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Literatura oficial en la mira

Convulsiones desde el reino de lo ameno.

Juan Manuel Vial
Periodísta y crítico literario Fotografía portada: Juan Pablo Molina Santiago, Chile Á - N.1

Aunque Roberto Bolaño fue generoso con Fernando Vallejo y Vallejo mezquino con Bolaño, hubo cierta convicción que los unió más allá del desprecio por García Márquez y la capacidad suicida de granjearse enemigos: la erizada intransigencia ante la gura del escritor falsario. En la incorrección política de ambos, en sus diatribas y en sus elaborados insultos se discierne una ética de la escritura.

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Años atrás participé de un almuerzo poco memorable en honor del escritor colombiano Fernando Vallejo, almuerzo organizado en un restorán del centro por la editorial que publica sus libros.

Además de Vallejo, si la memoria no me falla, los comensales éramos un librero, un mal novelista, una persona de la editorial y un par de críticos literarios. En ese entonces, pongamos que haya sido hace diez años, yo le guardaba admiración y respeto a Vallejo, no solo porque había armado aquella mole de la lingüística titulada Logoi, sino también porque ametrallaba con bastante arrojo, procacidad y gracia a quienes en mala hora se habían cruzado por su camino: Mahoma, Yahvé, la Iglesia católica, la gente que no trata a los animales como al prójimo, los políticos de su patria, su patria completa a fin de cuentas. Nadie expresaba entonces sus posturas políticas con similar virulencia —tratándose de Vallejo, todas sus opiniones son políticas—, ni nadie hasta ahora entre sus contemporáneos ha conseguido superarlo en el manejo del insulto magnicida o de la diatriba churrigueresca.

El librero presentó un ejemplar de El desbarrancadero para que Vallejo se lo dedicara, el mal novelista intentó caerle en gracia profundizando precisamente en el tema que menos domina (los misterios de la lingüística) y la funcionaria de la editorial con toda probabilidad cumplió su rol de anfitriona y pagó la cuenta. Por mi parte, le pregunté algo sobre Mujica Lainez, no recuerdo qué, pero como ambos admiramos al escritor argentino no pasó de ser una pregunta de buena crianza. En realidad, ahora que pienso en ello, lo único memorable de aquel almuerzo fue que lejos de ser el pendenciero intemperante de sus libros, «el marica hijueputa» dispuesto a incendiar el circo sin la menor provocación, Vallejo era en persona un tipo amable, comedido y extremadamente bien hablado.

No sé si por esa época el colombiano habría ya pronunciado una opinión un tanto excedida, incluso para sus estándares (tampoco sé si a la época él todavía era colombiano, puesto que en 2007 abjuró de su colombianidad y se nacionalizó mexicano). Vallejo, un amante y cultor del barroco, al igual que Mujica Lainez, declaró en algún momento que la prosa de Roberto Bolaño estaba al nivel de «yo Tarzán, tú Chita». Lo cierto es que nadie tocó el asunto durante el almuerzo.

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Contra García Márquez

En El gaucho insufrible (2003), Bolaño incluyó una conferencia bastante famosa hoy por hoy, cuyo título, nunca hay que dejar de recordarlo, proviene de una magnífica serie de relatos de horror escrita por un estadounidense racista y torturado a causa de su homosexualidad reprimida: H.P. Lovecra , quien publicó sus historias entre 1921 y 1935 y luego las reunió en un solo volumen que finalmente tituló Los mitos de Cthulhu.

En «Los mitos de Cthulhu», diatriba que como ya dije fue primero pronunciada como discurso, Bolaño las emprende entre otros blancos contra los escritores que venden mucho y valen poco o nada literariamente hablando. Por supuesto que el tema no es novedoso y él mismo lo había desarrollado en sus cuentos, en sus novelas, en su conversación periodística: los impostores, los falsarios y los arribistas del mundo de las letras ocupan un lugar establecido dentro del universo bolañiano. Pero en esta ocasión, Bolaño se enfoca también en el lector que consume malos libros:

«Hay una pregunta retórica que me gustaría que alguien me contestara: ¿por qué Pérez Reverte o Vázquez Figueroa o cualquier otro autor de éxito, digamos, por ejemplo, Muñoz Molina o ese joven de apellido sonoro, De Prada, venden tanto? ¿Solo porque son amenos y claros? ¿Solo porque cuentan historias que mantienen al lector en vilo? ¿Nadie responde? ¿Quién es el hombre que se atreve a responder? Que nadie diga nada. Detesto que la gente pierda a sus amigos. Responderé yo. La respuesta es no. No venden solo por eso. Venden y gozan del favor del público porque sus historias se entienden. Es decir: porque los lectores, que nunca se equivocan, no en cuanto a lectores, obviamente, sino en cuanto a consumidores, en este caso de libros, entienden perfectamente sus novelas o sus cuentos».

