Un reciente documental, El caso Padilla, desclasifica la autocrítica que el poeta Heberto Padilla debió realizar en La Habana en 1971 para probar su lealtad a Fidel Castro y a la Revolución Cubana. Sigue siendo un momento políticamente muy oscuro, incluso repugnante, pero que ilumina como pocos la compleja y peligrosa relación entre el arte y la política.
I
La noche del 27 de abril de 1971 tuvo lugar, en la sede de la Unión de Artistas y Escritores de Cuba, uno de los momentos más infames de la Revolución Cubana. Treintaiocho días después de haber sido detenido por agentes de la Seguridad del Estado, período en el que no se supo dónde estuvo ni qué le hicieron, el poeta Heberto Padilla, autor de Fuera del juego, un celebrado libro de poemas que obtuvo una de las máximas distinciones de las letras cubanas, realizó ante sus colegas una dramática autocrítica donde se inculpó de tibiezas, extravíos y resentimientos respecto de la Revolución. Reconoció que había perdido el fervor y se había transformado en un crítico del proceso. La sesión partió a las 9 de la noche y duró hasta entrada la madrugada. Padilla insiste una y otra vez en que él pidió la reunión y que está hablando en ese momento con absoluta libertad. Padilla tiene una verba fácil y en algún momento rompe incluso las notas que había preparado. Lo hace para entregar una prueba —que nadie le ha pedido— de la espontaneidad de su discurso. La audiencia lo escucha en silencio y con atención. Los rostros se ven adustos, sombríos, y no vuela una mosca. Padilla habla y habla. También transpira. Reconoce su narcisismo y egolatría, reconoce su resentimiento y mala leche. «Agradece», sí, agradece, la generosidad que la Revolución ha tenido con él. Agradece también las «valiosas conversaciones» que ha tenido con los agentes de la Seguridad. A esas alturas el espectáculo ya es nauseabundo. Pero después, cuando el poeta comienza a entregar nombres de escritores en igual situación que la suya, que no han sido detenidos pero que podrían o deberían serlo de un momento a otro, se vuelve vomitivo: sin querer queriendo, delata a César López, a Pablo Armando Fernández, a Manuel Diaz Martínez, al propio José Lezama Lima—-ya entonces una catedral de las letras latinoamericanas del siglo XX—, a Norberto Fuentes, quizás si el más insumiso o chúcaro.
Todos, salvo Lezama, que no estaba ahí, debieron pasar a la testera para contribuir con lo suyo, aterrados y con la debida docilidad, a esta farsa. Fue la fuga final de la Revolución a los años del Gran Terror de Stalin. A partir de ese momento la libertad de expresión en Cuba había muerto. La Revolución, en su versión ortodoxa y totalitaria, había terminado por triunfar.
Una coproducción cubano-española del año pasado, El caso Padilla, documental dirigido por Pavel Giroud, muestra por primera vez las imágenes de la siniestra sesión. ¿Dónde estaba este registro, por qué no lo conocimos antes? Es un misterio, pero debió estar en la bóveda de alguna repartición del aparato de represión de la isla. Son imágenes impresionantes y que nunca se habían hecho públicas. Habíamos leído muchísimo sobre este episodio. Pero una cosa es leerlo y otra es verlo. La cinta debería ser material pedagógico de primera necesidad en toda escuela de libertades. Ojalá alguna plataforma de streaming o de videos la incorpore pronto a su catálogo. No sólo es impresionante. Aún hoy, también es devastadora. La obra incluye varios testimonios de interés: entrevistas de la época a Cabrera Infante, a Vargas Llosa, a Jorge Edwards, además de declaraciones de Cortázar, García Márquez, Carlos Fuentes. La detención de Padilla mereció una airada carta de protesta de famosos artistas e intelectuales del mundo (Sartre, De Beauvoir, Moravia, Enzensberger, Vargas Llosa, Cortázar, Sontag, Paz, Pasolini, Semprún, los Goytisolo….) y que cayó como dinamita en La Habana. Luego vendría una segunda carta, ya más dura, rechazando las infamantes condiciones de la autocrítica. Fue el momento de la ruptura de la intelectualidad con Castro, de la cual terminaron sustrayéndose figuras como Cortázar y García Márquez. Cortázar sí había firmado la primera carta y se restó de la segunda. García Márquez apareció firmando la primera, pero la verdad es que nunca lo hizo; un buen amigo suyo, Plinio Apuleyo Mendoza, pensó que le gustaría estar en ese grupo y, bueno, se equivocó. También, a su modo, Padilla se había equivocado. Creyó ser el pavo real del gallinero y gozaba contrariando las verdades oficiales de la Revolución. Edwards lo perfila bien en Persona non grata: su narcisismo, su histrionismo, le jugó una mala pasada. Pensaba que el hecho de publicar en España lo blindaba ante el gobierno.
