anterior a nuestro nacimiento: ustedes no pueden opinar, porque no habían nacido.
Solía escuchar esa frase encendida en rabia, y para protegerme me convencía de que todos los Pinochet y los Allende y los hombres de la transición me parecían aburridos y despreciables como tema de conversación. En seguida, no obstante, caía en la más tremenda envidia hacia los que habían vivido el 73 y la posterior dictadura, por el solo hecho de poder participar de la tertulia. No me gustaba el personaje de la alumna atrasada. Quería ser grande, quería entender todo, haberlo vivido todo, hasta la tragedia. Sin duda era un deseo caprichoso, egoísta e inconsciente, ya que pasaba por alto el sufrimiento incalculable por la pérdida de seres queridos, la represión y la tortura además del silencio, el gris, el retroceso cultural y todo lo que sabemos que provocaron esos 17 años indelebles.
Pero como la corrección política es una reina que no rige ninguno de los oscuros rincones de la mente humana, en la mía existía el deseo y la envidia por haber vivido en esos años. Mi edad y mis circunstancias me obligan constantemente a mirar hacia los más viejos y preguntarme por qué no nací antes, por qué no fui yo de niña como Gumucio —que vio a sus padres en la circunstancia del golpe— y por qué no estoy ahora haciendo novelas, películas y documentales acerca de mi infancia en dictadura.
Roberto Merino dijo hace un tiempo en una columna de LUN titulada «Un flash de 1980»: «Me gustaban los viejos cuando tenía yo esa edad tan insolente de los veinte años. Me entretenían sus latas sobre la Gran Depresión y los tranvías de dos pisos y los “banquetes monstruo” y el olor del té y del café en los emporios, pequeños placeres de la edad de oro que cada cual construye en el escaso tiempo de su vida».
Merino ocupa el término preciso para referirse a mi deseo de husmear en el pasado y retroceder el tiempo: la insolencia. Pero la insolencia no radica en querer aprender, sino en la caricaturización del pasado. La poca reverencia con la que los jóvenes nos desenvolvemos escandaliza a muchos que han quedado traumatizados y curtidos por los ires y venires de la política chilena. En La edad media, Gumucio dice: «Los testigos de los hechos, los adultos que eran grandes para ese día de septiembre del 73, han logrado quitarle su estatus de avenida y de día feriado. Los que no lo vivimos, los que lo vivimos como yo, es decir de oídas, no podemos olvidar ese día en que los adultos se portaron como niños y los hombres como perros. Ese recuerdo anterior, ese pasado que no pasa del todo nunca, es más fuerte que cualquier voluntad, que cualquier idea, que cualquier deseo». Quiere decir que los hitos históricos que vivimos de niños y que absorbimos con la tremenda sensibilidad propia de la infancia, se nos quedan atrapados en algún lugar de la cabeza, muy atrás, un lugar invisible que lo rodea todo y que es imposible de extirpar. En el caso de Gumucio es algo que merodea constantemente su escritura y, al igual que sus coetáneos, se ha encargado de elaborar sin parar ese día de septiembre. Me parece que esta idea es especialmente interesante porque revela la columna vertebral de su libro y de la generación de los 90: el golpe militar.
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Tiempo amodorrado
No hay manera de hablar de los 90 sin hacer referencia al 73 y la posterior dictadura, y es precisamente la corta edad que tenía el escritor para el día del golpe lo que le permite albergar un recuerdo más crudo, menos racionalizado y quizás hasta más vívido que el de un adulto.
A partir de esa misma lógica podría decir que los 90 para mí es una década imborrable. Me sorprendo y me río cuando leo el pasaje de La edad media en que el protagonista habla de las expectativas que se tenían el 89: «Después de ser preocupación, después de ser afiche, después de no ser nada, íbamos a estar de nuevo de moda […] todos decididos a dejar la guerra en paz y hablar del corazón, la piel, las ganas infinitas de que todo sea en colores, muchos colores».
Según ese vaticinio, mi infancia debió ser colorida y festiva, sin embargo no recuerdo nada parecido a una fiesta. Fue más bien aburrida, envuelta en un ambiente latigudo.
Más tarde leo una descripción de los años de dictadura que hace Álvaro Bisama en su ensayo Fotos, y la encuentro inusitadamente similar a mis años 90: «La dictadura era capaz de suspender el tiempo para todos, demolerlo y cortarlo en pedacitos, convertirlo en otra cosa, más viscosa, en algo parecido al agua sucia que reposa en un charco».