Un poco más adelante, Bolaño vuelve a apuntar al verdadero objeto de su desprecio: los mediocres autores latinoamericanos de nuestros días, los bastardos del boom, los imitadores sin gracia, «los hijos tarados de García Márquez». Es la época, dice, «del escritor que va al gimnasio, del escritor que cura sus males en Houston o en la Clínica Mayo de Nueva York». Y enseguida desvela el concepto clave de su invectiva: «Los escritores actuales no son ya, como bien hiciera notar Pere Gimferrer, señoritos dispuestos a fulminar la respetabilidad social ni mucho menos un hatajo de inadaptados sino gente salida de la clase media y del proletariado dispuesta a escalar el Everest de la respetabilidad, deseosa de respetabilidad».

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«No olvidemos que son políticos los que dirimen sobre literatura nacional, ocasionales ministros de Educación que poco o nada han leído en la vida, y que si leyeron quedaron boquiabiertos con
los trucos formales de Isabel Allende y Antonio Skármeta».

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La respetabilidad conlleva sudoraciones: «Firmar libros, sonreír, viajar a lugares desconocidos, sonreír, hacer de payaso en los programas del corazón, sonreír mucho, sobre todo no morder la mano del que les da de comer, asistir a ferias de libros y contestar de buen talante las preguntas más cretinas, sonreír en las peores situaciones, poner cara de inteligentes, controlar el crecimiento demográfico, dar siempre las gracias».

La inquina que Bolaño y Vallejo alimentaron por García Márquez fue osada, dado que pocos escritores de peso se atrevieron a fustigar al patriarca de las letras latinoamericanas. En el fondo, lo ven como un sobalomos del poderoso, un rasgo que en primera instancia podría sonar paradójico si consideramos que él mismo era un tipo con bastante poder. En sus mitos, Bolaño sostiene que la mejor lección de literatura de García Márquez «fue recibir al Papa de Roma en La Habana, calzado con botines de charol, García, no el Papa, que supongo iría con sandalias, junto a Castro, que iba con botas. Aún recuerdo las sonrisas que García Márquez, en aquella magna esta, no pudo disimular del todo. Los ojos entrecerrados, la piel estirada como si acabara de hacerse un lifting, los labios ligeramente fruncidos, labios sarracenos habría dicho Amado Nervo muerto de envidia».

Por su parte, Vallejo lo increpa en «Cursillo de orientación ideológica para García Márquez», un texto incluido en Peroratas (2013): «Llegué a Cuba la primera vez con inmunidad diplomática, en gira oficial arrimado a una compañía de cómicos mexicanos que protegía el presidente de México, protector a su vez de Cuba, Luis Echeverría. No sé si lo conocés. Con él nunca te he visto retratado. Retratado en el periódico te he visto con Fidelito Castro, Felipito González, Cesarito Gaviria, Miguelito de la Madrid, Carlitos Andrés Pérez, Carlitos Salinas de G. , Ernestico Samper. Caballeros todos a carta cabal, sin cuentas en Suiza ni con la ley, por encima de toda duda. ¿Con el Papa también? Eso sí no sé, ya no me acuerdo, me está entrando el mal de Alzheimer. Sé que le tenías puesto el ojo, tu ojo de águila, a Luis Donaldo Colosio, pero te lo mataron. Me acuerdo muy bien de que cuando lo destaparon (lo destapó tu pequeño amigo Carlitos Salinas de G. para que lo sucediera en su puesto, la presidencia de México, supremo bien) madrugaste a felicitarlo. Le diste como quien dice (como se dice en México) “un madrugón”».

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Bonnie and Clyde

«¿Qué pueden hacer Sergio Pitol, Fernando Vallejo y Ricardo Piglia contra la avalancha de glamour?», se pregunta Bolaño nombrando a tres autores que con razón le parecen magníficos. La pregunta resulta un poco embarazosa sabiendo lo que sabemos, incluso triste, razones de sobra para pasar por alto el hecho de que Bolaño fue generoso con Vallejo y Vallejo mezquino con Bolaño. De mayor provecho sería detenernos en que ambos comparten algo más que el Premio Rómulo Gallegos, la tirria por García Márquez y una vocación manifiesta y en ocasiones suicida por granjearse enemigos: el menosprecio absoluto y tajante por el escritor políticamente correcto, aquel que con tal de trepar elige no hacerse de enemigos, vicio atacado por la ética guerrillera de Bolaño, o aquel que Vallejo definiría más sucintamente, sin pelos en la lengua, como «un mamavergas».