Calculó mal porque en cuestión de semanas lo demolieron por dentro y por fuera. Castro no iba a permitir traspasar las líneas rojas que él mismo había establecido diez años antes en la Biblioteca Nacional al cerrar un congreso de artistas e intelectuales: «Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada». Después de su patética autocrítica, a Padilla lo siguieron humillando. Le dieron puestos insignificantes, lo mandaron al campo, le quebraron las alas a su poesía.
Tiempo después, derrotado, ya bien alcohólico, convertido en un alma en pena, Heberto Padilla, se describió a sí mismo en su show autocrítico con las siguientes palabras: «Vestido de payaso que no hizo reír a nadie». Para entonces ya había salido al exilio, que le consiguió el senador Edward Kennedy después de forcejear mucho con La Habana.
Posiblemente no hay mejor introducción que esta cinta al tema de las relaciones entre la política y las artes. Dado que la gente de derecha (de la derecha liberal, se entiende, porque el fascismo en este como en otros temas no difiere gran cosa del comunismo) tiende a reconocer una cierta autonomía para estas esferas de actividad (allá la política y acá la cultura), el asunto es especialmente delicado para el pensamiento de izquierda. Este suele correlacionar estos planos en términos tales que si, con suerte, en una primera instancia el arte no queda derechamente sometido a los dictados de la política, lo más probable es que al final el trabajo de los artistas termine siendo empujado a los siempre discutibles dominios de la propaganda.
En principio y en general, arte y propaganda se rechazan recíprocamente. O estás en un lado o estás en otro. Excepcionalmente, sin embargo, la incompatibilidad se atenúa o desaparece. Por ejemplo, tres de las películas emblemáticas de S.M. Eisenstein, el padre del montaje fílmico (La huelga, El acorazado de Potemkin y Octubre), consideradas por la crítica internacional como obras maestras absolutas del séptimo arte, son cintas indudablemente propagandísticas. ¿Merecen el prestigio que se les concede? A lo mejor sí, pero es un hecho que también están fuertemente sobrevaloradas. No es necesario insistir en los sesgos ideológicos de la crítica mundial. Y, por lo mismo, hay que decirlo con todas sus letras: son varias las películas de esa época que las superan con largueza en expresividad e inspiración.
Atendida la dificultad de establecer con claridad cuáles son los dominios del arte y cuáles los de la propaganda política, cuesta llegar a consensos o verdades que puedan funcionar siempre, en todo lugar y a rajatabla. Milan Kundera recomendaba a los artistas no meterse en política por una razón instrumental, si se quiere: para que sus obras sean juzgadas con criterios literarios o artísticos, que es lo que esperan, y no por consideraciones políticas, que deberían ser subalternas. Otros no suscribirían en absoluto este resguardo. Contrariando muchas opiniones, por ejemplo, Borges creía que lo mejor de Neruda era su poesía política, no la que tenía que ver con los sentimientos, con el erotismo o con las experiencias de la vida cotidiana. Por su parte, el novelista español Javier Cercas aconseja distinguir lo que el artista pueda opinar como ciudadano en sus artículos o en sus ensayos y lo que pueda inducir a pensar en sus novelas. Cercas ve un completo antagonismo entre el articulista y el novelista. El articulista, según él, está lleno de certezas y posiciones. El novelista, en cambio, trabaja con la ambigüedad, con la contradicción, con la ironía. «Pienso en don Quijote» —plantea—, «que está loco y no lo está: eso es la novela. Don Quijote es ridículo y heroico. El articulista y el novelista son antagónicos y su convivencia es difícil. Si el ciudadano derrota al novelista, el novelista convierte su novela en propaganda. La literatura es muy útil, siempre y cuando no se proponga ser útil. Si sucede así, se convierte en pedagogía». Y de eso, a su juicio, la literatura tendría que huir. Como ejemplo de un novelista que derrota al ensayista que lleva en sí, apela al nombre de Vargas Llosa. Nadie menos entusiasta que él de los nacionalismos y sin embargo en El sueño del celta concibió un protagonista capturado por esas pasiones; nadie más respetuoso de la democracia liberal y sin embargo en La historia de Mayta se metió en la piel de un terrorista; nadie más sensible a los riesgos del fanatismo político y sin embargo escribió La guerra del fin del mundo, que es la epopeya de un fanático.