Asimismo sentía que el tiempo pasaba en mi infancia: amodorrado, traspuesto y todo envuelto en un aire enrarecido. Me veo repantigada en la cama de mis papás viendo tele y comiendo Cerelac con leche condensada. Tengo seis o siete años. En la pantalla ya hay algunas series y películas gringas infantiles que muestran un mundo lleno de posibilidades, bowling, cine, parques de diversiones con carrusel y osos de peluche gigantes, citas con milkshake en diners de barrio, colegios con ropa de calle y una larga lista de espacios y entretenciones que en el Chile de 1996, no existen.
Mi vida, comparada con Nickelodeon, era de frentón gris. Cuando no veía tele, estudiaba en un colegio católico con monjas de hábito negro que se paseaban sala por sala advirtiéndonos las horribles consecuencias de una vida entregada a los placeres, y donde todo tipo de interés personal por tocar un instrumento, pintar un cuadro o estudiar astrofísica era ahogado por un grueso manto de pudor y vergüenza a sobresalir.
Tal vez por eso cuando mis padres me hablaron de la dictadura, la figura de Pinochet me pareció muy familiar, y naturalmente sentí que yo también podía opinar. Sin embargo, cuando un día le pregunté a una profesora por qué no nos mencionaban a Allende y a Pinochet en clases de historia, me miró con expresión severa y articuló la infame frase: qué le importa a usted, si no había nacido. Más adelante pude deducir que a pesar del fin oficial de la dictadura hacía diez años, de alguna manera ésta se extendía como una enredadera invisible en instituciones religiosas y conservadoras.
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La revelación de Machuca
No me contaron lo que pasó sino hasta mucho después: recién el año 2004 Andrés Wood (que tenía ocho años para el golpe) lanzó una película que funcionó como un foco luminoso en la oscuridad de mi mente: Machuca. Después de salir del cine me di cuenta de lo poco que sabía y de lo sola que me habían dejado mis padres y mis hermanos con respecto a mi educación en ese tema. Manejaba algunas nociones precarias, pero en la amalgama de pasiones, rabias y calenturas de la adolescencia, admito que imaginaba que el golpe militar y la dictadura eran historias en blanco y negro, muy remotas, de algún lugar helado y petrificado, más moderno que la conquista pero no tan actual como el presente.
¿Entonces, era el tema de la dictadura algo privado de cada chileno, que debía ir averiguándolo de a poquito, como se acostumbra con el sexo? En ese sentido, después de ver Machuca me sentí como una niña que, teniendo una vaga idea de cómo vienen los niños al mundo, de pronto le muestran una porno. Así, ignorándola y descubriéndola de a poco y parcialmente, me distancié de la historia. No me culpo: es agotador andar agachado toda la vida buscando pistas de una hermana muerta, de la que los papás no se atreven a hablar.
En algún minuto es sano ponerse a jugar a otra cosa, y los millennials jugamos a que vivimos en un país sin precedentes, sin historia inmediata, sin dictadura, desligado de cualquier trauma. Volamos felices al sudeste asiático, plantamos marihuana tranquilos en los departamentos y saltamos en el Lollapalooza.
¿Qué identidad nos corresponde a nosotros? Por un lado somos jóvenes comprometidos que, según describe Gumucio, «se disponen todos los años a quemarse las manos y apedrear todo lo que huela a Golpe. Otros defienden a bastonazos y gritos las obras de un general que dejó el poder justo cuando ellos mismos nacieron».
Y por otro lado somos los que creen que Chile se fundó ayer. El problema es que ambos caminos desembocan en la misma trampa: la sorna y el desdén de los que sí nacieron antes. Si no opinamos somos indiferentes, y si nos involucramos, somos insolentes.
Con todo, prefiero ser insolente y oponerme a la práctica de descartar opiniones por asuntos cronológicos y generacionales (ya que coarta futuros análisis y demuestra ojera intelectual). Sería de esperar que en los colegios la clase de historia tratara los acontecimientos del país de hace cuarenta años, es decir, prácticamente ayer. Los conceptos antes de y después de, funcionan a este respecto igual como lo malo y lo bueno, y no hace falta mucha introspección para darse cuenta que es imposible separar las décadas de manera tajante. Lo infantil, por lo tanto, más que en querer participar de algo que no se vivió, radica en clasificar intelectos como aptos o no aptos para opinar de la historia no vivida.
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