Llegados a este punto, ya podemos entrar de soslayo en el campo de la literatura chilena. En ningún otro país del mundo, y lo digo con toda seriedad, los gobiernos han favorecido con semejante esmero a los autores políticamente correctos, a los cultores de lo ameno, lo legible y lo claro. No hay que ser puntilloso al ojear el listado de poetas y narradores que han obtenido el Premio Nacional de Literatura, a cada instante saltan a la vista individuos que lo ganaron únicamente por ser dechados de respetabilidad o de mediocridad, que en este caso son lo mismo: músculo, tendón, hueso y sangre de la corrección política. El ejercicio simple de reparar en los vacíos, en quienes no lo ganaron, basta para hacerse una idea redonda del intríngulis: no lo obtuvieron el poeta Vicente Huidobro ni el narrador Roberto Bolaño. Convulsiones desde el reino de lo ameno.

Los últimos dos premios nacionales de literatura que entregó el gobierno de Chile en narrativa les correspondieron a Isabel Allende y Antonio Skármeta, situación que nos conduce a un callejón sin salida aparente, ya que es como decir los Bonnie and Clyde del movimiento que Vallejo y Bolaño atacan desde sus respectivas trincheras. Bonnie, laboriosa, vivaracha, mundana, pizpireta, intrigante, lasciva, campeona de las causas de moda, siempre presta a entregarle a sus millones de lectoras y lectores una historia que oscila entre lo cursi y lo edificante, todo con una facilidad de digestión pasmosa. Y Clyde, que literariamente hablando es menos que Bonnie, razón por la que se ha visto obligado a sonreír mucho más en la vida, encarna con especial encanto y simpatía al «escritor funcionario» denunciado por Bolaño, aquel que de tanto doblar la espalda ante el poder político terminó no solo garrapiñando un envidiable número de prebendas, sino que además alcanzó la gloria literaria, si es que así puede llamársele al reconocimiento con que sus amigotes del partido le pagaron ciertos favores de campaña y más de una sonrisilla cómplice.

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Los premios otorgados por el gobierno de Chile a Isabel Allende y Antonio Skármeta nos avergüenzan, es cierto, nos hacen quedar mal ante el resto, es cierto, promueven el mal gusto y la flojera, es cierto, y ocasionalmente nos producen ira, por cierto, pero ello no sería nada ante el inquietante precedente que podrían establecer ahora que la corrección política y la política a secas han descubierto que tienen más de algo en común. No olvidemos que son políticos los que dirimen sobre literatura nacional, ocasionales ministros de Educación que poco o nada han leído en la vida, y que si leyeron quedaron boquiabiertos con los trucos formales de Allende y Skármeta. Según marchan las cosas, no me extrañaría que un día premien a cualquiera de esos carcamales que, sin otra cosa que hacer en la vida, escriben compulsivamente cartas al director de El Mercurio en pos de causas como la mejora del alumbrado público o el control del flujo migratorio.

El consuelo, que a veces lo hay, vendría a ser el manto de corrección política que se cierne pesado sobre otras literaturas a nivel mundial. El neofeminismo y el Islam, dos religiones implacables, tienen de rodillas a las letras europeas, estadounidenses, africanas y asiáticas. Nosotros en Latinoamérica gozamos de cierto respiro, al menos en lo que al Islam se refiere, puesto que de las neofeministas no nos hemos salvado nunca. Aquí, encabezando los ranking y los recuentos de ventas, distinguimos impostores, falsarios, mediocres, burócratas, imitadores y arribistas, pero todos ellos —Dios los guarde en su Santo Seno— todavía pueden referirse a Mahoma o a cualquier ayatola o imán como les plazca, aunque, claro, si lo hicieran yendo un pelín más allá de la mención a un nombre exótico, correrían el riesgo de dinamitar el puente de amistad y facilidad y entendimiento y dulzura que han tendido con muchos esfuerzos hacia el lector simplón, que ciertamente es el que merecen.

En «Los mitos de Cthulhu», Bolaño se ríe tangencialmente del mulá Omar, mientras que las páginas que Vallejo ha dedicado a desollar en carne viva a Mahoma son a estas alturas innumerables. Pienso en esto porque hace justo 30 años se publicó en Londres Los versos satánicos, de Salman Rushdie, una novela extensa, colorida, sarcástica, que más de alguna línea le debe a García Márquez, una novela que, insospechadamente, iba a marcar un antes y un después en el devenir artístico de parte de Occidente, si bien no por razones estéticas.