II
Cuando escribió el más célebre de sus ensayos, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, el año 1936, ya en plena debacle de Alemania, el filósofo y ensayista Walter Benjamin habló del fenómeno de la estetización de la política, para referirse a los ropajes con que en particular los regímenes fascistas intentaban ennoblecer sus políticas de masas, y de la politización del arte como desafío y necesidad, desde el prisma del marxismo, que era el suyo, para la producción de un arte que contribuyera a la liberación de los individuos. El ensayo de Benjamin no es taxativo. Va y viene, entrega y quita, se desvía y regresa. Es antes una invitación a pensar en estos temas que un manual de lo que haya necesariamente que pensar. A esas alturas, se nota, Benjamin ya era consciente de las desviaciones totalitarias que había seguido la Revolución Rusa. Diez años antes había visitado la Unión Soviética y desde entonces las libertades no habían hecho otra cosa que achicarse, pero tampoco quería correr riesgos y quemar en ese momento sus naves. Su situación personal se estaba volviendo insostenible y habría sido una locura para él —pobre, judío, marxista y vinculado a la Escuela de Frankfurt— hacerse de más enemigos. Sabía mejor que nadie, en todo caso, que nada en estos dominios, dominios del arte y dominios de la política, era tan inocente como presumía la intelectualidad de su época; tampoco tan fácil como en principio parecía. Por lo demás, hay veces, y todos tenemos escandalosas evidencias al respecto, en que son los propios artistas los que optan por el vasallaje al poder. No hay peor esclavitud que la acatada voluntariamente. El siglo XX no fue en este sentido muy edificante. De Sartre a Neruda, de Bernard Shaw a Picasso, de Hemingway a André Breton, de Romain Rolland a H.G. Wells, fueron muy pocos, poquísimos, los grandes artistas que antes o después de la Segunda Guerra Mundial osaron levantar la voz para denunciar los crímenes del estalinismo. La mayoría, por la inversa, prefirió desentenderse si es que no elogiar, con ojos siempre en blanco, claro, a la Unión Soviética.
«No hay peor esclavitud que la acatada voluntariamente. El siglo XX no fue en este sentido muy edificante. De Sartre a Neruda, de Bernard Shaw a Picasso, de Hemingway a André Breton, de Romain Rolland a H.G. Wells, fueron muy pocos, poquísimos, los grandes artistas que antes o después de la Segunda Guerra Mundial osaron levantar la voz para denunciar los crímenes del estalinismo»
III
Si la relación de la izquierda con la libertad de expresión y la libertad artística en general ha sido siempre tan traumática, quizás en parte el fenómeno se debe al peso del determinismo histórico que está en la matriz genética del marxismo. Después de todo, Marx se vio a sí mismo como el más preclaro de los herederos de la Ilustración y, de alguna manera, entendía que su pensamiento era la trinchera final de la lucha emancipadora de la humanidad contra las tiranías políticas y el oscurantismo cultural que la habían mantenido sometida durante siglos. En muchos sentidos el marxismo no se entiende sin esta carga mesiánica. En los hechos, fue un pensamiento que a fines del siglo XIX se planteó como el evangelio de los nuevos tiempos, que nacía para capitalizar los avances científicos y tecnológicos que estaban irrumpiendo en ese momento y que iban a facilitar la conquista de horizontes insospechados para la condición humana y que, de paso, corregirían todo aquello que había bloqueado el desarrollo y bienestar de la humanidad.
No es verdad que Marx propusiera solo una revolución económico-social. El cambio transformador de la relación de las formas de producción era sólo el primer paso. El proyecto comunista que emergió de su pensamiento se proponía algo mucho más ambicioso. No se trataba sólo de cambiar la sociedad. Lo que había que cambiar era la naturaleza humana —crear el hombre nuevo—, y para estos efectos era necesario barrer cuanto antes con el viejo sistema cultural anclado tanto a la religión como al individualismo, para reemplazarlo por otro donde el sujeto de la Historia pasaba a ser ya no el individuo sino el proletariado, entendido como pueblo y como colectivo.
Orlando Figes, en su libro La Revolución Rusa, cuenta que dos años después de haber conquistado el poder, Lenin acudió al laboratorio del fisiólogo I.P. Pavlov, el científico que estudió los mecanismos cerebrales de los reflejos condicionados, para conocer de primera fuente los alcances que podían asociarse a su investigación. Lo que Lenin quería saber era hasta qué punto, a partir de los descubrimientos de Pavlov, estos conocimientos podrían ayudar a controlar el comportamiento humano. Pavlov había estado auscultando la conducta de los perros. El científico cuando advirtió en qué dirección estaba pensando Lenin quedó —dicen— sobrecogido. Lo que Lenin quería era homogeneizar las reacciones, erradicar el sesgo individualista de las conductas, acotar el espectro de las libertades… En pocas palabras: «Que el hombre pueda ser convertido en lo que queremos que sea».
No estaba solo —todo hay que decirlo— en esa empresa demencial. Figes plantea que el pensamiento nazi también se propuso metas políticas y científicas parecidas —la transformación definitiva de la especie humana—, aunque en su caso apelando tanto a la eugenesia como al genocidio como métodos prioritarios para el cumplimiento de sus criminales propósitos de purificación racial. A su juicio fue este factor, la inspiración edificante o compasiva, el que marcó la gran diferencia respecto de la simpatía que la experiencia comunista despertó desde el comienzo en la intelectualidad mundial y, por la inversa, fue la trama odiosa y destructiva lo que generó el resuelto rechazo de ese mundo a los deshumanizados alcances de las políticas del Tercer Reich.
IV
De cualquier modo, para los efectos que tenía en mente Lenin, está claro que ni la cultura, ni el sistema de creencias, ni el arte, ni la imaginación poética podían entenderse como territorios neutrales y eso explica la violencia con que la Revolución embistió desde el primer momento tanto contra la religión como contra los símbolos e instituciones culturales asociados al orden burgués. Cumplida la primera etapa del trabajo de destrucción, las matrices del hombre nuevo tenían que templarse en nuevas formas de expresión artística y en un arte no solo receptivo sino también al servicio de los fines de la Revolución. Los primeros años de la Rusia revolucionaria fueron de hecho de enorme efervescencia cultural, en parte porque confluyeron al proceso transformador artistas descollantes y en parte porque en los inicios de la Revolución se respiró, junto a la opresión y el revanchismo contra aristócratas y burgueses, propio del estado policial que se estaba formando, un clima de libertades culturales que la sociedad rusa hasta entonces pocas veces había conocido. El período asistió al nacimiento de numerosos movimientos de vanguardia y de variados «ismos». Fue una época de muchos manifiestos que, entre otras cosas, reivindicaron desde el amor libre hasta la exhortación a quemar los museos, desde el cine como el arte del siglo XX hasta la poesía aleatoria y callejera, desde la reinvención de las orquestas (¡abajo el director!) hasta hacer del teatro (en ese momento un espectáculo de elites) un arte de masas que borrara para siempre la distinción entre actores y espectadores. Todo eso y mucho más con el declarado propósito de que el proletariado generara sus propias expresiones artísticas, cosa que en definitiva nunca ocurrió.