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Enemigos del escritor

Cinco meses después de lanzado el libro, la mañana del 14 de febrero de 1989, Rushdie asistió al funeral de su buen amigo Bruce Chatwin, quien le había ocultado a medio mundo que moría de sida (mantuvo hasta el fin que se extinguía a causa de una infección producida por un hongo chino bastante exótico). Poco antes de salir de casa rumbo al servicio, Rushdie fue informado de que muy lejos, en Teherán, el ayatola Jomeini había proclamado una fatwa en su contra, es decir, una exhortación directa, que incluía una recompensa en metálico, para que cualquier creyente musulmán lo asesinara. ¿La razón? Los versos satánicos, y, específicamente, un pasaje blasfemo de la novela en donde Mahoma o un ayatola o un imán no quedaba bien parado. El tema dio que hablar durante la ceremonia, pero nadie se lo tomó ese día en serio. Paul Theroux, haciéndose el tony, le dijo a Rushdie que la próxima semana estarían todos ahí mismo reunidos, claro que ahora despidiéndolo a él. Al día siguiente Rushdie desapareció de escena. Y pese a que un año después abjuró de su escrito utilizando la fórmula tradicional —«No hay más Dios que Alá y Mahoma es su último profeta»—entiendo que la fatwa, aunque morigerada, sigue en pie. «Arrepentirme», admitió años más tarde, «fue el peor error de mi vida».

Bolaño y Vallejo no son del tipo de personas que se arrepienten de sus dichos. Por lo demás Bolaño ya no puede hacerlo, muerto como está. Pero la ética en contra de la corrección política que desarrolló en vida es distinguible a lo largo de toda su obra, y ésta, como bien sabemos, es la que perdura. Y Vallejo antes muerto que arrepentido. Como sea, nadie podría sostener que los escritos de Bolaño y de Vallejo son oscuros o encriptados para solaz de un lector altamente sofisticado y culto. «Por supuesto es aconsejable aceptar y exigir, faltaría más, el ejercicio incesante de la claridad y la amenidad en la novela», dice Bolaño en la diatriba citada. Y Vallejo tiene una buena frase en contra del retorcimiento y la pedantería: «El ser y el tiempo de Heidegger es horrible, La crítica de la razón pura de Kant es horrible, la Suma teológica de Tomás de Aquino es horrible, el Discurso del método de Descartes es horrible, El ser y la nada de Sartre es horrible. Horrorosos todos, no pierdan tiempo en eso, créanme, aprendan de la experiencia ajena para que ganen tiempo, que está muy escaso. ¡Qué bueno que no me dieron el doctorado en filosofía, muchas gracias!».

En otra de sus peroratas, el ex colombiano arguye que «los periodistas aniquilan al escritor. Todo lo tergiversan, todo lo banalizan, todo lo estupidizan. ¿Dice uno algo bien? Lo repiten mal. ¿Se equivoca uno? Dejan la equivocación. ¿Dice uno una frase genial? La borran. Los principales enemigos del escritor son: el corrector de pruebas, el periodista, el editor y el lector. En ese orden».

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«Para Bolaño la respetabilidad conlleva sudoraciones: “Firmar libros, sonreír, viajar a lugares desconocidos, sonreír, hacer de payaso en los programas del corazón, sonreír mucho, sobre todo no morder la mano del que les da de comer”»

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¿Fue malinterpretado Vallejo al decir que la prosa de Bolaño estaba al nivel de «yo Tarzán, tú Chita»? Da igual, pues el error de juicio es grosero por donde se le mire. ¿Se arrepentiría hoy de aquel desliz? De ningún modo, precisamente porque él cree a pie juntilla en que «cada quien es sus palabras». Así queda demostrado en la primera frase de El don de la vida (2010), una de las tantas novelas en que el narrador no es otro que Vallejo mismo: «—¿Quién tiene la verga más grande en este bar de maricas? —pregunté al entrar todo borracho y me trajeron a un muchacho».

El lector como enemigo del escritor es un concepto que guarda relación con lo hasta aquí dicho, pero el asunto que más nos urge es otro: el pacto manifiesto entre los políticos y los escritores políticamente correctos puede terminar con nosotros, los lectores, confinados en un páramo maldito, en un gueto del mal gusto en donde los reclusos que no mueren de aburrimiento, mueren de desnutrición mental, que a fin de cuentas vendría a ser lo mismo. Esperemos entonces que unidos en hordas maledicentes e incendiarias, los señoritos y los desadaptados nos libren del encierro y barran con la respetabilidad de las letras contemporáneas, ya que de seguir así las cosas es probable que solo encontremos refugio en las librerías de viejo, que también son un erial maloliente y claustrofóbico.

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Juan Manuel Vial