«La audiencia lo escucha en silencio y con atención. Los rostros se ven adustos, sombríos, y no vuela una mosca. Padilla habla y habla. También transpira. Reconoce su narcisismo y egolatría, reconoce su resentimiento y mala leche. “Agradece”, sí, agradece, la generosidad que la Revolución ha tenido con él. Agradece también las “valiosas conversaciones” que ha tenido con los agentes de la Seguridad. A esas alturas el espectáculo ya es nauseabundo»
¿Qué tiene de raro, siendo así, que algunos años más tarde, cuando ya la Revolución se había burocratizado y entrado a la fase del Gran Terror, cuando los comisarios del poder central habían pulverizado todo rastro de los movimientos de vanguardia, que Stalin hablara del escritor como «el ingeniero de las almas humanas»? En esa utopía, por un lado bastante cándida, y por el otro extremadamente siniestra, el Gran Líder, Stalin, probablemente juntaba lo que él pensaba que era el desarrollo de punta de las ciencias humanas, especialmente de la psicología, y una serie suposiciones, provenientes de la superchería científica, que le permitían creer que era posible gobernar al milímetro las percepciones de la gente a través de imágenes subliminales y manejos formateados de las emociones en los relatos y discursos. Algún día alguien debería estudiar los mitos generados por la izquierda al amparo de estas vinagreras, que terminaron sobreviviendo no sólo a Stalin sino incluso al sistema comunista. Estas pulsiones paranoicas son las que, de tarde en tarde, entran en acción cada vez que se supone que la publicidad, la televisión, el cine, las redes sociales ahora, operan como una chancadora para lavarle el cerebro a la gente y robotizarla para los arteros fines del capitalismo. ¡Por favor, un poco de esprit de finesse! Estos factores no se mueven con tanta literalidad ni operan como trampas para ratones. Son aun menos efectivos que esas trampas. De hecho, durante más de setenta años los ciudadanos de los socialismos reales estuvieron sometidos al bombardeo constante de la publicidad totalitaria y de la basura camuflada como arte bajo el ropaje de realismo socialista, que era lo único permitido, y la verdad de las cosas es que todo eso no resistió ni siquiera una semana en las conciencias, en las pantallas, en las páginas de los libros, cuando el muro se vino abajo. La ingeniería y la mentira, al final, no sirvieron de mucho para los asuntos del alma.
V
Considerado el doble fracaso del proyecto comunista en el plano cultural, porque ni sus películas, ni sus pinturas ni sus novelas lograron crear al hombre nuevo que se proponían y porque además el realismo socialista de los años de Stalin terminó embalsamando las peores expresiones de la estética kitsch, como tributo para glorificación del statu quo y del poder, durante décadas la izquierda funcionó en Occidente con el modelo sartreano de l’artiste engagé, del artista comprometido. Era una opción más que atendible. Descontado que todo gran artista está comprometido, se supone que en un nivel de excelencia, con su propio oficio —que es pintar, escribir, filmar, componer, representar, diseñar y construir…—, se supone además que todos ellos, ahora ya como ciudadanos, y por un mínimo sentido de responsabilidad con su propia época, también han de jugársela por ideales de progreso, justicia y bienestar de las sociedades en que se desenvuelven. En este apartado caben desde luego distintos grados de compromiso que pueden ir desde la simpatía hasta la militancia en movimientos o partidos. Aunque no siempre estuvo muy bien definido de qué modo habría de operar este segundo compromiso, Sartre dejaba fuera de discusión las órdenes de partido y las funciones de propaganda. Eso podía ser vasallaje, obsecuencia, servidumbre o cosa que se le pareciera, pero no arte comprometido. Lo que él entendía como tal tenía que ser un arte liberador, un arte que hiciera más consciente, más libre y a la vez más crítico al individuo de su propia situación. Hasta ahí en realidad no hay mucho que objetar porque la verdad es que tampoco es mucho lo que el planteamiento aprieta ni gran cosa lo que está esclareciendo del espinoso nexo entre el arte y la política.
«La democracia liberal, con toda la majestad que envuelve como sistema político, tiene un lado tóxico que al final lo banaliza todo. El artista dispone de amplísima libertad para crear, pero sin embargo su lugar en la sociedad se vuelve con frecuencia irrelevante. Aunque el artista ladre, no muerde»
El gran problema es que la divisa sartreana del artista comprometido hacía agua por varios lados. Por de pronto, porque hay artistas, y grandes artistas, que simplemente no tienen mayor filo político en su obra. ¿Son por este concepto entonces artistas inferiores? ¿Es inferior Proust, Faulkner o Borges? ¿Es inferior Joyce? Además, están los grandes artistas que yerran, que se comprometen con causas regresivas o equivocadas: Dostoievski, Celine, Pound… ¿Eso los descalifica por los siglos de los siglos? Por otro lado, ¿qué pasa con los artistas que aciertan y se comprometen con causas que terminan, por así decirlo, en el lado bueno de la historia? ¿Basta esta circunstancia para convertir al artista mediocre en un artista mayor? Si no es así, entonces, ¿para qué diablos sirve este modelo o teoría?
Dicho sea en homenaje a Sartre un dato que es fundamental. En algún momento él comenzó a escribir un ensayo que le tomaría veinticinco años de su vida —El idiota de la familia, un estudio monumental e inconcluso sobre Flaubert— donde concluyó que el autor de Madame Bovary había sido el mejor escritor de su tiempo y donde dio de baja la teoría del compromiso simplemente porque, respecto de Flaubert, no funcionaba. Vaya que tuvo coraje para reconocerlo. ¡Chapeau!
Hay mucha reflexión tanto ensayística como académica en las últimas décadas sobre la relación entre arte y política. Se ha convertido en uno de esos temas de nunca acabar. Tema también de largas siestas y prolongados insomnios. De gárgaras e hipérboles, de prosopopeyas e imposturas. Esta producción está muy asociada a las nociones de espacio (no sólo entorno físico, por supuesto), al lugar donde las prácticas artísticas tienen lugar y donde sean procesadas por el entorno. También a las nociones de provocación, emplazamiento, marginalidad y periferia. Se ha convertido ya en moneda de general aceptación decir que todo arte es político. Lo repetimos como urracas y lo leemos como tontos, una y otra vez. Vaya, vaya. ¿Ayuda esta divisa a entender mejor el tema? No digamos que mucho. Si el todo lo es, ¿ni siquiera cabría imaginar uno que no lo fuera? Si hay una materia, sin embargo, respecto de la cual se ha estado generando un abismo insalvable entre la academia y las percepciones de la gente común, insalvable tanto en términos de abstracciones como de palabrería hueca, ésa es precisamente ésta. La gente al final no se equivoca tanto al distinguir lo que es arte de lo que es mero rayado de murallas. Puede equivocarse durante una época, pero al final el tiempo discrimina con una justicia más certera. Los públicos no son tontos y podrían decir —tal como San Agustín respecto del tiempo— ¿qué es el arte político? Si no me lo preguntan, lo sé. Si alguien me lo pregunta y tengo que explicarlo, no lo sé.
VI
No deja de ser revelador que el tema del arte y la política se prenda en dictadura y se marchite en democracia. Son muchos los artistas con decididas nostalgias autocráticas, desde luego que muy a su pesar. Contra Franco, contra Pinochet, contra Videla, dicen, estábamos mejor. Alguna vez, en Washington, escuché a Isabel Allende decir que la situación en América Latina era tan injusta que al artista cuando salía a la calle sólo le cabían dos posibilidades: empuñar el fusil o empuñar la pluma. «Yo empuñé la pluma», acotó aguerrida la muy caradura, para que nadie se confundiera. Qué miseria.
La democracia liberal, con toda la majestad que envuelve como sistema político, tiene un lado tóxico que al final lo banaliza todo. El artista dispone de amplísima libertad para crear, pero sin embargo su lugar en la sociedad se vuelve con frecuencia irrelevante. Aunque el artista ladre, no muerde. No asusta ni a los niños. Tampoco mueve las agujas. ¿Es culpa de los artistas, con frecuencia muy encapsulados en obras obtusas, incomprensibles, presuntamente rupturistas pero que al final no quiebran ni siquiera un huevo, que están completamente alejados tanto de la vida como de las emociones, o es culpa del sistema, en particular de circuitos archiviciados, donde el artista crea sólo para la academia, para los ministerios, para los festivales, para sus curadores y para los circuitos que le aseguran un buen pasar dentro de la burbuja?
Corren tiempos difíciles. Son además tiempos de gran confusión. Ni en arte ni en política está fácil separar el trigo de la paja y la pedrería falsa de los diamantes de verdad. Por decir lo menos, hay que tener cuidado.